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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Sep 2024, 15:11

    ***
    «Antes de casarse era de clase media, secretaria del banquero con quien
    se había casado y ahora: ahora luz de velas. Yo estoy jugando a vivir»,
    pensó, «la vida no es eso».
    «La belleza puede ser una gran amenaza». La extrema gracia se
    confundió con una perplejidad y una honda melancolía. «La belleza
    asusta». «Si yo no fuera tan bonita habría tenido otro destino», pensó,
    arreglándose las flores doradas sobre los negrísimos cabellos.
    Ella, una vez, había visto a una amiga totalmente con el corazón sufrido
    y dolido, y loco por una fuerte pasión. Entonces no había querido nunca
    experimentarla. Siempre había tenido miedo de las cosas demasiado bellas
    o demasiado horribles: es que no sabía en sí cómo responderles y si
    respondería, si fuera igualmente bella o igualmente horrible.
    Estaba asustada como cuando había visto la sonrisa de la Mona Lisa,
    ahí, a la mano en el Louvre. Cómo se había asustado con el hombre de la
    herida o con la herida del hombre.
    Tuvo ganas de gritarle al mundo: «¡Yo no soy mala! ¡Soy un producto
    de no sé qué, cómo saber de esta miseria del alma!».
    Para cambiar de sentimiento —puesto que ella no los aguantaba y le
    daban ganas de, por desesperación, de dar un puntapié violento en la herida
    del mendigo—, para cambiar de sentimientos pensó: este es mi segundo
    matrimonio, es decir, el marido anterior estaba vivo.
    Ahora entendía por qué se había casado desde la primera vez y estaba
    en subasta: ¿quién da más?, ¿quién da más? Entonces está vendida. Sí, se
    había casado por primera vez con el hombre que «daba más», lo había
    aceptado porque él era rico y estaba un poco por encima del nivel social de
    ella. Se había vendido. ¿Y el segundo marido? Su matrimonio estaba
    terminando, él con dos amantes… y ella soportando todo porque una
    ruptura sería escandalosa: su nombre era demasiado citado en las columnas
    sociales. ¿Y volvería ella a su nombre de soltera? Hasta acostumbrarse a su
    nombre de soltera, iba a tardar mucho. Además, pensó riéndose de sí
    misma, además, ella aceptaba al segundo porque le daba un gran prestigio.
    ¿Se había vendido a las columnas sociales? Sí. Descubría eso ahora. Si
    hubiera para ella un tercer matrimonio —pues era bonita y rica—, si lo
    hubiera, ¿con quién se casaría? Empezó a reír un poco histéricamente
    porque había pensado: el tercer marido era el mendigo.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Sep 2024, 16:00

    ***
    De repente le preguntó al mendigo:
    —¿Usted habla inglés?
    El hombre ni siquiera sabía lo que ella le había preguntado. Pero
    obligado a responder, pues la mujer ya lo había comprado con tanto
    dinero, salió con una evasiva:
    —Sí, claro. ¿Pues no estoy hablando ahora mismo con usted? ¿Por
    qué? ¿Usted es sorda? Entonces voy a gritar: HABLO.
    Espantada por los grandes gritos del hombre, empezó a sudar frío.
    Tomaba plena conciencia de que hasta ahora había fingido que no existían
    quienes pasan hambre y no hablan ninguna lengua y que había multitudes
    anónimas mendigando para sobrevivir. Ella lo sabía, sí. Pero había desviado
    la cabeza y se había tapado los ojos. Todos, pero todos: saben y fingen que
    no saben. E incluso si no fingieran, iban a tener un malestar. ¿Cómo no lo
    tendrían? No, ni eso tendrían.
    Ella era…
    ¿A fin de cuentas quién era ella?
    Sin comentarios, sobre todo porque la pregunta duró un instante de
    segundo: pregunta y respuesta no habían sido pensamientos de la cabeza,
    eran del cuerpo.
    Yo soy el diablo, pensó, recordando lo que había aprendido en su
    infancia. Y el mendigo es Jesús. Pero, lo que él quiere no es dinero, es
    amor, ese hombre se perdió de la humanidad como yo también me perdí.



    cont


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Sep 2024, 16:01

    ***

    Quiso forzarse a entender el mundo y solo logró acordarse de
    fragmentos por los amigos del marido: «Estas plantas no serán
    suficientes». ¿Qué plantas, santo Dios? ¿Las del ministro Gallardo?
    ¿Tendría plantas? «La energía eléctrica… ¿hidroeléctrica?».
    Y la magia esencial de vivir, ¿dónde estaba ahora? ¿En qué rincón del
    mundo? ¿En el hombre sentado en la esquina?
    ¿El resorte del mundo es el dinero? Se hizo ella la pregunta. Pero quiso
    fingir que no era. Se sintió tan tan rica que tuvo un malestar.
    Pensamiento del mendigo: «Esta mujer está loca o robó el dinero
    porque millonaria no puede ser», millonaria era para él tan solo una palabra
    e incluso si en esa mujer él quisiera encarnar una millonaria, no podría
    porque: gente, ¿dónde se ha visto a una millonaria quedarse parada en la
    calle? Entonces pensó: ella es de esas vagabundas que le cobran caro a los
    clientes y ¿seguramente está cumpliendo una promesa?
    Después.
    Después.
    Silencio.
    Pero de repente ese pensamiento a gritos:
    —¿Cómo nunca había descubierto que también yo soy una mendiga?
    Nunca pedí limosna pero mendigo el amor de mi marido que tiene dos
    amantes, mendigo por el amor de Dios que me consideren bonita, alegre y
    aceptable, y la ropa de mi alma está harapienta…
    «Hay cosas que nos igualan», pensó, buscando desesperadamente otro
    punto de igualdad. Llegó de repente la respuesta: eran iguales porque
    habían nacido y ambos morirían. Eran, pues, hermanos.
    Tuvo ganas de decir: mire, hombre, yo también soy una pobremiserable, la única diferencia es que soy rica. Yo… pensó con ferocidad, yo
    estoy cerca de desmoralizar el dinero, amenazando el crédito de mi marido
    en la plaza. Estoy lista para, de un momento a otro, sentarme en la orilla de
    la banqueta. Nacer fue mi peor desgracia. Habiendo ya pagado ese maldito
    acontecimiento, me siento con derecho a todo.
    Tenía miedo. Pero de repente dio un gran salto en su vida:
    valerosamente se sentó en el suelo.
    «¡Vas a ver que ella es una comunista!», medio pensó el mendigo. «Y
    como comunista tendría derecho a sus joyas, sus apartamentos, su riqueza
    y hasta sus perfumes».


    cont
    469


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Sep 2024, 17:33

    ***


    Nunca más sería la misma persona. No era que jamás hubiera visto a un
    mendigo. Pero esto incluso ocurría en la hora equivocada, como un
    empujón que la hiciera derramar vino tinto en su blanco vestido de encaje.
    De repente sabía: este mendigo estaba hecho de la misma materia que ella.
    Simplemente eso. El «porqué» es lo que era diferente. En el plan físico
    ellos eran iguales. En cuanto a ella, tenía una cultura mediana, y él no
    parecía saber de nada, ni siquiera quién era el presidente de Brasil. Ella, no
    obstante, tenía una capacidad aguda para comprender. ¿Sería que había
    estado hasta ahora con la inteligencia taponada? Pero si ella hace poco que
    había estado hasta ahora en contacto con una herida que pedía dinero para
    comer, ¿empezó a pensar únicamente en dinero? Dinero que siempre había
    sido fácil para ella. Y la herida, ella nunca la había visto tan de cerca…
    —Señora, ¿se está sintiendo mal?
    —No estoy mal… pero no estoy bien, no sé…
    Pensó: el cuerpo es una cosa que cuando está enfermo uno lo carga. El
    mendigo se carga a sí mismo.
    —Hoy en el baile usted se recupera y todo vuelve a la normalidad —
    dijo José.
    Página 470
    Realmente en el baile, ella reverdecería sus elementos de atracción y
    todo volvería a ser normal.
    Se sentó en el asiento del coche con aire acondicionado, echando, antes
    de partir, una última mirada a ese compañero de hora y media. Le parecía
    difícil despedirse de él, él era ahora el «yo» alter ego, él formaba parte de su
    vida para siempre. Adiós. Estaba soñadora, distraída, con los labios
    entreabiertos, como si hubiera, al borde de ellos, una palabra. Por un
    motivo que ella no sabría explicar: él era verdaderamente ella misma. Y así,
    cuando el chófer encendió la radio, oyó que el bacalao producía nueve mil
    óvulos por año. No supo deducir nada con esa frase, ella que estaba
    necesitando un destino. Se acordó de que cuando era adolescente había
    buscado un destino y había escogido cantar. Como parte de su educación,
    fácilmente le habían conseguido un buen profesor. Pero cantaba mal, ella
    misma lo sabía y su padre, amante de la ópera, había fingido no notar que
    ella cantaba mal. Pero hubo un momento en el que ella empezó a llorar. El
    profesor perplejo le había preguntado qué tenía.


    cont.


