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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 19 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 25 Nov 2023, 19:13

    Él me absorbió




    Sí. Sucedió justamente.
    Chequito era maquillador de mujeres. Pero no quería nada con mujeres.
    Quería hombres.
    Y maquillaba a Aurelia Nascimento. Aurelia era bonita y, maquillada,
    quedaba deslumbrante. Era rubia, usaba peluca y pestañas postizas. Quedaron
    como amigos. Salían juntos, con esa cosa de ir a cenar a los salones de baile.
    Cada vez que Aurelia quería verse bella, le llamaba por teléfono a Chequito.
    Chequito también era guapo. Era delgado y alto.
    Y así transcurrían las cosas. Una llamada telefónica y concertaban una cita.
    Ella se vestía bien, se esmeraba. Usaba lentes de contacto. Y senos postizos. Pero
    los suyos también eran bellos, puntiagudos. Solamente usaba los postizos porque
    tenía poco busto. Su boca era un botón de rosa roja. Y los dientes grandes,
    blancos.
    Un día, a las seis de la tarde, a la hora del peor tráfico, Aurelia y Chequito
    estaban de pie junto al Copacabana Palace esperando inútilmente un taxi.
    Chequito, de cansancio, se había apoyado en un árbol. Aurelia estaba impaciente.
    Sugirió que se le dieran diez cruceiros al portero para que les consiguiera
    transporte. Chequito se negó: era duro para aflojar el dinero.
    Eran casi las siete de la tarde. Oscurecía. ¿Qué hacer?
    Cerca de ellos estaba Alfonso Carballo. Industrial en metalurgia. Esperaba su
    Mercedes con chófer. Hacía calor, el coche contaba con aire acondicionado, tenía
    teléfono y refrigerador. Alfonso había cumplido cuarenta años el día anterior.
    Notó la impaciencia de Aurelia, quien golpeaba los pies en la banqueta.
    «Interesante esa mujer», pensó Alfonso. Y quiere coche. Se dirigió a ella:
    —¿La señorita tiene dificultad para encontrar transporte?
    —¡Estoy aquí desde las seis y nada, que no pasa un taxi que nos recoja! Ya no
    aguanto más.


    252




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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 19 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Dom 26 Nov 2023, 18:48

    ***

    —Mi chófer llega dentro de un rato —dijo Alfonso—. ¿Puedo llevarlos a
    algún lado?
    —Yo le agradecería mucho, incluso porque tengo un dolor en el pie.
    Pero no dijo que tenía callos. Escondió el defecto. Estaba maquilladísima y
    miró con deseos al hombre. Chequito permanecía muy callado.
    Al fin llegó el chófer, se bajó, abrió la puerta del coche. Entraron los tres.
    Ella se sentó adelante, al lado del chófer, los dos atrás. Se quitó discretamente el
    zapato y suspiró de alivio.
    —¿Hacia dónde quieren ir ustedes?
    —No tenemos un destino fijo realmente —dijo Aurelia cada vez más ardiente
    por la cara varonil de Alfonso.
    Él dijo:
    —¿Y si vamos al Number One a tomar una bebida?
    —Me encantaría —dijo Aurelia—. ¿A ti no te gustaría, Chequito?
    —Pues claro, necesito un trago fuerte.
    Entonces fueron al salón de baile, a esa hora casi vacío. Y conversaron.
    Alfonso habló de metalurgia. Los dos no entendían nada. Pero fingían entender.
    Era tedioso. Pero Alfonso estaba entusiasmado y, por debajo de la mesa, apoyó su
    pie en el pie de Aurelia. Justamente en el pie donde tenía el callo. Ella
    correspondió, excitada. En ese momento Alfonso dijo:
    —¿Y si vamos a cenar a mi casa? Hoy tengo caracoles y pollo con trufas.
    ¿Cómo lo ven?
    —Estoy muerta de hambre.
    Y Chequito seguía mudo. Estaba también ardiente por Alfonso.
    El departamento estaba tapizado de blanco y había una escultura de Bruno
    Giorgi. Se sentaron, tomaron otra bebida y pasaron al comedor. La mesa era de
    palo santo. El camarero servía por la izquierda. Chequito no sabía comer
    caracoles y se hizo un lío con los cubiertos especiales. No le gustaron. Pero a
    Aurelia le gustaron mucho, aunque le dio miedo quedar con aliento a ajo. Pero
    bebieron champaña francesa durante toda la cena. Nadie quiso postre, querían tan
    sólo café.











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    Mensaje por Maria Lua Dom 26 Nov 2023, 18:49

    ***



    Pasaron a la sala. Ahí Chequito se animó. Empezó a hablar y nunca más
    acababa. Le lanzaba unos ojos lánguidos al industrial. Éste se quedó sorprendido
    con la elocuencia del muchacho guapo. Al día siguiente le llamaría a Aurelia para
    decirle: Chequito es el encanto en persona.
    Y concertaron una nueva cita. Esta vez en un restaurante, el Albamar.
    Comieron ostrones para empezar. Nuevamente Chequito tuvo dificultades para
    comerse los ostrones. No sé hacer las cosas, pensó.
    Pero antes de encontrarse, Aurelia le llamó por teléfono a Chequito:
    necesitaba maquillaje urgente. Él fue a su casa.
    Entonces, mientras la maquillaba, pensó: Chequito me está quitando el rostro.
    Tenía la impresión de que él le estaba borrando los rasgos: vacía, una cara tan
    sólo de carne. Carne morena.
    Sintió un malestar. Le pidió dejarla ir al baño para mirarse al espejo. Era eso
    mismo lo que había imaginado: Chequito había anulado su rostro. Incluso los
    huesos —tenía una estructura ósea sensacional—, incluso los huesos habían
    desaparecido. Él me está absorbiendo, pensó, él me va a destruir. Y es a causa de
    Alfonso.
    Regresó sin gracia. En el restaurante casi no habló. Alfonso hablaba más con
    Chequito, apenas miraba a Aurelia: estaba interesado en el muchacho.
    En fin. Por fin acabó el almuerzo.











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    Mensaje por Maria Lua Dom 26 Nov 2023, 18:50

    ***


    Chequito concertó una cita con Alfonso para la noche. Aurelia dijo que no
    podía ir, estaba cansada. Era mentira: no iba porque no tenía cara que mostrar.
    Llegó a casa, tomó un baño prolongado de inmersión con espuma, se quedó
    pensando: «Dentro de poco él me quita el cuerpo también». ¿Qué hacer para
    recuperar lo que había sido suyo? ¿Su individualidad?
    Salió pensativa del baño. Se secó con una toalla roja enorme. Siempre
    pensativa. Se pesó en la balanza: tenía buen peso. Dentro de poco él me quita el
    peso también, pensó.
    Se acercó al espejo. Se miró profundamente. Pero ella ya no era nada.
    Entonces, entonces de repente se dio una brutal bofetada en la parte izquierda
    del rostro. Para despertar. Permaneció de pie mirándose. Y, como si no bastara,
    se dio otras dos cachetadas en la cara. Para encontrarse.
    Y realmente sucedió.
    En el espejo vio por fin un rostro humano, triste, delicado. Ella era Aurelia
    Nascimento. Había acabado de nacer. Na-ci-mien-to.








