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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 2 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Mar Mayo 23, 2023 8:58 am

    La Serenísima República


    [Cuento - Texto completo.]



    J. M. Machado de Assis

    (Conferencia del canónigo Vargas)

    Señores míos:

    Antes de comunicaros un descubrimiento, que reputo de algún lustre para nuestro país, dejad que os agradezca la prontitud con la que acudieron a mi llamado. Sé que un interés superior os trajo aquí; pero no por eso ignoro – ya que sería ingratitud ignorarlo – que un poco de simpatía personal se mezcla con vuestra legítima curiosidad científica. Ojalá pueda corresponder a ambas.

    Mi descubrimiento no es reciente; data de fines del año 1876. No lo divulgué entonces –y, a no ser por El Globo, interesante diario de esta capital, no lo divulgaría tampoco ahora- por una razón que tendría fácil entrada en vuestro espíritu. Esta obra de las que vengo a hablaros, carece de retoques finales, de verificaciones y experiencias complementarias. Pero El Globo informó que un sabio inglés descubrió el lenguaje fónico de los insectos y cita el estudio realizado con moscas. Escribí inmediatamente a Europa y aguardo la respuesta con ansiedad. Como es cierto que, por la navegación aérea, invento del Padre Bartolomeu, es glorificado el nombre extranjero, mientras al de nuestro compatriota apenas se le puede considerar recordado por sus connaturales, decidí eludir la suerte del insigne volador, viniendo hasta esta tribuna a proclamar alto y sonoramente, ante la faz del universo, que mucho antes que aquel sabio, y fuera de las islas británicas, un modesto naturalista descubrió cosa idéntica e hizo de ella obra superior.

    Señores, voy a asombraros, como habría asombrado a Aristóteles, si le preguntase: ¿Crees que es posible dar régimen social a las arañas? Aristóteles respondería negativamente, como todos vosotros, porque es imposible creer que jamás se podría llegar a organizar socialmente este articulado arisco, solitario, apenas dispuesto al trabajo y difícilmente al amor. Pues bien, ese imposible lo logré yo.

    Oigo una risa, en medio del susurro de curiosidad. Señores, cabe vencer los preconceptos. La araña os parece inferior, justamente porque no la conocéis. Aman al perro, aprecian al gato y a la gallina, y no advierten que la araña no salta ni ladra como el perro, no maúlla como el gato, no cacarea como la gallina, no zumba ni muerde como el mosquito, no nos roba la sangre y el sueño como la pulga. Todos estos bichos son el modelo acabado del vagabundeo y el parasitismo. La misma hormiga, tan alabada por ciertas cualidades buenas, pulula en nuestra azúcar y en nuestras plantaciones, y funda su propiedad saqueando la ajena. La araña, señores, no nos aflige ni defrauda; se apodera de las moscas, nuestras enemigas; hila, teje, trabaja y muere. ¿Qué mejor ejemplo de paciencia, de orden, de previsión, de respeto y de humanidad? En cuanto a sus talentos, no hay dos opiniones. Desde Plinio hasta Darwin, los naturalistas del mundo entero forman un solo coro de admiración en torno a ese bichito, cuya maravillosa tela suele ser destruida, en menos de un minuto, por la escoba inconsciente de su criado. Yo repetiría ahora esos juicios, si me sobrase el tiempo; los materiales, empero, exceden el plazo del que dispongo por lo que me veo obligado a resumirlos. Aquí los tengo; aunque no a todos, sí a muchos; entre ellos, está esa excelente monografía de Büchner, quien con tanta sutileza estudió la vida psíquica de los animales. Citando a Darwin y a Büchner, queda claro que restrinjo el homenaje que corresponde a dos sabios de primer orden, sin, de ningún modo, absolver (y mis vestes lo proclaman) las teorías gratuitas y erróneas del materialismo.

    Sí, señores, descubrí una especie aracnidea que dispone del uso del habla; reuní algunos, después muchos de los nuevos articulados, y los organicé socialmente. El primer ejemplar de esta araña maravillosa se me apareció el día 15 de diciembre de 1876. Era tan vasta, tan colorida, tan rubia, con líneas azules, transversales, tan rápida en los movimientos, y a veces tan alegre, que atrapó totalmente mi atención. Al día siguiente vinieron otras tres, y las cuatro se apoderaron de un rincón de mi granja. Las estudié largamente; me resultaron admirables. Nada, sin embargo, puede compararse al asombro que me produjo el descubrimiento del idioma aracnideo: una lengua, señores, nada menos que una lengua rica y variada, con su estructura sintáctica, sus verbos, conjugaciones, declinaciones, casos latinos y formas onomatopéyicas; una lengua que estoy codificando gramaticalmente para uso de las academias, como lo hice sumariamente para mi propio uso. Y lo hice, notáoslo bien, venciendo dificultades aspérrimas con una paciencia extraordinaria. Veinte veces me desanimé pero el amor a la ciencia me daba fuerzas para acometer un trabajo que, hoy lo declaro, no llegaría a ser hecho dos veces en la vida del mismo hombre.





