¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber
dicho eso, era demasiado, no había que impresionarla otra vez. Porque la vieja,
casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta
amargura, temblaba como música de clavicordio entre la sonrisa y el extremo
encanto.
—No, no, no —dijo ella con falsa autoridad—, de ningún modo, gracias, sólo
quería mirar.
Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la
vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el
corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido
oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura
mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían.
Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes
[9] que cantaban Brasil
agudamente. Afortunadamente, era en el otro vagón. La música de la radio del
chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf
cantando J’attendrai.
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se
pusieron en movimiento. Comenzó la salida. La vieja murmuró bajo: «¡Ay,
Jesús!». Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una
señora se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana friolenta. La vieja
pensó: Brasil mejora el señalamiento de sus calles. Un tal Kissinger parecía
mandar en el mundo.
Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella
era una fugitiva.
—Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga
Chagas era el apellido de mi padre —dijo, agregando una petición de disculpas
por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre—. Chagas
[10]
—añadió con modestia— eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña
María Rita. ¿Y su nombre? Su nombre de pila, ¿cuál es?
—Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis
tíos. ¿Y usted?
—¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi
vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el carruaje en la
estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.
Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se
acordó de la nota que le había dejado a Eduardo: «No me busques. Voy a
desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más
tuya porque tú no quisiste».
Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren.
Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y con una perla en su dedo,
alisó el camafeo de oro: «Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el
vagón. Soy rica, soy rica». Miró el reloj, más para ver la gruesa chapa de oro que
para ver la hora. «Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera». Pero sabía, ah,
sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores
cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los
criados, mientras la hija, public relations, pasaba el día fuera, no llegaba hasta
las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se despertó ese día a las
cinco de la mañana, todavía oscuro, hacía frío
cont
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Última edición por Maria Lua el Jue 26 Dic 2024, 15:45, editado 1 vez
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