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Sep 2024, 17:34

    ***


    —Es que, es que yo tengo miedo de, de, de, de cantar bien…
    Pero tú cantas muy mal, le había dicho el profesor.
    —También tengo miedo, tengo miedo también de cantar mucho
    mucho mucho peor todavía. ¡Maaaal, demasiado mal! —Ella lloraba y
    nunca más tuvo otra clase de canto. Esa historia de buscar el arte para
    entender tan solo le había sucedido una vez, después se sumergió en un
    olvido que únicamente ahora, a los treinta y cinco años de edad, a través de
    la herida, necesitaba o cantar muy mal o cantar muy bien. Estaba
    desorientada. Hace cuánto tiempo no oía la llamada música clásica porque
    esta podría sacarla del sueño automático en el que vivía. Yo, yo estoy
    jugando a vivir. El mes próximo iría a Nueva York y descubrió que esa ida
    era como una nueva mentira, como una perplejidad. Tener una herida en la
    pierna: es una realidad. Y todo en su vida, desde cuando hubo nacido, todo
    en su vida había sido suave como el brinco de un gato.
    (En el coche andando).
    De repente pensó: ni me acordé de preguntarle cuál era su nombre.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 17:06

    ***


    ¿El resorte del mundo es el dinero? Se hizo ella la pregunta. Pero quiso
    fingir que no era. Se sintió tan tan rica que tuvo un malestar.
    Pensamiento del mendigo: «Esta mujer está loca o robó el dinero
    porque millonaria no puede ser», millonaria era para él tan solo una palabra
    e incluso si en esa mujer él quisiera encarnar una millonaria, no podría
    porque: gente, ¿dónde se ha visto a una millonaria quedarse parada en la
    calle? Entonces pensó: ella es de esas vagabundas que le cobran caro a los
    clientes y ¿seguramente está cumpliendo una promesa?
    Después.
    Después.
    Silencio.
    Pero de repente ese pensamiento a gritos:
    —¿Cómo nunca había descubierto que también yo soy una mendiga?
    Nunca pedí limosna pero mendigo el amor de mi marido que tiene dos
    amantes, mendigo por el amor de Dios que me consideren bonita, alegre y
    aceptable, y la ropa de mi alma está harapienta…
    «Hay cosas que nos igualan», pensó, buscando desesperadamente otro
    punto de igualdad. Llegó de repente la respuesta: eran iguales porque
    habían nacido y ambos morirían. Eran, pues, hermanos.
    Tuvo ganas de decir: mire, hombre, yo también soy una pobremiserable, la única diferencia es que soy rica. Yo… pensó con ferocidad, yo
    estoy cerca de desmoralizar el dinero, amenazando el crédito de mi marido
    en la plaza. Estoy lista para, de un momento a otro, sentarme en la orilla de
    la banqueta. Nacer fue mi peor desgracia. Habiendo ya pagado ese maldito
    acontecimiento, me siento con derecho a todo.
    Tenía miedo. Pero de repente dio un gran salto en su vida:
    valerosamente se sentó en el suelo.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 15:36

    Un día menos




    Yo temo que la muerte llegue. ¿Muerte?
    ¿Será que alguna vez los días tan largos terminen?
    Así divago con el pensamiento, calmada, quieta. ¿Será que la muerte es
    un engaño? ¿Un truco de la vida? ¿Es persecución?
    Y así es.
    El día había empezado a las cuatro de la mañana, siempre había
    despertado temprano, encontrando inmediatamente en la pequeña
    despensa un termo lleno de café. Tomó una taza tibia y ahí iba a dejarla
    para que Augusta la lavara, cuando se acordó de que la vieja Augusta había
    pedido permiso por un mes para ver a su hijo.
    Tuvo flojera del largo día que seguiría: ningún compromiso, ningún
    deber, ni alegría ni tristeza. Se sentó, pues, con la bata más vieja, ya que
    nunca esperaba visitas. Pero estar tan mal vestida —con ropa aún de la
    fallecida madre— no le agradaba. Se levantó y se puso un pijama de seda
    con bolitas azules y blancas que Augusta le había regalado en su último
    cumpleaños. Eso realmente mejoraba. Y mejoró aún más cuando se sentó
    en el sillón recién tapizado de morado (gusto de Augusta) y encendió su
    primer cigarro del día. Era un cigarro de marca cara, de ese humo rubio,
    cigarrillo estrecho y largo, cualidad social de una persona que no era por
    acaso ella. Además, por mero acaso, no era muchas cosas. Y por mero
    acaso ya había nacido.
    ¿Y luego?
    Luego.
    Luego.
    Pues entonces.
    Así mismo.
    ¿No es así?
    Entonces, pues entonces se reveló repentinamente: entonces, pues
    entonces es así mismo. Augusta le había contado que habría mejoría luego.
    Así mismo ya bastaba de así era.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 15:37

    ***

    Se acordó del periódico que recibía por suscripción a la puerta de la
    entrada. Allá fue medio animada, nunca se sabe lo que se va a leer, si el
    ministro de Indochina se va a matar o el amante amenazado por el papá de
    la novia acaba casándose.
    Pero ahí no estaba el diario: el diantre del vecino enemigo ya debería
    habérselo llevado. Era una lucha constante la de ver quién llegaba primero
    al periódico que, sin embargo, tenía claramente impreso su nombre:
    Margarita Flores. Además de la dirección. Siempre que distraídamente veía
    su nombre escrito se acordaba de su apellido en la escuela primaria:
    Margarita Flores de Entierro. ¿Por qué a alguien no se le ocurría apellidarla
    Margarita Flores del Jardín? Es que las cosas simplemente no estaban de su
    lado. Pensó en una bobada: hasta su pequeña cara estaba de lado. En
    esquina. Ni pensaba si era bonita o fea. Ella era sencilla.
    Luego.
    Luego no tenía problemas de dinero.
    Luego había teléfono. ¿La llamaría a alguien? Pero siempre que llamaba
    por teléfono tenía la impresión nítida de que estaba siendo inoportuna. Por
    ejemplo: interrumpiendo un abrazo sexual. O entonces era inoportuna por
    falta de tema.
    ¿Y si alguien la llamara? Iría a tener que contener el temblor de la voz
    alegre porque alguien finalmente la llamaba. Supuso lo siguiente:
    —Ring, ring, ring.
    —¿Diga, sí?
    —¿Está Margarita Flores del Jardín?
    Frente a la voz masculina tan suave, respondería:
    —¡Margarita Flores de los Bosques Floridos!
    Y la voz cantante la invitaría a tomar un té por la tarde en la confitería
    Colombo. Recordó a tiempo que hoy en día un hombre no invitaba para
    tomar té con rebanadas de pan tostado, sino para una bebida. Lo que ya
    complicaría las cosas: para una bebida seguramente se debería ir vestida de
    una manera más audaz, más misteriosa, más personal, más… Ella no era
    muy personal. Lo que la disgustaba un poco, no mucho.
    Y, además, el teléfono no sonó.
    Luego. Estaba lo que veía cuando se veía al espejo. Rara vez se veía en
    el espejo, como si ya se conociera mucho. Y ella comía mucho. Estaba
    gorda y su gordura era extremadamente pálida y flácida.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 15:39

    ***

    Después decidió acomodar el cajón de las braguitas y los sostenes: ella
    era exactamente del tipo que ordenaba los cajones de las braguitas y los
    sostenes, se sentía bien con la delicada tarea. Y si fuera casada, el marido
    tendría en perfecto orden la hilera de corbatas, según la graduación de
    color, o según… Según cualquier cosa. Pues siempre hay algo por lo cual
    uno se guía y se arregla. En cuanto a ella misma, se guiaba por el hecho de
    no estar casada, de tener la misma empleada desde que había nacido, de ser
    una mujer de treinta años de edad, usar poco lápiz de labios, ropa pálida…
    ¿y qué más? Evitó deprisa «el qué más», pues con esa pregunta caería en un
    sentimiento muy egoísta e ingrato: se sentiría sola, lo que era pecado
    porque quien tiene a Dios nunca está solo. Tenía a Dios, ¿pues no era la
    única cosa que tenía? Excepto Augusta.
    Entonces se metió en el baño, lo cual le dio tanto placer que no pudo
    impedir pensar cómo serían otros placeres corpóreos. Ser virgen, a los
    treinta años, no tenía sentido, a menos que fuera para ser violada por un
    marginado. Al acabar el baño y los pensamientos, talco, talco, mucho talco.
    Y cuántos y cuántos desodorantes: dudaba que alguien en Río de Janeiro
    oliera más que ella. Tal vez fuera la menos inodora de todas las criaturas. Y
    del baño salió tarareando a su manera un ligero minueto.
    Luego.
    Luego vio con gran satisfacción, en el reloj de la cocina, que ya eran las
    once de la mañana… Cómo había pasado el tiempo aprisa desde las cuatro
    de la madrugada. Qué dádiva era el tiempo que pasaba. Mientras calentaba
    la gallina blanquecina con mucha piel de la cena, encendió la radio y
    sintonizó a un hombre en medio de un pensamiento: «Flauta y guitarra»…,
    dijo el hombre, y de repente ella no aguantó y apagó la radio. Como si
    «flauta y guitarra» fueran en realidad su secreto, ambicionado e
    inalcanzable modo de ser. Tuvo valor y dijo bajito: flauta y guitarra.



    con 473


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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Sep 2024, 12:43

    ***


    Apagada la radio y sobre todo el pensamiento, las habitaciones cayeron
    en un silencio: como si alguien en alguna parte acabara de morir y… Pero
    afortunadamente estaba el ruido de la sartén calentando los pedazos de la
    gallina que, quién sabe, tomarían algún color y sabor. Se puso a comer.
    Pero luego percibió su error: habiendo sacado la gallina del refrigerador y
    al calentarla tan solo un poco, había partes en que la grasa estaba gelatinosa
    y fría, y otras que estaban quemadas y demasiado tostadas.
    Sí.
    ¿Y el postre? Recalentó un poco del café del desayuno y lo endulzó
    con la amarga sacarina para jamás engordar. Su orgullo sería verse casi
    como una hebrita.
    Luego.
    Recordó para compensar que había millones de personas con hambre,
    en su tierra y en otras tierras. Iría a sentir un malestar todas las veces que
    Página 474
    comiera.
    Luego.
    ¡Luego! ¿Cómo había olvidado la televisión? Ah, sin Augusta ella se
    olvidaba de todo. La encendió toda esperanzada. Pero a esa hora solo
    daban películas antiguas del oeste con muchísimos anuncios de cebollas,
    kótex, grosellas que deberían ser buenas pero que engordaban. Permaneció
    mirando. Decidió encender un cigarro. Eso mejoraría todo, pues haría de
    ella un cuadro para una exposición: Mujer fumando frente a la televisión.
    Solo después de mucho rato percibió que ni siquiera miraba la televisión y
    lo único que hacía era estar gastando electricidad. Apagó el botón con
    alivio.