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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Nov 2023, 21:17


    Mientras tanto



    Como él no tenía nada que hacer, fue a hacer pipí. Y después quedó en cero
    realmente.
    El vivir tiene esas cosas: uno de vez en cuando se queda en cero. Y todo eso
    es mientras tanto. Mientras se vive.
    Hoy me llamó una chica llorando, diciendo que su papá había muerto. Es así:
    ni más ni menos.
    Uno de mis hijos está fuera de Brasil, el otro vino a almorzar conmigo. La
    carne estaba tan dura que apenas se podía masticar. Pero bebimos un vino rosado
    helado. Y conversamos. Yo le había pedido no sucumbir a la imposición del
    comercio que explota el Día de la Madre. Él hizo lo que le pedí: no me dio nada.
    O mejor, me dio todo: su presencia.
    Trabajé todo el día, son las seis menos diez. El teléfono no suena. Estoy sola.
    Sola en el mundo y en el espacio. Y, cuando llamo, el teléfono suena y nadie
    contesta. O dicen: está durmiendo.
    La cuestión es saber aguantar. Pues la cosa es así justamente. A veces no se
    tiene nada que hacer y entonces se hace pipí.
    Pero si Dios nos hizo así, que así seamos. Sacudiéndonos las manos. Sin
    motivo.
    El viernes por la noche fui a una fiesta, no sabía que era el cumpleaños de mi
    amigo, su esposa no me lo había dicho. Había mucha gente. Noté que muchas
    personas no se encontraban muy a gusto.
    ¿Qué hago? ¿Me llamo a mí misma? Va a sonar tristemente ocupado, lo sé, una
    vez yo marqué distraída mi número. ¿Cómo despertar a quien está durmiendo?
    ¿Qué hacer? Nada: porque el domingo hasta Dios descansó. Pero yo trabajé sola
    el día entero.
    Pero ahora quien estaba durmiendo ya despertó y viene a verme a las ocho.
    Son las seis y cinco.
    Estamos en el llamado «veranito de mayo»: hace mucho calor. Me duelen los
    dedos de tanto escribir a máquina. Con la punta de los dedos no se juega. Es a
    través de la punta de los dedos donde se reciben los fluidos.
    ¿Debí de haberme ofrecido para ir al entierro del papá de la chica? La muerte
    sería hoy demasiado para mí. Ya sé lo que voy a hacer: voy a comer. Después
    regreso. Fui a la cocina, de casualidad la cocinera no estaba descansando y va a
    calentar comida para mí. Mi cocinera es enorme de gorda: pesa noventa kilos.
    Noventa kilos de inseguridad, noventa kilos de miedo. Tengo ganas de besar su
    rostro negro y liso pero ella no entendería. Volví a la máquina mientras calentaba
    la comida. Descubrí que estaba muerta de hambre. Apenas puedo esperar a que
    me llame.
    Ah, ya sé lo que voy a hacer: me voy a cambiar de ropa. Después como y
    regreso a la máquina. Hasta luego.
    Ya comí. Estaba delicioso. Tomé un poco de vino rosado. Ahora voy a tomar
    café. Y a refrescar la sala: en Brasil el aire acondicionado no es un lujo, es una
    necesidad. Sobre todo para personas que, como yo, sufren demasiado calor. Son
    las seis y media. Encendí mi radio a pilas. En la estación del Ministerio de
    Educación. Pero ¡qué música tan triste! No es necesario ser triste para ser bien
    educado. Voy a invitar a Chico Buarque, Tom Jobim y Caetano Veloso para que
    cada uno traiga su guitarra. Quiero alegría, la melancolía me mata poco a poco.
    Cuando uno se empieza a preguntar: ¿para qué? Entonces las cosas no van
    bien. Y me estoy preguntando para qué. Pero bien lo sé que es solamente
    «mientras tanto». Son las siete menos veinte. ¿Y para qué son las siete menos
    veinte?
    En este intervalo hice una llamada telefónica y, para mi regocijo, son ya las
    siete menos diez. Nunca en la vida había dicho esto, «para mi regocijo». Es muy
    raro. De vez en cuando ando medio machadiana. Y hablando de Machado de
    Assis, tengo nostalgia de él. Parece mentira, pero no tengo ningún libro suyo en mi
    librería. José de Alencar, ya ni me acuerdo si alguna vez lo leí.
    Tengo nostalgia. Extraño a mis hijos, sí, carne de mi carne. Carne débil y no
    he leído todos los libros. La chair est triste. (La carne es triste).
    Pero una fuma y mejora inmediatamente. Son las siete menos cinco. Si me
    descuido muero. Es muy fácil. Es cuestión de que el reloj pare. Faltan tres
    minutos para las siete. ¿Enciendo o no la televisión? Pero qué aburrido es ver la
    televisión sola.
    Pero finalmente me decidí y voy a encender la televisión. Uno se muere a
    veces.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Nov 2023, 21:18


    Día tras día



    Hoy es 13 de mayo. Es el Día de la Liberación de los Esclavos. Es lunes. Es día
    de mercadillo. Encendí la radio a pilas y tocaban El Danubio azul. Me puse
    contenta. Me vestí, bajé, compré flores a nombre de quien murió ayer. Claveles
    rojos y blancos. Como lo he repetido hasta el cansancio, un día hemos de morir. Y
    se muere de rojo y blanco. El hombre que murió era muy recto: trabajaba en pro
    de la humanidad, advirtiendo que los alimentos en el mundo se irían a acabar.
    Quedaba Laura, su esposa. Mujer fuerte, mujer vidente, de cabellos y ojos negros.
    Dentro de algunos días iré a visitarla. O por lo menos hablaré con ella por
    teléfono.
    Ayer, 12 de mayo, Día de la Madre, no vinieron las personas que habían dicho
    que vendrían. Pero vino una pareja amiga y salimos a cenar. Así estuvo mejor. No
    quiero ya depender de nadie. Lo que quiero es El Danubio azul y no el Vals triste
    de Sibelius, si es así como se escribe su nombre.
    Bajé de nuevo, fui al bar del señor Manuel para cambiar las pilas de mi radio.
    Le hablé de esta manera:
    —¿Se acuerda usted del hombre que estaba tocando la gaita el sábado? Él era
    un gran escritor.
    —Sí, lo recuerdo. Es una tristeza. Es la neurosis de la guerra. Él bebe por
    todos lados.
    Me fui.











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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Nov 2023, 21:19

    ***

    Cuando llegué a casa, una persona me llamó para decirme: piénselo bien antes
    de escribir un libro pornográfico, piense si esto va a agregarle algo a su obra.
    Respondí:
    —Ya le pedí permiso a mi hijo —le había dicho que no leyera el libro. Yo le
    conté un poco las historias que había escrito. Él las oyó y dijo: está bien. Le conté
    que mi primer cuento se llamaba «Miss Algrave». Él dijo: grave significa tumba.
    Entonces le conté sobre la llamada de la chica que lloraba porque el papá había
    muerto. Mi hijo dijo como un consuelo: él vivió mucho. Yo le dije: vivió bien.
    Pero la persona que me llamó se enojó, yo me enojé, ella colgó el teléfono, yo
    marqué nuevamente, ella no quiso hablar y volvió a colgar.
    Si este libro fuera publicado con mala suerte, estoy perdida. Pero uno está
    perdido de todos modos. No hay escapatoria. Todos nosotros sufrimos de
    neurosis de guerra.
    Me acordé de una cosa graciosa. Una amiga que tengo vino un día a hacer las
    compras en el mercadillo frente a mi casa. Pero venía en shorts. Un vendedor le
    gritó:
    —¡Pero qué muslos!, ¡qué hermosura!
    A mi amiga le dio mucha rabia y le contestó:
    —¡Ve a decirle eso a tu madre!
    El hombre se rió, el muy desgraciado.
    Pues sí. No sé si este libro va a agregar algo a mi obra. Mi obra que se
    arruine. No sé por qué las personas le dan tanta importancia a la literatura. ¿En
    cuanto a mi nombre? Que se fastidie, tengo más en que pensar.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Nov 2023, 21:19

