En algunos instantes aparecía revuelto de una manera
enteramente extraña lo antiguo y lo nuevo, el dolor y el placer,
el temor y la alegría. Tan pronto estaba yo en el cielo como en el
infierno, la mayoría de las veces en los dos sitios a un tiempo. El
viejo Harry y el nuevo vivían juntos ora en paz, ora en la lucha
encarnizada. De cuando en cuando el viejo Harry parecía estar
totalmente inerte, muerto y sepultado, y surgir luego de pronto
dando órdenes tiránicas y sabiéndolo todo mejor, y el Harry
nuevo, pequeño y joven, se avergonzaba, callaba y se dejaba
apretar contra la pared. En otras horas cogía el nuevo Harry al
viejo por el cuello y le apretaba valientemente, había grandes
alaridos, una lucha a muerte, mucho pensar en la navaja de
afeitar.
Pero con frecuencia se agolpaban sobre mí en una misma
oleada la dicha y el sufrimiento. Un momento así fue aquel en
que, pocos días después de mi primer ensayo público de baile,
al entrar una noche en mi alcoba, encontré, para mi inenarrable
asombro y extrañeza, para mi temor y mi encanto, a la bella
María acostada en mi cama.
De todas las sorpresas a las que me había expuesto Armanda
hasta entonces, fue ésta la más violenta. Porque no dudé ni un
instante de que era “ella” la que me había enviado este ave del
paraíso. Por excepción aquella tarde no había estado con
Armanda, sino que había ido a la catedral a oír una buena
audición de música religiosa; había sido una bella excursión
melancólica a mi vida de otro tiempo, a los campos de mi
juventud, a las comarcas del Harry ideal. En el alto espacio
gótico de la iglesia, cuyas hermosas bóvedas de redes oscilaban
de un lado para otro como espectros vivos en el juego de las
contadas luces, había oído piezas de Buxtehude, de Pachebel,
de Bach y de Haydn, había marchado otra vez por los viejos
senderos amados, había vuelto a oír la magnífica voz de una
cantante de obras de Bach, que había sido amiga mía en otro
tiempo y me había hecho vivir muchas audiciones
extraordinarias. Los ecos de la vieja música, su infinita
grandeza y santidad me habían despertado todas las
sublimidades, delicias y entusiasmos de la juventud; triste y
abismado estuve sentado en el elevado coro de la iglesia,
huésped durante una hora de este mundo noble y
bienaventurado que fue un día mi elemento. En un dúo de
Haydn se me habían saltado de pronto las lágrimas, no esperé
el fin del concierto, renuncié a volver a ver a la cantante (¡oh,
cuántas noches radiantes había pasado yo en otro tiempo con
los artistas después de conciertos así!), me escurrí de la catedral
y anduve corriendo hasta cansarme por las oscuras callejas, en
donde aquí y allá, tras las ventanas de los restaurantes tocaban
orquestas de jazz las melodías de mi existencia presente. ¡Oh, en
qué siniestro torbellino se había convertido mi vida...!
cont.
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