Aires de Libertad

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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Jue 22 Jun - 3:26

    ***
    Calle adentro, caminó de prisa, con temor de que aún lo llamasen; sólo se tranquilizó después de que dobló la esquina de la Rua Formosa. Pero allí mismo lo esperaba su gran polca festiva. De una casa modesta, a la derecha, a pocos metros de distancia, brotaban las notas de la composición del día, sopladas por un clarinete. Bailaban. Pestana se detuvo unos instantes, pensó en desandar camino, pero decidió proseguir, apuró el paso, cruzó la calle, y avanzó por la vereda opuesta a la de la casa del baile.

    Las notas se fueron perdiendo, a lo lejos, y nuestro hombre entró en la Rua do Aterrado, donde vivía. Ya cerca de su casa, vio venir a dos hombres: uno de ellos, que pasó junto a Pestana rozándolo casi, empezó a silbar la misma polca, marcialmente, con brío; el otro se unió con exactitud a él y así se fueron alejando los dos, ruidosos y alegres, mientras el autor de la pieza, desesperado, corría a encerrarse en su casa.

    Una vez en ella, respiró. La casa era vieja, vieja la escalera y viejo el negro que lo servía, y que se aproximó para ver si deseaba comer algo.

    -No quiero nada -vociferó Pestana-; prepárame café y vete a dormir.

    Se desnudó, vistió un camisón y fue hacia la habitación del fondo. Cuando el negro prendió la lámpara de gas del comedor, Pestana sonrió y, desde el fondo de su alma, saludó unos diez retratos que pendían de la pared. Uno solo era al óleo, el de un cura que lo había educado, que le había enseñado latín y música, y que según los malhablados, era el propio padre de Pestana. Lo cierto es que le dejó en herencia aquella casa vieja, y los viejos trastos, que eran de la época de Pedro I. El cura había compuesto algunos motetes, le encantaba la música, sacra o profana, y esa pasión se la inculcó al muchacho, o se la transmitió a través de la sangre, si es que tenían razón los charlatanes, cosa por la que no se interesa mi historia, como podrán comprobar.

    Los demás retratos eran de compositores clásicos: Cimarosa, Mozart, Beethoven, Gluk, Bach, Schumann; y unos tres más, algunos grabados, otros litografiados, todos enmarcados torpemente y de diferentes tamaños, mal ubicados allí, como santos de una iglesia. El piano era el altar; el evangelio de la noche allí estaba abierto: era una sonata de Beethoven.




    Continuará

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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Vie 23 Jun - 1:52

    ***

    Llegó el café; Pestana bebió la primera taza y se sentó al piano. Contempló el retrato de Beethoven, y empezó a ejecutar la sonata, totalmente compenetrado, ausente o absorto, pero con gran perfección. Repitió la pieza; luego se detuvo unos instantes, se levantó y se acercó a una de las ventanas. Volvió al piano; era el turno de Mozart, recordó un fragmento y lo ejecutó del mismo modo, con el alma perdida en la lejanía. Haydn lo llevó a la medianoche y a la segunda taza de café.

    Entre la medianoche y la una de la mañana, Pestana prácticamente no hizo otra cosa que dejarse estar acodado en la ventana mirando las estrellas para luego entrar y contemplar los retratos. De a ratos se acercaba al piano y, de pie, hacía sonar una que otra nota suelta en el teclado, como si buscase algún pensamiento; pero el pensamiento no aparecía y él volvía a apoyarse en la ventana. Las estrellas le parecían otras tantas notas musicales fijadas en el cielo a la espera de alguien que las fuese a despegar; ya llegaría el día en que el cielo habría de quedar vacío, pero entonces la tierra sería una constelación de partituras. Ninguna imagen, fantasía o reflexión le traía el menor recuerdo de la señorita Mota que, mientras tanto, en ese mismo momento se dormía, pensando en él, autor de tantas polcas amadas. Tal vez la idea de casarse sustrajo, por unos segundos, a la muchacha del sueño. ¿Por qué no? Ella iba por los veinte, él andaba por los treinta, era una diferencia adecuada. La muchacha dormía al son de la polca, oía en la memoria, mientras el autor de la misma no se interesaba ni por la polca ni por la muchacha, sino por las viejas obras clásicas, interrogando al cielo y a la noche, implorando a los ángeles y en última instancia al diablo. ¿Por qué no podría él componer aunque no fuera más que una sola de aquellas páginas inmortales?



    Continuará

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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Vie 23 Jun - 1:53

    ***

    A veces era como si estuviera por surgir de las profundidades del inconsciente una aurora de idea; él corría al piano, para desplegarla enteramente, traduciéndola en sonidos, pero era en vano, la idea se evaporaba. Otras veces, sentado al piano, dejaba correr sus dedos al acaso, queriendo ver si las fantasías brotaban de ellos, como de los de Mozart; pero nada, nada, la inspiración no llegaba, la imaginación se dejaba estar, aletargada. Y si por casualidad alguna idea irrumpía, definida y bella, era apenas el eco de alguna pieza ajena, que la memoria repetía, y que él presumía estar creando. Entonces, irritado, se incorporaba, juraba abandonar el arte, ir a plantar café o meterse a carruajero; pero diez minutos después, ahí estaba otra vez, con los ojos fijos en Mozart, emulándolo al piano.

    Dos, tres, cuatro de la mañana. Después de las cuatro se fue a dormir; estaba cansado, desanimado, muerto; tenía que dar clase al día siguiente. Durmió poco; se despertó a las siete. Se vistió y desayunó.

    -¿Mi señor quiere el bastón o el paraguas? -preguntó el negro, siguiendo las órdenes que había recibido, porque las distracciones de su amo eran frecuentes.

    -El bastón.

    -Me parece que hoy llueve…

    -Llueve -repitió Pestana maquinalmente.

    -Parece que sí, señor, el cielo se ha oscurecido.

    Pestana miraba al negro, vagamente, perdido, preocupado. De pronto le dijo:

    -Aguarda un momento.

    Corrió al salón de los retratos, abrió el piano, se sentó y dejó correr las manos por el teclado. Empezó a tocar algo propio, algo que respondía a una oleada de inspiración real y súbita, una polca, una polca bulliciosa, como dicen los anuncios. Ninguna repulsión por parte del compositor; los dedos iban arrancando las notas, uniéndolas, barajándolas con habilidad; se diría que la musa componía y bailaba al mismo tiempo. Pestana había olvidado a sus alumnos, al negro que lo esperaba con el bastón y el paraguas, e incluso a los retratos que pendían gravemente de la pared.

    Todo él estaba abocado a la composición, tecleando o escribiendo, sin los vanos esfuerzos de la víspera, sin exasperación, sin pedir nada al cielo, sin interrogar los ojos de Mozart. Nada de tedio. Vida, gracia, novedad, brotaban del alma como de una fuente perenne.






    Continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 25 Jun - 14:42

    ***
    Poco tiempo fue preciso para que la polca estuviese hecha. Corrigió, después, algunos detalles, cuando regresó al atardecer: pero ya la tarareaba caminando por la calle. Le gustó la polca; en la composición reciente e inédita circulaba la sangre de la paternidad y de la vocación. Dos días después fue a llevársela al editor de las otras polcas suyas, que sumarían ya unas treinta. Al editor le pareció encantadora.

    -Va a ser un gran éxito.

    Se planteó entonces la cuestión del título. Pestana, cuando compuso su primera polca, en 1871, quiso darle un título poético, eligió éste: Gotas de Sol. El editor meneó la cabeza y le dijo que los títulos debían contribuir a facilitar la popularidad de la obra, ya sea mediante alguna alusión a una fecha festiva o a través de palabras pegadizas o graciosas, y le dio dos ejemplos: La ley del 28 de septiembre, o Candongas no hacen fiestas.

    -Pero ¿qué quiere decir Candongas no hacen fiestas? -preguntó el autor.

    -No quiere decir nada, pero se populariza en seguida.

    Pestana, principiante inédito todavía, rechazó las dos sugerencias y se guardó la polca; pero no pasó mucho tiempo sin que compusiese otra, y la comezón de la popularidad lo indujo a editar las dos con los títulos que al editor le pareciesen más atrayentes o apropiados. Ese fue el criterio que adoptó de allí en adelante.

    Esta vez, cuando Pestana le entregó la nueva polca, y pasaron a la cuestión del título, el editor dijo que tenía uno entre manos, desde hacía varios días, para la primera obra que le presentase, título pomposo, largo y sinuoso. Era éste: Respetable señora, guarde su canasto.

    -Y para la próxima polca, tengo uno especialmente reservado -agregó.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 27 Jun - 15:48

    ***




    Pestana, todavía principiante inédito, rechazó cualquiera de las sugerencias que se le formularon; el compositor puede bastarse para encontrar un título razonable. La obra, enteramente representativa en su género, original y cautivante, invitaba a bailarla y era fácil de memorizar. Ocho días bastaron para convertirlo en una celebridad. Pestana, durante los primeros, anduvo de veras enamorado de la composición, le encantaba tararearla bajito, se detenía en la calle para oír cómo la ejecutaban en alguna casa, y se enojaba cuando no la tocaban bien. De inmediato, las orquestas de teatro la ejecutaron y allá fue él a uno de ellos. Tampoco le disgustó oírla silbada, una noche, en boca de una sombra que bajaba la Rua do Aterrado.

    Esa luna de miel duró apenas un cuarto menguante. Como ocurrió anteriormente, y más rápido aún, los viejos maestros retratados lo hicieron sangrar de remordimiento. Humillado y harto, Pestana arremetió contra aquella que viniera a consolarlo tantas veces, musa de ojos pícaros y gestos sensuales, fácil y graciosa. Y fue entonces cuando volvió el asco de sí mismo, el odio a quienes le pedían la nueva polca de moda, y al mismo tiempo el empeño en componer algo que tuviera sabor clásico, al menos una página, una sola, pero que pudiese ser encuadernada entre las de Bach y Schumann. Vano estudio, inútil esfuerzo. Se zambullía en aquel Jordán sin salir bautizado. Noches y noches las pasó así, confiante y empecinado, seguro de que la voluntad era todo, y que, una vez que lograse desembarazarse de la música fácil…

    -Que se vayan al infierno las polcas y que hagan bailar al diablo -dijo él un día, de madrugada, al acostarse.

    Pero las polcas no quisieron llegar tan hondo. Entraban a casa de Pestana, al salón de los retratos, irrumpían tan acabadas, que él no tenía más tiempo que el necesario para componerlas, imprimirlas después, disfrutarlas algunos días, odiarlas, y volver a las viejas fuentes, de donde nada le brotaba. En ese vaivén vivió hasta casarse, y después de casarse.