    ***

    Pienso, por ejemplo, en la amiga que tuvo un quiste en su seno derecho y
    soportó sola el miedo hasta que, en vísperas de la operación, me lo dijo. Nos
    quedamos asustadas. La palabra prohibida: cáncer. Recé mucho. Ella rezó.
    Afortunadamente era benigno, su marido me llamó para comunicármelo. Al día
    siguiente ella me llamó para contarme que no era más que una «bolsa de agua».
    Yo le dije que para otra vez obtuviera una bolsa de cuero, sería más alegre.
    Con la compra de las flores y el cambio de pilas, estoy sin un cruceiro en
    casa. Pero dentro de un rato llamo a la farmacia, donde me conocen, para pedir
    que me cambien un cheque de cien cruceiros. Así puedo hacer las compras en el
    mercadillo.
    Pero soy sagitario y escorpión, teniendo como ascendente a acuario. Yo soy
    rencorosa. Un día una pareja me invitó a almorzar un domingo. Y el sábado por la
    tarde, así a última hora, me avisaron que el almuerzo no era posible porque tenían
    que comer con un hombre extranjero muy importante. ¿Por qué no me convidaron
    también? ¿Por qué me dejaron sola el domingo? Entonces me vengué. No soy tan
    buena que digamos. No los busqué ya. Y no aceptaré más invitaciones de ellos. Al
    pan, pan, y al vino, vino.
    Me acordé de que en una bolsa yo tenía cien cruceiros. Entonces ya no
    necesito llamar a la farmacia. Detesto pedir favores. No le llamo a nadie más. El
    que quiera, que me busque. Me voy a hacer de rogar. Ahora se acabó el juego.
    Dentro de dos semanas iré a Brasilia. Voy a dar una conferencia. Pero —
    cuando me llamen para señalar la fecha— voy a pedir una cosa: que no me
    festejen. Que todo sea sencillo. Me voy a hospedar en un hotel porque así me
    siento a gusto. Lo malo es que, cuando leo una conferencia, me pongo tan nerviosa
    que leo demasiado aprisa y nadie me entiende. Una vez fui a Campos en un taxi
    aéreo y di una conferencia en la universidad de ese lugar. Primeramente me
    mostraron libros míos traducidos al braille. Me quedé de una pieza. Y en la
    audiencia había ciegos. Me puse nerviosa. Después hubo una cena para hacerme
    un homenaje. Pero no aguanté, pedí permiso y me fui a dormir. Por la mañana me
    dieron un dulce llamado «llovizna», parece una gota y está hecho con huevos y
    azúcar. En casa comimos «llovizna» durante varios días. Me gusta recibir regalos.
    Y darlos. Es bueno. Yolanda me dio chocolates. Marly me dio una bolsa para
    compras que es preciosa. Yo le di a la hija de Marly una medallita de oro con un
    santo. La niña es lista y habla francés.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Nov 2023, 21:20

    ***
    Ahora les voy a contar unas historias de una niña llamada Nicole. Nicole le
    dijo a su hermano más grande, llamado Marcos: tú con ese pelo largo pareces
    mujer. Marcos reaccionó con un violento puntapié porque él es hombrecito
    realmente. Entonces Nicole dijo rápidamente:
    —¡No te enojes, porque Dios es mujer!
    Y, bajito, le susurró a la mamá: sé que Dios es hombre, ¡pero no me vayas a
    pegar!
    Nicole le dijo a la prima, que estaba haciendo desorden en la casa de la
    abuela: no hagas eso, porque una vez lo hice, mi abuelita me dio un coscorrón y
    me desmayé. La mamá de Nicole supo esto y la reprendió. Y le contó la historia a
    Marcos. Marcos dijo:
    —Eso no es nada. Una vez Adriana hizo desorden en casa de su abuelita y le
    dije: no hagas eso porque yo lo hice una vez, mi abuelita me pegó tanto que dormí
    cien años.
    ¿No dije yo que hoy era día de El Danubio azul? Estoy feliz, a pesar de la
    muerte del hombre bueno, a pesar de Claudio Brito, a pesar de la llamada
    telefónica sobre mi desgraciada obra literaria. Voy a tomar café de nuevo.
    Y Coca-Cola. Como dijo Claudio Brito, tengo manía de tomar Coca-Cola y
    café.
    Mi perro se está rascando la oreja y con tanto gusto que llega a gemir. Soy su
    mamá.
    Y necesito dinero. Pero El Danubio azul es precioso, lo es realmente.
    ¡Viva el mercadillo! ¡Viva Claudio Brito! (Le cambié el nombre, claro.
    Cualquier parecido es pura coincidencia). ¡Viva yo! Que aún estoy viva.
    Y ahora acabé.



    FIN
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    Mensaje por Maria Lua Mar 28 Nov 2023, 16:21

    Ruido de pasos



    Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposo.
    Esa señora tenía el deseo irresistible de vivir. El deseo se acentuaba cuando
    iba a pasar los días en una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia,
    todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en
    su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
    Pues ocurrió con doña Cándida Raposo que el deseo de placer no había
    pasado.
    Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó avergonzada, con
    la cabeza baja:
    —¿Cuándo se pasa esto?
    —¿Pasa qué, señora?
    —Esta cosa.
    —¿Qué cosa?
    —La cosa, repitió. El deseo de placer —dijo finalmente.
    —Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
    Lo miró sorprendida.
    —¡Pero yo tengo ochenta y un años de edad!
    —No importa, señora. Eso es hasta morir.
    —Pero ¡esto es el infierno!
    —Es la vida, señora Raposo.
    Entonces, ¿la vida era eso?, ¿esa falta de vergüenza?
    —¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
    El médico la miró con piedad.
    —No hay remedio, señora.
    —¿Y si yo pagara?
    —No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un
    años de edad.
    —¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
    —Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
    Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo
    había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria
    brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el
    corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
    Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de
    artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo
    proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la
    bendición de la muerte.
    La muerte.
    Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.




    FIN
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    263


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    Mensaje por Maria Lua Miér 29 Nov 2023, 15:49

    No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada. Hemos construido catedrales y nos hemos quedado del lado de afuera, pues las catedrales que nosotros mismos construimos tememos que sean trampas. No nos hemos entregado a nosotros mismos, pues eso sería el comienzo de una vida larga y la tememos. Hemos evitado caer de rodillas delante del primero de nosotros que por amor diga: tienes miedo. Hemos organizado asociaciones y clubs sonrientes donde se sirve con o sin soda. Hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes. No hemos usado la palabra amor para no tener que reconocer su contextura de odio, de amor, de celos y de tantos otros opuestos. Hemos mantenido en secreto nuestra muerte para hacer posible nuestra vida.





    Aprendizaje o el libro de los placeres


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    Mensaje por Maria Lua Jue 30 Nov 2023, 17:09


    Antes del puente Río-Niterói




    Pues sí.
    Cuyo papá era amante, con su alfiler en la corbata, amante de la esposa del
    médico que atendía a la hija, es decir, de la hija del amante y todos lo sabían, y la
    mujer del médico colgaba una toalla blanca en la ventana, lo que significaba que
    el amante podía entrar. Si ponía una toalla de color, él no entraba.
    Pero me estoy confundiendo toda o el caso es tan enredado que si puedo voy a
    desenredarlo. La realidad de éste es inventada. Pido disculpas porque además de
    contar los hechos también adivino y lo que adivino aquí lo escribo, escribana que
    soy por fatalidad. Yo adivino la realidad. Pero esta historia no es de mi cosecha.
    Es de la zafra de quien puede más que yo, humilde que soy.
    Pues a la hija la invadió la gangrena en la pierna y tuvieron que amputársela.
    Jandira, de diecisiete años, fogosa como un potrillo y con hermoso cabello,
    estaba comprometida. Apenas el novio vio la figura en muletas, toda alegre,
    alegría que no entendió que era patética, pues bien, el novio tuvo sencillamente el
    valor de deshacer el noviazgo sin remordimientos, pues lisiada no la quería.
    Todos, incluso la resignada mamá de la chica, le imploraron que fingiera que
    todavía la amaba, lo que —le decían— no sería tan penoso porque sería a corto
    plazo: es que la novia tenía vida a corto plazo.
    Y después de tres meses —como si hubiera cumplido la promesa de no pesar
    en las débiles ideas del novio—, después de tres meses murió, bonita, con su
    cabellos sueltos, inconsolable, extrañando al novio y asustada con la muerte como
    niño que tiene miedo a lo oscuro: la muerte es una gran oscuridad. O tal vez no.
    No sé cómo es, aún no me muero, y después de morir no sabré. Quién sabe si no
    es tan oscura. Quién sabe si es un deslumbramiento. A la muerte, a ésta me
    refiero.
    El novio, conocido por su apellido Bastos, al parecer vivía —aun en el
    tiempo en que la novia no había muerto—, vivía con una mujer. Y así continuó
    con ésta, haciéndole poco caso.
    Bien. Esa mujer ardiente un día tuvo celos. Y era refinada. No puedo no
    advertir los detalles crueles. Pero ¿dónde estaba yo que ya me perdí? Sólo
    empezando todo de nuevo, en otro renglón y en otro párrafo para comenzar mejor.
    Bien. La mujer tuvo celos y mientras Bastos dormía, por el pico de la tetera,
    le vació agua hirviendo dentro del oído. Sólo tuvo tiempo de dar un berrido antes
    de desmayarse, berrido, el cual podemos adivinar que era el peor que daba, como
    un grito de animal. Bastos fue llevado al hospital y permaneció entre la vida y la
    muerte, ésta en lucha feroz con aquélla.



