TIEMPO (1954)
(Un párrafo)
PROLOGUILLO
La Florida, toda espacio, buena de volar, que me dió el alto poema en verso “Estrofa”, me ha dado, tierra llana (baja) buena de andar, “Párrafo”, un memorial largo de prosa.
Dos profundidades, otra vertical al cenit y al nadir, y una, ésta, horizontal, a los cuatro sinfines.
…Lo vivo y lo muerto son una cosa misma en nosotros, lo despierto y lo dormido, lo joven y
lo viejo: lo uno, movido de su lugar, es lo otro,y lo otro, a su lugar devuelto, es lo uno…
Heráclito
FRAGMENTO 1
Mis sueños de la noche, lijerezas, profundidades o solamente pesadillas, suelen ser como mi ideal cine interior abstracto: planos, colores, luces, posiciones de tiempo y espacio que, a mi despertar no me parecían sucesos, hechos, asuntos, pero que lo fueron plenamente en el sueño, tanto o más que las ocurrencias de la vijilia. Sucesos sin sucesión, cada uno de los cuales tiene categoría completa, vida y muerte de universo. Luego, la traducción de esos estados de vida libre superior o inferior en la que sólo cuenta el entendimiento y la memoria sobre el letargo de la voluntad, suele ser lo más corriente y moliente de lo cotidiano. A veces, muy pocas, me quedan unas sílabas en la boca o unos datos en la memoria que me llevan un momento a una posible reconstrucción del jeroglífico nocturno, como en mi poema “Morita Hurí” por ejemplo. Pero eso también se va. Desde muy joven pensé en el luego llamado “monólogo interior” (nombre perfecto como el otro “realismo májico) aunque sin ese nombre todavía; y en toda mi obra hay muestras constantes de ello. (El Diario de un poeta está lleno de esos estados). Mi diferencia con los “monologuistas interiores” que culminaron en Dujardin, James Joyce, Perse, Eliot, Pound, etc., está en que para mí el monólogo interior es sucesivo, sí, pero lúcido y coherente. Lo único que le falta es argumento. Es como sería un poema de poemas sin enlace lójico. Mi monólogo es la ocurrencia permanente desechada por falta de tiempo y lugar durante todo el día, una conciencia vijilante y separadora al marjen de la voluntad de elección. Es una verdadera fuga, una rapsodia constante, como los escapes hacia arriba de fuegos de colores, de enjambres de luces, de glóbulos de sangre con música bajo los párpados del niño en el entresueño. Mi monólogo estuvo siempre hecho de universos desgranados, una nebulosa distinguida ya; con una ideolojía caótica sensitiva, universos, universos, universos. No conozco universo como aquel poema de universos. Abrazados los dos en olvidada y presente desnudez plena, como un orbe aislado, con la fuerza elemental de toda la creación, tus ojos verdes, único ver mío, me han dado eternidad completa hecha amor. ¿Cómo podré ya querer otra cosa? Conciertos, libros, paseos, civilización, universalidad pero nada convencional, todo superior absoluto. Vamos a ser flor de colores y frescuras en el borde del agua no encontrada, árbol doble solo en su lugar, vivo de veras entre elementos y las estaciones. Vamos a vivir el día único de la gracia, en la muerte, vamos así a completarnos en esta música plástica e ideal del amor sin reparo. Música. Toscanini es para mí un hombre mayor de los mayores que he oído y visto. Entra ahora en el escenario donde su orquesta le espera, lento, fino; vacila al subir al atril, pero cuando se pone la batuta, la varita de la virtud, entre sus dos manos eléctricas y espera lleno de sí y da de pronto, como con una pluma de ave que fuese una flecha del paraíso, la señal al primer instrumento, es ya un dios sin 74 años de edad, con un millón de millones de años, años ya sin tiempo ni espacio, una vida verdadera ya después del prólogo de la otra. Y una, dos, tres horas seguidas de embriaguez absoluta, sin perder la cabeza ni las manos un instante. Ruiseñor con las manos. Qué estúpidamente habló, cómo perdió la cabeza aquella noche de junio en su gran salón de Madrid la Sra. De Kocherthaler. Eran las dos de la madrugada y un ruiseñor cantaba, como un dios menudo de cuerpo y total de sonido, en el jardín de la