CUBA
JOSÉ ANTONIO ARCOCHA
(1938)
Uno de los poetas cubanos contemporáneos de más auténtica expresión y genuina visión del mundo surrealistas, fue, y todavía es, sin duda, José Antonio Arcocha 1938-1999). Nacido en Jagüey Grande marchó a La Habana muy joven. Allí conocería a José A. Baragaño y a Fernando Palenzuela—quizá hasta hoy los máximos exponentes de la poesía surrealista en Cuba—quienes habrían de influir decisivamente en su formación como escritor y poeta. Precoz en sus inquietudes intelectuales e investigaciones de la mejor literatura no sólo en nuestra lengua sino también en inglés, francés y alemán, Arcocha, insaciable lector, pronto se hizo de una amplia cultura y un vasto conocimiento de las literaturas norteamericana, europeas y latinoamericanas. Nunca, sin embargo, se asoció con grupos ni movimientos literarios, aunque siempre siguió de cerca y se mantuvo al día de las actividades culturales en la isla y, después, en el exilio. En La Habana, a más de Baragaño y Palenzuela, conoció a Raimundo Fernández Bonilla y a Carlos M. Luis, entre otros, y a Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Oscar Hurtado, Gastón Baquero y José Lezama Lima, aunque a estos ú ltimos les conoció más bien superficialmente (años más tarde, la relación con Cabrera Infante y Baquero habría de desarrollarse algo más en el exilio). Admiró siempre a Lezama Lima pero su visión de la literatura y apreciación de la gran poesía no siempre convergían con las de aquél. Partió de Cuba hacia Europa en 1961. Luego de frustrados intentos de radicarse en España, Alemania, Luxemburgo y Bélgica, logró establecerse por relativamente largos períodos de precaria existencia en New York, Puerto Rico, New Jersey y, finalmente, Miami. A más de escribir numerosos artículos para revistas literarias y periódicos (Vanguardia, Mundo Nuevo, Aportes, Diario de Las Américas, entre otros), en 1971 Arcocha colaboró con Fernando Palenzuela en la fundación y co-dirección de Alacrán Azul, revista de arte y literatura con sede en Miami, cuyos dos únicos números destacaron y son recordados todavía por su rara calidad y sorpresiva aparición en el páramo editorial y cultural que era Miami entonces. Entre 1969 y 1971 lanzó tres volúmenes de poesía: El reino impenetrable (Las Américas, New York), Los límites del silencio (Playor, Madrid), y La destrucción de mi doble (Playor, Madrid). El esplendor de la entrada (Playor, Madrid), una colección de cuentos breves que apareciera en 1975 recogía relatos que habían sido escritos muchos años antes. (Con la publicación de La destrucción de mi doble, Arcocha anunció que no planeaba escribir otros libros, y así lo cumplió.) Valga observar que en los últimos años de su vida Arcocha contaba a sus amigos cómo se entretenía escribiendo narraciones en que el erotismo y la alta pornografía se confundían (amó a las mujeres inmensas, “ a las mujeres de senos de montaña sobre las tinieblas lunares”). Inéditos quedaron también unos cuadernos que contenían los “Diarios de la locura”, escritos originalmente en inglés, que compuso en Puerto Rico al terminar una relación tempestuosa con una mujer a la que amó con pasión extrema. Padecía del corazón y la muerte súbita le sorprendió, solo, en una oscura y austera habitación que ocupaba cerca del restaurant “El Exquisito”, en la calle 8, donde hacía sus comidas con la regularidad que le permitían sus escasos medios. Alguna vez le oí decir que sus años más felices habían sido los que había vivido en New Jersey con su madre—quien, ya anciana, había por fin logrado salir de Cuba--, cuyas cenizas cargaba con él al final en la soledad y el horror del exilio miamense.
Quienes le conocieron en vida—en particular, sus amigos de siempre: Fernando Palenzuela, Orlando Jiménez Leal (a quien dedicara Los límites del silencio: “Para Orlando Jiménez Leal, porque pocas amistades reales le son deparadas al hombre”), Jesse Fernández, Pedro Yanes, Carlos M. Luis, Ben Ami Fihman, Bernardo Viera—le recordarían como Pepe el Gordo, el Viejo Pepe, Arcocha el Bueno (era primo de Juan Arcocha de quien, sin embargo, le distanciaban marcadas diferencias de carácter y temperamento), como alguien para quien la mera existencia siempre resultó un enigma indescifrable, a quien perseguían fantasmas y monstruos de su propia creación (siempre temió a la locura, como la que sufriera su padre). Pero también le recordarían—le recuerdan—como un gran conversador, poseedor de un peculiar sentido del humor, de sólida formación intelectual y memoria extraordinaria, y quien contaba entre los mayores goces de la vida la buena mesa y la lectura incesante de los mejores libros, revistas y periódicos. Salía poco y en La Habana, así como años más tarde en New York, vivió en pobres habitaciones de modestos hoteles entre libros y colecciones de revistas. En todas partes, hasta en sus últimos días en Miami, sus salidas más frecuentes consistían en visitas a las bibliotecas públicas de donde salía cargado de libros que consumía rápidamente. Dependía también de la ración de libros raros que sus amigos le servían asiduamente, y a quienes él acudía con insistencia proporcionándoles títulos que ellos debían buscar en sus viajes por el mundo, lo que le llenaba de gozo tanto en anticipación como, por supuesto, al recibir los encargos. Leía a Heidegger y Wittgenstein, a Canetti y Harold Bloom, a Borges y Wallace Stevens, a Gombrowicz y Thomas Pynchon, a los surrealistas, y se complacía en “descubrir” nuevos u oscuros talentos por las varias literaturas del mundo. Solía evitar los sitios muy concurridos, y recordaba con agrado las pocas oportunidades en que algún amigo le había facilitado (él no sabía conducir un auto) un viaje a algún museo en medio de la semana (cuando menor era el riesgo de encontrarse el lugar muy aglomerado), como los que hiciera al museo de Philadelphia, donde pasó horas casi en absoluta soledad con Duchamp , y al de St. Petersburg, Florida, donde comulgara en silencio con Dalí. Los empleos que más disfrutó (no se creía capaz de desenvolverse en posiciones de responsabilidad o en carrera profesional alguna, excepto la de escritor y traductor) fueron los de dependiente de librerías (Doubleday, Las Americas, Rizzoli, en New York, y Technical Books, en Santurce, Puerto Rico) y guardia del turno de la noche en edificios de apartamentos, donde pasaba las horas enfrascado en la lectura solitaria y en silencio. En algún momento—creo que esto ocurrió en Puerto Rico—se había desempeñado como encargado de un bar-restaurant y allí, una noche, le encontraría Reinaldo Arenas. Luego, éste contaba a sus amigos cómo había disfrutado aquella velada de rica conversación sobre el surrealismo, Rimbaud, Lautreamont, Sartre, Camus, sólo interrumpida por las ocasionales intervenciones de Pepe, bate en mano, para echar del establecimiento a un parroquiano belicoso; acto seguido, Pepe tranquilamente volvía donde Arenas y retomaba el hilo de la conversación exactamente en el punto donde quedara truncada.