    cont
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    Mensaje por Maria Lua Jue 30 Nov 2023, 17:10

    ***
    La mujer hombruna, llamada Leontina, pasó un año y pico en la cárcel.
    De donde salió para encontrarse, ¿adivinen con quién? Pues fue a reunirse con
    Bastos. En ese entonces, un Bastos consumido y, claro, sordo para siempre, él,
    que no perdonaba ningún defecto físico.
    ¿Qué sucedió? Pues volvieron a vivir juntos, amor para siempre.
    En cuanto a esto, la niña de diecisiete años, muerta hace mucho tiempo, sólo
    dejó huella en la madre desgraciada. Y si me acordé de la muchachita fuera de
    tiempo, es por el amor que siento por Jandira.
    Ahí es cuando entra el papá de ella, como quien no quiere nada. Siguió siendo
    el amante de la mujer del médico, quien había tratado a su hija con devoción.
    Hija, quiero decir, del amante. Y todos lo sabían, el médico y la mamá de la ex
    novia muerta. Creo que me perdí de nuevo, está todo un poco confuso, pero ¿qué
    puedo hacer?
    El médico, incluso sabiendo que el papá de la muchachita era el amante de su
    mujer, había cuidado mucho a la noviecita demasiado asustada con la oscuridad
    de la que hablé. La esposa del papá —por tanto, mamá de la ex noviecita— sabía
    de las elegancias adulterinas del marido que usaba reloj de oro en el chaleco, un
    anillo que era una joya y un alfiler de brillante en la corbata. Negociante
    acomodado, como se dice, pues las gentes respetan y saludan con amplia
    deferencia a los ricos, a los victoriosos, ¿no es así? Él, el papá de la chica,
    vestido con traje verde y camisa color de rosa de rayitas. ¿Cómo es que lo sé?
    Vaya, simplemente sabiendo, como lo hace la gente con la adivinación
    imaginativa. Lo sé y listo.
    No puedo olvidar un detalle. Es el siguiente: el amante tenía al frente un
    pequeño diente de oro, por puro lujo. Y olía a ajo. Toda su aura era ajo puro, pero
    la amante no le daba importancia, lo que quería era tener amante, con o sin olor a
    comida. ¿Cómo lo sé? Sabiendo.
    No sé qué fin tuvieron esas personas, no tuve más noticias. ¿Se disgregaron?
    Pues es una historia antigua y tal vez ya haya habido fallecimientos entre ellas,
    entre esas personas. La oscura, oscura muerte. Yo no quiero morir.
    Agrego un dato importante y que, no sé por qué, explica el maldito lugar de
    nacimiento de toda esta historia: ésta ocurrió en Niterói, con las tablas del muelle
    siempre húmedas y ennegrecidas, y con el vaivén de sus barcas. Niterói es un
    lugar misterioso y tiene casas viejas, oscuras. ¿Y ahí pudo haber sucedido lo del
    agua hirviendo en el oído del amante? No lo sé.
    ¿Qué hacer de esta historia que sucedió cuando el puente Río-Niterói no
    pasaba de ser un sueño? Tampoco lo sé, la doy de regalo a quien la quiera, pues
    estoy asqueada de ella. Hasta demasiado. A veces me da asco la gente. Después
    pasa y me siento de nuevo curiosa y atenta.
    Y es tan sólo eso.





    fin





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    266


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    Mensaje por Maria Lua Vie 01 Dic 2023, 16:29