Embajada de Alemania. Ricardo Baeza y María Martos, ya casados, discutían desagradablemente sobre aquella música interna y eterna: que si era mirlo, que si era ruiseñor. Y mientras, no se oía el ruiseñor. Por cierto que yo insistí bastante en que la casa “Calleja” aceptara la traducción que ellos nos enviaron de La casa de las granadas de Wilde, con La rosa y el ruiseñor dentro. No, no me porté bien del todo, como ellos merecían, en aquella ocasión, no insistí bastante. Pero qué mujer tan pedante, artificial, esterna, era la señora de Kocherthaler y Kocherthaler, qué buen hombre, con su Brahms, su campo y su calma encendida. Ella parecía que no fuera de ninguna raza, o de una raza muy poco humana. Fría, fría, escurridiza, con mirada de pescado. Cuidado con decir jactándose de ello que sus jemelos no eran de Kocherthaler sino de Ortega. Jemelos filosóficos, ella lo prefería, los pobres. Y ¿qué culpa tenía Kocherthaler ni los niños de su tontería? Cuando yo fui la primera vez a su casa, calle de Almagro, me habló al borde de aquella mesa que parecía una pista, de Platero, que acababa de salir, 1913. Yo tenía entonces la ridícula vanidad del joven que cree que ha llegado a su todo. ¡Y lo que luego he visto que me faltaba! El Romancero gitano de Lorca tampoco era su mejor obra cuando él lo creía. El romance de Lorca tiene de lo popular lo plástico y lo pintoresco, el de Antonio Machado “La tierra de Alvar Gonzalez”, lo épico y corriente, el mío, lo lírico, lo musical y lo secreto. Esto es bien claro. Claro es también que los señoritos, Antonio Machado, Federico García Lorca y yo no podremos nunca cantar como el pueblo. Podremos tener el eco de una simpatía y una comprensión, pero nunca la sustancia, la esencia, la vida y la muerte del pueblo. Cuando yo tenía 15 años, me enamoraba de las muchachas del pueblo en Moguer: María la minera, la de San Juan del Puerto, me decía llorando con su hábito de San Antonio: “Los señoritos sólo quieren burlarse de los pobres, de las pobres”. Pero no era verdad en mí y ella tampoco lo comprendía. ¡Qué bonita era con su color de arena y su hábito limpio! Y cómo le gustaba verme pintar. Figal, mi primer maestro de pintura en el Colejio de los jesuitas del Puerto de Santa María, no, el rejente de la imprenta de Severiano Aguirre, aquel buen trabajador, había pintado un toro de las cuevas de Altamira, largo y bajo como un “perro tejado”, en un cuadro apaisado que era, puesto de pie, un paquete de manuscritos míos. A mí me gustan los cuadros y los paquetes verticales, y yo lo había tenido colgado siempre cerca de mí. Y de pronto, ¡qué mamarracho! ¿Pero es posible que yo no me hubiera dado cuenta nunca de que aquello era un pastel estúpido pintado con falsía, indolencia y necedad? Y así con tantas cosas con las que vivimos años y años, y viviríamos siglos, sin decidirnos a creer que no eran dignas de nuestra crítica, o nuestro gusto. Y lo mismo con las personas. ¿Cuántas veces toleramos años seguidos personas que no quisiéramos tolerar? No nos atrevemos a descolgarlas, más, no se nos ocurre siquiera. Y somos injustos en eso y en lo otro con los demás. Yo he tenido en casa cosas que hubiese censurado en otras. Yo he satirizado a cuenta de José Ortega y Gasset porque tenía en su casa una Venus de Milo de escayola en la sal; a Azorín porque tenía en el suelo de su despacho de recibir un cisne de porcelana que se destapaba, con un lazo rosa en el cuello y en un rincón, sobre pie, un busto negro de negro policromo fumando una pipa; a Ricardo León porque tenía una panoplia con sables y leones, etc. Pero quel toro. Yo había evocado al toro andaluz en Platero, en Poesía en verso y en otros libros. Luego vi muchos toros sueltos y atados en los libros de los más jóvenes, ellos Rafael Alberti y Jorge Guillén. Por cierto que un crítico historiador de la literatura española, Ángel Valbuena Prat, dijo, escribió que mis poemas “Alrededor de la copa” y “Desvelo” (“Se va la noche, negro toro”) eran lo más a que se podía llegar aún mirando al mundo de Jorge