Plaza Mauá
El cabaret en la plaza Mauá se llamaba Erótica. Y el nombre de batalla de Luisa
era Carla.
Carla era bailarina en el Erótica. Estaba casada con Joaquín, quien se mataba
trabajando como carpintero. Y Carla «trabajaba» de dos maneras: bailando medio
desnuda y engañando al marido.
Carla era bella. Tenía dientes menudos y una cintura muy fina. Era toda frágil.
Casi no tenía senos pero sus caderas eran bien torneadas. Le llevaba una hora
maquillarse: después parecía una muñeca de porcelana. Tenía treinta años pero
parecía de mucha menos edad.
No tenía hijos. Joaquín y ella no se hacían mucho caso. Él trabajaba hasta las
diez de la noche. Ella empezaba exactamente a las diez. Dormía todo el día.
Carla era una Luisa perezosa. Llegaba de noche, a la hora de presentarse ante
el público, empezaba a bostezar, tenía ganas de estar en camisón en su cama. Era
también por timidez. Por increíble que pareciera, Carla era una Luisa tímida. Se
desnudaba, sí, pero los primeros momentos de baile y requiebro eran de
vergüenza. Sólo «se calentaba» minutos después. Entonces aparecía más
desenvuelta, se contoneaba, daba todo lo mejor de sí misma. Para la samba era
muy buena. Pero un blues muy romántico también la estimulaba.
La llamaban para que bebiera con los clientes. Recibía una comisión por cada
botella de bebida. Escogía la más cara. Y fingía beber: no era de alcohol. Hacía
que el cliente se emborrachara y gastara. Era tedioso conversar con ellos. Éstos
la acariciaban, pasaban la mano por sus mínimos senos. Y ella con un bikini
rutilante. Preciosa.
De vez en cuando dormía con algún cliente. Agarraba el dinero, lo guardaba
bien guardadito en el sujetador y al día siguiente se iba a comprar ropa. Tenía
ropa para dar y tomar. Compraba blue-jeans. Y collares. Montones de collares.
Pulseras y anillos.
A veces, sólo para variar, bailaba en blue-jeans y sin sostén, los senos
balanceándose entre collares resplandecientes. Usaba un flequito y se pintaba
junto a sus delicados labios un lunar para realzar su belleza, pintado con lápiz
negro. Era un encanto. Usaba pendientes largos que le colgaban, a veces de
perlas, a veces de oro falso.
En sus momentos de infelicidad acudía a Celsito, un hombre que no era
hombre. Se entendían bien. Ella le contaba sus amarguras, se quejaba de Joaquín,
se quejaba de la inflación. Celsito, un travesti de éxito, escuchaba todo y la
aconsejaba. No eran rivales. Cada uno tenía su compañero.
Celsito era hijo de una familia noble. Había abandonado todo para seguir su
vocación. No bailaba. Pero usaba lápiz de labios y pestañas postizas. Los
marineros de la plaza Mauá lo adoraban. Y él se hacía de rogar. Sólo cedía en
última instancia. Y cobraba en dólares. Invertía el dinero, el cual cambiaba en el
mercado negro, en el Banco Halles. Tenía mucho miedo de envejecer y de quedar
desamparado. E incluso porque un travesti viejo era una tristeza. Para tener fuerza
tomaba diariamente dos sobres de proteínas en polvo. Tenía caderas anchas y, de
tanto tomar hormonas, había adquirido un facsímil de senos. El nombre de batalla
de Celsito era Moleirão (el Despacioso).
Moleirão y Carla le dejaban buenas ganancias al dueño del Erótica. El
ambiente tenía olor a humo y a alcohol. Y pista de baile. Era duro ser sacado a
bailar por un marinero borracho. Pero qué hacer. Cada uno tiene su oficio.
Celsito había adoptado a una niñita de cuatro años. Era para ella una
verdadera madre. Dormía poco para cuidar a la niña. A ésta no le faltaba nada:
tenía todo de lo mejor y de lo bueno. Y hasta una sirvienta portuguesa. Los
domingos Celsito llevaba a Claretita al Jardín Zoológico, en la Quinta de Buena
Vista. Y ambos comían palomitas de maíz. Les daban comida a los muchachos. A
Claretita le daban miedo los elefantes. Le preguntaba:
—¿Por qué tienen la nariz tan grande?
