CUBA
WALDO LEYVA
14. Tarjeta de presentaciónA Eduardo y Lourdes
Para Elena Poniatowska
Después de tanta geografía
recorrida, de tantos rostros,
de tanto mar y tanto cielo ajeno,
sobre mi mesa se acumulan
decenas de tarjetas de colores diversos,
indiferentes, mudas.
A veces me detengo en los rasgos
de sus notas ocasionales,
desconocidas, mínimas,
y quiero adivinar detrás de cada nombre,
el rostro, el tono de la voz
la ciudad donde me fue entregada
bajo qué lluvia, sobre qué invierno,
pero resulta inútil.
Quién será esta Vanesa Crispi,
este Otilio Cervantes, esta Judith Entenza,
este Phillip James, que reclaman,
desde su caligrafía solidaria,
que no olvide sus caras.
Por más que lo intento no puedo
ponerle rostro a cada nombre;
ni siquiera tengo idea de la época
en que pudimos conocernos,
si acaso fue cierto,
porque tal vez estas tarjetas,
no son más que la confirmación
de un intercambio frío, ceremonial.
Sin embargo estoy seguro,
que esta María, de apellido impronunciable,
tiene que ver con la muchacha griega
de cabellera rojiza y abundante,
que conocí una noche en el Pireo
y nos acompañó en aquella aventura
en busca de la Fuente Castalia.
No puedo asegurar si estuvo
cuando Yannis Ritsos
nos abrió la puerta de su casa
y recitó, para Moreno y para mí,
los versos de Guillén
en su griego impecable.
Todavía conservo la piedra
donde el poeta desterrado dibujó,
siguiendo los caprichos del agua,
el rostro de Apolo. El tiempo
se empeña en borrar cada trazo
a pesar de que mi mujer,
con la devoción de quien protege
una reliquia, guarda la piedra
envuelta en seda
dentro de una breve urna de cartón.
Yannis Ritsos, con su rostro encarnado
y sus manos de ejecutante de arpa,
sigue vivo en mi memoria
aunque no tenga una tarjeta
que revele su nombre.
Fue Atenas y era invierno.
Moreno retrataba las estatuas de Antínoo
y comíamos pulpo en las tabernas.
María Rosa, entrañable y desquiciada,
cantaba un aria desconocida
acompañada de los aullidos
de Ron, su dorado perro Cocker Spaniel.
Los cerros del Penteli
mostraban sus heridas de siglos,
y en la plaza Omonia, la más vieja de la ciudad,
la que fue hermosa en tiempos inmemoriales,
los jóvenes se intercambiaban mariguana,
jeringas infectadas y besos sucios
bajo la indiferencia de la estatua gigante
del corredor de fondo, y la abulia
de los eternos parroquianos del Café-Neón.
Hay una foto en la que conservo
mi sombrero negro, la chaqueta de cuero
y un residuo de fiebre y barba breve.
Estoy parado en la ladera sureste de la ciudad
y a mis espaldas, los restos del teatro
que Herodes Atticus mandó a construir
en honor a su mujer Regilla.
Fue Atenas y era invierno.
Sobre la cresta del Monte Olimpo
una nieve ridícula hacía imposible creer
en la existencia de los dioses.
Era invierno y en el cruce de caminos
donde Edipo dio muerte a su padre,
florecían mugrientas carpas de gitanos.
En la Fuente Castalia no hubo agua.
¿Quién será esta Vanesa Crispi, esta Judith Entenza,
este Otilio Cervantes y este Phillip James de letras góticas?
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