Ya ha empezado a cantar el pájaro matutino. ¿Quién le habrá traído noticias del día antes
de rayar el alba, cuando todavía las garras del dragón de la noche tienen cogido al cielo?
Di, pajarillo de la mañana, ¿cómo encontró tu sendero, a través de la noche del cielo y de
las hojas, el mensajero que llegó de Orientes... Nadie quería creerte cuando anunciaste: "¡Se
marchó la, noche! ¡Ya llega el sol!"
¡Despierta, dormido amigo! Presenta tu frente al beso bendito de la luz del alba...
embriagado de fe, con el pajarillo de la mañana
Hacia el cielo sin estrellas elevé, implorante, mis resecas manos, y con famélica voz grité
al oído de la noche. Mi imploración era para la sombra ciega, cual un dios vencido; yacía
bajo el cielo despejado de las ilusiones perdidas. El lamento del deseo volaba en torno del
abismo de la desesperanza cual pájaro junto al vacío nido.
Mas, al anclar la mañana en la ribera oriental, ¡mísero de mí!, di un salto y, exclamé: "¡
Dichoso yo, que la noche traicionera me negó su cofre de pecados!".
Y exclamé: "¡Luz! ¡Vida! ¡Vosotras sí que sois preciosas, como preciosa es la dicha del
que al fin os conoció"!
Satanás, sentado junto al Ganges, desgranaba su rosario cuando se le aproximó un astroso
Bramín, suplicándole "¡Una caridad para este pobrecito!".
"He dado cuanto tenía -le repuso Satanás-: Lo único que me queda es mi platillo".
"Siva, Nuestro Señor, me visitó en sueños, diciéndome que viniera", insistió el Bramín.
Satanás, entonces, recordó que entre los guijarros de la ribera había ocultado una piedra
preciosa.
De manera que le dijo al pordiosero dónde estaba y éste no tardó en hallarla, sentándose
luego en el suelo y entregándose a la meditación, hasta que el sol se ocultó bajo los árboles y
los pastores retornaron a los hogares con sus ganados.
Entonces se levantó y aproximándose con cautela a Satanás, le dijo: "Maestro... lo que
quiero es un pedacito de esa riqueza que nos hace desdeñar todos los bienes del mundo...".
Y arrojó la piedra preciosa al río.
Un día y otro día tendí hasta tus puertas mis manos, implorando, implorando. Tú me diste
y me diste, a veces poco, otras veces mucho. Yo recibía a mi antojo. Algunas cosas me
pesaban mucho; otras las rompía cuando me cansaba; otras las dejé para jugar... El montón de
cosas olvidadas y desdeñadas tornóse tan grande que llegó a ocultarte. Y mi corazón, fatigado
de esperar y esperar, cayó rendido.
Ahora soy yo el que te digo: "¡Toma!
¡Destroza cuanto hay aquí, en este platillo de limosnas! ¡Extingue la lámpara de tu
importuno guardián! ¡ Y, tomándome por las manos, levántame por encima del cúmulo de tus
limosnas hasta la infinita desnudez de tu solitaria presencia!
Ya estoy entre los vencidos.
Bien sé que ya no ganaré, que no puedo ganar la partida. Aunque sólo sea para irme al
fondo, me arrojaré a la charca. ¡Jugaré la partida de mi propia ruina!
Apartaré cuanto poseo; y, cuando ya nada me quede, me pondré yo mismo. Y entonces,
definitivamente arruinado, irremisiblemente vencido, ¡habré ganado!
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