    -¿Con quién se casará? -preguntó la señorita Mota al tío escribano que le dio aquella noticia.

    -Se casará con una viuda.

    -¿Vieja?

    -Veintisiete años.

    -¿Linda?

    -No, pero tampoco fea. Oí decir que él se enamoró de ella porque la escuchó cantar en la última fiesta de San Francisco de Paula. Pero además me dijeron que ella posee otro atributo, que no es infrecuente, y que no vale menos: es tísica.



    Continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 27 Jun - 15:49

    ***

    Los escribanos no debían tener sentido del humor; buen sentido del humor, quiero decir. Su sobrina sintió por fin que una gota de bálsamo le aplacaba la pizca de envidia. Todo era cierto. Pestana se casó pocos días después con una viuda de veintisiete años, buena cantante y tísica. La recibió como esposa espiritual de su genio. El celibato era, sin duda, la causa de la esterilidad y la desviación que padecía, se decía él mismo; artísticamente hablando se veía como un improvisador de horas muertas; consideraba a las polcas aventuras de petimetres. Ahora sí iba a engendrar una familia de obras serias, profundas, inspiradas y trabajadas.

    Esa esperanza preñó su alma desde las primeras horas de enamoramiento, y ganó cuerpo con la primera aurora del casamiento. María, balbuceó su alma, dame lo que no encontré en la soledad de las noches ni en el tumulto de los días.

    De inmediato, para conmemorar la unión, se le ocurrió componer un nocturno. Lo llamaría Ave María. Diríase que la felicidad le trajo un principio de inspiración; no queriendo comunicarle nada a su mujer antes de que estuviera listo, trabajaba a escondidas; cosa difícil, porque María, que amaba igualmente el arte, venía a tocar con él, o solamente a oírlo, horas y horas, en el salón de los retratos. Llegaron a realizar algunos conciertos semanales, con tres artistas amigos de Pestana. Un domingo, empero, no pudo contenerse el marido, y llamó a la mujer para hacerle oír un fragmento del nocturno; no le dijo qué era ni de quién era. De pronto, interrumpiendo la ejecución, la interrogó con los ojos.

    -Termínalo -dijo María-; ¿no es Chopin?

    Pestana empalideció, su mirada se perdió en el aire, repitió uno o dos pasajes y se incorporó. María se sentó al piano y, tras algunos esfuerzos de memoria, ejecutó la pieza de Chopin. La idea, los temas, eran los mismos; Pestana los había encontrado en alguno de esos callejones oscuros de la memoria, vieja ciudad de tradiciones. Triste, desesperado, salió de su casa y se dirigió hacia el lado del puente, camino a San Cristóbal.

    “¿Para qué luchar?”, se decía. “Sólo se me ocurren polcas… ¡Viva la polca!”

    La gente que pasaba a su lado, y lo oía refunfuñar, se detenía a mirarlo como se mira a un loco. Y él iba yendo, alucinado, mortificado, marioneta eterna oscilando entre la ambición y las dotes reales… Dejó atrás el viejo matadero; cuando llegó al portón de entrada de la estación de ferrocarril, se le ocurrió largarse a caminar por las vías y esperar el primer tren que apareciese y lo aplastase. El guarda lo hizo retroceder. Volvió en sí y retornó a su casa.


    Continuará

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    Mensaje por Maria Lua Vie 30 Jun - 23:12

    ***

    Pocos días después -una clara y fresca mañana de mayo de 1876-, a eso de las seis, Pestana sintió en los dedos un cosquilleo especial y conocido. Se incorporó despacito, para no despertar a María, que había tosido toda la noche y ahora dormía profundamente. Fue al salón de los retratos, abrió el piano y, lo más sordamente que pudo, extrajo una polca. La hizo publicar con un seudónimo; en los dos meses siguientes compuso y publicó dos más. María no supo nada; iba tosiendo y muriendo, hasta que expiró, una noche, en los brazos del marido, horrorizado y desesperado.

    Era la noche de Navidad. El dolor de Pestana se vio acrecentado, porque en el vecindario había un baile, en el que tocaron varias de sus mejores polcas. Ya era duro tener que soportar el baile; pero sus composiciones le agregaban a todo un aire de ironía y de perversidad. Él sentía la cadencia de los pasos, adivinaba los movimientos, por momentos sensuales, a que obligaba alguna de aquellas composiciones, todo eso junto al cadáver pálido, un manojo de huesos, extendido en la cama… Todas las horas de la noche pasaron así, lentas o rápidas, húmedas de lágrimas y de sudor, de agua de colonia y de Labarraque, fluyendo sin parar, como al son de la polca de un gran Pestana invisible.

    Enterrada la mujer, el viudo tuvo una única preocupación: dejar la música después de componer un Réquiem, que haría ejecutar en el primer aniversario de la muerte de María. Optaría por otro trabajo, se emplearía como secretario, cartero, vendedor de baratijas, cualquier cosa con tal que le hiciera olvidar el arte asesino y sordo.

    Comenzó la obra; empeñó todo: arrojo, paciencia, meditación y hasta los caprichos de la casualidad, como había hecho otrora, imitando a Mozart. Releyó y estudió el Réquiem de este autor. Transcurrieron semanas y meses. La obra, célebre al principio, fue aflojando su paso. Pestana tenía altos y bajos. De pronto la encontraba incompleta, no alcanzaba a palparle la médula sacra, ni idea, ni inspiración, ni método; de pronto se enardecía su corazón y trabajaba con vigor. Ocho meses, nueve, diez, once, y el Réquiem no estaba concluido. Redobló los esfuerzos; olvidó clases y amigos. Había rehecho muchas veces la obra; pero ahora quería concluirla, fuese como fuese. Quince días, ocho, cinco… La aurora del aniversario vino a encontrarlo trabajando.

    Se contentó con la misa rezada y simple, para él solo. No se puede especificar si todas las lágrimas que inundaron solapadamente sus ojos fueron las del marido, o si algunas eran del compositor. Lo cierto es que nunca más volvió al Réquiem.

    “¿Para qué?”, se decía a sí mismo.

    Transcurrió un año. A principio de 1878 el editor apareció en su casa.

    -Ya va para dos años que no nos da ni siquiera una muestra de sus condiciones. Todo el mundo se pregunta si usted perdió el talento. ¿Qué ha hecho todo este tiempo?

    -Nada.

    -Comprendo perfectamente qué terrible ha sido el golpe que lo hirió; pero de eso hace ya dos años. Vengo a proponerle un contrato: veinte polcas durante doce meses; el precio sería el mismo que hasta ahora, pero le daría un porcentaje mayor sobre la venta. Al cabo del año podemos renovar.



    Continuará

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    Mensaje por Maria Lua Vie 30 Jun - 23:13

    ***

    Pestana asintió con un gesto. Sus alumnos particulares eran escasos, había vendido la casa para saldar las deudas, y las necesidades se iban comiendo el resto, que por lo demás era escaso. Aceptó el contrato.

    -Pero la primera polca la quiero en seguida -explicó el editor-. Es urgente. ¿Leyó usted la carta del Emperador a Caxias? Los liberales fueron llamados al poder; van a realizar la reforma electoral. La polca habrá de llamarse: ¡Hurras a la elección directa! No es propaganda política, sino un buen título de ocasión.

    Pestana compuso la primera obra del contrato. Pese al largo tiempo de silencio no había perdido la originalidad ni la inspiración. Traía la nueva obra la misma impronta genial de sus predecesoras. Las siguientes polcas fueron viniendo, regularmente. Había conservado los retratos y los repertorios; pero trataba de eludir las noches sentado al piano, para no caer en nuevas y frustrantes tentativas. Ahora, siempre que había alguna buena ópera o algún concierto de calidad, pedía una entrada gratis y se acomodaba en un rincón, gozando esa serie de maravillas que nunca habrían de brotar de su cerebro. Una que otra vez, al regresar a su casa, lleno de música, despertaba en él el maestro inédito; entonces se sentaba al piano y, sin ningún propósito preciso, arrancaba algunas notas, hasta que se iba a dormir, veinte o treinta minutos después.

    Así pasaron los años, hasta 1885. La fama de Pestana le había dado definitivamente el primer lugar entre los compositores de polcas; pero el primer lugar de la aldea no contentaba a este César, que seguía prefiriendo, no el segundo, sino el centésimo en Roma. Seguía, como en otros tiempos, a merced de los vaivenes con respecto a sus composiciones; la diferencia estribaba en que ahora eran menos violentas. Ni entusiasmo en las primeras horas ni repugnancia después de la primera semana; algún placer, en cambio, y cierto hastío.

    Aquel año cayó en cama a raíz de una fiebre sin importancia, que en pocos días creció, hasta hacerse perniciosa. Ya estaba en peligro cuando apareció el editor, que nada sabía de la enfermedad, para darle la noticia del ascenso al poder de los conservadores, y pedirle una polca para la ocasión. El enfermero, un mísero apuntador de teatro, le informó del estado en que se encontraba Pestana, de modo que al editor le pareció más atinado callarse. El enfermo, sin embargo, lo instó para que le informara sobre lo que ocurría; el editor obedeció.

    -Pero ha de ser cuando usted esté completamente repuesto -concluyó.

    -Apenas me baje un poco la fiebre -dijo Pestana.

    Hubo una pausa de algunos segundos. El apuntador fue en puntas de pie a preparar la medicación; el editor se levantó y se despidió.

    -Adiós.

    -Oiga, como es probable que yo muera uno de estos días, voy a hacerle dos polcas; la otra servirá para cuando suban los liberales.

    Fue la única broma que dijo en toda su vida, y fue a tiempo, porque expiró a la mañana siguiente, a las cuatro y cinco, en paz con los hombres y mal consigo mismo.



    FIN

    “Um homem célebre”,
    Gazeta de Notícias, 1888




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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Mar 5 Sep - 21:20

    Machado de Assis


    (Rio de Janeiro, 1839-1908)


    La iglesia del Diablo (1883)
    (“A egreja do diabo”)


    Originalmente publicado en Gazeta de Notícias [Rio de Janeiro] (12 de febrero de 1883)
    Histórias sem Data
    (Río de Janeiro: B.L. Garnier, 1884, 279 págs.)


