El triunfo
Triunfo,
«Pan, Río de Janeiro, nº 227,
25 de mayo de 1940
El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco.
Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del
jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío.
Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando
la vigilancia de la cortina leve.
Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la
almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su
claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas.
Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente
el día le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos,
menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se
divierte un momento escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la
casa está apartada, bien aislada. Pero... ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El
sonido de pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa?
Lentamente le viene a la cabeza la idea de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con
obstinación. De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada en la cama, con un
estremecimiento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios,
la otra cama de la habitación. Está vacía.
Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos
cerrados.
Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que
vino después y se prolongó hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las
maletas, las maletas que sólo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas
de París, Milán. Se llevó también al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa
quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a
él. Él, el intelectual fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con el dedo. Y
aquella sensación ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me
muero. Oía aún sus palabras.
—¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo a quien quieras, a quien no
tenga nada que hacer! ¿Me entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada! Me
siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te
detesto!, ¡piénsalo bien, te detesto! Yo...
Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante
esa palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había
suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él
lo había aceptado.
Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca
imaginaba que fuese una humillación, pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos
que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado, como las otras, casi sin motivo. Luísa lo
había interrumpido, decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su
cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante exacto en que nacía con una frase
tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad, cariño?». Dijo que
necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada desde el principio
por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar «el
ambiente».
Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la habitación, como si le hubiesen
extraído del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril
encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los anchos hombros amados
estremeciéndose de risa, que todo era una broma, un experimento para una página de su
libro.
Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo rasgado por el ruido monótono
de la cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de
junio la hacía estremecerse.
«Se ha ido», pensó. «Se ha ido.» Nunca le había parecido tan llena de sentido esa
expresión, aunque la hubiese leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha ido»
no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen
allí, imaginaba, sonaría metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente, con una
calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora?
Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó la ropa, el libro de
cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. «Se ha ido.»
Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada
por la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una
semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban
a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas.
Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha
paralizado desde ayer, piensa Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué
hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos.
Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de fluidez y movilidad. Nunca
había reparado en el cuadro.
De repente, como un dardo, una herida dura y profunda: «se ha ido» ¡No, es mentira!
Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado.
Corre, empuja la puerta. Vacía. Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve
febrilmente los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna nota, diciendo, por
ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo mañana». No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una
hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado desde hace seguramente
dos horas y todavía no he conseguido concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada
que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se posa en ningún sitio. No consigo
escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es
tan...» Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había sentido, aunque vagamente:
mediocridad. Se queda absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad, de
pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge... murmura débilmente. Desearía no haber
leído aquella confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente. Llora hasta el
cansancio.
Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo. Está despertando. Se
anima. Se trenza el pelo, lo prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir la
piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios,
pero recuerda a tiempo que ya no le hace falta.
El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la
claridad penetra con ímpetu. El aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina
clara. Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa se queda ligeramente
sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y
reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles en alameda que terminan a
lo lejos en la carretera roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada de eso.
Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Sólo él existía. Él se había ido. Y las cosas
no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por
la frente, quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)1
las ideas,
profundizando en sus menores partículas.
Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que hacer y temía pensar, cogió
unas piezas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran
lavadero. Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón.
Inclinada así, moviendo los brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el
esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió a sí misma. Paró, dejó de
fruncir el ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía de
aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica, citando a Schopenhauer, Platón, que
pensaron y pensaron... Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma
de los dedos.
Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo
le había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor... De
repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por
el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer.
Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento
seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga
en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su
cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas.
De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor
la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazón
latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él volvería,
porque ella era la más fuerte.
1
Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible errata o lectura ambigua. (N. de la T.)
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