    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar Mayo 23, 2023 9:00 am





    ***

    Reservo para otro recinto la descripción técnica de mi aracnide, y el análisis de la lengua. El objeto de esta conferencia es, como ya dije, resguardar los derechos de la ciencia brasileña, por medio de una declaración oportuna; y, hecho esto, decirles además en qué reputo mi obra superior a la del sabio de Inglaterra. Debo demostrarlo y, sobre este punto, llamo su atención.

    En un mes contaba con veinte arañas; al mes siguiente, con cincuenta y cinco; en marzo de 1877 sumaban cuatrocientas noventa. Fueron dos, especialmente, las fuerzas que sirvieron para congregarlas: el uso de su idioma, desde que pude discernirlo un poco, y el sentimiento de terror que les infundí. Mi estatura, mis largas vestiduras, el uso del mismo idioma, les hicieron creer que yo era el dios de las arañas, y desde entonces me adoran. Y vean el beneficio de esta ilusión. Como las había acompañado con mucha atención y minucia anotando en un libro las observaciones que hacía, presumieron que el libro era el registro de sus pecados, y me fortalecieron aún más en la práctica de las virtudes. La flauta fue también de gran ayuda: como sabéis, o debéis saber, la música las enloquece.

    No bastaba agruparlas; era preciso darle un gobierno idóneo. Dudé en la elección; muchas de las modalidades actuales me parecían buenas, algunas excelentes, pero todas tenían en contra el hecho de que ya existían. Me explico. Una forma vigente de gobierno quedaba expuesta a comparaciones que podían disminuirla. Me era preciso, o encontrar una forma nueva, o restaurar alguna otra abandonada. Naturalmente adopté la segunda propuesta y nada me pareció más acertado que una república a la manera de Venecia, el mismo molde y hasta el mismo epíteto. Obsoleto, sin ninguna analogía, en sus rasgos generales, con cualquier otro gobierno vivo, tenía, la ventaja de un mecanismo complicado, lo que implicaba poner a prueba las aptitudes políticas de la joven sociedad.

    Otro motivo determinó mi elección. Entre las diferentes modalidades electorales de la antigua Venecia, figuraba la de la bolsa y las bolas, empleada para iniciar a los hijos de la nobleza en el servicio del Estado. Se introducían las bolas con los nombres de los candidatos en el saco y se extraía anualmente cierto número, quedando los elegidos aptos de inmediato para el ejercicio de las profesiones públicas. Este sistema hará reír a los doctores del sufragio; a mí, no. Excluye él los desvaríos de la pasión mas no fue solo por eso que la acepté; tratándose de un pueblo tan eximio en el hilado de sus telas, el uso de la bolsa electoral era de fácil adopción.

    La propuesta fue aceptada. Serenísima República les pareció un título magnífico, rozagante, expansivo, adecuado para enaltecer la obra popular.

    No diré, señores, que la obra llegó a la perfección, ni que allá llegué tan pronto. Mis discípulos no son los solarios de Campanella o los utopistas de Moro; forman un pueblo reciente, que no pueden trepar de un salto a la cima de las naciones seculares. Ni el tiempo es obrero que ceda a otro la lima o la alcotana; él hará más y mejor que las teorías del papel, válidas en el papel y mancas en la práctica. Lo que puedo asegurarles es que, no obstante las incertidumbres de la edad, ellos avanzan, contando con algunas virtudes que presumo esenciales a la duración de un Estado. Una de ellas, como ya dije, es la perseverancia, una larga paciencia de Penélope según les demostraré.




    cpntinuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar Mayo 23, 2023 9:01 am

    ***


    En efecto, desde que comprendieron que en el acto electoral estaba la base de la vida pública, trataron de ejercerlo con la mayor atención. La fabricación de la bolsa fue una obra nacional. Era una bolsa de cinco pulgadas de altura y tres de ancho, tejida con los mejores hilos, obra sólida y espesa. Para componerla, fueron aclamadas diez damas principales, que recibieron el título de madres de la república, además de otros privilegios y foros. Una obra prima, pueden creerlo. El proceso electoral es simple. Las bolas reciben los nombres de los candidatos que acreditaron ciertas condiciones, y son impresas por un oficial público, denominado “de las inscripciones”. El día de la elección, las bolas son introducidas en la bolsa y extraídas por el oficial de las extracciones, hasta reunir el número de los elegidos. Esto que era un simple proceso inicial en la antigua Venecia, sirve aquí al aprovisionamiento de todos los cargos.