Sagaz manipulador de la forma poética, explorador subterráneo de los orígenes, apasionado exorcista en perenne batalla con los fantasmas que le acosaban incesantemente, Arcocha, en mi opinión, se sitúa desde temprano en el centro mismo de la gran vertiente surrealista que surte la poesía contemporánea y que se inicia en los círculos surrealistas de París por los años veinte. En su aproximación inicial a la poesía, para Arcocha el poema no era más que la concatenación acertada de palabras y expresiones cargadas de fuerte contenido poético, ya imaginadas espontáneamente—escogidas al azar, en la mejor tradición surrealista—, ya elucidadas minuciosamente, a fines de lograr el efecto último del verso felizmente realizado. Arcocha se propuso originalmente descifrar si hay, en verdad, una poética surrealista—si el quehacer poético puede, a través del uso de la imagen insólita, de la palabra cifrada, resultar en la confección del poema, sin que apenas intervengan otros elementos tales como la experiencia vital del poeta. De hecho, Arcocha plantea un reto a Breton, Péret y, muy directamente, a Baragaño, y en un desesperado acto parricida sobrepone lo meramente formal a lo que aquellos exigían del artista o poeta surrealista, esto es, la vivencia radical, la inmersión total en lo maravilloso. Deliberadamente, en El reino impenetrable así como en los primeros poemas de Los límites del silencio (la sección titulada “ritos”), Arcocha—aun cuando tiene momentos de genuina introspección en los que brevemente desciende a las zonas más recónditas y temidas del ser—se complace en los ricos y cambiantes contornos de la forma, y se detiene en los límites mismos del silencio, sin interés alguno en penetrar el recinto en que reinan las fuerzas destructoras de la poesía, como hechizado ante "el esplendor de la entrada". En los últimos poemas de Los límites del silencio (la sección titulada “realidades”) y en La destrucción de mi doble—título revelador—el poeta, sin embargo, ya ha trascendido esas preocupaciones meramente formales que por tanto tiempo le enfrascaran en la más o menos feliz construcción del poema y se entrega de una vez a las fuerzas subterráneas y poderosas de una poesía de belleza convulsa, tan descarnada como destructora. Alberto Baeza Flores (El Tiempo, New York, 8 de marzo de 1970) parece encontrar en los poemas de El reino impenetrable la voz auténtica del poeta: “ Arcocha no se queda en el surrealismo, sino que lo transita como una experiencia. El reino de Arcocha está hecho, además, de otras asimilaciones y es muy personal... El poeta nos entrega una magia que parte siempre de lo concreto, de lo visto, de lo oído, de lo sentido, en el reino inmediato de la vida cotidiana. Basta sólo un toque, un enfoque, un relámpago de imaginación para que todo nos parezca casi irreal, como esa mujer que se pierde entre la multitud “para siempre”, en una ciudad “de flores artificiales y de algas antiguas” que puede ser la ciudad de Nueva York, o puede ser cualquiera de las ciudades pictóricas de Bosch, el Bosco”. También Fernando Palenzuela, con motivo de la publicación de El reino impenetrable, observó alguna vez que leer a Arcocha "es asomarse... a lo maravilloso de un universo cargado de intenciones mágicas, renovadoras... Cada poema parece haber sido hecho, con alucinación calculada, en el crisol hermético de los alquimistas". Y agregó: "Arcocha parece haber tenido la suerte de encontrar la piedra filosofal de la más genuina poesía". Palenzuela señaló además un como “delirio triple que obsede al poeta, estallando ante nuestros ojos con el resplandor de una galaxia de luz negra: la soledad, el silencio y el amor”:
El castillo deshabitado donde noche a noche me oculto
La noche ha triunfado en su conspiración de extinguirme
De sangre coagulada y de terror en ascenso
Puñales lujuriosos en la inocencia del alba
Las flores de tu mirada sobreviven el reto
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Un poema se estrella contra el mármol de tu silencio
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La soledad me acoge su insistente llamado es mi destino
(cont.)
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