EL RACIMO OLVIDADO
Después de las largas lluvias de Octubre, en el oro celeste del día abierto,
nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la merienda y los sombreros de
los niños en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna,
blanca y rosa, como una flor de albérchigo, a Blanca.
¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyos rebosantes, estaban
blandamente aradas las tierras, y en los chopos marginales, festoneados
todavía de amarillo, se veían ya los pájaros, negros.
De pronto, los niños, uno tras otro, corrieron, gritando:
—¡Un racimo! ¡Un racimo!
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados mostraban aún
algunas renegridas y rojizas hojas secas, encendía el picante sol un claro y
sano racimo de ámbar. ¡Todos lo querían! Victoria, que lo cogió, lo defendía a
su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con esa dulce obediencia voluntaria
que presta al hombre la niña que va para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria, una a Blanca, una
a Lola, una a Pepe, y la última, entre las risas y las palmas de todos, a Platero,
que la cogió, brusco, con sus dientes enormes.
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