    I
    De una idea asombrosa

    Cuenta un viejo manuscrito benedictino que el Diablo, cierto día, tuvo la idea de fundar una iglesia. Si bien sus lucros eran continuos y grandes, lo humillaba el papel suelto que ejercía desde hacía siglos, sin organización, sin reglas, sin cánones, sin ritual, sin nada. Vivía, por así decir, de los remanentes divinos, de los descuidos y obsequios humanos. Nada fijo, nada regular. ¿Por qué no podía tener él también su iglesia? Una iglesia del Diablo era el medio eficaz para combatir a las otras religiones y destruirlas de una buena vez.
    −Construiré, pues, una iglesia−concluyó él−. Escritura contra Escritura, breviario contra breviario. Tendré mi misa, con vino y pan abundantes, mis prédicas, bulas, novenas y todo el aparato eclesiástico restante. Mi credo será el núcleo universal de los espíritus, mi iglesia una tienda de Abraham. Y además, mientras las otras religiones se combaten y dividen, mi iglesia será única; no tendré frente a mí ni a Mahoma ni a Lutero. Hay muchos modos de afirmar; hay uno solo de negarlo todo.
    Al decir esto, el Diablo sacudió la cabeza y extendió los brazos, con un gesto magnífico y varonil. Luego se acordó de ir a ver a Dios para comunicarle la idea y desafiarlo; alzó los ojos, encendidos de odio, ásperos de venganza y se dijo a sí mismo: “Vamos, ya es hora”. Y rápido, sacudiendo las alas, con tal estruendo que estremeció todas las provincias del abismo, arrancó de la sombra hacia el infinito azul.

    II
    Entre Dios y el Diablo

    Dios recogía a un anciano, cuando el Diablo llegó al cielo. Los serafines que adornaban con guirnaldas al recién llegado, le cerraron el paso enseguida, y el Diablo permaneció en la entrada con los ojos puestos en el Señor.
    —¿Qué quieres de mí? —le pregunto este.
    —No vengo por vuestro siervo Fausto —respondió el Diablo riendo— sino por todos los Faustos del siglo y de los siglos.
    —Explícate.
    —Señor, la explicación es fácil; pero permitidme que os sugiera: recoged primero a ese buen viejo; dadle el mejor lugar, ordenad que las más afinadas cítaras y laúdes lo reciban con los coros más divinos…
    —¿Sabes lo que él ha hecho? —preguntó el Señor, con los ojos llenos de dulzura.
    —No, pero probablemente es uno de los últimos que vendrán a vuestro Reino. No falta mucho para que el cielo parezca una casa deshabitada, a causa del precio, que es alto. Voy a edificar una hostería barata; en dos palabras, voy a fundar una iglesia. Estoy cansado de mi desorganización, de mi reinado casual y adventicio. Ya es hora de obtener la victoria final y completa. De modo que vine a deciros esto, con lealtad, para que no me acuséis de simulador… Buena idea, ¿verdad?
    —Viniste a decirla, no a legitimarla —advirtió el Señor.
    —Tenéis razón —dijo el Diablo— pero el amor propio se complace en oír el aplauso de los maestros. Cierto es que este caso sería el aplauso de un maestro vencido, y tamaña exigencia… Señor, desciendo a la tierra; voy a colocar mi piedra fundamental.
    —Ve.
    —¿Deseáis que venga a anunciaros el remate de la obra?
    —No es necesario; basta con que me digas, desde ya, por qué motivo, cansado hace tanto de tu desorganización, solo ahora piensas en fundar una iglesia.
    El Diablo sonrió con cierto aire de escarnio y triunfo. Tenía alguna idea cruel en su espíritu, algún secreto mordaz en la alforja de la memoria, algo que, en ese breve instante de eternidad, lo hacía creerse superior al propio Dios. Pero disimuló la risa y dijo:
    —Recién ahora concluí una observación, comenzada hace unos siglos, y es que las virtudes, hijas del cielo, son en gran número comparables a reinas cuyo manto de terciopelo rematase en franjas de algodón. Pues bien, yo me propongo atraparlas por esa franja y atraerlas a todas a mi iglesia; tras ellas vendrán las de seda pura…
    —¡Viejo retórico! —murmuró el Señor
    —Fijaos bien. Muchos cuerpos que se arrodillan a vuestros pies, en los templos del mundo, traen las alhajas del salón y la calle, los rostros cubiertos por el mismo polvo, los pañuelos con los mismos olores, las pupilas centelleantes de curiosidad y devoción entre el libro santo y el bigote del pecado. Ved el ardor —la indiferencia, al menos—, con que ese caballero transforma en promoción periodística los beneficios que liberalmente distribuye —ya sean ropas o calzado o monedas o cualquier de esas materias necesarias en la vida… Pero no quiero parecer interesado en menudencias; no hablo, por ejemplo, de la placidez con que este juez de hermandad, en las procesiones, carga piadosamente al pecho vuestro amor y una recomendación… voy a negocios más altos…
    En eso los serafines agitaron las alas pesadas de hastío y sueño. Miguel y Gabriel dirigieron al Señor una mirada suplicante. Dios interrumpió al Diablo.
    —Eres un vulgar, que es lo peor que pueda sucederle a un espíritu de tu especie —dijo el Señor—. Todo lo que dices o digas está dicho y redicho por los moralistas del mundo. Es un asunto gastado; si no tienes fuerza ni originalidad para renovar un asunto agotado, lo mejor será que te calles y te retires. Mira: todas mis legiones muestran en el rostro las señales vivas del tedio que les provocas. Hasta ese mismo anciano de quien te hablé parece harto; ¿y sabes tú lo que él hizo?
    —Ya os dije que no.
    —Después de una vida honesta, tuvo una muerte sublime. Sorprendido por un naufragio, iba a salvarse aferrándose a un madero; pero vio una pareja de novios, en la flor de la vida, que ya se debatía con la muerte; les dio la tabla de la salvación y se hundió en la eternidad. Ningún testigo: el agua y, por sobre la cabeza, el cielo. ¿Dónde ves aquí la franja de algodón?
    —Señor, yo soy, como sabéis, el espíritu que niega.
    —¿Niegas esta muerte?
    —Niego todo. La misantropía puede tomar aspecto de caridad: dejar la vida a los demás, para un misántropo, equivale a odiarlos…
    —¡Retórico y sutil! —exclamó el Señor—. Anda; anda, funda tu iglesia; llama a todas las virtudes, recoge cuantas franjas haya, convoca a todos los hombres… ¡Vamos, anda! ¡Anda!
    Inútilmente intentó el Diablo proferir algo más. Dios le había impuesto silencio; los serafines ante una señal divina, llenaron el cielo con las armonías de sus cánticos. El Diablo sintió, de repente, que estaba en el aire; dobló sus alas y, como un rayo, cayó en la tierra.

    III
    La buena nueva a los hombres

    Una vez en la tierra, el Diablo no perdió un minuto. Se apresuró a vestir la cogulla benedictina, como hábito de buena fama, y entró a propagar una doctrina nueva y extraordinaria, con su voz que retumbaba en las entrañas del siglo. Prometía a sus discípulos y fieles las delicias de la tierra, todas las glorias, los deleites más íntimos. Confesaba que era el Diablo, pero lo confesaba para rectificar la noción que los hombres tenían de él y desmentir las historias que a su respecto contaban las viejas beatas.
    —Sí, soy el Diablo−repetía él− no el Diablo de las noches sulfúreas de los cuentos somníferos, terror de los niños, sino el Diablo verdadero y único, el propio genio de la naturaleza al que se dio aquel nombre para apartarlo del corazón de los hombres. Vedme gentil y airoso. Soy vuestro verdadero padre. Animaos: tomad aquel nombre, inventado para mi descrédito, haced de él un trofeo y un lábaro, y yo os daré todo, todo, todo, todo, todo, todo…
    Así se expresaba, al principio, para excitar el entusiasmo, alertar a los indiferentes, congregar, en suma, las multitudes a su alrededor. Y ellas acudieron; y apenas acudieron, el Diablo pasó a definir la doctrina. La doctrina era lo que podía ser en boca de un espíritu de negación. Esto en cuanto a la sustancia, porque acerca de la forma, era unas veces sutil, otras, cínica y descarada.
    Sostenía él que las virtudes aceptadas debían ser sustituidas por otras, que eran las naturales y legítimas. La soberbia, la lujuria, la pereza fueron rehabilitadas y así también la avaricia, a la que él declaró la madre de la economía, con la diferencia que la madre era robusta y la hija una escuálida. La ira tenía su mejor defensa en la existencia de Homero; sin el furor de Aquiles, no existiría la Ilíada: “Musa, canta la cólera de Aquiles, hijo de Peleo…” Lo mismo dijo de la gula, que produjo las mejores páginas de Rabelais y muy buenos versos del Hissope; virtud tan superior, que nadie se acuerda de la batallas de Lúculo sino de sus cenas; fue la gula lo que realmente lo hizo inmortal. Pero, aun dejando de lado esas razones de orden literario o histórico, para no mostrar sino el valor intrínseco de esa virtud, ¿quién sería capaz de negar que era mucho mejor sentir en la boca y en el vientre los buenos manjares, en cantidades abundantes, que los malos bocados, o la saliva del ayuno? Por su parte, el Diablo prometía sustituir la viña del Señor, expresión metafórica, por la viña del Diablo, locución directa y verdadera, pues no faltaría nunca a los suyos con el fruto de las más bellas cepas del mundo. En cuanto a la envidia predicó fríamente que era la virtud principal, origen de prosperidad infinita; virtud preciosa, que llegaba a suplantar a todas las demás, y al propio talento.
    Las turbas corrían tras él entusiasmadas. El Diablo les inculcaba a grandes golpes de elocuencia, el nuevo orden de las cosas, trastocando su sentido, induciéndolas a amar las perversas y a detestar las sanas.
    Nada más curioso, por ejemplo, que la definición que él daba del fraude. Lo llamaba el brazo izquierdo del hombre; el brazo derecho era su fuerza y concluía: muchos hombres son zurdos, eso es todo. Pues bien, él no exigía que todos fuesen zurdos, no era sectario. Que unos fuesen zurdos y otros diestros; aceptaba a todos, menos a los que no eran nada. La demostración más rigurosa y profunda, empero, fue la de la venalidad. Un casuista de la época llegó a confesar que era un monumento de lógica. La venalidad, dijo el Diablo, era el ejercicio de un derecho superior a todos los derechos. Si tú puedes vender tu casa, tus bueyes, tus zapatos, tu sombrero, cosas que son tuyas por una razón jurídica y legal, pero que en todo caso est án fuera de ti, ¿cómo es que no puedes vender tu opinión, tu voto, tu palabra, tu fe, cosas que son más que tuyas porque son tu propia conciencia, o sea, tú mismo? Negarlo es caer en lo oscuro y contradictorio. ¿Acaso no hay mujeres que venden sus cabellos? ¿No puede un hombre vender una parte de su sangre para transfundirla a otro hombre anémico? ¿Y la sangre y los cabellos, partes físicas, tendrán un privilegio que se niega al carácter, a la porción moral del hombre? Demostrando de este modo el principio, el Diablo no tardó en exponer las ventajas del orden temporal o pecuniario; después mostró, además, que ante el férreo preconcepto social existente, convendría disimular el ejercicio de un derecho tan legítimo, lo que era ejercer, al mismo tiempo, la venalidad y la hipocresía, o sea, a merecer doblemente.
    Y bajaba y subía, examinaba todo, rectificaba todo. Está claro que combatió el perdón de las injurias y otras máximas de blandura y cordialidad. No prohibió formalmente la calumnia gratuita, mas indujo a ejercerla mediante retribución, ya sea pecuniaria o de otra especie; en los casos empero, en que ella fuese una expansión imperiosa de la fuerza imaginativa, y nada más, prohibía recibir cualquier remuneración, pues ella equivalía a hacer pagar la transpiración. Todas las formas de respeto fueron condenadas por él, como elementos posibles de un cierto decoro social y personal; salvo, claro, la única excepción del interés. Pero esa misma excepción no tardó en ser suprimida, por entenderse que el interés, convirtiendo al respeto en una simple adulación, hacía de esta el sentimiento realmente aplicado y no aquel.
    Para rematar la obra, entendió el Diablo que le cabía extirpar de raíz la solidaridad humana. En efecto, el amor al prójimo era un obstáculo grave a la nueva institución. Él mostró que esa regla era una simple invención de parásitos y negociantes insolventes; no se debía dar al prójimo sino indiferencia; en algunos casos, incluso, odio o desprecio. Hasta llegó a demostrar que la noción del prójimo era errónea, y citaba esta frase de un clérigo de Nápoles, aquel fino y letrado Gagliani, que escribió a una de las marquesas del antiguo régimen: “¡Desentiéndete del prójimo! ¡No hay prójimo!” La única hipótesis en que él permitía amar al prójimo era en los casos en que se trataba de amar a las damas ajenas, porque esa especie de amor tenía la particularidad de no ser otra cosa más que el amor del individuo hacia sí mismo. Y como a algunos discípulos les pareció que semejante explicación, por metafísica, escapaba a la comprensión de la muchedumbre, el Diablo recurrió a un apólogo: Cien personas adquieren acciones de un banco para las operaciones comunes; pero cada accionista no cuida realmente sino sus dividendos: tal es lo que les ocurre a los adúlteros. Este apólogo fue incluido en el libro de la sabiduría.

