Hablando de tontería, me viene a la memoria la historia del pueblo de
Saba. Su tontería era, en efecto, contagiosa como la peste.
Saba era una gran ciudad, tan grande como las ciudades de que se habla en
los cuentos para niños. Decimos cuentos para niños, pero estos cuentos son
estuches de perlas que contienen muchas enseñanzas. Tomad en serio las
palabras insensatas de los cuentos.
La ciudad de Saba era, pues, incomparable por su tamaño. Pero sus
habitantes eran incapaces de apreciarlo. La distancia a recorrer para ir de
un extremo de la ciudad al otro era inconmensurable. Sólo en esta ciudad se
encontraba la población de una decena de ciudades. Esta población se
componía en todo y por todo de tres personas de cara sucia. Aunque fuese
innumerable, se resumía en estos tres banales personajes. En efecto, las
almas que no ven al Amado no valen si siquiera media persona, aunque fuesen
incluso millares.
Uno de ellos era un ciego cuya vista era penetrante. Es decir, que podía
ver una hormiga, pero que era incapaz de divisar a Salomón.
El segundo era un sordo cuyo oído era muy fino. Es como decir un tesoro
sin oro.
En cuanto al último, era un hombre desnudo cuya túnica era muy larga.
El ciego dijo de pronto:
"Veo un ejército que se acerca. Puedo distinguir incluso de qué pueblo se
trata."
El sordo dijo a su vez:
"¡Tienes razón! Oigo el rumor de sus conversaciones."
El hombre desnudo dijo entonces:
"¡Temo que desgarren la orla de mi túnica!"
El ciego añadió:
"¡Ya llegan! Tenemos que huir si queremos evitar ser capturados."
El sordo:
"Su estruendo se acerca. ¡Huyamos lo más aprisa posible!"
El hombre desnudo:
"¡Socorro! ¡Van a destrozar mi túnica!"
Así es como dejaron la ciudad para refugiarse en un pueblo abandonado.
Allí encontraron un ave muy grande, pero que no tenía carne. Era una
carroña que había sido devorada por los buitres y sus huesos estaban
esparcidos. Nuestros tres hombres devoraron esta ave como un león devora su
presa. Y cada uno de ellos creyó haber encontrado satisfacción. Pero se
pusieron a engordar hasta tal punto que se hicieron enormes como elefantes
y el mundo fue demasiado pequeño para ellos. Y así fue como pasaron por la
rendija de la puerta.
El sordo es el deseo. Oye venir la muerte de los demás, pero no la suya.
El ciego es la ambición. Ve los defectos del pueblo hasta en el menor
detalle, pero es ciego para los suyos. El hombre desnudo teme que le corten
la orla de su túnica, pero ¿cómo sería eso posible? El pueblo de esta
tierra está arruinado, pero teme a los ladrones. Todos hemos llegado
desnudos a este mundo y así es como lo dejaremos. Pero todos tememos a los
ladrones. En el momento de la muerte, los ricos comprenden que no poseen un
céntimo. Los hombres de talento sienten que han errado el camino. Son como
esos niños que toman unos trozos de cerámica por bienes preciosos. Si se
les quitan, lloran. Y si se les devuelven, se alegran. El niño, hasta que
es adulto, no distingue el bien del mal. Sus lágrimas y su risa no tienen
valor alguno. Los aristócratas tiemblan por sus bienes como si los hubieran
adquirido en sueños. Si se les despertase, se burlarían de su temor a los
ladrones. Los sabios de este mundo
son semejantes. Temen a los ladrones y se quejan diciendo:
"¡Los ladrones derrochan nuestro tiempo!"
Pero el que cultiva lo verdaderamente útil no se preocupa del tiempo,
pues el tiempo no existe para él.
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