    La elección se efectuó al principio con mucha regularidad pero, poco después, uno de los legisladores declaró que ella había estado viciada, por haber sido incluidas en la bolsa dos bolas con el nombre del mismo candidato. La asamblea verificó la exactitud de la denuncia, y decretó que la bolsa, hasta allí de tres pulgadas de ancho, tuviese ahora dos; limitándose la capacidad de la bolsa, se restringía el espacio para el fraude; era, se estimó lo mismo que suprimirlo. Sucedió, empero, que en la elección siguiente, un candidato no fue inscrito en la bola correspondiente, no se sabe si por descuido o por decisión del oficial público. Este declaró que no recordaba haber visto el ilustre candidato, pero agregó noblemente que no era imposible que él le hubiese facilitado su nombre; en este caso no hubo exclusión y sí distracción. La asamblea, frente a un hecho psicológico ineluctable, como es la distracción, no pudo castigar al oficia,; pero, considerando que la estrechez de la bolsa podía dar lugar a exclusiones odiosas, revocó la ley anterior y restauró las tres pulgadas.

    En ese ínterin, señores, falleció el primer magistrado, y tres ciudadanos se presentaron como candidatos al puesto, pero solo dos importantes, Hazeroth y Magog, los propios jefes del partido rectilíneo y del partido curvilíneo, respectivamente. Debo explicarles estas denominaciones. Como ellos son principalmente geómetras, es la geometría la que los divide en la política. Unos entienden que la araña debe hacer las telas con hilos rectos; estos son los del partido rectilíneo. Otros piensan, al contrario, que las telas deben ser trabajadas con hilos curvos; estos son los de partido curvilíneo. Hay, además, un tercer partido, mixto y central con este postulado: las telas deben ser tramadas en hilos rectos e hilos curvos; es el partido recto -curvilíneo. Y finalmente, una cuarta división política, el partido anti-recto-curvilíneo que hizo tábula rasa de todos los principios litigantes y propone el uso de unas telas tejidas con aire, obra transparente y leve, en las que no hay líneas de ningún tipo. Como la geometría era capaz de dividirlos, sin llegar a apasionarlos, adoptaron un estatuto simbólico. Para unas, la línea recta expresa los buenos sentimientos, la justicia, la probidad, la entereza, la constancia, etcétera, mientras que los sentimientos malos o inferiores, como la adulación, el fraude, la deslealtad, la perfidia, son perfectamente curvos. Los adversarios responden que no, que la línea curva es la de la virtud y la del saber, porque es la expresión de la modestia y de la humildad; al contrario, la ignorancia, la presunción, la necedad, la fanfarronería, son rectas, duramente rectas. El tercer partido, menos angulosos, menos exclusivista, desbastó la exageración de unos y otros, combinó los contrastes y proclamó la simultaneidad de las líneas como la exacta copia del mundo físico y moral. El cuarto se limita a negar todo.

    Ni Hazeroth ni Magog fueron elegidos. Sus bolas fueron extraídas de la bolsa, es cierto, pero fueron descalificadas; la del primero, por faltarle la primera letra del nombre; la del segundo, por faltarle la última. El nombre restante y triunfante era el de un argentario ambicioso, político oscuro, que se encaramó enseguida en la silla poltrona ducal, para asombro general de la república. Pero los vencidos no se durmieron en los laureles del vencedor: exigieron una investigación. La investigación mostró que el oficial de las inscripciones había viciado intencionalmente la ortografía de sus nombres. El oficial confesó el defecto y la intención, pero los explicó diciendo que se trataba de una simple elipsis; delito, si lo era, puramente literario. Al no ser posible perseguir a nadie por errores de ortografía o figuras de retórica, pareció acertado rever la ley. Ese mismo día quedó decretado que la bolsa sería confeccionada en un tejido de red, a través del cual las bolsas podrían ser leídas por el público, e, ipso facto, por los mismo candidatos, quienes así tendrían tiempo de corregir las inscripciones.