Guillén (¿”Toro aún y ya noche”?). Jorge Guillén dijo esto en su poema “Las Llamas”, allá por el año 28. Yo dije lo mío y el mío (y el poema está publicado, en la revista España por enero del 19). Y para mayor exactitud, el historiador concienzudo pone una noticia al pie de sus pájinas sobre o contra mí, con las fechas de mis libros Poesía y Belleza y la de Cántico de Jorge Guillén, segunda edición. Le recomiendo al historiador que vea la primera, ya de 1928. Los críticos de su historia son terribles. Ahora me acuerdo de aquellos artículos que Pedro salinas publicaba anónimamente en la ¿Revista de Literatura? Del Centro de Estudios Históricos de Madrid. Cuando le convenía alteraba, la responsabilidad era del Centro, testos o resolvía fechas con un “poco más o menos”. Éstos son los mismos filólogos que pierden los ojos para encontrar la fecha en que murió la novia de Cervantes en el siglo XVII; pues ¿cuánto mejor no sería que pusiesen lo exacto de lo contemporáneo? La conciencia anda en algunos críticos tan confusa como la memoria. Y, apropósito: qué memoria la de mi gran Toscanini. “No ha de estar la cabeza dentro de la partitura sino la partitura dentro de la cabeza”. En cambio el joven toro Barbirolli, de la jeneración de los críticos antes citados, alborota sus pelos contra la partitura como zorros de la limpieza y le limpia con ellos las notas que caen sobre el público como lluvia de balas. Es inconcebible que estando en América Bruno Walter no dirija definitivamente la Sinfónica Filarmónica de New York. Toscanini, Koussevitski, Stok, Mitropoulos, Ormandy, Stokowski…Bruno Walter es la precisión sobria y noble con la nieve arriba sino una mezcla entera de nieve y fuego; quema como el yelo y da escalofrío como el fuego. Stokowski todo es llama esterna, Koussevitski un maestro de la dirección: dignidad y hermosura; Mitropoulos es el santo soberbio; hace sonar los instrumentos con timbres escepcionales, pero su educación profesional le hace componer esos programas colosales (Brahms, Mahler, Bruckner, Ricardo Strauss en un solo concierto), montañas de técnica ilustre y, a veces, májica, que él levanta y ordena en perspectivas maravillosas, sobrecojedoras y abrumantes. Las montañas son por otra parte gran cosa para el artista. Sin duda Mitrpoulos doma su vida ejemplar con esta música montañosa que no le cupo en el abandonado monasterio. ¡Montañas de Guadarrama, mi salvación del Madrid de tanta pequeñez! Cuando tenía algún disgusto que yo creía grande, nos íbamos frente a la sierra. Todo lo pequeño desaparecía y sólo me quedaba la paz de lo grande. Volvía a mi casa agrandado de montaña. El hombre de la ciudad lo estropea todo; qué distinto es el de la naturaleza. Yo tolero poco en persona al hombre ciudadano, me basta su obra. En cambio me gusta en presencia y figura la mujer, los niños, los animales de cualquier patre. Pero me gusta el hombre del campo y nunca pierdo ocasión de hablar con él. Me gustaría tener siempre un alrededor de vida humana y animal conjunta, niños, viejos, mujeres, hombres, animales. Tengo el amor y la mujer, frecuento la naturaleza, sigo el arte jeneral, leo de todo, trabajo todo el día y la noche en lo mío. ¿Qué me falta, hacer más? ¿Más qué? “Sin tregua ni pausa, como el astro”, dice Goethe, pero Miguel Ángel también se cansaba. ¿Qué es eso que me falta? “Eso que estás esperando día y noche y nunca viene, eso que siempre te falta mientras vives es la muerte.” ¿Necesitamos más la muerte en la vida? ¿La muerte compañera del romance de Augusto Ferrán, que era voz inseparable de mi primera juventud y que llegó a ponerme la muerte en mí como mi necesidad poética absoluta? Sin duda no es relijión de mi niñez, como algunos me han dicho, pues que siento el dios inmanente y eterno en todo. Cuando me entrego al trabajo pleno parece que no me falta tanto en la vida. Leímos anoche un poema de H.D. Lawrence que me gustó mucho, más que como poema como representación vital y estética:
No tiene sentido el trabajo
a menos que te absorba
como un juego absorbente.