    IV
    Franjas y Franjas

    La previsión del Diablo se verificó. Todas las capas de terciopelo que terminaban en una franja de algodón y que cubrían muchas virtudes, acababan en el suelo a merced de las ortigas, cuando se las tironeaba de la franja. Y de inmediato, quienes con ellas se habían cubierto, se alistaban en la nueva iglesia. Detrás de ellas fueron llegando otras, y el tiempo bendijo a la institución. La iglesia había sido fundada; la doctrina se propagaba; no había una región del globo que no la conociese, una lengua que no la hubiese traducido, una raza que no la amase. El Diablo profirió alaridos de tri unfo.
    Pero un día, largos años después, notó el Diablo que muchos de sus fieles, a escondidas, practicaban las antiguos virtudes. No las practicaban todas, ni tampoco íntegramente, sino algunas, por partes, y, como digo, ocultos. Ciertos glotones se recogían a comer frugalmente tres o cuatro veces por año, justamente en días de precepto católico; muchos avaros daban limosnas de noche o en las calles poco concurridas, varios dilapidadores del erario le restituían pequeñas sumas; lo fraudulentos hablaban una u otra vez, con el corazón en la mano, pero con el mismo rostro disimulado de siempre, para hacer creer que estaban engañando a los otros.
    El descubrimiento asombró al Diablo. Se propuso conocer a fondo el mal y vio que se divulgaba cada vez más. Algunos casos eran tan incomprensibles, como el de un droguero del Levante, que había envenenado pacientemente a una generación entera, y con el producto de las drogas socorr ía a los hijos de sus víctimas. En El Cairo encontró a un perfecto ladrón de camellos, que se cubría la cara para ir a las mezquitas. EL Diablo se enfrentó con él a la entrada de una de ellas y cuestionó su comportamiento; el delincuente negó las acusaciones, diciendo que iba allí a robar el camello de un drogman; lo robó, en efecto, ante los ojos del Diablo, pero fue a dárselo de regalo a un almuecín, que rezó por él a Alá. El manuscrito benedictino cita muchos otros descubrimientos extraordinarios, entre ellos, este que desorientó completamente al Diablo. Uno de sus mejores apóstoles era un calabrés, hombre de cincuenta años, insigne falsificador de documentos que tenía una hermosa casa en la campiña romana, telas, estatuas, biblioteca, etcétera. Era el fraude en persona, capaz de quedarse en cama para no confesar que estaba sano. Pues bien, ese hombre no solo había dejado de estafar en el juego, sino que incluso llegó al punto de dar gratificaciones a sus criados. Habiéndose agenciado la amistad de un canónigo, iba todas las semanas a confesarse con él, en una capilla solitaria; y si bien no le manifestaba ninguna de sus acciones secretas, se hacía bendecir dos veces, al arrodillarse y al incorporarse. El Diablo apenas podía creer en semejante alevosía. Pero no había duda: el hecho era real.
    No vaciló un solo instante. El pasmo no le dio tiempo de pensar, comparar y concluir si el espectáculo presente tenía algún parangón en el pasado. Voló de nuevo al cielo, temblando de rabia, ansioso por conocer la causa secreta de tan singular fenómeno. Dios lo oyó con infinita complacencia; no lo interrumpió, no lo reprendió, no lo alardeó siquiera, ante aquella agonía satánica. Lo miró fijamente y le dijo:
    —¿Qué vas a hacer, mi pobre Diablo? Las capas de algodón tienen ahora franjas de seda, como las de terciopelo tuvieron franjas de algodón. Qué vas a hacer. Es la eterna contradicción humana.



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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Miér 6 Sep - 20:53

    Unos brazos


    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis


    Ignacio se estremeció, oyendo los gritos del gestor, recibió el plato que éste Ie ofrecía e intentó comer, bajo una avalancha de improperios, sinvergüenza, cabeza hueca, estúpido, tonto.

    —¿Se puede saber dónde estás que nunca escuchas lo que te digo? Se lo contaré todo a tu padre, para que te sacuda la pereza del cuerpo con una buena tunda de latigazos ¿o presumes que ya no estás en edad de recibir una paliza? No lo creas. ¡Estúpido! ¡Tonto!

    —Y te aseguro que en la calle es igual que aquí, —prosiguió volviéndose hacia doña Severina, que vivía con él, hacía años—. Mezcla todos los papeles, se equivoca las direcciones, va a lo de un escribano en vez de ir a lo de otro, confunde a los abogados: ¡es algo infernal! Y después ese sueño pesado y continuo. De mañana es algo increíble; el primero que se despierta tiene que romperle los huesos para sacarlo de la cama. . . Ah, pero ya verás ¡mañana lo voy a despertar a escobillonazos!

    Doña Severina le tocó el pie, como pidiéndole que terminara. Borges espectoró aún algunos insultos, y luego se sintió en paz con Dios y con los hombres.

    No digo que quedó en paz con los niños, porque nuestro Ignacio no era exactamente un niño. Ya tenía quince años bien cumplidos. Cabeza inculta, pero hermosa, ojos de muchacho soñador; que adivina, que indaga, que quiere saberlo todo y termina no sabiendo nada. Todo eso colocado sobre un cuerpo no destituido de encanto, si bien mal vestido. El padre era peluquero en la Ciudad Nueva, y lo ubicó como agente, escribiente o lo que fuese del gestor Borges, con la esperanza de verlo algún día en el foro, porque le parecía que los gestores judiciales ganaban mucho. Todo esto tenía lugar en la Rua da Lapa, en 1870. Durante algunos minutos no se oyó más que el tintineo de los cubiertos y el ruido de la masticación. Borges se abarrotaba de lechuga y carne de vaca; se interrumpía para intercalar en la oración alguna coma mediante un trago de vino y luego proseguía callado.

    Ignacio iba comiendo despacito, sin atreverse a alzar los ojos del plato, ni siquiera para dirigirlos allí donde estaban cuando el terrible Borges comenzó a insultarlo. La verdad es que intentarlo ahora sería muy arriesgado. Él nunca había clavado los ojos en los brazos de doña Severina sin que al hacerlo se olvidara de si mismo y de todo lo demás.

    Pero lo cierto es que la culpa de que ello ocurriese la tenía doña Severina, que siempre los llevaba desnudos. Usaba mangas cortas en todos los vestidos de entrecasa, medio palmo abajo del hombro; a partir de allí los brazos quedaban a la vista. La verdad es que eran bellos y carnosos, en armonía con la dueña, que era más robusta que delgada, y no perdían el color ni la tersura por vivir en contacto con el aire; pero cabe aclarar que ella no los traía así por seductora, sino porque ya había gastado todos los de mangas largas. De pie, era muy atractiva; al caminar, sabía contonearse con gracia; él, sin embargo, prácticamente no la veía más que en la mesa, donde además de los brazos, apenas podía mirarle el busto. No se puede decir que era bonita; pero tampoco que era fea. Ningún adorno; hasta el peinado constaba de muy poco; alisó sus cabellos, los recogió, los ató y los fijó en lo alto de la cabeza con el peine de carey que la madre le dejó. En el cuello un pañuelo oscuro; nada en las orejas. Todo ello a los veintisiete años floridos y sólidos.



    continuará

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    Mensaje por Amalia Lateano Miér 6 Sep - 23:05

    María Lua:
    Muy buen aporte. Conozco a este escritor, en mi casa paterna, había libros.

    Por lo que lei escribió en todos los géneros.

    Muy prolífico. Volveré a pasar.
    Besos
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    Mensaje por Maria Lua Jue 7 Sep - 19:45

    Gracias, Amalia!
    Machado de Assis es considerado
    uno de los grandes escritores brasileños!


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    Mensaje por Maria Lua Jue 7 Sep - 19:46

    ***

    Terminaron de cenar. Cuando llegó el café, Borges sacó cuatro cigarrillos del bolsillo, los comparó, los apretó entre los dedos, eligió uno y guardó los restantes. Prendiendo el cigarro, clavó los codos en la mesa y le habló a doña Severina de treinta mil cosas que nada interesaban a nuestro Ignacio; y como mientras hablaba no lo insultaba, él podía divagar a su gusto.

