Ahora que ya he vivido mi aventura puedo recordarla con más serenidad. No
intentaré hacerme perdonar. Intentaré no acusar. Sucedió, simplemente.
No me acuerdo con nitidez de su inicio. Me transformé independiente de mi
conciencia y, cuando abrí los ojos, el veneno circulaba irremediablemente en mi
sangre, ya de antiguo en su poder.
Es necesario contar un poco sobre mí, antes de mi contacto con Daniel. Sólo
así se conocerá el terreno en que sus simientes fueron arrojadas. Aunque no creo
que se pudiera comprender completamente por qué las semillas resultaron en tan
tristes frutos.
Siempre fui sosegada y nunca di pruebas de poseer los elementos que Daniel
desarrolló en mí. Nací de criaturas sencillas, instruidas en esa sabiduría que se
adquiere por la experiencia y se adivina por el sentido común. Vivimos, desde mi
infancia hasta mis catorce años, en una buena casa de los suburbios, donde yo
estudiaba, jugaba y me movía despreocupadamente bajo la mirada benevolente de
mis padres.
Hasta que un día descubrieron a una muchachita, me bajaron lo largo del
vestido, me hicieron nuevas prendas de ropa y me consideraron casi lista. Acepté
el descubrimiento y sus consecuencias sin gran alboroto, del mismo modo
distraído como estudiaba, paseaba, leía y vivía.
Nos mudamos a una casa más próxima a la ciudad, a un barrio cuyo nombre,
juntamente con otros detalles posteriores, silenciaré. Allí yo tendría la
oportunidad de conocer a muchachos y muchachas, decía mamá. En realidad hice
rápidamente algunas amistades, con mi alegría amena y fácil. Me consideraban
bonitilla y mi cuerpo fuerte y mi piel clara despertaban simpatía.
En cuanto a mis sueños, en esa edad tan llena de éstos, eran los de una joven
cualquiera: casarse, tener hijos y, finalmente, ser feliz, deseo que yo no lo
precisaba bien y confusamente lo encuadraba en los finales de las mil novelas que
había leído, sin contagiarme de su romanticismo. Yo tan sólo esperaba que todo
saliera bien, aunque nunca me contentara si así sucedía.
A los diecinueve años conocí a Jaime. Nos casamos y alquilamos un
apartamento bonito, bien amueblado. Vivimos seis años juntos, sin hijos. Yo era
feliz. Si alguien me preguntaba, yo afirmaba, agregando no sin un poco de
perplejidad: «¿Y por qué no?»
cont
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