    cont.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Sep 2024, 12:44

    ***






    Luego.
    Sí, ¿y después?
    Después fue a hervir agua para tomar un té, mientras ella no olvidaba
    que el teléfono no sonaba. Si al menos tuviera compañeros de trabajo, pero
    no tenía trabajo: la pensión del papá y de la mamá suplía sus pocas
    necesidades. Además de que no tenía letra bonita y pensaba que sin tener
    letra bonita no aceptaban solicitantes.
    Tomó el té hirviendo, masticando pequeñas rebanadas secas de pan
    tostado que le arañaban las encías. Mejorarían con un poco de mantequilla.
    Pero, claro, la mantequilla engordaba, además de aumentar el colesterol,
    cualquiera que fuera el significado de esta palabra moderna.
    Cuando estaba partiendo con los dientes la tercera rebanada —ella
    acostumbraba a contar las cosas, por una especie de manía de orden, al fin
    inocua y hasta divertida—, cuando se iba a comer la tercera rebanada…
    ¡SUCEDIÓ! Lo juro, se dijo ella, juro que oí sonar el teléfono. Escupió en
    el mantel el pedazo de la tercera rebanada y, para no dar a entender que era
    una precipitada o una necesitada, lo dejó sonar cuatro veces, y cada vez era
    Página 475
    un dolor agudo en el corazón, pues podrían colgar pensando que no había
    nadie en casa. Ante ese pensamiento terrorífico se precipitó de repente en
    esa misma cuarta llamada y logró decir con una voz muy negligente:
    —Diga…
    —Si me hace el favor —dijo la voz femenina que debía de tener más de
    ochenta años a juzgar por la ronquera arrastrada—, ¿por favor, puede
    llamar al aparato —nadie decía ya «aparato»— a Flavia? Mi nombre es
    Constanza.
    —Madame Constanza, siento informarle que en esta casa no vive nadie
    con el nombre de Flavia, sé que Flavia es un nombre muy romántico, pero
    aquí no hay ninguna, ¿qué es lo que puedo hacer? —dijo con cierta
    desesperación a causa de la voz de comando de madame Constanza.



    cont.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Sep 2024, 12:45

    ***


    —Pero ¿esa no es la calle General Isidro?
    Eso empeoró la cuestión.
    —Sí, claro, pero ¿qué número de teléfono marcó? ¿Que qué? ¿El mío?
    Pero le aseguro que vivo aquí desde hace exactamente treinta años, cuando
    nací, y ¡nunca ha habido en esta casa ninguna joven llamada Flavia!
    —Joven, para nada, Flavia es un año mayor que yo y si se quita los
    años, ¡eso es problema de ella!
    —Tal vez no se quite los años, quién sabe, madame Constanza.
    —Que se los quita, eso que ni qué, pero ¡por lo menos hágame el favor
    de decirle que atienda rápidamente al aparato y ya!
    —Yo… yo… yo estaba intentando decirle que nuestra familia fue la
    primera y única que ha habitado en esta casa y le aseguro, lo juro por Dios,
    que nunca ha vivido aquí ninguna señora Flavia, y no estoy diciendo que la
    señora Flavia no exista, pero aquí, señora mía, aquí no e-x-i-s-t-e…
    —Deje de ser grosera, ¡qué ladina! Por cierto, ¿cuál es su nombre?
    —Margarita Flores del Jardín.
    —¿Por qué? ¿Hay flores en el jardín?
    —¡Ja, ja, ja, usted tiene buen humor! No, no hay flores en el jardín
    pero es que mi nombre es florido.
    —¿Y eso sirve de algo?
    Silencio.
    —En fin, ¿sirve o no sirve?
    —Es que no sé responder porque nunca antes había pensado en eso.
    Solo sé responder cosas que ya he pensado.
    —Entonces haga un pequeño esfuerzo y conciba en su mente el
    nombre de Flavia y verá que sabrá responder.




    cont

    476

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    Mensaje por Maria Lua Jue 12 Sep 2024, 10:17

    ***

    —Me lo estoy figurando, me lo estoy figurando… ¡Ah, lo encontré!
    ¡El nombre de mi criada es Augusta!
    —Pero, criatura de Dios, estoy perdiendo la paciencia, no es la criada a
    la que quiero, es a ¡Fla-via!
    —No quiero parecer grosera, pero mi mamá decía siempre que las
    personas insistentes son maleducadas, ¡disculpe!
    —¿Maleducada? ¿Yo? ¿Criada en París y Londres? ¿Usted sabe al
    menos inglés o francés, solo para practicar un poco?
    —Únicamente hablo la lengua de Brasil, mi señora, y creo que ya es
    tiempo de que cuelgue porque a esta hora mi té debe estar helado.
    —¿Té a las tres de la tarde? Bien se ve que usted no tiene la mínima
    clase, y yo pensando que usted podría haber estudiado en Inglaterra y que
    sabría por lo menos a qué hora se toma el té.
    —El té es porque yo no tenía nada que hacer… Madame Constanza. Y
    ahora le imploro en nombre de Dios que no me torture más, le imploro de
    rodillas que cuelgue el teléfono para acabar de tomarme mi té brasileño.
    —Sí, pero no necesita lloriquear por eso, doña Flores, mi única y pura
    intención era hablar con Flavia para invitarla a un jueguito de bridge. ¡Ah!
    ¡Tengo una idea! Ya que Flavia salió, ¿por qué usted no viene a mi casa
    para unas supuestas cartas a dinero bajo? ¿Eh? ¿Cómo lo ve? ¿No se siente
    tentada? ¿Y qué piensa para distraer a una señora de edad avanzada?
    —Dios mío, no sé jugar ningún juego.
    —Pero ¡cómo no!
    —Eso mismo. No sé.
    —¿Y a qué se debe esa falla en su educación?
    —Mi papá era estricto: en su casa no tenían el vicio de la baraja.
    —Su papá, su mamá y Augusta, pues muy anticuados, si me permite
    decir y creo que…
    —¡No! ¡No le permito decir! Y la que va a colgar el teléfono soy yo,
    con su permiso

    cont.

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    477


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Sep 2024, 15:02

    ***



    Enjugando sus ojos, se sintió por un instante aliviada y tuvo una idea
    tan nueva que ni parecía de ella: parecía demoniaca como las ideas de la
    madame… Era desconectar la bocina de donde colgaba para que, si
    madame Constanza fuera constante como su nombre, no volviera a marcar
    para llamar a la desgraciada Flavia. Se sonó la nariz. ¡Ah, si no tuviera
    buenas costumbres, lo que no le diría a la tal Constanza! Hasta ya estaba
    arrepentida de lo que no le habría dicho por tener buenas costumbres.
    Sí, el té estaba helado.
    Página 477
    Y con el sabor concentrado de la sacarina. La tercera rebanadita
    escupida en el mantel de la mesa. La tarde echada a perder. ¿O era el día
    echado a perder? ¿O la vida echada a perder? Nunca se había detenido para
    pensar si era o no feliz. Entonces, en vez de té, se comió un plátano un
    poco ácido.
    Luego.
    Luego. Después eran las cuatro.
    Luego las cinco.
    Seis.
    Las siete: ¡hora de cenar!
    Le gustaría comer otra cosa y no la gallina de ayer, pero había
    aprendido a no desperdiciar la comida. Se comió un muslo reseco con
    rebanaditas de pan tostado. A decir verdad, no tenía hambre. Solo a veces
    se animaba con Augusta porque hablaban, hablaban y comían, ¡ah, comían
    fuera de la dieta y no engordaban! Pero Augusta iba a estar ausente un
    mes. Un mes es una vida.
    Las ocho de la noche. Ya se podía acostar. Se cepilló los dientes
    durante mucho tiempo, pensativa. Se puso un camisón rasgado de algodón
    medio desgastado, de esos agradables, de los hechos aún por la mamá. Y se
    metió a la cama, bajo las mantas.
    Con los ojos abiertos.
    Con los ojos abiertos.
    Con los ojos abiertos.



    cont.


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Sep 2024, 15:03

    ***

    Fue entonces cuando pensó en los frascos de píldoras contra el
    insomnio que habían pertenecido a su madre. Se acordó de su papá:
    cuidado, Leontina, con la dosis, una dosis más y puede ser fatal. Yo,
    respondía Leontina, no quiero abandonar esta buena vida tan pronto, y tan
    solo me tomo dos pildoritas, las suficientes para tener un sueño tranquilo
    y despertar toda color de rosa para mi maridito.
    Eso, pensó Margarita de las Flores en el Jardín, dormir un buen sueñito
    y despertar color de rosa. Fue a la habitación de la mamá, abrió un cajón
    del lado izquierdo de la gran cama matrimonial y encontró realmente tres
    frascos llenos de chochitos. Iba a tomarse dos píldoras para amanecer color
    de rosa. No tenía ninguna mala intención. Fue a traer una jarra y un vaso.
    Destapó uno de los frascos: sacó dos pequeñas píldoras. Tenían un sabor a
    moho y azúcar. No tenía en sí la menor mala intención. Pero nadie en el
    mundo sabrá. Y ahora para siempre no se sabrá juzgar si fue por
    desequilibrio o, en fin, por un gran equilibrio: vaso tras vaso engulló todas
    las píldoras de los tres grandes frascos. Pero en el segundo frasco pensó
    por primera vez en la vida: «Yo». Y no era un simple ensayo: era en verdad
    un estreno. Toda ella finalmente se estrenaba. Y justamente antes de que se
    terminaran, ya sentía una cosa en las piernas, tan buena como nunca antes
    lo había sentido. Ella ni sabía que era domingo. No tuvo fuerzas para llegar
    a su propia habitación: se dejó caer de lado en la cama donde la habían
    engendrado. Era un día menos. Vagamente pensó: si al menos Augusta
    hubiera dejado lista una tarta de frambuesa.