    Ignacio sorbió el café con toda la lentitud que pudo. Entre uno y otro trago, alisaba el mantel, arrancaba de sus dedos pedacitos de piel imaginarios, o dejaba correr los ojos por los cuadros del comedor, que eran dos, un San Pedro y un San Juan, comprados de ocasión y enmarcados en casa. Con el San Juan podría disimular y demorarse, ya que su cabeza joven alegra las imaginaciones católicas; pero con el austero San Pedro ya era demasiado. La única excusa de Ignacio era que él no veía ni a uno ni a otro; sus ojos se posaban allí como en nada. Solo veía los brazos de doña Severina —ya sea porque solapadamente los mirase, o porque los llevaba grabados en la memoria.

    —¿Y? ¿Cuándo vas a terminar ese café? —vociferó de repente el gestor. No tenía remedio; Ignacio bebió la última gota, ya iría, y se retiró como de costumbre a su habitación, en los fondos de la casa. Al entrar hizo un gesto de enojo y desesperación y fue después a apoyarse en el marco de una de las dos ventanas que daban al mar. Cinco minutos después, la visión de las aguas cercanas y de las montañas a lo lejos, le restituía el sentimiento confuso, vago, inquieto, que lo lastimaba y le hacía bien, algo así como lo que debe sentir la planta cuando brota la primera flor. Tenía ganas de irse y de quedarse. Hacía cinco semanas que allí vivía, y la vida era siempre igual, salir de mañana con Borges, recorrer audiencias y escribanías, correr de aquí para allá llevando papeles a sellar, al distribuidor, a los escribanos, a los oficiales de justicia. Volvía por la tarde, comía algo y se encerraba en su cuarto, hasta la hora de la cena; cenaba y se iba a dormir. Borges no le hacía un lugar en la familia, que estaba formada nada más que por él y doña Severina, ni Ignacio veía a ella más de tres veces por día, durante las comidas. Cinco semanas de silencio, en suma, porque él solo hablaba muy de vez en cuando en la calle; en casa, nunca.

    “Ya van a ver —pensó él un día—, me escaparé de aquí y no volveré más”.

    Pero no fue así; se sintió aferrado y encadenado por los brazos de doña Severina. No había visto nunca otros tan lindos y tan frescos. La educación que había recibido no le permitió encararlos desde un principio abiertamente; parece, incluso, que en un comienzo, apartaba los ojos, avergonzado. Los empezó a observar poco a poco, al ver que nunca aparecían cubiertos por mangas, y así los fue descubriendo, contemplando y amando. Al cabo de tres semanas, ellos eran, moralmente hablando, su oasis reparador. Soportaba todo el trabajo del día, toda la melancolía de la soledad y del silencio, toda la grosería de su patrón a cambio de ver, tres veces por día, el famoso par de brazos.



    continuará

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    Mensaje por cecilia gargantini Jue 7 Sep - 20:21

    Gracias por Machado de Assis!!!!!!!!!
    Gran aporte Lua.
    Gracias y besossssss
    Maria Lua
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    Mensaje por Maria Lua Jue 7 Sep - 20:51

    Gracias a ti, Cecilia!
    Besos


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    Mensaje por Maria Lua Jue 7 Sep - 20:54

    ***

    Aquel día, mientras la noche iba cayendo e Ignacio se estiraba en la red (él allí no tenía cama), doña Severina, en la habitación de enfrente, recapitulaba el episodio de la cena y, por primera vez, sospechó algo. Rechazó la idea en seguida: ¡Pero si no era más que un niño! Hay ideas, sin embargo, que pertenecen a la familia de las moscas empecinadas: por más que uno las espante, ellas vuelven y se posan. ¿Niño? Ignacio tenía quince años; y ella advirtió que entre la nariz y la boca del muchacho asomaba ya la insinuación de un bozo. ¿Por qué sorprenderse si empezaba a amar? Y ella, por lo demás ¿acaso no era bonita? Esta otra idea tampoco fue rechazada, sino más bien acariciada y alentada. Y recordó entonces las actitudes de él, los olvidos, las distracciones, y otro incidente y otro, todo, en conjunto, eran síntomas, y concluyó que sí.

    —¿Qué te ocurre? —le preguntó el gestor, estirado en el canapé, tras algunos minutos de silencio.

    —Nada.

    —¿Nada? ¡Parece que aquí en casa todos están dormidos! Ya verán, yo tengo un buen remedio para despabilar a los dormilones…

    Y empezó otra vez a mascullar algo en el mismo tono enojoso, para terminar tronando amenazas, que realmente era incapaz de cumplir, ya que más que malvado era grosero. Doña Severina Io interrumpía diciéndole que no, que no dormitaba, que estaba pensando en su comadre Fortunata. No la visitaban desde la Navidad: ¿qué Ie parece si pasaban por su casa una de aquellas noches? Borges retrucaba que estaba cansado, que trabajaba como un negro, que no tenía ánimo para andar cumpliendo con formalidades; y despotricó contra la comadre, contra el compadre, contra el ahijado, que no iba al colegio y ya tenía diez años. Él, Borges, a los diez años ya sabía leer, escribir y contar, no muy bien, es cierto, pero sabía. ¡Diez años! Lindo fin iba a tener: vago y la bolsa de linyera en las espaldas. Ya iba a aprender qué era la vida en el servicio militar.

    Doña Severina intentaba serenarlo con excusas: la pobreza de la comadre, la mala suerte del compadre, y lo acariciaba, temiendo que sus caricias pudiesen irritarlo aún más. Ya era noche cerrada; ella oyó el tlic del farol a gas de la calle, al que acababan de encender y vio su resplandor en las ventanas de la casa de enfrente. Borges, cansado del día, pues era realmente un trabajador de primer orden, entrecerró los ojos y comenzó a cabecear. Se dio cuenta que se dormía y se fue, dejando sola a su mujer, en la habitación a oscuras, sumida en sus pensamientos y en el descubrimiento que acababa de hacer.


    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Vie 8 Sep - 13:25

    ***

    Todo parecía indicar a la dama que era verdad; pero esa verdad, una vez superada la impresión del asombro, le trajo una complicación moral, que ella solo llegó a conocer por sus afectos, sin poder encontrar la manera de discernir de qué se trataba. No podía entenderse ni equilibrarse, llegó a pensar en decírselo todo al gestor, y que él se ocupase de echar al mocoso. ¿Pero qué era todo? Allí se detuvo: realmente, no había más que suposiciones, coincidencias y posiblemente ilusión. No, ilusión no era. Y en seguida recogía los indicios vagos, las actitudes del muchachito, la timidez, las distracciones, para rechazar la idea de que estaba equivocada. De inmediato (¡capciosa naturaleza!) pensando que no sería bueno acusarlo sin fundamento, admitió que pudiese eludirse con el único fin de observarlo mejor y averiguar bien la realidad de las cosas.

    Ya era tarde, doña Severina observaba con disimulo los gestos de Ignacio; no llegó a percibir nada, porque el tiempo del té fue corto y el muchachito no sacó los ojos de la taza. Al día siguiente pudo observar mejor, y en los otros, plenamente. Verificó que sí, que era amada y temida, amor adolescente y virgen, refrenado por las normas sociales y por un sentimiento de inferioridad que le impedía reconocerse a sí mismo. Doña Severina comprendió que no debía temer ningún desacato, y concluyó que lo mejor era no decir nada al gestor; le ahorraba así un disgusto, y otro al pobre niño. Ya estaba persuadida que se trataba de un niño, y resolvió tratarlo tan secamente como lo había hecho hasta ese momento, o todavía más. Y así lo hizo; Ignacio comenzó a darse cuenta que ella evitaba mirarlo, o le hablaba con rispidez, casi tanto como el propio Borges. Es verdad que, en otras oportunidades, el tono de voz era blando y hasta tierno, muy tierno; así como la mirada generalmente esquiva, tanto vagaba por otras partes, que, para descansar, iba a posarse en la cabeza de él; pero todo esto era cosa de segundos.

    —Me voy a ir —repetía él en la calle como en los primeros días. Volvía a la casa y no se iba. Los brazos de doña Severina le abrían un paréntesis en la larga y fastidiosa etapa de la vida que estaba viviendo, y esa oración intercalada despertaba en él ideas originales y profundas, inventadas por el cielo únicamente para él. Se dejaba estar y así pasaban sus días. Finalmente, debió abandonar la casa, y lo hizo para siempre; he aquí cómo ocurrió y por qué.


    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Vie 8 Sep - 13:27

    ***


    Hacía algunos días que doña Severina lo venía tratando con benignidad. La rudeza de la voz parecía haber desaparecido, y había en ella más que blandura, había desvelo y cariño. Un día le recomendaba que se cuidase del aire fresco, otro que no bebiese agua fría después del café caliente, le daba consejos, le recordaba obligaciones, cuidados de amiga y madre, que colmaron su alma de inquietud y confusión. Ignacio llegó a tal extremo de familiaridad que un día, en la mesa, se rió, cosa que jamás había hecho; y el gestor no lo trató mal en esa ocasión porque era él quien estaba contando algo divertido, y nadie castiga a otro por el aplauso que recibe. Fue entonces cuando doña Severina advirtió que la boca del muchachito, atractiva cuando él estaba callado, no lo era menos cuando reía.

    El desasosiego de Ignacio iba creciendo, sin que él fuera capaz de calmarse ni comprenderse. No se encontraba bien en ninguna parte. Se despertaba de noche pensando en doña Severina. En la calle, confundía las esquinas, se equivocaba de puerta, mucho más que antes, y no veía mujer, de cerca o de lejos, que no se la recordase. Al entrar en el corredor de la casa, volviendo del trabajo, sentía siempre alguna agitación, a veces grande, cuando la veía en lo alto de la escalera mirando a través de los barrotes de la baranda de madera, como habiendo acudido a ver quién llegaba.

    Un domingo —él nunca olvidaría ese domingo— estaba solo en la habitación, mirando por la ventana en dirección al mar, que le hablaba en el mismo lenguaje oscuro y nuevo que doña Severina. Se divertía mirando las gaviotas, que hacían grandes piruetas en el aire, o planeaban sobre el agua, o solamente revoloteaban. El día estaba lindísimo. No era apenas un domingo cristiano; era un inmenso domingo universal.