    Plaza Mauá




    El cabaret en la plaza Mauá se llamaba Erótica. Y el nombre de batalla de Luisa
    era Carla.
    Carla era bailarina en el Erótica. Estaba casada con Joaquín, quien se mataba
    trabajando como carpintero. Y Carla «trabajaba» de dos maneras: bailando medio
    desnuda y engañando al marido.
    Carla era bella. Tenía dientes menudos y una cintura muy fina. Era toda frágil.
    Casi no tenía senos pero sus caderas eran bien torneadas. Le llevaba una hora
    maquillarse: después parecía una muñeca de porcelana. Tenía treinta años pero
    parecía de mucha menos edad.
    No tenía hijos. Joaquín y ella no se hacían mucho caso. Él trabajaba hasta las
    diez de la noche. Ella empezaba exactamente a las diez. Dormía todo el día.
    Carla era una Luisa perezosa. Llegaba de noche, a la hora de presentarse ante
    el público, empezaba a bostezar, tenía ganas de estar en camisón en su cama. Era
    también por timidez. Por increíble que pareciera, Carla era una Luisa tímida. Se
    desnudaba, sí, pero los primeros momentos de baile y requiebro eran de
    vergüenza. Sólo «se calentaba» minutos después. Entonces aparecía más
    desenvuelta, se contoneaba, daba todo lo mejor de sí misma. Para la samba era
    muy buena. Pero un blues muy romántico también la estimulaba.
    La llamaban para que bebiera con los clientes. Recibía una comisión por cada
    botella de bebida. Escogía la más cara. Y fingía beber: no era de alcohol. Hacía
    que el cliente se emborrachara y gastara. Era tedioso conversar con ellos. Éstos
    la acariciaban, pasaban la mano por sus mínimos senos. Y ella con un bikini
    rutilante. Preciosa.
    De vez en cuando dormía con algún cliente. Agarraba el dinero, lo guardaba
    bien guardadito en el sujetador y al día siguiente se iba a comprar ropa. Tenía
    ropa para dar y tomar. Compraba blue-jeans. Y collares. Montones de collares.
    Pulseras y anillos.
    A veces, sólo para variar, bailaba en blue-jeans y sin sostén, los senos
    balanceándose entre collares resplandecientes. Usaba un flequito y se pintaba
    junto a sus delicados labios un lunar para realzar su belleza, pintado con lápiz
    negro. Era un encanto. Usaba pendientes largos que le colgaban, a veces de
    perlas, a veces de oro falso.
    En sus momentos de infelicidad acudía a Celsito, un hombre que no era
    hombre. Se entendían bien. Ella le contaba sus amarguras, se quejaba de Joaquín,
    se quejaba de la inflación. Celsito, un travesti de éxito, escuchaba todo y la
    aconsejaba. No eran rivales. Cada uno tenía su compañero.
    Celsito era hijo de una familia noble. Había abandonado todo para seguir su
    vocación. No bailaba. Pero usaba lápiz de labios y pestañas postizas. Los
    marineros de la plaza Mauá lo adoraban. Y él se hacía de rogar. Sólo cedía en
    última instancia. Y cobraba en dólares. Invertía el dinero, el cual cambiaba en el
    mercado negro, en el Banco Halles. Tenía mucho miedo de envejecer y de quedar
    desamparado. E incluso porque un travesti viejo era una tristeza. Para tener fuerza
    tomaba diariamente dos sobres de proteínas en polvo. Tenía caderas anchas y, de
    tanto tomar hormonas, había adquirido un facsímil de senos. El nombre de batalla
    de Celsito era Moleirão (el Despacioso).
    Moleirão y Carla le dejaban buenas ganancias al dueño del Erótica. El
    ambiente tenía olor a humo y a alcohol. Y pista de baile. Era duro ser sacado a
    bailar por un marinero borracho. Pero qué hacer. Cada uno tiene su oficio.
    Celsito había adoptado a una niñita de cuatro años. Era para ella una
    verdadera madre. Dormía poco para cuidar a la niña. A ésta no le faltaba nada:
    tenía todo de lo mejor y de lo bueno. Y hasta una sirvienta portuguesa. Los
    domingos Celsito llevaba a Claretita al Jardín Zoológico, en la Quinta de Buena
    Vista. Y ambos comían palomitas de maíz. Les daban comida a los muchachos. A
    Claretita le daban miedo los elefantes. Le preguntaba:
    —¿Por qué tienen la nariz tan grande?
    Celsito le contaba una historia fantástica donde aparecían hadas buenas y
    hadas malas. O también la llevaba al circo. Y los dos chupaban caramelos
    ruidosos. Celsito quería para Claretita un futuro brillante: matrimonio con un
    hombre de fortuna, hijos y joyas.
    Carla tenía un gato siamés que la miraba con ojos azules y severos. Pero
    Carla casi no tenía tiempo de cuidar al animal: ya se pasaba el día durmiendo, ya
    bailando, ya haciendo compras. El gato se llamaba Leléu. Y tomaba leche con su
    lengüita fina y roja.
    Joaquín casi no veía a Luisa. Se negaba a llamarla Carla. Joaquín era gordo y
    bajo, descendiente de italianos. Quien le dio el nombre de Joaquín fue una vecina
    portuguesa. Se llamaba Joaquín Fioriti. ¿Fioriti? De flor no tenía nada.
    La empleada doméstica de Joaquín y Luisa era una negra despabilada que
    robaba cuanto podía. Luisa apenas comía para mantenerse en forma. Joaquín se
    llenaba con sopa minestrone. La empleada sabía de todo pero mantenía el pico
    cerrado. Se encargaba de limpiar las joyas de Carla con Brazo y Silvo. Cuando
    Joaquín estaba durmiendo y Carla trabajando, la sirvienta, de nombre Silvina,
    usaba las joyas de la patrona. Tenía un color negro medio grisáceo.
    Fue así como sucedió lo que tuvo que acontecer.
    Carla estaba haciendo sus confidencias a Moleirão, cuando la llamó a bailar
    un hombre alto y de hombros anchos. Celsito lo codiciaba y le roía la envidia.
    Era vengativo.
    Cuando acabó el baile y Carla volvió a sentarse junto a Moleirãeto, éste
    apenas contenía su rabia. Y Carla inocente. No tenía la culpa de ser atractiva. El
    hombre grandullón bien que le había agradado. Le dijo a Celsito:
    —Con éste me iba a la cama sin cobrarle nada.
    Celsito permanecía callado. Eran casi las tres de la madrugada. El Erótica
    estaba lleno de hombres y de mujeres. Muchas madres de familia iban ahí para
    divertirse y ganar algún dinerito.
    Entonces Carla dijo:
    —Qué rico es bailar con un hombre de verdad.
    Celsito brincó:
    —¡Pero tú no eres una mujer de verdad!
    —¿Yo? ¿Cómo que no lo soy? —se sorprendió la chica que esa noche iba
    vestida de negro, con un vestido largo y de manga larga, parecía una monja. Hacía
    eso a propósito para excitar a los hombres que querían una mujer pura.
    —Tú —vociferó Celsito—, ¡de ninguna manera eres una mujer! ¡No sabes ni
    siquiera romper un huevo! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé!
    Carla se volvió Luisa. Blanca, perpleja. Había sido herida en su feminidad
    más íntima. Perpleja, se quedó mirando a Celsito que estaba con cara de furia.
    Carla no dijo palabra alguna. Se levantó, apagó el cigarro en el cenicero y, sin
    dar explicaciones a nadie, abandonando la fiesta en pleno auge, se retiró.
    Permaneció de pie, de negro, en la plaza Mauá, a las tres de la madrugada.
    Como la más vagabunda de las prostitutas. Solitaria. Sin remedio. Era verdad: no
    sabía freír un huevo. Y Celsito era más mujer que ella.
    La plaza estaba a oscuras. Luisa respiró profundamente. Miraba los postes. La
    plaza vacía.
    Y en el cielo las estrellas.



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    Mensaje por Amalia Lateano Vie 01 Dic 2023, 16:34

    Leo de a poco... Ya el día 05/ del corriente, mi oculista verá si puedo ver...
    Todo lo que compartes es una joya!!
    Y es mi dicha por leer... o mi lucha,
    el dialéctico encuentro de las palabras
    lo indecible buscando estas palabras,

    Un beso

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    Mensaje por Maria Lua Sáb 02 Dic 2023, 08:21

    Gracias, Amalia, por tu presencia,
    por tus palabras!
    Sí que podrás leer!!!
    Besos
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 02 Dic 2023, 08:23

    El idioma de la «f»



    María Aparecida —Cidita, como la llamaban en su casa— era maestra de inglés.
    Ni rica ni pobre: con suficientes recursos para vivir. Pero se vestía con
    refinamiento. Parecía rica. Hasta sus maletas eran de calidad.
    Vivía en Minas Gerais e iría en tren hasta Río, en donde permanecería tres
    días y después tomaría el avión a Nueva York.
    La buscaban mucho como maestra. Le gustaba la perfección y era afectuosa,
    aunque severa. Quería perfeccionarse en Estados Unidos.
    Tomó el tren de las siete rumbo a Río. Frío que hacía. Ella con saco de
    gamuza y tres maletas. El vagón estaba vacío, únicamente una viejecita durmiendo
    en un rincón bajo su chal.
    En la siguiente estación subieron dos hombres que se sentaron en el lugar
    frente al asiento de Cidita. El tren en marcha. Uno de los hombres era alto,
    delgado, con bigotito y mirada fría, el otro era bajo, barrigón y calvo. Miraron a
    Cidita. Ésta desvió la mirada, observó a través de la ventanilla del tren.
    Se sentía un malestar en el vagón. Como si hiciera demasiado calor. La
    muchacha inquieta. Los hombres en alerta. Dios mío, pensó la chica, ¿qué es lo
    que quieren de mí? No tenía respuesta. Y para colmo era virgen. ¿Por qué, pero
    por qué había pensado en su propia virginidad?
    Entonces los hombres empezaron a hablar entre ellos. Al principio, Cidita no
    entendió ni una sola palabra. Parecía un juego. Hablaban demasiado aprisa. Y el
    lenguaje le pareció vagamente familiar. ¿Qué idioma era ése?
    De repente entendió: ellos hablaban a la perfección el idioma de la «f». Así:
    —¿Tufu yafa hafas vifistofo quefe bofonifitafa mufuchafachafa?
    —Sifi, yafa lafa hefe vifistofo. Efestafa cofomofo quieferefe.
    Querían decir: ¿Tú ya has visto qué bonita muchacha? Sí, ya la he visto. Está
    como quiere.
    Cidita fingió no entender: entender sería peligroso para ella. El idioma era
    ese que utilizaba, cuando era niña, para defenderse de los adultos. Los dos
    continuaron:
    —Quieferofo efechafarmefelafa. ¿Yfi tufu?
    —Yofo tafambiefen. Efen efel tufunefel.
    Querían decir que la iban a violar en el túnel… ¿Qué hacer? Cidita no sabía y
    temblaba de miedo. Ella apenas se conocía. Además, nunca se había conocido por
    dentro. En cuanto a conocer a los demás, ahí era cuando la cosa se complicaba.
    ¡Ayúdame, Virgen María! ¡Auxilio! ¡Auxilio!
    —Sifi sefe refesifistefe pofodefemofos mafatafarlafa.
    Si se resistiera, podrían matarla. Era así la cosa.
    —Cofon ufun pufuñafal. Yfi luefegofo rofobafarlafa.
    Matarla con un puñal y luego robarla.