Si no te absorbe
si no es nunca divertido,
no lo hagas.
¡Qué bien está esto! ¿No es lo de mi “trabajo gustoso”? Por cierto que cuando se leyó en Madrid esta conferencia libre los comunistas empezaron a decir que yo era fascista y aquel indigno semanario del gran farsante Luis Araquistáin, ¡Claridad!, aquel papelucho tan oscuro, me insultó, al alimón con Pepito Bergamín, en los términos más soeces (“babosa, gusano”, etc.), toda la fraseolojía tabernaria y jitana bergaminesca. Yo estaba enfermo entonces, junio 1936, con una conjuntivitis y una intoxicación farmacopeica, ¡doctores! que me imposibilitaban leer mi conferencia. La leyó Jacinto Vallelado, un amigo de Navarro Tomás, y las mentecateces que se dijeron y escribieron sobre un hecho tan natural y corriente. Llegada la guerra, semanas después, aquel ataque seguido tomó carácter de incitación al asesinato. Me acuerdo ahora de aquellos jóvenes escritores que venían a nuestra casa con corsé, calcetines de seda y bordados, pulseritas, polvos y una hoz y martillo de oro en la corbata. “Luego” algunos de ellos han convertido la hoz y el martillo en flechas y el puño atrofiado en mano abierta hipertrofiada, de tanto exhibir. Aquella mano hipertrofiada de Ramón Gómez de la Serna en la película del orador político. ¡Cómo se reía Pedro Salinas, el equilibrista, de aquella mano jigante! Hoy he recibido, vía Portugal, un folleto, Los Ángeles de Compostela de Gerardo Diego, con una cariñosa dedicatoria. Muy significativo que un escritor que siempre fue “derechista” me envíe a mí que siempre fui “izquierdista” (qué palabras, cuál será la derecha y cuál la izquierda, qué lo derecho y qué lo izquierdo); y qué guirigay de derechas combinadas tienen armado ya los escritores en España. Ahora pretenden rescatar a los muertos que mataron de un modo o de otro. Para ellos, Unamuno es de ellos, Antonio Machado, de ellos y hasta Lorca de ellos. Como que no pueden hablar. Cualquier día los “comunistas” de Méjico se hacen de ellos, de la falange, no por estar muertos, sino por ser vivos, demasiado vivos. Y a León Felipe, el aullante hebreo, lo veremos en la “Tierra de Promisión”. Qué caso éste y qué pobre este León Felipe. Gerardo Diego que lo trajo a casa (1917, creo) y casi lo tenía olvidado. Entonces era torpe, basto, mansurrón, rasurado con cierto aire de sacristía y un desagradable discurso tartamudeante sacado de no sé qué confusiones de vulgarización poética y científica jeneral. Vicente Huidobro, con quien por cierto siempre me he portado tan mal sin que pueda esplicarme yo mismo porqué, aparte de lo literario, me había enviado aquel día su Horizon carré y León Felipe dijo tales modestas vaciedades contra Huidobro y sus secuaces, Gerardo Diego entonces lo era, que yo, que empecé por tomar el libro a broma, especialmente por su forma tipográfica amanerada e inútil, acabé por defenderlo, porque tenía bastante con qué defenderlo contra tal incompetencia. Creo que venía entonces de Guinea donde había ejercido, y esto lo honraba como hombre y como escritor, de boticario. Entonces se llamaba, si no recuerdo mal, Felipe Camino de la Rosa, y qué sé yo qué enredos traía con su nombre. Luego se quitó la Rosa, luego Camino, luego se puso León. Ya iba entonces la rosa camino del león, del león “Felipe”. Hablaba ya casi como un león casero. Yo quería que me hablase de Guinea y no de ultraísmo, de botánica y no de Literatura, pero él quería hablar de letras y ultraísmo, no de botánica ni de Guinea. No volví a