DEMIAN
Hermann Hesse
(1877-1962)
Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar
espontáneamente de mí.
¿Por qué había de serme tan difícil?
1. Los dos mundos
Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en
que yo tenía diez años e iba al Instituto de letras de nuestra
pequeña ciudad.
Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo
más profundo con pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y
claras, casas y torres, campanadas de reloj y rostros humanos,
habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones
llenas de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a
cálida intimidad, a conejos y a criadas, a remedios caseros y a
fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos
opuestos surgían el día y la noche.
Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se
reducía a mis padres. Este mundo me resultaba muy familiar:
se llamaba padre y madre, amor y severidad, ejemplo y colegio.
A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y
limpieza; en él habitaban las palabras suaves y amables, las
manos lavadas, los vestidos limpios y las buenas costumbres.
Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la
Navidad. En este mundo existían las líneas rectas y los caminos
que conducen al futuro, el deber y la culpa, los remordimientos
y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor y el
respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro
de este mundo para que la vida fuera clara, limpia, bella y
ordenada.
El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra
propia casa y era totalmente diferente: olía de otra manera,
hablaba de otra manera, prometía y exigía otras cosas. En este
segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de
aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor
de cosas terribles, atrayentes y enigmáticas, como el matadero y
la cárcel, borrachos y mujeres chillonas, vacas parturientas y
caballos desplomados; historias de robos, asesinatos y suicidios.
Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos
rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los
guardias y los vagabundos merodeaban, los borrachos pegaban
a las mujeres; al anochecer las chicas salían en racimos de las
fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo;
los ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios
caían en manos de los guardias. Por todas partes brotaba y
pululaba aquel mundo violento; por todas partes, excepto en
nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y
estaba bien que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros
reinara la paz, el orden y la tranquilidad, el sentido del deber y
la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también era
maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso,
oscuro y brutal, de lo que se podía huir en un instante,
buscando refugio en el regazo de la madre.
Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo
cerca que estaban el uno del otro. Por ejemplo, nuestra criada
Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de estar con la
familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta,
con las manos bien lavadas sobre el delantal bien planchado,
pertenecía enteramente al mundo de mis padres, a nosotros, a
lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la
leñera, cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza
o cuando discutía con las vecinas en la carnicería, era otra
distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de misterio.
Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo
pertenecía al mundo claro y recto, era el hijo de mis padres;
pero adondequiera que dirigiera la vista y el oído, siempre
estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo
aunque me resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí
me asaltaran regularmente los remordimientos y el miedo. De
vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y muchas
veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y
buena, me parecía una vuelta a algo menos hermoso, más
aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta en la vida era
llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y
ordenado como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la
meta había que ir al colegio y estudiar, sufrir pruebas y
exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro mundo
más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible
quedarse y hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a
quienes esto había sucedido, y yo las leía con verdadera pasión.
El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y
grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y
deseable; pero la parte de la historia que se desarrollaba entre
los malos y los perdidos siempre resultaba más atractiva y, si se
hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo
pródigo se arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni
siquiera se pensaba; existía solamente como presentimiento y
posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando imaginaba al
diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado
o al descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en
nuestra casa.
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