    FIN




    479


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    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Sep 2024, 21:46

    Se acordó de su papá:
    cuidado, Leontina, con la dosis, una dosis más y puede ser fatal. Yo,
    respondía Leontina, no quiero abandonar esta buena vida tan pronto, y tan
    solo me tomo dos pildoritas, las suficientes para tener un sueño tranquilo
    y despertar toda color de rosa para mi maridito.
    Eso, pensó Margarita de las Flores en el Jardín, dormir un buen sueñito
    y despertar color de rosa. Fue a la habitación de la mamá, abrió un cajón
    del lado izquierdo de la gran cama matrimonial y encontró realmente tres
    frascos llenos de chochitos. Iba a tomarse dos píldoras para amanecer color
    de rosa. No tenía ninguna mala intención. Fue a traer una jarra y un vaso.
    Destapó uno de los frascos: sacó dos pequeñas píldoras. Tenían un sabor a
    moho y azúcar. No tenía en sí la menor mala intención. Pero nadie en el
    mundo sabrá. Y ahora para siempre no se sabrá juzgar si fue por
    desequilibrio o, en fin, por un gran equilibrio: vaso tras vaso engulló todas
    las píldoras de los tres grandes frascos. Pero en el segundo frasco pensó
    por primera vez en la vida: «Yo». Y no era un simple ensayo: era en verdad
    un estreno. Toda ella finalmente se estrenaba. Y justamente antes de que se
    terminaran, ya sentía una cosa en las piernas, tan buena como nunca antes
    lo había sentido. Ella ni sabía que era domingo.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 19 Sep 2024, 14:18

    Apéndice: la explicación inútil



    Clarice Lispector raramente comentaba su propia escritura, o la de otros
    autores. Aquí, seguro que como respuesta a una pregunta, describe la génesis
    de Lazos de familia. Este texto fue publicado en la sección «Fondo de cajón»
    del libro La Legión Extranjera
    [30]
    .


    No me es fácil recordar cómo y por qué escribí un cuento o una novela. En
    cuanto se despegan de mí, a mí también se me hacen extraños. No se trata
    de un «trance», pero la concentración al escribir parece que me quite la
    conciencia de lo que no sea la escritura propiamente dicha. Algo, sin
    embargo, puedo intentar reconstruir, si tiene algún interés, y si responde a
    lo que me han preguntado.
    Lo que recuerdo del cuento «Feliz cumpleaños», por ejemplo, es la
    impresión de una fiesta que no fue diferente de otras de cumpleaños; pero
    aquel era un día pesado de verano, y creo que ni siquiera puse la idea de
    verano en el cuento. Tuve una «impresión», de la que salieron algunas
    líneas vagas, anotadas solo por el gusto y la necesidad de profundizar en lo
    que se siente. Años después, al encontrar esas líneas, nació la historia, con
    la rapidez de quien está transcribiendo una escena ya vista, y sin embargo
    nada de lo que escribí sucedió en aquella fiesta ni en ninguna otra. Mucho
    tiempo después un amigo me preguntó de quién era abuela aquella mujer.
    Le respondí que era la abuela de otros. Dos días después me vino
    espontáneamente la verdadera respuesta, y con sorpresa: descubrí que esa
    abuela era la mía, y de ella solo conocí en mi infancia un retrato, nada más.
    «Misterio en São Cristóvão» es un misterio para mí: fui escribiendo
    tranquilamente como quien desenrolla un ovillo de hilo. No encontré la
    menor dificultad. Creo que la ausencia de esta venía de la propia
    concepción del cuento: su atmósfera quizá necesitaba esa actitud mía de
    neutralidad, de una cierta no participación. La falta de dificultad puede
    haber sido una técnica interna, un modo de abordar, delicadeza,
    distracción fingida.





    cont.

    480


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    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Sep 2024, 18:26

    ***


    De «Devaneo y embriaguez de una muchacha» sé que me divertí tanto
    que escribir fue realmente un placer. Mientras duró el trabajo estaba
    siempre de un buen humor distinto del habitual, y a pesar de que los demás
    no llegasen a notarlo yo hablaba al modo portugués, practicando, según
    parece, el lenguaje. Fue estupendo escribir sobre la portuguesa.
    De «Lazos de familia» no recuerdo nada.
    Del cuento «Amor» recuerdo dos cosas: una al escribirlo, la intensidad
    con la que inesperadamente caí con el personaje en un Jardín Botánico no
    premeditado y de donde no conseguimos salir, de tan enmarañadas y
    medio hipnotizadas, hasta el punto de tener que hacer que mi personaje
    llamase al guardia para abrir los portales ya cerrados, si no nos habríamos
    tenido que quedar a vivir allí hasta hoy. La segunda cosa que recuerdo es a
    un amigo leyendo el relato mecanografiado para darme su opinión y yo, al
    oírla en voz humana y familiar, tuve de repente la impresión de que en
    aquel instante nacía ya hecha, como nace un niño. Este momento fue el
    mejor de todos, allí el cuento me fue dado, y yo lo recibí, o allí yo lo di y él
    fue recibido, o las dos cosas que son una sola.
    De «La cena» no sé nada.
    «Una gallina» fue escrito en una media hora. Me habían encargado una
    crónica, yo lo estaba intentando, sin intentarlo exactamente, y acabé por
    no entregarla. Hasta que un día noté que aquella era una historia
    completamente redonda y sentí con amor que la había escrito. Vi también
    que había escrito un cuento, y que allí estaba el amor que siempre he
    sentido por los animales, una de las formas accesibles de gente.
    «Comienzos de una fortuna» fue escrito más para ver cómo resultaría
    intentar una técnica tan leve que apenas se mezclase con la historia. Fue
    construido en frío, y yo me guie solo por la curiosidad. Un ejercicio de
    escalas



    CONT.

    481


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    Mensaje por Maria Lua Dom 22 Sep 2024, 14:46

    ***
    calas.
    «Preciosidad» es un poco irritante, sentí antipatía por la muchacha y
    después le pedí disculpas por sentirla, y cuando pedía disculpas lo hice sin
    tener ganas de pedirlas. Terminé arreglándole la vida más por descargar mi
    conciencia y por responsabilidad que por amor. Escribir así no vale la pena,
    involucra de una manera equivocada, agota la paciencia. Tengo la
    impresión de que, incluso si pudiese hacer de ese cuento un cuento bueno,
    él, intrínsecamente, no serviría.
    «La imitación de la rosa» necesitó varios padres y madres para nacer.
    Hubo el choque inicial de la noticia de alguien que había enfermado, sin
    que yo entendiera por qué. Hubo en ese mismo día unas rosas que me
    mandaron, y que repartí con una amiga. Hubo esa constante en la vida de
    todos, que es la rosa como flor. Y hubo todo lo demás que no sé y que es
    el caldo de cultivo de cualquier historia. «La imitación» me dio la
    oportunidad de usar un tono monótono que me satisface mucho: la
    repetición me resulta agradable, y la repetición que sucede en el mismo
    lugar acaba cavando poco a poco, una cantilena pesada dice algo.
    «El crimen del profesor de matemáticas» se llamaba antes «El crimen»,
    y fue publicado. Años después entendí que el cuento sencillamente no
    había sido escrito. Entonces lo escribí. Permanece sin embargo la
    impresión de que sigue sin ser escrito. Aún no entiendo al profesor de
    matemáticas, aunque sepa que él es lo que yo dije.
    «La mujer más pequeña del mundo» me recuerda un domingo,
    primavera en Washington, un niño durmiendo en el regazo en medio de un
    paseo, los primeros calores de mayo, mientras la mujer más pequeña del
    mundo (una noticia leída en el periódico) intensificaba todo eso en un
    lugar que me parece el origen del mundo: África. Creo que este cuento
    también viene de mi amor por los animales; me parece que siento a los
    animales como algo aún muy cercano a Dios, un material que no se ha
    inventado a sí mismo, algo aún caliente de su propio nacimiento y que, sin
    embargo, ya se pone inmediatamente en pie y vive del todo y en cada
    minuto vive de una vez, nunca poco a poco, sin reservarse nunca, sin
    gastarse nunca.
    «El búfalo» me recuerda muy vagamente una cara que vi en una mujer o
    en varias, o en hombres; y una de las mil visitas que he hecho a jardines
    zoológicos. En uno, un tigre me miró, yo lo miré, él mantuvo la mirada, yo
    no y me fui. El cuento nada tiene que ver con todo eso, lo escribí y lo dejé
    de lado. Un día lo releí y sentí un choque de malestar y horror.




    483


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Lun 23 Sep 2024, 20:13

    El triunfo


    Triunfo,
    «Pan, Río de Janeiro, nº 227,
    25 de mayo de 1940


    El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco.
    Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del
    jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío.
    Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando
    la vigilancia de la cortina leve.
    Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la
    almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su
    claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas.
    Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente
    el día le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos,
    menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se
    divierte un momento escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la
    casa está apartada, bien aislada. Pero... ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El
    sonido de pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa?
    Lentamente le viene a la cabeza la idea de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con
    obstinación. De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada en la cama, con un
    estremecimiento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios,
    la otra cama de la habitación. Está vacía.
    Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos
    cerrados.
    Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que
    vino después y se prolongó hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las
    maletas, las maletas que sólo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas
    de París, Milán. Se llevó también al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa
    quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a
    él. Él, el intelectual fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con el dedo. Y
    aquella sensación ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me
    muero. Oía aún sus palabras.

