Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio
pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía
éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se
llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a
cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá
dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los
cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una
postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de
Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás
escribía con letra elaboradísima palabras como «fecha natalicia» y
«recuerdos».
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo
chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar
esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas,
altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena
ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las
humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a
ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura
china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de
Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir
con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis
posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por su casa me lo
prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma
esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me
transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un
apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada
fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que
volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero
al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y
ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por
las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro,
llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me
esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me
caí una sola vez.
cont
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