    Ignacio los pasaba siempre allí en la habitación, de a ratos asomado a la ventana, de a ratos releyendo algunos de los tres folletines que había traído consigo, cuentos de otros tiempos, comprados con un cobre en el Largo do Paço. Eran las dos de la tarde. Estaba cansado, había dormido mal esa noche, después de haber trajinado mucho en la víspera; se acomodó en la red, tomó uno de los folletines, el de La Princesa Magalona, y empezó a leer. Nunca había podido entender por qué todas las heroínas de esas viejas historias tenían la misma cara y talle que doña Severina, pero lo cierto es que así era. Al cabo de media hora dejó caer el folletín y fijó la mirada en la pared, de donde, cinco minutos después, vio salir a la dama de sus desvelos. Lo natural era que se sorprendiera; pero no se sorprendió. Si bien con los párpados cerrados, la vio brotar de allí completamente, detenerse, sonreír y encaminarse hacia la red.





    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Vie 8 Sep - 13:28

    ***

    Era ella en persona; eran sus propios brazos.

    Lo cierto, empero, es que doña Severina no podía haber aparecido a través de la pared, no solo porque allí no hubiese puerta o abertura de ningún tipo, sino porque estaba justamente en la habitación de enfrente atenta a los pasos del gestor, que bajaba las escaleras. Lo oyó descender; fue hasta la ventana para cerciorarse de que había salido y solo se apartó de allí cuando él se perdió a lo lejos, en camino hacia la Rua das Mangueiras. Entonces fue a sentarse en el canapé. Parecía fuera de sí, inquieta, como loca; se incorporó y fue a tomar la jarra que estaba sobre el aparador para luego dejarla, inexplicablemente, en el mismo lugar; después se encaminó hacia la puerta, se detuvo y volvió, al parecer sin rumbo. Se sentó otra vez, cinco o diez minutos. De pronto recordó que Ignacio había comido poco en el almuerzo y que se lo veía decaído, y le pareció que podía estar enfermo; podía llegar a ser, incluso, que estuviese muy mal.

    Salió de la habitación, cruzó apresuradamente el pasillo y fue hasta el cuarto del muchachito, cuya puerta encontró entreabierta. Doña Severina se detuvo, miró hacia adentro, lo encontró en la red, durmiendo, con el brazo suspendido en el aire y el folletín caído en el piso. La cabeza se inclinaba levemente hacia el lado de la puerta, dejando ver los ojos cerrados, los cabellos revueltos y una expresión risueña de gran placidez.

    Doña Severina sintió que su corazón palpitaba con vehemencia y retrocedió. Aquella noche había soñado con él; bien podía ser que él estuviese soñando con ella. Desde la madrugada la figura del muchachito estaba delante de sus ojos como una tentación diabólica. Retrocedió más aún, después volvió, lo contempló dos, tres, cinco minutos o más. Era como si el sueño infundiera a la adolescencia de Ignacio una expresión más acentuada, casi femenina, casi pueril: “¡Pero si es una criatura!” se dijo a si misma, en aquel idioma sin palabras que todos traemos en nosotros. Y esta idea sofocó la agitación de su sangre y le disipó en parte la turbación de los sentidos.

    “¡Una criatura!”


    Y lo observó lentamente, se hartó de verlo, con la cabeza inclinada, el brazo caído; pero, al mismo tiempo que la impresionaba como un niño, lo encontraba apuesto, mucho más apuesto que despierto, y cada una de esas ideas modificaba o neutralizaba a la otra. De pronto se estremeció y se apartó atemorizada: había oído un ruido al lado, en la piececita de planchar; fue a ver: se trataba de un gato que había hecho caer una taza al suelo. Volvió despacito a espiarlo y vio que dormía profundamente. ¡Tenía sueño pesado el niño! El ruido que la había conmocionado tanto, a él ni siquiera lo hizo cambiar de posición. Y ella prosiguió viéndolo dormir —dormir y tal vez soñar.



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    Mensaje por Maria Lua Vie 8 Sep - 13:29

    ***


    ¡Qué pena no poder vernos los sueños unos a los otros! Doña Severina se hubiera visto a sí misma en la imaginación del muchacho; se hubiera visto ante la red, risueña y de pie para después inclinarse, tomarle las manos, llevarlas hasta su pecho, y allí, sobre ellos, cruzar sus brazos, los famosos brazos. Ignacio, enamorado de ellos, aun así ola las palabras de doña Severina, que eran hermosas, cálidas, sobre todos nuevas —o, por lo menos, pertenecían a algún idioma que él no conocía, aunque podía entenderlo. Dos, tres o cuatro veces, la figura se desdibujó, para reaparecer en seguida, venida del mar o de otra parte, entre gaviotas o atravesando el pasillo, con toda la gracia robusta de que era capaz. Y volviendo, se inclinaba sobre él, lo tomaba nuevamente de las manos y cruzaba sobre el pecho los brazos, hasta que, inclinándose aún más, cerró sus labios y le dejó un beso en la boca.

    Aquí el sueño coincidió con la realidad, y las mismas bocas se unieron en la imaginación y fuera de ella. La diferencia consistió en que mientras la visión no se apartó, la persona real, apenas consumado el acto, huyó hacia la puerta, avergonzada y temerosa. De allí pasó a la habitación de enfrente, aturdida por lo que había hecho, sin fijar la vista en nada. Aguzaba el oído, iba hasta el final del pasillo, tratando de escuchar algún rumor que le indicase que él se había despertado, y solo al cabo de un largo rato el miedo terminó por desaparecer. Lo cierto es que el muchacho tenía el sueño pesado: nada le abría los ojos, ni los ruidos cercanos, ni los besos de verdad. Pero si el miedo fue pasando, no ocurrió lo mismo con la vergüenza, que perduró y creció. Doña Severina no terminaba de creer en lo que había hecho; parece que sus deseos se enmarañaron en la idea de que era un niño enamorado que allí estaba sin conciencia ni responsabilidad; y, medio madre, medio amiga, se había inclinado y lo había besado. Fuese como fuese, estaba confundida, irritada, disgustada, mal consigo mismo y mal con él. La sospecha de que él pudiera estar fingiendo que dormía se adueñó de su alma y le recorrió un escalofrío.

    Pero lo cierto es que durmió mucho tiempo más aún, y solo se despertó para cenar. Se sentó a la mesa risueño. Y si bien encontró a doña Severina callada y severa y al gestor tan rudo como todos los días, ni la rudeza de uno ni la severidad de la otra lograban disiparle la visión encantadora que todavía perduraba en él, o atenuarle la sensación del beso. No advirtió que doña Severina llevaba un chal que le cubría los brazos; lo advirtió después, el lunes, y el martes también, y hasta el sábado que fue el día en que Borges le mandó a decir al padre que no podía seguir teniéndolo con él; y no lo hizo enojado, porque lo trató relativamente bien y todavía le dijo a la salida:

    —Si puedo llegar a serle útil en algo, hágamelo saber.

    —Le agradezco, señor. La señora Severina…

    —Está en su habitación; le duele mucho la cabeza. Pase mañana o pasado a despedirse de ella.

    Ignacio salió sin entender nada. No entendía la despedida ni el cambio radical de doña Severina en relación a él, ni lo del chal, ni nada. ¡Había estado tan bien! ¡Le hablaba con tanta amistad! Cómo podía ser que de repente … Tanto pensó que terminó suponiendo de su parte alguna mirada indiscreta, alguna distracción que la había ofendido; no podía ser otra cosa; eso explicaba la cara hosca y el chal que le cubría los brazos tan hermosos… No importa; se llevaba consigo el sabor del sueño. Y a través de los años, en otros amores, más efectivos y duraderos, no encontró nunca ninguna sensación que fuera igual a la de aquel domingo, en la Rua da Lapa, cuando él tenía quince años. Él mismo exclama a veces, sin saber que se engaña:

    —¡Y fue un sueño! ¡Nada más que un simple sueño!