    —¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo a quien quieras, a quien no
    tenga nada que hacer! ¿Me entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada! Me
    siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te
    detesto!, ¡piénsalo bien, te detesto! Yo...
    Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante
    esa palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había
    suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él
    lo había aceptado.
    Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca
    imaginaba que fuese una humillación, pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos
    que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado, como las otras, casi sin motivo. Luísa lo
    había interrumpido, decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su
    cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante exacto en que nacía con una frase
    tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad, cariño?». Dijo que
    necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada desde el principio
    por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar «el
    ambiente».

    Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la habitación, como si le hubiesen
    extraído del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril
    encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los anchos hombros amados
    estremeciéndose de risa, que todo era una broma, un experimento para una página de su
    libro.
    Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo rasgado por el ruido monótono
    de la cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de
    junio la hacía estremecerse.
    «Se ha ido», pensó. «Se ha ido.» Nunca le había parecido tan llena de sentido esa
    expresión, aunque la hubiese leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha ido»
    no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen
    allí, imaginaba, sonaría metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente, con una
    calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora?
    Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó la ropa, el libro de
    cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. «Se ha ido.»
    Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada
    por la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una
    semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban
    a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas.

    Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha
    paralizado desde ayer, piensa Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué
    hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos.
    Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de fluidez y movilidad. Nunca
    había reparado en el cuadro.
    De repente, como un dardo, una herida dura y profunda: «se ha ido» ¡No, es mentira!
    Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado.
    Corre, empuja la puerta. Vacía. Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve
    febrilmente los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna nota, diciendo, por
    ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo mañana». No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una
    hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado desde hace seguramente
    dos horas y todavía no he conseguido concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada
    que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se posa en ningún sitio. No consigo
    escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es
    tan...» Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había sentido, aunque vagamente:
    mediocridad. Se queda absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad, de
    pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge... murmura débilmente. Desearía no haber
    leído aquella confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente. Llora hasta el
    cansancio.
    Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo. Está despertando. Se
    anima. Se trenza el pelo, lo prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir la
    piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios,
    pero recuerda a tiempo que ya no le hace falta.
    El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la
    claridad penetra con ímpetu. El aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina
    clara. Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa se queda ligeramente
    sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y
    reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles en alameda que terminan a
    lo lejos en la carretera roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada de eso.
    Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Sólo él existía. Él se había ido. Y las cosas
    no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por
    la frente, quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)1
    las ideas,
    profundizando en sus menores partículas.
    Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que hacer y temía pensar, cogió
    unas piezas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran
    lavadero. Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón.
    Inclinada así, moviendo los brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el
    esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió a sí misma. Paró, dejó de
    fruncir el ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía de
    aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica, citando a Schopenhauer, Platón, que
    pensaron y pensaron... Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma
    de los dedos.

    Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo
    le había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor... De
    repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por
    el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer.
    Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento
    seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga
    en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su
    cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas.
    De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor
    la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazón
    latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él volvería,
    porque ella era la más fuerte.

    1
    Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible errata o lectura ambigua. (N. de la T.)




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    Mensaje por Maria Lua Mar 24 Sep 2024, 15:36

    Ya sé qué es lo que se llama verdadera novela. Sin embargo, al leerla, con sus tramas de hechos y descripciones, solo me aburre. Y cuando escribo no es la clásica novela. Sin embargo es novela realmente. Solo que lo que me guía al escribirla es siempre un sentido de búsqueda y de descubrimiento. No, no de la sintaxis en sí, sino de una sintaxis que se acerque y me acerque lo más posible a lo que estoy pensando en el
    momento de escribir. Además, pensándolo mejor, nunca he escogido el lenguaje. Lo único que he hecho es irme obedeciendo.
    Irme obedeciendo, eso es realmente lo que hago cuando escribo, y ahora mismo es así. Me voy siguiendo, incluso sin saber adónde me llevará. A veces seguirme es tan difícil —por estar siguiendo en mí lo que no es más que una nebulosa— que acabo desistiendo.



    ******************



    Aprendiendo a vivir.



    Sí, mi fuerza está en la soledad. No tengo miedo ni de lluvias tempestuosas ni de grandes vendavales desatados, pues yo también soy la oscuridad de la noche. Aunque no aguante oír ni silbidos ni pasos en la oscuridad. ¿Oscuridad? Me acuerdo de una novia que tuve: era una muchacha-mujer y con qué oscuridad dentro del cuerpo. Nunca la olvidé: jamás se olvida a una persona con la que se durmió. El acontecimiento queda tatuado, marcado a fuego en carne viva y todos los que perciben el estigma huyen con horror.




    La hora de la estrella.


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Miér 25 Sep 2024, 01:55

    QUIERO REGLAS PARA QUE HAYA EQUILIBRIO. ESTO ES DE TODOS.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Sep 2024, 19:39

    Mientras tanto



    Como él no tenía nada que hacer, fue a hacer pipí. Y después quedó en cero
    realmente.
    El vivir tiene esas cosas: uno de vez en cuando se queda en cero. Y todo eso
    es mientras tanto. Mientras se vive.
    Hoy me llamó una chica llorando, diciendo que su papá había muerto. Es así:
    ni más ni menos.
    Uno de mis hijos está fuera de Brasil, el otro vino a almorzar conmigo. La
    carne estaba tan dura que apenas se podía masticar. Pero bebimos un vino rosado
    helado. Y conversamos. Yo le había pedido no sucumbir a la imposición del
    comercio que explota el Día de la Madre. Él hizo lo que le pedí: no me dio nada.
    O mejor, me dio todo: su presencia.
    Trabajé todo el día, son las seis menos diez. El teléfono no suena. Estoy sola.
    Sola en el mundo y en el espacio. Y, cuando llamo, el teléfono suena y nadie
    contesta. O dicen: está durmiendo.
    La cuestión es saber aguantar. Pues la cosa es así justamente. A veces no se
    tiene nada que hacer y entonces se hace pipí.
    Pero si Dios nos hizo así, que así seamos. Sacudiéndonos las manos. Sin
    motivo.
    El viernes por la noche fui a una fiesta, no sabía que era el cumpleaños de mi
    amigo, su esposa no me lo había dicho. Había mucha gente. Noté que muchas
    personas no se encontraban muy a gusto.
    ¿Qué hago? ¿Me llamo a mí misma? Va a sonar tristemente ocupado, lo sé, una
    vez yo marqué distraída mi número. ¿Cómo despertar a quien está durmiendo?
    ¿Qué hacer? Nada: porque el domingo hasta Dios descansó. Pero yo trabajé sola
    el día entero.
    Pero ahora quien estaba durmiendo ya despertó y viene a verme a las ocho.
    Son las seis y cinco.
    Estamos en el llamado «veranito de mayo»: hace mucho calor. Me duelen los
    dedos de tanto escribir a máquina. Con la punta de los dedos no se juega. Es a
    través de la punta de los dedos donde se reciben los fluidos.
    ¿Debí de haberme ofrecido para ir al entierro del papá de la chica? La muerte
    sería hoy demasiado para mí. Ya sé lo que voy a hacer: voy a comer. Después
    regreso. Fui a la cocina, de casualidad la cocinera no estaba descansando y va a
    calentar comida para mí. Mi cocinera es enorme de gorda: pesa noventa kilos.
    Noventa kilos de inseguridad, noventa kilos de miedo. Tengo ganas de besar su
    rostro negro y liso pero ella no entendería. Volví a la máquina mientras calentaba
    la comida. Descubrí que estaba muerta de hambre. Apenas puedo esperar a que
    me llame.
    Ah, ya sé lo que voy a hacer: me voy a cambiar de ropa. Después como y
    regreso a la máquina. Hasta luego.
    Ya comí. Estaba delicioso. Tomé un poco de vino rosado. Ahora voy a tomar
    café. Y a refrescar la sala: en Brasil el aire acondicionado no es un lujo, es una
    necesidad. Sobre todo para personas que, como yo, sufren demasiado calor. Son
    las seis y media. Encendí mi radio a pilas. En la estación del Ministerio de
    Educación. Pero ¡qué música tan triste! No es necesario ser triste para ser bien
    educado. Voy a invitar a Chico Buarque, Tom Jobim y Caetano Veloso para que
    cada uno traiga su guitarra. Quiero alegría, la melancolía me mata poco a poco.
    Cuando uno se empieza a preguntar: ¿para qué? Entonces las cosas no van
    bien. Y me estoy preguntando para qué. Pero bien lo sé que es solamente
    «mientras tanto». Son las siete menos veinte. ¿Y para qué son las siete menos
    veinte?
    En este intervalo hice una llamada telefónica y, para mi regocijo, son ya las
    siete menos diez. Nunca en la vida había dicho esto, «para mi regocijo». Es muy
    raro. De vez en cuando ando medio machadiana. Y hablando de Machado de
    Assis, tengo nostalgia de él. Parece mentira, pero no tengo ningún libro suyo en mi
    librería. José de Alencar, ya ni me acuerdo si alguna vez lo leí.
    Tengo nostalgia. Extraño a mis hijos, sí, carne de mi carne. Carne débil y no
    he leído todos los libros. La chair est triste. (La carne es triste).
    Pero una fuma y mejora inmediatamente. Son las siete menos cinco. Si me
    descuido muero. Es muy fácil. Es cuestión de que el reloj pare. Faltan tres
    minutos para las siete. ¿Enciendo o no la televisión? Pero qué aburrido es ver la
    televisión sola.
    Pero finalmente me decidí y voy a encender la televisión. Uno se muere a
    veces.