Celsito le contaba una historia fantástica donde aparecían hadas buenas y
hadas malas. O también la llevaba al circo. Y los dos chupaban caramelos
ruidosos. Celsito quería para Claretita un futuro brillante: matrimonio con un
hombre de fortuna, hijos y joyas.
Carla tenía un gato siamés que la miraba con ojos azules y severos. Pero
Carla casi no tenía tiempo de cuidar al animal: ya se pasaba el día durmiendo, ya
bailando, ya haciendo compras. El gato se llamaba Leléu. Y tomaba leche con su
lengüita fina y roja.
Joaquín casi no veía a Luisa. Se negaba a llamarla Carla. Joaquín era gordo y
bajo, descendiente de italianos. Quien le dio el nombre de Joaquín fue una vecina
portuguesa. Se llamaba Joaquín Fioriti. ¿Fioriti? De flor no tenía nada.
La empleada doméstica de Joaquín y Luisa era una negra despabilada que
robaba cuanto podía. Luisa apenas comía para mantenerse en forma. Joaquín se
llenaba con sopa minestrone. La empleada sabía de todo pero mantenía el pico
cerrado. Se encargaba de limpiar las joyas de Carla con Brazo y Silvo. Cuando
Joaquín estaba durmiendo y Carla trabajando, la sirvienta, de nombre Silvina,
usaba las joyas de la patrona. Tenía un color negro medio grisáceo.
Fue así como sucedió lo que tuvo que acontecer.
Carla estaba haciendo sus confidencias a Moleirão, cuando la llamó a bailar
un hombre alto y de hombros anchos. Celsito lo codiciaba y le roía la envidia.
Era vengativo.
Cuando acabó el baile y Carla volvió a sentarse junto a Moleirãeto, éste
apenas contenía su rabia. Y Carla inocente. No tenía la culpa de ser atractiva. El
hombre grandullón bien que le había agradado. Le dijo a Celsito:
—Con éste me iba a la cama sin cobrarle nada.
Celsito permanecía callado. Eran casi las tres de la madrugada. El Erótica
estaba lleno de hombres y de mujeres. Muchas madres de familia iban ahí para
divertirse y ganar algún dinerito.
Entonces Carla dijo:
—Qué rico es bailar con un hombre de verdad.
Celsito brincó:
—¡Pero tú no eres una mujer de verdad!
—¿Yo? ¿Cómo que no lo soy? —se sorprendió la chica que esa noche iba
vestida de negro, con un vestido largo y de manga larga, parecía una monja. Hacía
eso a propósito para excitar a los hombres que querían una mujer pura.
—Tú —vociferó Celsito—, ¡de ninguna manera eres una mujer! ¡No sabes ni
siquiera romper un huevo! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé!
Carla se volvió Luisa. Blanca, perpleja. Había sido herida en su feminidad
más íntima. Perpleja, se quedó mirando a Celsito que estaba con cara de furia.
Carla no dijo palabra alguna. Se levantó, apagó el cigarro en el cenicero y, sin
dar explicaciones a nadie, abandonando la fiesta en pleno auge, se retiró.
Permaneció de pie, de negro, en la plaza Mauá, a las tres de la madrugada.
Como la más vagabunda de las prostitutas. Solitaria. Sin remedio. Era verdad: no
sabía freír un huevo. Y Celsito era más mujer que ella.
La plaza estaba a oscuras. Luisa respiró profundamente. Miraba los postes. La
plaza vacía.
Y en el cielo las estrellas.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]270
» ANTOLOGÍA DE GRANDES POETAS HISPANOAMÉRICANAS
» ELVIO ROMERO (1926-2004)
» POESÍA SOCIAL XIX
» MAIAKOVSKY Y OTROS POETAS RUSOS Y SOVIÉTICOS, 2
» XI. SONETOS POETAS ESPAÑOLES SIGLO XX (VI)
» POETAS LATINOAMERICANOS
» LA POESIA MÍSTICA DEL SUFISMO. LA CONFERENCIA DE LOS PÁJAROS.
» EDUARDO GALEANO (1940-2015)
» CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)