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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 02 Dic 2023, 08:24

    ***

    ¿Cómo decirles que no era rica? Que era frágil, cualquier gesto la mataría.
    Sacó un cigarro de la bolsa para fumar y calmarse. De nada sirvió. ¿Cuándo
    llegarían al próximo túnel? Tenía que pensar aprisa, aprisa, aprisa.
    Entonces pensó: si yo finjo que soy una prostituta, ellos desistirán, no les
    gustan las vagabundas.
    Así que se levantó la falda, realizó unos contoneos sensuales —ni sabía que
    sabía hacerlos, era tan desconocida de sí misma—, se desabrochó los botones del
    escote, dejando los senos a medio mostrar. Los hombres de repente se espantaron.
    —Tafa lofocafa.
    Está loca, dijeron.
    Y ella contoneándose como no lo haría una sambista de escuela. Sacó de su
    bolsa el lápiz de labios y se pintó exageradamente y empezó a canturrear.
    Entonces los hombres se empezaron a reír de ella. Se les hacía graciosa la
    locura de Cidita. Estaba desesperada. ¿Y el túnel?
    Apareció el encargado de los billetes. Vio todo. No dijo nada. Pero fue con el
    maquinista y le contó. Éste dijo:
    —Vamos a darle un susto, la voy a entregar a la policía en la primera
    estación.
    Y llegaron a la próxima estación.
    El maquinista bajó, habló con un soldado cuyo nombre era José Lindalvo.
    José Lindalvo no era un hombre para bromas. Subió al vagón, vio a Cidita, la
    agarró brutalmente del brazo, tomó como pudo las tres maletas y ambos bajaron.
    Los dos hombres se reían a carcajadas.
    En la pequeña estación pintada de azul y rosa estaba una joven con una
    maleta. Miró a Cidita con desprecio. Subió al tren y éste partió.
    Cidita no sabía cómo explicarle al policía. El idioma de la «f» no tenía
    explicación. Fue llevada al calabozo de la delegación y ahí fue fichada. Le
    dijeron lo peor. Y permaneció en la celda tres días. La dejaban fumar. Fumaba
    como loca, tragando el humo y pisando el cigarro en el suelo de cemento. Había
    una cucaracha grande arrastrándose por el piso.
    Finalmente la dejaron salir. Tomó el próximo tren a Río. Se había lavado la
    cara, ya no era una prostituta. Lo que le preocupaba era lo siguiente: cuando los
    dos habían hablado de echársela, le dieron ganas de ser violada. Era una
    descarada. Sofoy ufunafa pufutafa. Era lo que había descubierto. Cabizbaja.
    Llegó a Río exhausta. Llegó a un hotel barato. Inmediatamente se dio cuenta
    de que había perdido el avión. En el aeropuerto compró el pasaje.
    Y caminaba por las calles de Copacabana, desgraciada ella, desgraciada
    Copacabana.
    Pues fue en la esquina de la calle Figuereido Magalhães donde vio un puesto
    de periódicos. Ahí estaba colocado el diario O Dia. No sabría decir por qué lo
    compró.
    Con un titular negro estaba escrito: «Joven violada y asesinada en el tren».
    Tembló toda. Entonces había ocurrido. Y con la muchacha que la había
    despreciado.
    Se puso a llorar en la calle. Aventó el maldito periódico. No quería enterarse
    de los detalles. Pensó:
    —Sifi. Efel defestifinofo efes ifimplafacafablefe.
    El destino es implacable.


    FIN



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 02 Dic 2023, 20:00


    Mejor que arder



    Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos
    profundos, negros.
    Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla
    amparada en el seno de Dios. Obedeció.
    Cumplía sus obligaciones sin protestar. Las obligaciones eran muchas. Y
    estaban los rezos. Rezaba con fervor.
    Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la ostia blanca que se
    deshacía en la boca.
    Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres,
    mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La
    amiga le aconsejó:
    —Mortifica el cuerpo.
    Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada
    servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada.
    Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella
    continuó.
    Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía
    que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, nada decía. Había
    entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
    No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
    La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las
    piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido.
    Imaginó que sus piernas debían de ser fuertes, bien torneadas.
    Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a
    nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
    Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y
    tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
    Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
    —¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
    Él le dijo meditativo:
    —Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
    Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente.
    Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería
    encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara otro
    año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
    Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para
    señoritas.
    Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora.
    Pagaba la pensión con el dinero que su familia norteña
    [8]
    le mandaba. La familia
    no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
    Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que
    una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin
    escote, debajo de la rodilla.
    Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de
    hombre.
    Y sucedió realmente.
    Fue a un bar a comprar una botella de agua Caxambú. El dueño era un guapo
    portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella
    pagara el agua Caxambú. Ella se sonrojó.
    Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El
    portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con
    él. Ella rehusó.
    Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la
    tocaría si fueran al cine juntos. Aceptó.
    Fueron a ver los dos una película y no pusieron la más mínima atención. En la
    película, estaban tomados de la mano.
    Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella, con sus cabellos
    negros. Él, de traje y corbata.
    Entonces una noche él le dijo:
    —Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar. ¿Quieres?
    —Sí —le respondió grave.
    Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia, el que los casó fue el
    padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron su luna de
    miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
    Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
    Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.








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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 07:52