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    Mensaje por Maria Lua Vie 04 Oct 2024, 18:50

    Ruido de pasos



    Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposo.
    Esa señora tenía el deseo irresistible de vivir. El deseo se acentuaba cuando
    iba a pasar los días en una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia,
    todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en
    su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
    Pues ocurrió con doña Cándida Raposo que el deseo de placer no había
    pasado.
    Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó avergonzada, con
    la cabeza baja:
    —¿Cuándo se pasa esto?
    —¿Pasa qué, señora?
    —Esta cosa.
    —¿Qué cosa?
    —La cosa, repitió. El deseo de placer —dijo finalmente.
    —Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
    Lo miró sorprendida.
    —¡Pero yo tengo ochenta y un años de edad!
    —No importa, señora. Eso es hasta morir.
    —Pero ¡esto es el infierno!
    —Es la vida, señora Raposo.
    Entonces, ¿la vida era eso?, ¿esa falta de vergüenza?
    —¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
    El médico la miró con piedad.
    —No hay remedio, señora.
    —¿Y si yo pagara?
    —No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un
    años de edad.
    —¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
    —Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
    Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo
    había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria
    brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el
    corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
    Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de
    artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo
    proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la
    bendición de la muerte.
    La muerte.
    Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.




    FIN
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    Mensaje por Maria Lua Dom 06 Oct 2024, 19:56

    Plaza Mauá




    El cabaret en la plaza Mauá se llamaba Erótica. Y el nombre de batalla de Luisa
    era Carla.
    Carla era bailarina en el Erótica. Estaba casada con Joaquín, quien se mataba
    trabajando como carpintero. Y Carla «trabajaba» de dos maneras: bailando medio
    desnuda y engañando al marido.
    Carla era bella. Tenía dientes menudos y una cintura muy fina. Era toda frágil.
    Casi no tenía senos pero sus caderas eran bien torneadas. Le llevaba una hora
    maquillarse: después parecía una muñeca de porcelana. Tenía treinta años pero
    parecía de mucha menos edad.
    No tenía hijos. Joaquín y ella no se hacían mucho caso. Él trabajaba hasta las
    diez de la noche. Ella empezaba exactamente a las diez. Dormía todo el día.
    Carla era una Luisa perezosa. Llegaba de noche, a la hora de presentarse ante
    el público, empezaba a bostezar, tenía ganas de estar en camisón en su cama. Era
    también por timidez. Por increíble que pareciera, Carla era una Luisa tímida. Se
    desnudaba, sí, pero los primeros momentos de baile y requiebro eran de
    vergüenza. Sólo «se calentaba» minutos después. Entonces aparecía más
    desenvuelta, se contoneaba, daba todo lo mejor de sí misma. Para la samba era
    muy buena. Pero un blues muy romántico también la estimulaba.
    La llamaban para que bebiera con los clientes. Recibía una comisión por cada
    botella de bebida. Escogía la más cara. Y fingía beber: no era de alcohol. Hacía
    que el cliente se emborrachara y gastara. Era tedioso conversar con ellos. Éstos
    la acariciaban, pasaban la mano por sus mínimos senos. Y ella con un bikini
    rutilante. Preciosa.
    De vez en cuando dormía con algún cliente. Agarraba el dinero, lo guardaba
    bien guardadito en el sujetador y al día siguiente se iba a comprar ropa. Tenía
    ropa para dar y tomar. Compraba blue-jeans. Y collares. Montones de collares.
    Pulseras y anillos.
    A veces, sólo para variar, bailaba en blue-jeans y sin sostén, los senos
    balanceándose entre collares resplandecientes. Usaba un flequito y se pintaba
    junto a sus delicados labios un lunar para realzar su belleza, pintado con lápiz
    negro. Era un encanto. Usaba pendientes largos que le colgaban, a veces de
    perlas, a veces de oro falso.
    En sus momentos de infelicidad acudía a Celsito, un hombre que no era
    hombre. Se entendían bien. Ella le contaba sus amarguras, se quejaba de Joaquín,
    se quejaba de la inflación. Celsito, un travesti de éxito, escuchaba todo y la
    aconsejaba. No eran rivales. Cada uno tenía su compañero.
    Celsito era hijo de una familia noble. Había abandonado todo para seguir su
    vocación. No bailaba. Pero usaba lápiz de labios y pestañas postizas. Los
    marineros de la plaza Mauá lo adoraban. Y él se hacía de rogar. Sólo cedía en
    última instancia. Y cobraba en dólares. Invertía el dinero, el cual cambiaba en el
    mercado negro, en el Banco Halles. Tenía mucho miedo de envejecer y de quedar
    desamparado. E incluso porque un travesti viejo era una tristeza. Para tener fuerza
    tomaba diariamente dos sobres de proteínas en polvo. Tenía caderas anchas y, de
    tanto tomar hormonas, había adquirido un facsímil de senos. El nombre de batalla
    de Celsito era Moleirão (el Despacioso).
    Moleirão y Carla le dejaban buenas ganancias al dueño del Erótica. El
    ambiente tenía olor a humo y a alcohol. Y pista de baile. Era duro ser sacado a
    bailar por un marinero borracho. Pero qué hacer. Cada uno tiene su oficio.
    Celsito había adoptado a una niñita de cuatro años. Era para ella una
    verdadera madre. Dormía poco para cuidar a la niña. A ésta no le faltaba nada:
    tenía todo de lo mejor y de lo bueno. Y hasta una sirvienta portuguesa. Los
    domingos Celsito llevaba a Claretita al Jardín Zoológico, en la Quinta de Buena
    Vista. Y ambos comían palomitas de maíz. Les daban comida a los muchachos. A
    Claretita le daban miedo los elefantes. Le preguntaba:
    —¿Por qué tienen la nariz tan grande?
    Celsito le contaba una historia fantástica donde aparecían hadas buenas y
    hadas malas. O también la llevaba al circo. Y los dos chupaban caramelos
    ruidosos. Celsito quería para Claretita un futuro brillante: matrimonio con un
    hombre de fortuna, hijos y joyas.
    Carla tenía un gato siamés que la miraba con ojos azules y severos. Pero
    Carla casi no tenía tiempo de cuidar al animal: ya se pasaba el día durmiendo, ya
    bailando, ya haciendo compras. El gato se llamaba Leléu. Y tomaba leche con su
    lengüita fina y roja.
    Joaquín casi no veía a Luisa. Se negaba a llamarla Carla. Joaquín era gordo y
    bajo, descendiente de italianos. Quien le dio el nombre de Joaquín fue una vecina
    portuguesa. Se llamaba Joaquín Fioriti. ¿Fioriti? De flor no tenía nada.
    La empleada doméstica de Joaquín y Luisa era una negra despabilada que
    robaba cuanto podía. Luisa apenas comía para mantenerse en forma. Joaquín se
    llenaba con sopa minestrone. La empleada sabía de todo pero mantenía el pico
    cerrado. Se encargaba de limpiar las joyas de Carla con Brazo y Silvo. Cuando
    Joaquín estaba durmiendo y Carla trabajando, la sirvienta, de nombre Silvina,
    usaba las joyas de la patrona. Tenía un color negro medio grisáceo.
    Fue así como sucedió lo que tuvo que acontecer.
    Carla estaba haciendo sus confidencias a Moleirão, cuando la llamó a bailar
    un hombre alto y de hombros anchos. Celsito lo codiciaba y le roía la envidia.
    Era vengativo.
    Cuando acabó el baile y Carla volvió a sentarse junto a Moleirãeto, éste
    apenas contenía su rabia. Y Carla inocente. No tenía la culpa de ser atractiva. El
    hombre grandullón bien que le había agradado. Le dijo a Celsito:
    —Con éste me iba a la cama sin cobrarle nada.
    Celsito permanecía callado. Eran casi las tres de la madrugada. El Erótica
    estaba lleno de hombres y de mujeres. Muchas madres de familia iban ahí para
    divertirse y ganar algún dinerito.
    Entonces Carla dijo:
    —Qué rico es bailar con un hombre de verdad.
    Celsito brincó:
    —¡Pero tú no eres una mujer de verdad!
    —¿Yo? ¿Cómo que no lo soy? —se sorprendió la chica que esa noche iba
    vestida de negro, con un vestido largo y de manga larga, parecía una monja. Hacía
    eso a propósito para excitar a los hombres que querían una mujer pura.
    —Tú —vociferó Celsito—, ¡de ninguna manera eres una mujer! ¡No sabes ni
    siquiera romper un huevo! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé!
    Carla se volvió Luisa. Blanca, perpleja. Había sido herida en su feminidad
    más íntima. Perpleja, se quedó mirando a Celsito que estaba con cara de furia.
    Carla no dijo palabra alguna. Se levantó, apagó el cigarro en el cenicero y, sin
    dar explicaciones a nadie, abandonando la fiesta en pleno auge, se retiró.
    Permaneció de pie, de negro, en la plaza Mauá, a las tres de la madrugada.
    Como la más vagabunda de las prostitutas. Solitaria. Sin remedio. Era verdad: no
    sabía freír un huevo. Y Celsito era más mujer que ella.
    La plaza estaba a oscuras. Luisa respiró profundamente. Miraba los postes. La
    plaza vacía.
    Y en el cielo las estrellas.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:29