    *FIN*




    “Uns braços”,
    Gazeta de Notícias, 1885



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 9 Sep - 2:06

    “Cántiga de los esponsales”, de Joaquín Machado de Assis


    Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.
    Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.
    El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. «La misa será dirigida por el maestro Román», equivalía a esta forma de anuncio, años después: «Entra en escena el actor João Caetano». O a ésta: «El actor Martinho cantará una de sus mejores arias». Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que fuera él el autor de las misas; ésta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.
    La fiesta terminó; y fue como si se apagara un resplandor intenso, dejándole el rostro iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquí descendiendo del coro, apoyado en el bastón; va a la sacristía a besar la mano a los padres y acepta un sitio en su mesa. Permanece todo el tiempo indiferente y callado. Termina la cena, sale, camina en dirección a la Calle de la Madre de los Hombres, en donde vive, en compañía de un negro viejo, papá José, que es como si fuera su verdadera madre, y que en este momento conversa con una vecina.
    –Ahí viene el maestro Román, papá José –dijo la vecina.
    –¡Eh!, ¡eh!, adiós vecina, hasta luego.
    Papá José dio un salto, entró en la casa, y esperó a su amo, que entró poco después con el mismo aire de siempre. La casa no era rica, por supuesto; ni alegre. No había en ella el menor vestigio de mujer, vieja o joven, ni pajaritos que cantasen, ni flores, ni colores vivos o cálidos. Casa sombría y desnuda. Lo más alegre que allí había era un clavicordio, donde el maestro Román tocaba algunas veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con partituras; ninguna suya…
    ¡Ah!, si el maestro Román pudiera, sería un gran compositor. Tal parece que hay dos clases de vocación, las que tienen lengua y las que no la tienen. Las primeras se realizan; las últimas representan una lucha constante y estéril entre el impulso interior y la ausencia de un modo de comunicación con los hombres. La de Román era de éstas. Tenía la vocación íntima de la música; llevaba dentro de sí muchas óperas y misas, un mundo de armonías nuevas y originales que no alcanzaba a expresar y poner en el papel. Esta era la causa única de la tristeza del maestro Román. Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos decían esto, otros aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto antiguo; pero la verdad es ésta: la causa de la melancolía del maestro Román era no poder componer, no poseer el medio de traducir lo que sentía. Y no porque escatimara el gasto de papel o el paciente trabajo, durante muchas horas, al frente del clavicordio; pero todo le salía informe, sin idea ni armonía. En los últimos tiempos hasta sentía vergüenza de los vecinos, y ya ni siquiera intentaba nada.
    Y, no obstante, si pudiera, terminaría al menos cierta pieza, un canto de esponsales, comenzado tres días después de su casamiento, en 1799. La mujer, que tenía entonces veintiún años, y murió de veintitrés, no era bonita, ni mucho ni poco, pero sí muy simpática, y lo amaba tanto como él a ella. Tres días después de su boda, el maestro Román sintió en su interior algo parecido a la inspiración. Imaginó entonces el canto esponsalicio, y quiso componerlo; pero la inspiración no logró salir. Como un pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea por atravesar las paredes de la jaula, abajo, encima, impaciente, aterrorizado, así batía la inspiración de nuestro músico, encerrada dentro de él sin poder salir, sin encontrar una puerta, nada.
    Algunas notas llegaron a reunirse; él las escribió; asunto para una hoja de papel, apenas. Insistió al día siguiente, diez días después, veinte veces durante sus años de casado. Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras notas conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido dejar en el papel la sensación de esa felicidad ya extinta…
    –Papá José –dijo él–, hoy no me siento muy bien.
    –Tal vez el señor comió algo que le cayó mal…
    –No, va desde esta mañana estaba así. Vaya a la botica…
    El boticario mandó cualquier cosa que él tomó esa noche; al día siguiente el maestro Román no se sentía mejor. Es preciso agregar que padecía del corazón: molestia grave y crónica.
    Papá José sintió temor cuando vio que el malestar no cedía al remedio, ni al reposo, y quiso llamar al médico.
    –¿Para qué? –dijo el maestro–. Esto pasa.
    El día no terminó peor y él pasó buena noche; no así el negro, que sólo consiguió dormir dos horas. Los vecinos, una vez que se hubieron enterado de aquella dolencia, no tuvieron otro motivo de conversación; los que mantenían relación con el maestro fueron a visitarlo. Y le decían que no era nada, que eran achaques de la edad; alguien agregaba graciosamente que era un truco, para librarse de las derrotas que el boticario le propinaba en el juego de «gamao»; otro, que era cuestión de amores. El maestro Román sonreía, pero para sus adentros se decía que aquello era el final. «Todo acabó», pensaba.
    Una mañana, cinco días después de la fiesta, el médico lo encontró realmente mal; y el maestro se lo notó en la expresión, por detrás de las palabras engañadoras:
    –Esto no es nada; es preciso no pensar en músicas…
    ¡En músicas! De pronto esta palabra del médico trajo al maestro una idea casi olvidada.
    Al quedarse solo con el esclavo, abrió la gaveta donde guardaba desde 1799 el canto de esponsales iniciado. Releyó aquellas notas arrancadas con tanto trabajo y nunca concluidas. Y tuvo entonces una idea singular:
    –Terminar la obra, fuese como fuese; cualquier cosa estaría bien, con tal de que significara dejar un poco de alma sobre la tierra.
    –¿Quién sabe? En 1880, tal vez, se interpretará esta obra y se contará que un maestro Román…
    El comienzo del canto remataba en un cierto la: este la, que resultaba bien allí donde estaba, era la última nota escrita. El maestro Román ordenó llevar el clavicordio a la habitación del fondo, que daba al solar: necesitaba aire.
    Por la ventana vio, en la ventana trasera de otra casa, una dulce pareja de recién casados, asomados, abrazados por los hombros y de manos unidas. El maestro Román sonrió con tristeza.
    –Ellos llegan –se dijo–, yo salgo. Compondré al menos este canto que ellos podrán tocar…
    Se sentó ante el clavicordio; reprodujo las notas y llegó al la…
    –la, la, la…
    Nada, no lograba seguir. Y sin embargo, él sabía de música como el que más.
    La, do… la, mi… la, si, do, re… re… re…
    ¡Imposible! ninguna inspiración. No aspiraba a una pieza profundamente original; tan sólo algo que no pareciese de otro y que se relacionase con la idea comenzada. Volvía al principio, repetía las notas, intentaba revivir un retazo de la sensación extinguida, se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos primeros. Para completar la ilusión, dejaba correr su mirada por la ventana en dirección a la pareja de recién casados. Ellos seguían allí, con las manos unidas y rodeándose los hombros con los brazos; pero ahora se miraban uno al otro, en vez de mirar hacia abajo. El maestro Román, agotado por el malestar y la impaciencia, tornaba al clavicordio; pero la visión de la pareja no le traía la inspiración, y las notas siguientes no sonaban.
    –la, la, la…
    Desesperado, dejó el clavicordio, tomó el papel escrito y lo rompió. En ese momento, la joven absorta en la mirada del esposo, empezó a canturrear de cualquier modo, inconscientemente, alguna cosa nunca antes cantada ni sabida, una cosa en la cual cierto la proseguía después de un si con una linda frase musical, justamente aquélla que el maestro Román había buscado durante años sin hallarla jamás. El maestro la oyó con pesar, sacudió la cabeza, y esa noche expiró.



    Historias sin Fecha (Histórias sem data), 1884





    Fuente: Cuentos de Latinoamérica



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 9 Sep - 2:06

    “Joaquim Maria Machado de Assis, impresionista, posromántico, realista, moderno pertenece, biográficamente hablando, al momento histórico de América que se entiende como el nacimiento de la conciencia latinoamericana. Salvando las diferencias, en ningún caso insignificantes, que separan la experiencia de la América de Sarmiento, Martí o Rodó de la experiencia de la América de Machado, el escritor brasileño encarna en su literatura el compromiso con una nueva visión que cuestiona el mundo de las convenciones sociales a través del lenguaje y de la literatura. Visión latinoamericana, es cierto, pero también visión universal que no se restringe ni a un espacio ni a un tiempo concretos, pues representa la necesidad permanente del cambio, de la evolución en todo tiempo y espacio. Sólo así se explica la gozosa salud y la evidente actualidad que posee la obra de Machado, así como la admiración que sus cuentos y novelas provocan, aun hoy, en artistas e intelectuales tan dispares como, por ejemplo, Susan Sontag o Woody Allen”.



    Cora Requena Hidalgo


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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:50

    Joaquim M. Machado de Assis (Río de Janeiro, 1839-1908) es quizá el más brasileño de todos los escritores de habla portuguesa. De seguir vivo, tendría una edad difícil de alcanzar, salvo esos personajes bíblicos que vivieron doscientos y hasta trescientos años, pero se vería fresco y se le sentiría jovial. Si hoy estuviera vivo su estilo continuaría vigente. Era mulato, hijo de un pintor de brocha gorda de piel morena, descendiente de esclavos libertos y una lavandera blanca que había venido al Brasil desde las islas Azores.
    Casi no tuvo educación de escuela. Mucho lo aprendió en la calle. Muy joven se reveló como escritor en formación y futuro. Era un excepcional contador de historias, al contrario de muchos de los narradores actuales que redactan sus obras subiéndose a su propio tranvía, describiendo lo que sienten, lo que piensan, lo que ven y hasta lo que quisieran que ocurriera. Algunos le han dado el palo al gato y se les ha reconocido. Sin embargo, la mayoría son en tercera persona los héroes sexuales, los inteligentes, los mártires, los escritores exitosos, que describen.

    Por cierto, a veces logran atrapar la atención del lector, pero sinceramente aburren, porque cuando el lector sapiente abre su libro pasan rápido las páginas, ponen la mejor de sus buenas intenciones para seguir el texto, pero al final lo cierran y piensan qué habrá querido decir, dónde está la historia, quiénes son los personajes, adónde se dirigen y en dónde terminarán.

    Machado de Assis es un escritor que deleita. Sus historias son simples y tangibles, aunque todo sea ficción. Sus vivencias están en cada relato suyo. La heroína o el héroe de un cuento suyo puede aparecer en cualquier momento caminando por la acera del frente y el lector lo podrá ver saludar, hacerle el quite a un pequeño charco de agua y entrar a paso de tambor a la farmacia de mitad de cuadra. Uno conoce su derrotero y si por alguna razón de la trama, regresa al punto de partida, se entenderá que algo ha sucedido y entonces allí está el suspenso.

    En su cuento «Un hombre célebre», el personaje central es un músico y creador de canciones de apellido Pestana. Es el autor del momento y sus polkas, especialmente, se cantan, se bailan, se tararean y se silban por todas partes. Cuando va de regreso a su morada, por las calles desde las ventanas de las casas, se filtran los acordes de la última canción que ha escrito. Su editor siempre lo está presionando para que entregue una nueva creación. Él mismo se encargó de colocarles el título. Pestana se disgusta, pero al final reconoce que el hombre sabe mucho de las preferencias del público.

    ¿Cuál es la historia? Que se casa con una viuda tísica de veintisiete años y no fea del todo, como él mismo lo reconoce. Con ella vive una existencia, si bien no completamente feliz, al menos, tranquila, apacible, con momentos de ternura. A ambos les gusta la música, el canto y los maestros clásicos.

    ¿Qué sucede de pronto en su vida?

    Machado de Assis para contarla, recurre a cuestiones comunes, pero sabe decirlas de un modo diferente, como si nadie se las hubiese imaginado jamás.

    Es el arquetipo del narrador insigne y sus creaciones son tan frescas y creíbles, como si salieran hoy de la factoría.



    Ahora sólo queda que lean «Un hombre célebre» con los avatares del músico Pestana.




    *******************

    Ernesto Bustos GarridoAutor de la introducción: Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.




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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:52

    Cuento de Machado de Assis: Un hombre célebre



    –¿Así que usted es el señor Pestana? –preguntó la señorita Mota, haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad del gesto–: Perdóneme la confianza que me tomo, pero… ¿realmente es usted?

    Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su cumpleaños: cinco de noviembre de 1875…

    ¡Buena y alegre viuda! Amante de la risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de 1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un obsequio muy especial.

    –Usted dirá, señora.

    –Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada «Não bula comigo, Nhonhô».

    Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la consagración del silbido y el tarareo nocturno.






    continuará

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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:53

    ***

    La señorita Mota estaba lejos de suponer que aquel Pestana que ella había visto en la mesa durante la cena y después sentado al piano, metido en una levita color rapé, de cabello negro, largo y rizado, ojos vivaces y mentón rapado, era el Pestana compositor; fue una amiga quien se lo dijo, cuando lo vio dejar el piano, una vez terminada la polca. Por eso la pregunta admirativa. Ya vimos que él respondió disgustado y humillado. Pero no por eso las dos muchachas dejaron de prodigarle amabilidades, tales y tantas, que la más modesta vanidad se complacería oyéndolas; él, sin embargo, las recibió cada vez con más enfado, hasta que, alegando un dolor de cabeza, pidió disculpas y se fue. Ni ella, ni la dueña de casa, nadie logró retenerlo. Le ofrecieron remedios caseros, comodidad para que reposara; no aceptó nada, se empecinó en irse, y se fue.

    Calle adentro, caminó de prisa, con temor de que aún lo llamasen; sólo se tranquilizó después de que dobló la esquina de la Rua Formosa. Pero allí mismo lo esperaba su gran polca festiva. De una casa modesta, a la derecha, a pocos metros de distancia, brotaban las notas de la composición del día, sopladas por un clarinete. Bailaban…. Pestana se detuvo unos instantes, pensó en desandar camino, pero decidió proseguir; apuró el paso, cruzó la calle, y avanzó por la vereda opuesta a la de la casa del baile.