    Pero va a llover




    María Angélica de Andrade tenía sesenta años. Y un amante, Alejandro, de
    diecinueve años.
    Todos sabían que el chico se aprovechaba de la riqueza de María Angélica.
    Únicamente María Angélica no lo sospechaba.
    Empezó así: Alejandro entregaba productos farmacéuticos y tocó el timbre en
    la casa de María Angélica. Ella misma abrió la puerta. Deparó con un joven
    fuerte, alto, de gran belleza. En vez de recibir la medicina que le había encargado
    y pagar el precio, le preguntó, medio asustada con la propia osadía, si no quería
    entrar para tomar un café.
    Alejandro se sorprendió y dijo que no, gracias. Pero ella insistió. Agregó que
    también tenía pastel.
    El muchacho titubeaba, visiblemente constreñido. Pero dijo:
    —Si es por un rato, entro, porque tengo que trabajar.
    Entró. María Angélica no sabía que ya estaba enamorada. Le dio una gruesa
    rebanada de pastel y café con leche. Mientras él comía sin sentirse a gusto, ella
    extasiada lo miraba. Él representaba la fuerza, la juventud, el sexo abandonado
    hace mucho tiempo. El chico acabó de comer y beber, se limpió la boca con la
    manga de la camisa. María Angélica no consideró que fueran malos modales:
    quedó maravillada, lo vio natural, sencillo, encantador.
    —Ya me voy, mi patrón me va a comer vivo si me retraso.
    Ella estaba fascinada. Observó que él tenía unas cuantas espinillas en el
    rostro. Pero eso no le alteraba la belleza ni su virilidad: las hormonas le hervían.
    Ése sí que era un hombre. Le dio una propina muy grande, desproporcionada, que
    sorprendió al joven. Y dijo con una vocecita cantante y con contoneos de
    muchachita romántica:
    —Sólo te dejo salir si me prometes que vuelves. ¡Hoy mismo! Porque voy a
    pedir unas vitaminitas en la farmacia…
    Una hora más tarde, él estaba de regreso con las vitaminas. Ella se había
    cambiado de ropa, se puso una bata de encaje transparente parecida a un kimono.
    Se veía la silueta de sus bragas. Le ordenó que entrara. Le dijo que era viuda. Era
    la manera de advertirle que era libre. Pero el muchacho no entendía.
    Lo invitó a recorrer el bien decorado apartamento, dejándolo con la boca
    abierta. Lo llevó a su habitación. No sabía cómo hacer para que él entendiera. Le
    dijo entonces:
    —¡Deja que te dé un besito!
    El muchacho se sorprendió, le ofreció el rostro. Pero ella alcanzó
    rápidamente la boca y casi lo devoró.
    —¡Señora —dijo el chico nervioso—, por favor, contrólese! ¿Se siente usted
    bien?
    —¡No me puedo controlar! ¡Yo te amo! ¡Ven a la cama conmigo!
    —¡¿Tá loca?!
    —¡No estoy loca! O sí: ¡estoy loca por ti! —le gritó mientras quitaba la
    colcha morada de la gran cama matrimonial.
    Y viendo que él nunca lo entendería, le dijo muerta de vergüenza:
    —Ven a la cama conmigo…
    —¡¿Yo?!
    —¡Te daré un gran regalo! ¡Te regalaré un coche!
    ¿Coche? Los ojos del chico resplandecieron de codicia.
    ¡Un coche! Era todo lo que deseaba en la vida. Preguntó desconfiado:
    —¿Un Karmann-ghia?
    —¡Sí, mi amor, si tú quieres!
    Lo que pasó enseguida fue horrible. No es necesario saberlo. María Angélica
    —¡Oh, Dios mío, ten piedad de mí, perdóname por escribir esto!—, María
    Angélica daba pequeños gritos a la hora del amor. Y Alejandro teniendo que
    soportar con asco, con indignación. Se transformó en un insubordinado para el
    resto de su vida. Tenía la impresión de que nunca jamás iba a poder dormir con
    una mujer. Lo que sucedería en realidad: a los veintisiete años quedó impotente.
    Y se volvieron amantes. Él, debido a los vecinos, no vivía con ella. Quiso
    vivir en un hotel de lujo: tomaba el desayuno en la cama. Inmediatamente
    abandonó el empleo. Se compró camisas carísimas. Consultó a un dermatólogo y
    las espinillas desaparecieron.
    María Angélica apenas creía en su buena suerte. Poco le importaban las
    criadas que casi se reían en su cara.
    Una amiga suya le advirtió:
    —María Angélica, ¿es que no ves que el muchacho es un bribón? ¿Que nada
    más te está explotando?
    —¡No admito que a Álex le digas bribón! ¡Él me ama!
    Un día Álex tuvo una osadía. Le dijo:
    —Voy a pasar unos días fuera de Río con una muchacha que conocí. Necesito
    dinero.
    Fueron días terribles para María Angélica. No salió de la casa, no se bañó,
    apenas se alimentó. Era por obstinación por lo que aún creía en Dios. Porque
    Dios la había abandonado. Ella estaba obligada a ser penosamente ella misma.
    Cinco días después él regresó, todo pimpante, todo alegre. Le trajo de regalo
    una lata de ate de guayaba. Ella al comerlo se rompió un diente. Tuvo que ir al
    dentista para que le pusiera uno postizo.
    Y la vida transcurría. Las cuentas aumentaban. Alejandro exigente. María
    Angélica afligida. Cuando cumplió sesenta y un años de edad él no se presentó.
    Quedó sola frente al pastel de cumpleaños.
    Entonces, entonces sucedió:
    Alejandro le dijo:
    —Necesito un millón de cruceiros.
    —¿Un millón? —se sorprendió María Angélica.
    —¡Sí! —respondió irritado—, ¡un billón de los antiguos!
    —Pero… pero yo no tengo tanto dinero…
    —Vende el departamento, o entonces vende tu Mercedes, despide al chófer.
    —Incluso así no alcanzaría, mi amor, ¡ten piedad de mí!
    El joven se enfureció:
    —¡Ah, vieja desgraciada! ¡Puerca, vagabunda! ¡Sin un billón no me presto
    más a tus bajezas!
    Y en un arranque de odio, salió golpeando la puerta de la casa.
    María Angélica se quedó de pie ahí. Le dolía todo el cuerpo.
    Después lentamente se fue a sentar en el sofá de la sala. Parecía una herida
    por la guerra. Pero no había Cruz Roja que la auxiliara. Estaba quieta, muda. Sin
    una sola palabra que decir.
    —Parece —pensó—, parece que va a llover.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 14:34

    ¿DÓNDE ESTUVISTE DE NOCHE?


    (Traducción de Cristina Peri Rossi)




    La búsqueda de la dignidad



    La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado.
    Por la puerta principal no fue. Le parecía que vagamente soñadora había entrado
    por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la
    construcción, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho sólo para
    ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba dentro.
    Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba
    interminablemente por los subterráneos del estadio de Maracaná, o por lo menos
    le habían parecido cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se
    abrían las salas, sólo había una ventana que daba al estadio. Éste, a aquella hora
    tórridamente desierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado en aquel
    día de pleno invierno.
    Entonces, la señora siguió por un corredor sombrío. Éste la llevó igualmente a
    otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
    Y hete aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
    Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a
    otro corredor que desembocó en otra esquina.
    Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que siempre daban
    a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala de la sesión inaugural? Pues junto a
    ésta encontraría a las personas con quienes había concertado la cita. La
    conferencia quizás ya habría comenzado. Iba a perderla, justamente ella que se
    esforzaba en no perder nada de cultural porque así se mantenía joven por dentro,
    ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos
    cincuenta y siete.
    Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya
    arrastraba los pies pesados de vieja.
    Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido
    de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese
    hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió
    repentinamente al doblar el corredor.
    Entonces este segundo hombre informó que había visto cerca de los asientos
    de la derecha, en pleno estadio abierto, a «dos damas y un caballero, una de
    rojo». La señora Xavier dudaba de que esas personas fueran el grupo con el que
    ella debía encontrarse antes de la conferencia y, en realidad, ya había olvidado el
    motivo por el cual caminaba sin jamás parar. De cualquier modo siguió al hombre
    rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz clara y
    mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin
    gente. Había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.







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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 14:35

    ***

    ¿Las dos damas y el caballero ya habrían desaparecido por algún corredor?
    Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
    —Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier
    manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
    Y, en efecto, ambos las habían visto de muy lejos. Pero un segundo después
    volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil donde carcajadas amordazadas
    reían de la señora de Jorge B. Xavier.
    Entonces entró con el hombre por otros corredores. Hasta que el hombre
    también desapareció en una esquina.
    La señora ya había desistido de la conferencia que en el fondo poco le
    importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No
    habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor
    descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
    Fue entonces cuando súbitamente se acordó de las palabras informativas de la
    amiga, por teléfono: «Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná». Frente
    a ese recuerdo comprendió su error de persona tonta y distraída que sólo escucha
    las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier era muy
    distraída. Entonces, pues, no era en Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Sin
    embargo, su pequeño destino había querido que se perdiera en el laberinto.
    Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y
    no sabía cómo ni por dónde.
    Y de nuevo apareció en el corredor aquel hombre que buscaba a las personas
    y que otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber
    desaparecido en el aire. Él dijo:
    —¡La gente no puede desaparecer en el aire!
    La señora informó:
    —No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Muchas gracias de
    todos modos. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es en el
    Maracaná.
    El hombre dejó de caminar inmediatamente y la miró, perplejo:
    —Entonces, ¿qué está usted haciendo por aquí?








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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 14:36

    ***

    Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué
    quería decir con «así mismo», ni con «su vida», de modo que nada respondió. El
    hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba
    haciendo allí? Nada, respondió sólo con el pensamiento la mujer, ya a punto de
    caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca. Además,
    ella nunca se explicaba. Sabía que el hombre la creía loca —y quizás lo estuviera
    —, pues ¿no sentía aquella cosa que ella llamaba «aquello» por vergüenza?
    Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que sólo podía
    compararla con su salud física. Salud física ahora quebrantada, pues arrastraba
    los pies de muchos años de camino por el laberinto. Su viacrucis. Estaba vestida
    de lana muy gruesa y se sofocaba sudada con el inesperado calor de un auge de
    verano, ese día de verano que era una deformidad de invierno. Le dolían las
    piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo
    a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
    Entonces, como siempre, sólo después de desistir de las cosas deseadas, éstas
    ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: «Soy una vieja loca». ¿Por
    qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no
    buscaba al hombre y le preguntaba cómo se salía de los corredores? Porque lo
    que quería era sólo salir y no encontrarse con nadie.
    Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina.
    Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de
    que la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo
    rápidamente con que ella se fuera a su casa y le dijo, con cuidado:
    —Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizás sea este calor raro.
    Dicho esto, el hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en
    la esquina aparecieron dos amplios portones abiertos. ¿Sólo eso? ¿Así de fácil?
    Tan fácil.