    Pero va a llover




    María Angélica de Andrade tenía sesenta años. Y un amante, Alejandro, de
    diecinueve años.
    Todos sabían que el chico se aprovechaba de la riqueza de María Angélica.
    Únicamente María Angélica no lo sospechaba.
    Empezó así: Alejandro entregaba productos farmacéuticos y tocó el timbre en
    la casa de María Angélica. Ella misma abrió la puerta. Deparó con un joven
    fuerte, alto, de gran belleza. En vez de recibir la medicina que le había encargado
    y pagar el precio, le preguntó, medio asustada con la propia osadía, si no quería
    entrar para tomar un café.
    Alejandro se sorprendió y dijo que no, gracias. Pero ella insistió. Agregó que
    también tenía pastel.
    El muchacho titubeaba, visiblemente constreñido. Pero dijo:
    —Si es por un rato, entro, porque tengo que trabajar.
    Entró. María Angélica no sabía que ya estaba enamorada. Le dio una gruesa
    rebanada de pastel y café con leche. Mientras él comía sin sentirse a gusto, ella
    extasiada lo miraba. Él representaba la fuerza, la juventud, el sexo abandonado
    hace mucho tiempo. El chico acabó de comer y beber, se limpió la boca con la
    manga de la camisa. María Angélica no consideró que fueran malos modales:
    quedó maravillada, lo vio natural, sencillo, encantador.
    —Ya me voy, mi patrón me va a comer vivo si me retraso.
    Ella estaba fascinada. Observó que él tenía unas cuantas espinillas en el
    rostro. Pero eso no le alteraba la belleza ni su virilidad: las hormonas le hervían.
    Ése sí que era un hombre. Le dio una propina muy grande, desproporcionada, que
    sorprendió al joven. Y dijo con una vocecita cantante y con contoneos de
    muchachita romántica:
    —Sólo te dejo salir si me prometes que vuelves. ¡Hoy mismo! Porque voy a
    pedir unas vitaminitas en la farmacia…
    Una hora más tarde, él estaba de regreso con las vitaminas. Ella se había
    cambiado de ropa, se puso una bata de encaje transparente parecida a un kimono.
    Se veía la silueta de sus bragas. Le ordenó que entrara. Le dijo que era viuda. Era
    la manera de advertirle que era libre. Pero el muchacho no entendía.
    Lo invitó a recorrer el bien decorado apartamento, dejándolo con la boca
    abierta. Lo llevó a su habitación. No sabía cómo hacer para que él entendiera. Le
    dijo entonces:
    —¡Deja que te dé un besito!
    El muchacho se sorprendió, le ofreció el rostro. Pero ella alcanzó
    rápidamente la boca y casi lo devoró.
    —¡Señora —dijo el chico nervioso—, por favor, contrólese! ¿Se siente usted
    bien?
    —¡No me puedo controlar! ¡Yo te amo! ¡Ven a la cama conmigo!
    —¡¿Tá loca?!
    —¡No estoy loca! O sí: ¡estoy loca por ti! —le gritó mientras quitaba la
    colcha morada de la gran cama matrimonial.
    Y viendo que él nunca lo entendería, le dijo muerta de vergüenza:
    —Ven a la cama conmigo…
    —¡¿Yo?!
    —¡Te daré un gran regalo! ¡Te regalaré un coche!
    ¿Coche? Los ojos del chico resplandecieron de codicia.
    ¡Un coche! Era todo lo que deseaba en la vida. Preguntó desconfiado:
    —¿Un Karmann-ghia?
    —¡Sí, mi amor, si tú quieres!
    Lo que pasó enseguida fue horrible. No es necesario saberlo. María Angélica
    —¡Oh, Dios mío, ten piedad de mí, perdóname por escribir esto!—, María
    Angélica daba pequeños gritos a la hora del amor. Y Alejandro teniendo que
    soportar con asco, con indignación. Se transformó en un insubordinado para el
    resto de su vida. Tenía la impresión de que nunca jamás iba a poder dormir con
    una mujer. Lo que sucedería en realidad: a los veintisiete años quedó impotente.
    Y se volvieron amantes. Él, debido a los vecinos, no vivía con ella. Quiso
    vivir en un hotel de lujo: tomaba el desayuno en la cama. Inmediatamente
    abandonó el empleo. Se compró camisas carísimas. Consultó a un dermatólogo y
    las espinillas desaparecieron.
    María Angélica apenas creía en su buena suerte. Poco le importaban las
    criadas que casi se reían en su cara.
    Una amiga suya le advirtió:
    —María Angélica, ¿es que no ves que el muchacho es un bribón? ¿Que nada
    más te está explotando?
    —¡No admito que a Álex le digas bribón! ¡Él me ama!
    Un día Álex tuvo una osadía. Le dijo:
    —Voy a pasar unos días fuera de Río con una muchacha que conocí. Necesito
    dinero.
    Fueron días terribles para María Angélica. No salió de la casa, no se bañó,
    apenas se alimentó. Era por obstinación por lo que aún creía en Dios. Porque
    Dios la había abandonado. Ella estaba obligada a ser penosamente ella misma.
    Cinco días después él regresó, todo pimpante, todo alegre. Le trajo de regalo
    una lata de ate de guayaba. Ella al comerlo se rompió un diente. Tuvo que ir al
    dentista para que le pusiera uno postizo.
    Y la vida transcurría. Las cuentas aumentaban. Alejandro exigente. María
    Angélica afligida. Cuando cumplió sesenta y un años de edad él no se presentó.
    Quedó sola frente al pastel de cumpleaños.
    Entonces, entonces sucedió:
    Alejandro le dijo:
    —Necesito un millón de cruceiros.
    —¿Un millón? —se sorprendió María Angélica.
    —¡Sí! —respondió irritado—, ¡un billón de los antiguos!
    —Pero… pero yo no tengo tanto dinero…
    —Vende el departamento, o entonces vende tu Mercedes, despide al chófer.
    —Incluso así no alcanzaría, mi amor, ¡ten piedad de mí!
    El joven se enfureció:
    —¡Ah, vieja desgraciada! ¡Puerca, vagabunda! ¡Sin un billón no me presto
    más a tus bajezas!
    Y en un arranque de odio, salió golpeando la puerta de la casa.
    María Angélica se quedó de pie ahí. Le dolía todo el cuerpo.
    Después lentamente se fue a sentar en el sofá de la sala. Parecía una herida
    por la guerra. Pero no había Cruz Roja que la auxiliara. Estaba quieta, muda. Sin
    una sola palabra que decir.
    —Parece —pensó—, parece que va a llover.






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 12 Oct 2024, 15:22

    Mejor que arder



    Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos
    profundos, negros.
    Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla
    amparada en el seno de Dios. Obedeció.
    Cumplía sus obligaciones sin protestar. Las obligaciones eran muchas. Y
    estaban los rezos. Rezaba con fervor.
    Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la ostia blanca que se
    deshacía en la boca.
    Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres,
    mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La
    amiga le aconsejó:
    —Mortifica el cuerpo.
    Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada
    servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada.
    Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella
    continuó.
    Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía
    que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, nada decía. Había
    entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
    No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
    La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las
    piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido.
    Imaginó que sus piernas debían de ser fuertes, bien torneadas.
    Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a
    nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
    Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y
    tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
    Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
    —¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
    Él le dijo meditativo:
    —Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
    Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente.
    Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería
    encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara otro
    año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
    Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para
    señoritas.
    Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora.
    Pagaba la pensión con el dinero que su familia norteña
    [8]
    le mandaba. La familia
    no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
    Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que
    una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin
    escote, debajo de la rodilla.
    Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de
    hombre.
    Y sucedió realmente.
    Fue a un bar a comprar una botella de agua Caxambú. El dueño era un guapo
    portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella
    pagara el agua Caxambú. Ella se sonrojó.
    Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El
    portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con
    él. Ella rehusó.
    Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la
    tocaría si fueran al cine juntos. Aceptó.
    Fueron a ver los dos una película y no pusieron la más mínima atención. En la
    película, estaban tomados de la mano.
    Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella, con sus cabellos
    negros. Él, de traje y corbata.
    Entonces una noche él le dijo:
    —Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar. ¿Quieres?
    —Sí —le respondió grave.
    Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia, el que los casó fue el
    padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron su luna de
    miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
    Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
    Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.








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    Mensaje por Maria Lua Dom 13 Oct 2024, 13:43

    Antes del puente Río-Niterói




    Pues sí.
    Cuyo papá era amante, con su alfiler en la corbata, amante de la esposa del
    médico que atendía a la hija, es decir, de la hija del amante y todos lo sabían, y la
    mujer del médico colgaba una toalla blanca en la ventana, lo que significaba que
    el amante podía entrar. Si ponía una toalla de color, él no entraba.
    Pero me estoy confundiendo toda o el caso es tan enredado que si puedo voy a
    desenredarlo. La realidad de éste es inventada. Pido disculpas porque además de
    contar los hechos también adivino y lo que adivino aquí lo escribo, escribana que
    soy por fatalidad. Yo adivino la realidad. Pero esta historia no es de mi cosecha.
    Es de la zafra de quien puede más que yo, humilde que soy.
    Pues a la hija la invadió la gangrena en la pierna y tuvieron que amputársela.
    Jandira, de diecisiete años, fogosa como un potrillo y con hermoso cabello,
    estaba comprometida. Apenas el novio vio la figura en muletas, toda alegre,
    alegría que no entendió que era patética, pues bien, el novio tuvo sencillamente el
    valor de deshacer el noviazgo sin remordimientos, pues lisiada no la quería.
    Todos, incluso la resignada mamá de la chica, le imploraron que fingiera que
    todavía la amaba, lo que —le decían— no sería tan penoso porque sería a corto
    plazo: es que la novia tenía vida a corto plazo.
    Y después de tres meses —como si hubiera cumplido la promesa de no pesar
    en las débiles ideas del novio—, después de tres meses murió, bonita, con su
    cabellos sueltos, inconsolable, extrañando al novio y asustada con la muerte como
    niño que tiene miedo a lo oscuro: la muerte es una gran oscuridad. O tal vez no.
    No sé cómo es, aún no me muero, y después de morir no sabré. Quién sabe si no
    es tan oscura. Quién sabe si es un deslumbramiento. A la muerte, a ésta me
    refiero.
    El novio, conocido por su apellido Bastos, al parecer vivía —aun en el
    tiempo en que la novia no había muerto—, vivía con una mujer. Y así continuó
    con ésta, haciéndole poco caso.
    Bien. Esa mujer ardiente un día tuvo celos. Y era refinada. No puedo no
    advertir los detalles crueles. Pero ¿dónde estaba yo que ya me perdí? Sólo
    empezando todo de nuevo, en otro renglón y en otro párrafo para comenzar mejor.
    Bien. La mujer tuvo celos y mientras Bastos dormía, por el pico de la tetera,
    le vació agua hirviendo dentro del oído. Sólo tuvo tiempo de dar un berrido antes
    de desmayarse, berrido, el cual podemos adivinar que era el peor que daba, como
    un grito de animal. Bastos fue llevado al hospital y permaneció entre la vida y la
    muerte, ésta en lucha feroz con aquélla.