    Las notas se fueron perdiendo, a lo lejos, y nuestro hombre entró en la Rua do Aterrado, donde vivía. Ya cerca de su casa, vio venir a dos hombres: uno de ellos, que pasó junto a Pestana rozándolo casi, empezó a silbar la misma polca, marcialmente, con brío; el otro se unió con exactitud a él y así se fueron alejando los dos, ruidosos y alegres, mientras el autor de la pieza, desesperado, corría a encerrarse en su casa.




    continuará

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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 3 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:55

    ***


    Una vez en ella, respiró. La casa era vieja, vieja la escalera y viejo el negro que lo servía, y que se aproximó para ver si deseaba comer algo.

    –No quiero nada –vociferó Pestana–; prepárame café y vete a dormir.

    Se desnudó, vistió un camisón y fue hacia la habitación del fondo. Cuando el negro prendió la lámpara de gas del comedor, Pestana sonrió y, desde el fondo de su alma, saludó unos diez retratos que pendían de la pared. Uno solo era al óleo, el de un cura que lo había educado, que le había enseñado latín y música, y que, según los malhablados, era el propio padre de Pestana. Lo cierto es que le dejó en herencia aquella casa vieja, y los viejos trastos, que eran de la época de Pedro I. El cura había compuesto algunos motetes, le encantaba la música, sacra o profana, y esa pasión se la inculcó al muchacho, o se la transmitió a través de la sangre, si es que tenían razón los charlatanes, cosa por la que no se interesa mi historia, como podrán comprobar.

    Los demás retratos eran de compositores clásicos: Cimarosa, Mozart, Beethoven, Gluk, Bach, Schumann; y unos tres más, algunos grabados, otros litografiados, todos enmarcados torpemente y de diferentes tamaños, mal ubicados allí, como santos de una iglesia. El piano era el altar; el evangelio de la noche allí estaba abierto: era una sonata de Beethoven.

    Llegó el café; Pestana bebió la primera taza y se sentó al piano. Contempló el retrato de Beethoven, y empezó a ejecutar la sonata, totalmente compenetrado, ausente o absorto, pero con gran perfección. Repitió la pieza; luego se detuvo unos instantes, se levantó y se acercó a una de las ventanas. Volvió al piano; era el turno de Mozart, recordó un fragmento y lo ejecutó del mismo modo, con el alma perdida en la lejanía. Haydn lo llevó a la medianoche y a la segunda taza de café.








    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:56

    ***

    Entre la medianoche y la una de la mañana, Pestana prácticamente no hizo otra cosa que dejarse estar acodado en la ventana mirando las estrellas para luego entrar y contemplar los retratos. De a ratos se acercaba al piano y, de pie, hacía sonar una que otra nota suelta en el teclado, como si buscase algún pensamiento; pero el pensamiento no aparecía y él volvía a apoyarse en la ventana. Las estrellas le parecían otras tantas notas musicales fijadas en el cielo a la espera de alguien que las fuese a despegar; ya llegaría el día en que el cielo habría de quedar vacío, pero entonces la tierra sería una constelación de partituras. Ninguna imagen, fantasía o reflexión le traía el menor recuerdo de la señorita Mota que, mientras tanto, en ese mismo momento (ella) se dormía, pensando en él, autor de tantas polcas amadas.


    Tal vez la idea de casarse sustrajo, por unos segundos, a la muchacha del sueño. ¿Por qué no? Ella iba por los veinte, él andaba por los treinta; era una diferencia adecuada. La muchacha dormía al son de la polca, oía en la memoria, mientras el autor de la misma no se interesaba ni por la polca ni por la muchacha, sino por las viejas obras clásicas, interrogando al cielo y a la noche, implorando a los ángeles y en última instancia al diablo. ¿Por qué no podría él componer aunque no fuera más que una sola de aquellas páginas inmortales?

    A veces era como si estuviera por surgir de las profundidades del inconsciente una aurora de idea; él corría al piano, para desplegarla enteramente, traduciéndola en sonidos, pero era en vano, la idea se evaporaba. Otras veces, sentado al piano, dejaba correr sus dedos al acaso, queriendo ver si las fantasías brotaban de ellos, como de los de Mozart; pero nada, nada, la inspiración no llegaba, la imaginación se dejaba estar, aletargada. Y si por casualidad alguna idea irrumpía, definida y bella, era apenas el eco de alguna pieza ajena, que la memoria repetía, y que él presumía estar creando. Entonces, irritado, se incorporaba, juraba abandonar el arte, ir a plantar café o meterse a carruajero; pero diez minutos después, ahí estaba otra vez, con los ojos fijos en Mozart, emulándolo al piano.

    ***








    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:57

    ***

    Dos, tres, cuatro de la mañana. Después de las cuatro se fue a dormir; estaba cansado, desanimado, muerto; tenía que dar clase al día siguiente. Durmió poco; se despertó a las siete. Se vistió y desayunó.

    –¿Mi señor quiere el bastón o el paraguas? –preguntó el negro, siguiendo las órdenes que había recibido, porque las distracciones de su amo eran frecuentes.

    –El bastón.

    –Me parece que hoy llueve…

    –Llueve –repitió Pestana maquinalmente.

    –Parece que sí, señor, el cielo se ha oscurecido.

    Pestana miraba al negro, vagamente, perdido, preocupado. De pronto le dijo:

    –Aguarda un momento.

    Corrió al salón de los retratos, abrió el piano, se sentó y dejó correr las manos por el teclado. Empezó a tocar algo propio, algo que respondía a una oleada de inspiración real y súbita, una polca, una polca bulliciosa, como dicen los anuncios. Ninguna repulsión por parte del compositor; los dedos iban arrancando las notas, uniéndolas, barajándolas con habilidad; se diría que la musa componía y bailaba al mismo tiempo. Pestana había olvidado a sus alumnos, al negro que lo esperaba con el bastón y el paraguas, e incluso a los retratos que pendían gravemente de la pared.

    Todo él estaba abocado a la composición, tecleando o escribiendo, sin los vanos esfuerzos de la víspera, sin exasperación, sin pedir nada al cielo, sin interrogar los ojos de Mozart. Nada de tedio. Vida, gracia, novedad, brotaban del alma como de una fuente perenne.

    Poco tiempo fue preciso para que la polca estuviese hecha. Corrigió, después, algunos detalles, cuando regresó al atardecer: pero ya la tarareaba caminando por la calle. Le gustó la polca; en la composición reciente e inédita, circulaba la sangre de la paternidad y de la vocación. Dos días después fue a llevársela al editor de las otras polcas suyas, que sumarían ya unas treinta. Al editor le pareció encantadora.

    –Va a ser un gran éxito.









    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 14:58

    ***

    Se planteó entonces la cuestión del título. Pestana, cuando compuso su primera polca, en 1871, quiso darle un título poético, eligió éste: “Gotas de Sol”. El editor meneó la cabeza y le dijo que los títulos debían contribuir a facilitar la popularidad de la obra, ya sea mediante alguna alusión a una fecha festiva o a través de palabras pegadizas o graciosas, y le dio dos ejemplos: «La ley del 28 de septiembre», o «Candongas no hacen fiestas».

    –Pero ¿qué quiere decir Candongas no hacen fiestas? –preguntó el autor.

    –No quiere decir nada, pero se populariza en seguida.

    Pestana, principiante inédito todavía, rechazó las dos sugerencias y se guardó la polca; pero no pasó mucho tiempo sin que compusiese otra, y la comezón de la popularidad lo indujo a editar las dos con los títulos que al editor le pareciesen más atrayentes o apropiados. Ese fue el criterio que adoptó de allí en adelante.

    Esta vez, cuando Pestana le entregó la nueva polca, y pasaron a la cuestión del título, el editor dijo que tenía uno entre manos, desde hacía varios días, para la primera obra que le presentase, título pomposo, largo y sinuoso. Era éste: “Respetable señora, guarde su canasto”.

    –Y para la próxima polca, tengo uno especialmente reservado –agregó.

    Pestana, todavía principiante inédito, rechazó cualquiera de las sugerencias que se le formularon; el compositor puede bastarse para encontrar un título razonable. La obra, enteramente representativa en su género, original y cautivante, invitaba a bailarla y era fácil de memorizar. Ocho días bastaron para convertirlo en una celebridad. Pestana, durante los primeros, anduvo de veras enamorado de la composición, le encantaba tararearla bajito, se detenía en la calle para oír cómo la ejecutaban en alguna casa, y se enojaba cuando no la tocaban bien. De inmediato, las orquestas de teatro la ejecutaron y allá fue él a uno de ellos. Tampoco le disgustó oírla silbada, una noche, en boca de una sombra que bajaba la Rua do Aterrado.






    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Sep - 15:00

    ***


    Esa luna de miel duró apenas un cuarto menguante. Como ocurrió anteriormente, y más rápido aún, los viejos maestros retratados lo hicieron sangrar de remordimiento. Humillado y harto, Pestana arremetió contra aquella que viniera a consolarlo tantas veces, musa de ojos pícaros y gestos sensuales, fácil y graciosa. Y fue entonces cuando volvió el asco de sí mismo, el odio a quienes le pedían la nueva polca de moda, y al mismo tiempo el empeño en componer algo que tuviera sabor clásico, al menos una página, una sola, pero que pudiese ser encuadernada entre las de Bach y Schumann. Vano estudio, inútil esfuerzo. Se zambullía en aquel Jordán sin salir bautizado. Noches y noches las pasó así, confiante y empecinado, seguro de que la voluntad era todo, y que, una vez que lograse desembarazarse de la música fácil…

    –Que se vayan al infierno las polcas y que hagan bailar al diablo –dijo él un día, de madrugada, al acostarse.

    Pero las polcas no quisieron llegar tan hondo. Entraban a casa de Pestana, al salón de los retratos, irrumpían tan acabadas, que él no tenía más tiempo que el necesario para componerlas, imprimirlas después, disfrutarlas algunos días, odiarlas, y volver a las viejas fuentes, de donde nada le brotaba. En ese vaivén vivió hasta casarse, y después de casarse.


    –¿Con quién se casará? –preguntó la señorita Mota al tío escribano que le dio aquella noticia.

    –Se casará con una viuda.

    –¿Vieja?

    –Veintisiete años.

    –¿Linda?

    –No, pero tampoco fea. Oí decir que él se enamoró de ella porque la escuchó cantar en la última fiesta de San Francisco de Paula. Pero además me dijeron que ella posee otro atributo, que no es infrecuente, y que no vale menos: es tísica.







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