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L a T E M P E S T A D
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Un día, Farris Efendi me invitó a cenar en su casa. Acepté, y mi espíritu,
hambriento del divino pan que el Cielo había puesto en las manos de Selma, estaba
hambriento, sobre todo, de ese pan espiritual que da más hambre a nuestros corazones
mientras más comemos de él. Era ese pan que Kais, el poeta árabe, Dante y Safo
probaron, y que incendió sus corazones; el pan que la Diosa prepara con la dulzura de
los besos y la amargura de las lágrimas.
Al llegar a la casa de Farris Efendi vi a Selma sentada en un banco del jardín,
descansando la cabeza en el tronco de un árbol, y con el aspecto de una novia ataviada
con su blanco vestido de seda, o como un centinela que custodiara aquellos parajes.
Silenciosa y reverentemente me acerqué a ella, y me senté a su lado. No podía
yo hablar, así que recurrí al silencio, único lenguaje del corazón, pero sentí que Selma
estaba escuchando mi mensaje sin palabras, y que observaba el fantasma de mi alma en
mis ojos.
Al cabo de unos minutos, el anciano salió de la casa y me saludó, con la
cordialidad de siempre. Al extender la mano hacia mí, sentí como si estuviera
bendiciendo los secretos que nos unían a mí y a su hija.
-La cena está servida, hijos míos -dijo el anciano-; entremos a comer.
Nos levantamos de nuestros asientos y lo seguimos; había ojos de Selma
brillaban, pues un nuevo sentimiento se había añadido a su amor, al oír que su padre
nos decía "hijos míos".
Nos sentamos a la mesa y disfrutamos de la buena comida y del vino añejo,
pero nuestras almas estaban viviendo en un mundo muy lejano; éramos tres personas
inocentes, que sentían mucho y sabían poco; se estaba desarrollando un drama entre un
anciano que amaba a su hija y quería su felicidad, una joven de veinte años que miraba
hacia el futuro con ansiedad, y un joven que soñaba y se preocupaba, y que aún no
probaba el vino de la vida, ni su vinagre, y que trataba de llegar hasta la altura del
amor y del conocimiento, pero que era incapaz de alzarse a sí mismo. Allí estábamos
los tres, sentados a la luz del crepúsculo, comiendo y bebiendo en aquella casa
solitaria, custodiada por los ojos de Dios, pero en los fondos de nuestras copas se
ocultaban la amargura y la angustia.
Al término de la cena, una de las criadas anunció la presencia de un hombre en
la puerta que deseaba ver a Farris Efendi.
-¿Quién es? -preguntó el anciano.
-El mensajero del obispo -dijo la criada. Hubo un momento de silencio, durante el cual
Farris Efendi miró a su hija, como un profeta que consultara el firmamento para adivinar
su secreto. Luego, dijo:
-Que entre.
Poco después, un hombre, en uniforme oriental, y que llevaba un gran bigote
retorcido en las puntas, entró al aposento, y saludó al anciano con estas palabras:
-Su Ilustrísima, el obispo, le ha enviado a usted su carruaje particular; desea tratar
asuntos importantes con usted.
El rostro del anciano se ensombreció, y su sonrisa se borró. Tras un momento de
honda reflexión, se acercó a mí, y me dijo en tono amistoso:
cont.
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