    La mujer hombruna, llamada Leontina, pasó un año y pico en la cárcel.
    De donde salió para encontrarse, ¿adivinen con quién? Pues fue a reunirse con
    Bastos. En ese entonces, un Bastos consumido y, claro, sordo para siempre, él,
    que no perdonaba ningún defecto físico.
    ¿Qué sucedió? Pues volvieron a vivir juntos, amor para siempre.
    En cuanto a esto, la niña de diecisiete años, muerta hace mucho tiempo, sólo
    dejó huella en la madre desgraciada. Y si me acordé de la muchachita fuera de
    tiempo, es por el amor que siento por Jandira.
    Ahí es cuando entra el papá de ella, como quien no quiere nada. Siguió siendo
    el amante de la mujer del médico, quien había tratado a su hija con devoción.
    Hija, quiero decir, del amante. Y todos lo sabían, el médico y la mamá de la ex
    novia muerta. Creo que me perdí de nuevo, está todo un poco confuso, pero ¿qué
    puedo hacer?
    El médico, incluso sabiendo que el papá de la muchachita era el amante de su
    mujer, había cuidado mucho a la noviecita demasiado asustada con la oscuridad
    de la que hablé. La esposa del papá —por tanto, mamá de la ex noviecita— sabía
    de las elegancias adulterinas del marido que usaba reloj de oro en el chaleco, un
    anillo que era una joya y un alfiler de brillante en la corbata. Negociante
    acomodado, como se dice, pues las gentes respetan y saludan con amplia
    deferencia a los ricos, a los victoriosos, ¿no es así? Él, el papá de la chica,
    vestido con traje verde y camisa color de rosa de rayitas. ¿Cómo es que lo sé?
    Vaya, simplemente sabiendo, como lo hace la gente con la adivinación
    imaginativa. Lo sé y listo.
    No puedo olvidar un detalle. Es el siguiente: el amante tenía al frente un
    pequeño diente de oro, por puro lujo. Y olía a ajo. Toda su aura era ajo puro, pero
    la amante no le daba importancia, lo que quería era tener amante, con o sin olor a
    comida. ¿Cómo lo sé? Sabiendo.
    No sé qué fin tuvieron esas personas, no tuve más noticias. ¿Se disgregaron?
    Pues es una historia antigua y tal vez ya haya habido fallecimientos entre ellas,
    entre esas personas. La oscura, oscura muerte. Yo no quiero morir.
    Agrego un dato importante y que, no sé por qué, explica el maldito lugar de
    nacimiento de toda esta historia: ésta ocurrió en Niterói, con las tablas del muelle
    siempre húmedas y ennegrecidas, y con el vaivén de sus barcas. Niterói es un
    lugar misterioso y tiene casas viejas, oscuras. ¿Y ahí pudo haber sucedido lo del
    agua hirviendo en el oído del amante? No lo sé.
    ¿Qué hacer de esta historia que sucedió cuando el puente Río-Niterói no
    pasaba de ser un sueño? Tampoco lo sé, la doy de regalo a quien la quiera, pues
    estoy asqueada de ella. Hasta demasiado. A veces me da asco la gente. Después
    pasa y me siento de nuevo curiosa y atenta.
    Y es tan sólo eso.





    fin




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    Mensaje por Maria Lua Mar 15 Oct 2024, 10:31

    Una esperanza




    En casa se ha posado una esperanza. No la clásica, la que tantas veces se revela
    ilusoria, por mucho que así nos sostenga siempre. Sino la otra, bien concreta y
    verde: el insecto.
    Hubo un grito sofocado de uno de mis hijos:
    —¡Una esperanza! ¡En la pared y justo encima de tu silla!
    Emoción de él, además, que unía las dos esperanzas en una sola, ya tiene edad
    para eso. Ante mi asombro: la esperanza es algo secreto y suele posarse
    directamente en mí, sin que nadie lo sepa, y no en una pared encima de mi cabeza.
    Pequeño desorden: pero era indudable, allí estaba, y más flaca y verde no podía
    ser.
    —Pero si casi no tiene cuerpo —me quejé.
    —Sólo tiene alma —explicó mi hijo; y como los hijos son para nosotros una
    sorpresa, descubrí sorprendida que hablaba de las dos esperanzas.
    Por entre los cuadros de la pared, ella caminaba despacio sobre los hilos
    tenues de las largas patas. Tres veces, obstinada, intentó salir entre dos cuadros;
    tres veces tuvo que desandar el camino. Le costaba aprender.
    —Es tontita —comentó el niño.
    —De eso yo sé bastante —respondí, un poco trágica.
    —Ahora busca otro camino. Mira, pobre, cómo titubea.
    —Ya lo sé, así es.
    —Parece que las esperanzas no tienen ojos, mamá. Se guían con las antenas.
    —Lo sé —continué yo, cada vez más desdichada

    Nos quedamos mirando no sé cuánto tiempo. Vigilándola como en Grecia o
    Roma se vigilaba el inicio del fuego del hogar para que no se apagase.
    —Ha olvidado cómo se vuela, mamá, y cree que sólo puede andar así,
    despacio.
    Andaba realmente despacio; ¿estaría herida, tal vez? Ah, no; si hubiese sido
    así, de un modo u otro escurriría sangre, conmigo siempre ha sido así.
    Fue entonces cuando, presintiendo el mundo comible, por detrás de un cuadro
    salió una araña. Más que una araña, parecía «la» araña. Caminando por su tela
    invisible, parecía trasladarse suavemente por el aire. Quería la esperanza. ¡Pero
    nosotros también la queríamos, vaya! Dios mío, la queríamos y no para
    comérnosla. Mi hijo fue a buscar la escoba. Yo, débilmente confundida, sin saber
    si desgraciadamente había llegado la hora segura de perder la esperanza, dije:
    —Es que no se matan las arañas. Me han dicho que trae buena suerte…
    —¡Pero ésta va a matar a la esperanza! —respondió mi hijo con ferocidad.
    —Tengo que hablar con la empleada para que limpie detrás de los cuadros —
    dije, sintiendo la frase desviada y oyendo el cansancio cierto que había en mi voz.
    Después fantaseé un poco sobre cómo sería de sucinta y misteriosa con la
    empleada; tan sólo le diría: haga usted el favor de facilitar el camino de la
    esperanza.


    Muerta la araña, el niño inventó un juego de palabras con nuestra esperanza y
    el insecto. Mi otro hijo, que estaba viendo la televisión, lo oyó y se echó a reír
    con placer. No había duda: en casa se había posado la esperanza en cuerpo y
    alma.
    Pero qué bonito es el insecto: se posa más de lo que vive, es un esqueletito
    verde y tiene una forma tan delicada que explica por qué yo, que tengo la
    costumbre de agarrar las cosas, nunca he intentado agarrarla.
    Por otra parte, una vez, ahora lo recuerdo, se posó en mi brazo una esperanza
    mucho más pequeña que ésta. De tan leve que era no sentí nada, sólo visualmente
    me di cuenta de su presencia. Permanecí absorta en la delicadeza. Sin mover el
    brazo, pensé: «¿Y ahora? ¿Qué debo hacer?». En realidad, no hice nada. Me
    quedé extremadamente quieta, como si me hubiese brotado una flor. Después ya
    no recuerdo lo que pasó. Y creo que no pasó nada.





    FIN
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Vie 18 Oct 2024, 21:28

    Muchas veces lo que me ha salvado ha sido improvisar un acto gratuito. El acto gratuito, si tiene causas, son desconocidas. Y si tiene consecuencias, son imprevisibles.
    El acto gratuito es lo opuesto a la lucha por la vida y en la vida. Es lo opuesto a nuestra carrera por el dinero, por el trabajo, por el amor, por los placeres, por los taxis y autobuses, en definitiva por toda nuestra vida diaria, que se paga, es decir tiene su precio.
    Una tarde, con el cielo puramente azul y pequeñas nubes blanquísimas, mientras escribía a máquina, sucedió algo en mí. Era un profundo cansancio de la lucha.
    Y comprendí que estaba sedienta. Una sed de libertad me despertaba. Yo estaba exhausta de vivir en un apartamento. Estaba exhausta de extraer ideas de mi misma. Estaba exhausta del ruido de la máquina de escribir. Entonces apareció la sed extraña y profunda. Necesitaba —necesitaba urgentemente— un acto de libertad: un acto que existiese solo en sí mismo. Un acto que manifestase fuera de mí lo que secretamente soy. Y necesitaba un acto por el que no tuviese que pagar. No digo pagar con dinero sino, de una manera más amplia, pagar el alto precio que cuesta vivir.



    Todas las crónicas



    ***********************


    El arte de pensar sin riesgo. Si no fuese por los caminos de emoción a los que nos lleva el pensamiento, pensar ya habría sido catalogado como una de las formas de diversión. No se invita a los amigos a jugar a eso porque hacemos tanta ceremonia con el pensar. Lo mejor es invitarlos solo a una visita, y, como quien no quiere la cosa, ponerse a pensar a la vez, bajo el disfraz de las palabras.
    Eso como juego ligero. Porque para pensar profundamente —que es el grado máximo de este hobby— es necesario estar solo. Porque entregarse a pensar es una gran emoción, y solo nos atrevemos a pensar ante alguien cuando la confianza es tan grande que no nos sentimos incómodos al usar, si es necesario, la palabra otro.



    Aprendiendo a vivir



    ***************************


    Poseo a medida que designo; y este es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo mucho más en la medida que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y no del hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco. El lenguaje es mi esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por destino regreso con las manos vacías. Mas regreso con lo indecible. Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje. Solo cuando falla la construcción, obtengo lo que ella no logró.



    La pasión según G.H.


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