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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 14:59

    ***

    Entonces la señora pensó que sólo para ella se había vuelto imposible hallar
    la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y, al mismo tiempo,
    acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino que recorrer
    interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si
    creía o no.
    Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada
    vez más vieja y cansada:
    —Joven, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una
    calle (sólo recuerdo que se llama Guzmán) y que hace esquina con una calle que
    si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
    El chófer fue paciente como con una niña:
    —Pues entonces no se ponga nerviosa, vamos a buscar tranquilamente una
    calle que tenga Guzmán a la mitad y Coronel al final —dijo, volviéndose hacia
    atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad que parecía indecente.
    Partieron con una sacudida que le estremeció las entrañas.
    Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se
    encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la
    finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba
    totalmente olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía
    por qué motivo había caminado tanto. Estaba cansada más allá de sus fuerzas y
    quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una señora
    importante y vagamente conocida, que tenía auto con chófer, que la llevara a su
    casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chófer llegaría dentro
    de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy
    derecha con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente,
    en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la
    cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos
    que la conducirían a una hora.











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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 15:00

    ***

    Entonces la señora importante vino y le dijo: que el auto estaba en la puerta,
    pero que le informaba de que, como el chófer había avisado que iba a tardar
    mucho, en vista de que la señora no se estaba sintiendo bien, paró al primer taxi
    que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar un taxi, en lugar de estar
    dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora
    de Jorge B.
    Xavier se lo agradeció con extrema delicadeza. Ella siempre era muy
    delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
    —A Leblon, si me hace el favor.
    Tenía el cerebro vacío, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
    Al poco rato notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por
    regresar a una misma plaza. ¿Por qué no salían de allí? ¿Otra vez no había camino
    de salida? El taxista acabó confesando que no conocía la zona Sur, que sólo
    trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le
    pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida sólo renovaba la magia
    negra de los corredores del Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza!
    Entonces el chófer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a
    otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa
    con la gente, aun con los conocidos. Además era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo
    tímidamente:
    —Si no le incomoda, vamos a Leblon.
    Y simplemente salieron enseguida de la plaza y entraron en nuevas calles










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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 15:01

    ***

    Fue al abrir con la llave la puerta del apartamento cuando tuvo el deseo, las
    ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era
    persona de sollozar ni de protestar. De paso avisó a la empleada de que no iba a
    atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó
    una pastilla sin agua y esperó que diera resultado.
    Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y decían que
    agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y
    septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más
    transparente. Pensando vagamente en eso, la somnolencia finalmente llegó y se
    durmió.
    Cuando despertó, horas después, vio que caía una lluvia fina y helada, hacía
    un frío que cortaba como un cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le
    pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había
    planeado la compra de una bufanda de lana. Miró el reloj: todavía podía
    encontrar el comercio abierto. Tomó un taxi y dijo:
    —A Ipanema, si me hace el favor.
    El hombre le dijo:
    —¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
    —A Ipanema, por favor —repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo
    del desencuentro total: ¿qué había en común entre las palabras Ipanema y Jardín
    Botánico? Pero otra vez pensó vagamente que «su vida era así, de esa manera».
    .







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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 15:02

    ***

    Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que
    hacer, pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a São Paulo el día anterior y
    sólo volvería al día siguiente.
    Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva píldora para dormir o
    hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que
    ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía
    era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba
    minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le
    ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el
    suelo. Pero después se cansó de estar sólo apoyada en las rodillas y se apoyó
    también con las dos manos.
    Entonces advirtió que estaba a cuatro patas.
    Permaneció un tiempo así, quizá meditando, quizá no. Quién sabe, es posible
    que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de
    cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. En cuatro patas, un
    poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama sólo había polvo.
    Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajada y vio que
    no tenía más remedio que considerar con realismo —y era un esfuerzo penoso ver
    la realidad—, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir
    buscándola sería nunca salir de Maracaná.
    Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajoncito de
    pañuelos para sacar uno, encontró la letra de cambio.










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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 15:03

    ***

    Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en
    la cama y comenzó sin más ni más a llorar ligeramente. Aquel llanto parecía más
    una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy
    cansada. Si es que aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó
    la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría el «destino» y tendría un
    destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor
    convicción. Y eso de estar sujeta a un destino le ocurría porque ya había
    empezado a pensar sin querer en «aquello».
    Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado
    tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de permuta
    con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quien permutar: que
    fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno
    era único. La señora de Jorge B. Xavier también lo era.
    Pero todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir «aquello». Y
    «aquello» vino con sus largos corredores sin salida. «Aquello», ahora sin ningún
    pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseída por el
    inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo.
    Entonces, ya que no podía evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el
    rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.








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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 16:35

    ***


    Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo del lavabo.
    Entonces, la señora Xavier pensó: «Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío
    por lo menos una noche». Creía vagamente en la fuerza de voluntad. De nuevo se
    enmarañó, en el deseo sufrido y estrangulado.
    Pero ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él
    y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces,
    astutamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el
    abandono mágico sólo daba resultado positivo cuando era real, y no sólo un truco
    cómodo de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Se examinó en el
    espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus
    sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado
    de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca había expresado más que
    una buena educación. Y ahora era sólo la máscara de una mujer de setenta años.
    Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. La mujer
    forzó una sonrisa desganada para ver si mejoraba. No mejoró.
    Por fuera —vio en el espejo— ella era una cosa seca como un higo seco. Pero
    por dentro no estaba seca. Todo lo contrario. Parecía, por dentro, una encía
    húmeda, blanda como una encía desdentada.
    Entonces procuró un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una
    vez. Pero nunca había sido espiritual.
    Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la
    materia, donde era profundamente anónima.
    De pie en el baño era tan anónima como una gallina.
    En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las
    personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro.
    Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo
    hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que
    era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y
    ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas
    no le habían avisado de que a fin de cuentas eso podía pasar? En los hombres
    viejos bien que había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de
    estación. Y ella vivía como si también fuese alguien, ella que no era nadie.
    La señora Jorge B. Xavier era nadie.





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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 16:37

    ***

    Entonces quiso tener sentimientos hermosos y románticos en relación con la
    delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo conseguía: esa delicadeza
    apenas la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la perdición era la
    lascivia. Era un hambre baja: quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era
    romántica sino grosera en materia de amor. Allí en el baño, frente al espejo del
    lavabo.
    Con su edad indeleblemente manchada.
    Si al menos tuviera un pensamiento sublime que le sirviera de lema y
    ennobleciera su existencia.
    Entonces comenzó a deshacer el moño de los cabellos y a pintarlos
    lentamente. Necesitaban de nuevo tinte, ya se veían las raíces blancas. Entonces
    la señora pensó lo siguiente: «En mi vida nunca hubo un clímax como en las
    historias que se leen». El clímax era Roberto Carlos. Pensativa, concluyó que
    moriría secretamente, como secretamente había vivido. Pero también sabía que
    toda muerte es secreta.
    Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la codiciada
    figura de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos ensortijados que él tenía.
    Allí estaba, presa del deseo fuera de estación, como un día de verano en pleno
    invierno. Presa de la maraña de corredores del Maracaná. Presa del secreto
    mortal de las viejas. Sólo que ella no estaba habituada a tener setenta años, le
    faltaba práctica, no tenía la menor experiencia.
    Entonces dice, alto y sin testigos:
    —Robertito Carlitos.
    Y agregó: «Mi amor». Oyó su voz con extrañeza, como si estuviera haciendo
    por primera vez, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, una confesión que no
    debería ser vergonzosa. La señora pensó que Robertito era capaz de no aceptar su
    amor porque, era consciente, su amor era ridículo y sentimental, melosamente
    voluptuoso y goloso. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
    Sus labios levemente pintados ¿serían todavía besables? ¿O acaso era
    repugnante besar la boca de una vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente
    sus propios labios.
    Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más
    famosa de Roberto Carlos: «Quiero que usted me caliente este invierno y que
    todo lo demás se vaya al infierno».
    Fue entonces cuando la señora de Jorge B. Xavier se dobló bruscamente sobre
    el lavabo como si fuera a vomitar las vísceras e interrumpió su vida con una
    mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiiiiiiida!


    FIN


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