ver a Felipe Camino, digámoslo así, ni a saber de él en mucho tiempo. Años después, oí que estaba en Panamá, más adelante vi por Madrid un libro suyo, una antolojía poética de León Felipe ya, con una fotografía suya de perfil que me sobrecojió por su barba y su bigote; y cosa rara en un libro de versos; yo creo, como Mallarmé, que en todo libro de versos hay siempre poesía, no encontré una sola línea poética. Aquello me pareció una mescolanza suelta de periodismo, traducción y hebraísmo, ambición confusa de algo que no se concretaba. Me horrorizaba aquello de la túnica de Cristo y la (...) de Dionisos. Años más tarde, cuando Gerardo Diego vino a consultarme sobre la segunda edición de su Poesía contemporánea española, yo le dije que, a pesar de todo, debiera incluir a León Felipe, pues que iba Bacarisse, y a Huidobro, pues que iban sus discípulos españoles. En 1938, estando yo en Cuba, me dijeron que León Felipe estaba también. Lo estraordinario es que un día vi entrar en el Hotel Vedado, donde nosotros vivíamos, a un hombre casi conocido que no supe personificar. Él debió personificarme a mí porque yo tenía el aspecto de siempre. Una señorita: “Me recuerda usted, su tipo, su barba a León Felipe”. Le contesté: “Pero yo tengo barba desde los 19 años, no sé desde cuándo la tendrá León Felipe”. En Cuba supe que leía, ante públicos ocasionales, con zarandeo demagójico (comunista) larga escritura poemática de ocasión y bulla: artículos de fondo de prensa gorda en líneas cortadas como verso libre, no en verso libre, que eso es otra cosa. No fui a oirlo ni a verlo, naturalmente, y hubo sus más y sus menos políticos y literarios. Le dijeron, hasta que él se lo creyó, que era otro Whitman ¡pobre Whitman, pleno, esquisito, grande y delicado titulador de Briznas de yerba, “Arroyuelos de otoño”, nombres conmovedores de la tierra misma, de la madre tierra, porque a la madre hay que señalarla delicadamente por y a pesar de su misma grandeza!, y ¡pobre León Felipe vulgar, ampuloso, estenso, vacío “español del éxodo y del llanto”, que quería, que quiere cojer la ocasión “¡triste España!”, no se escape, por las barbas, por las barbas suyas y las ajenas, como otro Cid Campeador! Había en mi Moguer de niño un muchachote epiléptico que se pasaba la semana comiendo, descansando y leyendo El Motín. El domingo se iba a misa mayor y, hacia el Credo, solía darle, con interrupción jeneral, “la tontada”. Se caía al suelo llorando a gritos y vociferando todo lo que había leído en El Motín, en una forma incongruente, monstruosa y desesperada. Yo no creí nunca que fuera tonto sino que se lo hacía. Al terminar su espectáculo dominical, salía corriendo por la plaza seguido de los chiquillos. Algunos sesudos críticos de los dos casinos, el de caballeros y el liberal, lo tenían por un profeta y casi fundaron a su costa una relijión. Cuando leo las lamentaciones hebraicas actuales del león Felipe me acuerdo del tonto Venegas. Sí, que dejen los chiquillos de tocar la flauta y corran en coro detrás de León Felipe. ¡Qué más quisiera yo! Y que todos vociferen reunidos el salmo demagogosinagogo dedl sofoco ¡triste España! Con jipío, pataleta, berrido y espumarajo jenerales y pañuelo de la nariz colgando, como para las procesiones, del bolsillo de pecho de la americana, como un pollo pera. Eso es profético. Las 11. Pero ¿es posible que le haya dedicado veinte minutos largos a este asunto? Lo largo se pega.
(continuará)
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