Nunca olvidará nuestro primer encuentro personal. No nos
conocíamos más que como suelen conocerse vecinos de cuarto
en una casa de alquiler. Una tarde volvía yo a casa de mi trabajo
y encontré, para mi asombro, al señor Haller sentado en el
descansillo de la escalera, entre el primero y el segundo pisos.
Se había sentado en el último escalón y se hizo un poco a un
lado para dejarme pasar. Le pregunté si se había puesto malo, y
me ofrecí a acompañarlo hasta arriba del todo…
Haller me miró, y hube de observar que lo había despertado de
una especie de estado letárgico. Lentamente empezó a sonreír,
esa su sonrisa bella y lastimosa, con la que me ha atormentado
tantas veces; luego me invitó a sentarme a su lado. Le di las
gracias y dije que no tenía costumbre de sentarme en la
escalera, ante la vivienda de los demás.
—Es verdad —dijo, y sonrió más—; tiene usted razón. Pero
espere todavía un momento; no quiero dejar de enseñarle por
qué he tenido que quedarme sentado aquí un poco.
cont.
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