Un día, el sultán Mahmud, que iba por las calles disfrazado, se cruzó con
un grupo de ladrones. Ellos le preguntaron:
"¿Y tú quién eres?"
El sultán respondió:
"¡Soy uno de vuestros colegas!"
Entonces, uno de los ladrones propuso que cada uno de ellos explicase a
los demás qué talento particular poseía para ejercer su arte. El empezó:
"¡Oh, amigos míos! Yo poseo un don rarísimo. Son mis oídos. Hasta el
punto de que, cuando un perro ladra, consigo entender lo que quiere decir.
-¿Y eso para qué sirve?" preguntaron los demás.
Un segundo ladrón siguió:
"¡Oh, amigos míos! Yo poseo una mirada penetrante. Si veo a alguien,
aunque sea en plena noche, lo reconoceré sin vacilar al día siguiente en
pleno día."
Otro:
"En mi caso, son mis brazos y mis manos los que me hacen superior, pues
son realmente musculosos!"
Otro:
"En lo que a mí se refiere, estoy dotado de un olfato muy sutil, Todos
los secretos de la tierra se manifiestan a mi nariz. Todo lo que se oculta
bajo tierra, oro, plata o piedras preciosas, lo huelo. Puedo descubrir así
una mina de oro."
Otro más:
"Yo soy diestro con mis manos y un verdadero maestro en el arte de lanzar
el lazo."
Finalmente, todos se volvieron al sultán y le dijeron:
"¿Y tú, amigo? ¿Cuál es tu talento?"
El sultán respondió:
"Yo estoy dotado por mi barba. Moviéndola, puedo evitar los castigos. Si
un verdugo se dispone a castigar a un culpable, no tengo más que mover mi
barba y, al instante, se desvanecen el miedo y la muerte. "
A estas palabras, los ladrones exclamaron:
"¡Desde luego, eres el amo de todos nosotros! Pues día vendrá en que
recurriremos a tus servicios."
Después se dirigieron juntos hacia el palacio del sultán. De repente se
puso a ladrar un perro. El especialista del oído dijo entonces:
"Ese perro nos advierte de que el sultán está entre nosotros."
El especialista del olfato husmeó el suelo y dijo:
"¡Esta es la vivienda de una viuda!"
El lanzador de lazo lanzó el suyo sobre el caballete de un muro. Todos
treparon tras él. El que sabía oler dijo entonces:
"¡Aquí es donde está escondido el tesoro del sultán!"
El ladrón de los brazos atléticos derribó el muro que encerraba el tesoro
y, así, cada uno de los ladrones pudo servirse. Había tejidos ricamente
decorados, monedas de oro, joyas...
Al amanecer, el sultán dejó a sus compañeros, teniendo cuidado de
memorizar sus rostros, así como el emplazamiento de su guarida. Después,
envió a sus soldados para detenerlos.
Los ladrones fueron así conducidos an
te el sultán, con las manos y los
pies atados. Temblaban de miedo. El que sabía reconocer a la gente en la
oscuridad dijo a los demás:
"¡Ese hombre estaba con nosotros ayer noche! El es el especialista de la
barba. ¡Dondequiera que estemos, el sultán sigue estando con nosotros y ese
hombre es el verdadero sultán! Ha visto lo que hacíamos y oído nuestros
secretos. ¡En nombre de todos nosotros, imploro su perdón!"
Cada uno de nosotros posee algún talento. Pero muy a menudo esos talento
no hacen sino aumentar nuestros tormentos. A la hora del castigo, todos
esos talentos son inútiles. Sólo se salva el que ha sabido reconocer al
sultán en plena noche, pues el sultán no castiga al que lo ha visto.
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