    Desgraciadamente, señores, el comentario de la ley es la eterna malicia. La misma puerta abierta a la lealtad sirvió a la astucia de un cierto Nabiga, que se conchabó con el oficial de las extracciones, para tener un lugar en la asamblea. La vacante era una, los candidatos tres; el oficial extrajo las bolas con los ojos en su cómplice, quien solo dejó de menear negativamente la cabeza cuando la bola extraída sería la suya. No era preciso más para condenar la idea de las redes. La asamblea, con ejemplar paciencia, restauró el tejido espeso del régimen anterior pero, para evitar otras elipsis, decretó que solo serían válidas las bolas cuyas inscripciones fueran incorrectas en el caso de que cinco personas jurasen que el nombre inscrito era realmente el del candidato.

    Este nuevo estatuto dio lugar a un suceso igualmente nuevo e imprevisto, como enseguida verán. Se trató de elegir un recolector de contribuciones funcionario encargado de cobrar las rentas públicas, bajo la forma de contribuciones voluntarias. Eran candidatos, entre otros, un cierto Caneca y un tal Nebraska. La bola extraída fue la de Nebraska. Estaba en malas condiciones, es verdad, ya que le faltaba la última letra; pero cinco testimonios juraron, en los términos de la ley, que el elegido era el propio y el único Nebraska de la república. Todo parecía terminado, cuando el candidato Caneca requirió que se le dejara probar que la bola extraída no traía el nombre de Nebraska, sino el de él. El juez de paz difirió la petición. Vino entonces un filólogo –tal vez el primero de la república, además de buen metafísico y no vulgar matemático- el cual probó la cosa en estos términos:

    -En primer lugar- dijo él-debéis notar que no es fortuita la ausencia de la última letra del nombre de Nebraska. ¿Por qué motivo fue el inscrito de manera incompleta? No se puede decir que por fatiga o amor a la brevedad, pues solo falta la última letra, una simple a. ¿Carencia de espacio? Tampoco, mirad: hay aún espacio para dos o tres sílabas. En consecuencia, la falta es intencional, y la intención no puede ser otra que la de llamar la atención del lector sobre la letra k, última a ser escrita desamparada, soltera, sin sentido. Pues bien, por un efecto mental, que ninguna ley destruyó, la letra se reproduce en el cerebro de dos modos, en forma gráfica, y en forma sonora; k y ca. La falla, pues, en el nombre escrito, que atrae los ojos sobre la letra final, incrusta de inmediato en el cerebro esta primera sílaba: K. Teniendo esto en cuenta, el movimiento natural de espíritu es leer el nombre completo; se vuelve así al principio, a la inicial ne, del nombre Nebrask-Cane. Resta la sílaba del medio, bras, cuya reducción a esta otra sílaba ca, última del nombre Caneca, es la cosa más demostrable del mundo. Y, sin embargo, no la demostraré, ya que os falta la preparación necesaria para el justo entendimiento de la significación espiritual o filosófica de la sílaba, sus orígenes y efectos, fases, modificaciones, consecuencias lógicas y sintácticas, deductivas o inductivas, simbólicas y otras. Pero, supuesta la demostración, ahí queda la última prueba, evidente, clara, de mi afirmación primera por la anexión de la sílaba ca a las dos Cane, dando por resultado el nombre Caneca.

    La ley fue enmendada, señores, quedando abolida la facultad de la prueba testimonial e interpretativa de los textos, e introduciéndose una innovación: el corte simultáneo de media pulgada en la altura y otra media en la anchura de la bolsa. Esta enmienda no impidió un pequeño abuso en la elección de dos alcaldes, y a la bolsa le fueron restituidas sus primitivas dimensiones, dándole, sin embargo, forma triangular. Comprenderéis que esta forma acarreaba una consecuencia: quedaban muchas bolas al fondo. De allí que se adoptara la forma cilíndrica; más tarde se le dio el aspecto de una ampolleta, cuyo inconveniente, según se reconoció, consistía en que era igual al triángulo, y entonces se adoptó la forma de un cuarto lunar creciente, etcétera. Muchos abusos, descuidos y lagunas tienden a desaparecer, y el resto tendrá igual destino, no completamente, es cierto, pues la perfección no es de este mundo, pero en la medida y en los términos del consejo de uno de los más circunspectos ciudadanos de mi república, Erasmus, cuyo último discurso lamento no poder ofreceros íntegramente. Encargado de notificar la última resolución legislativa a las diez damas, incumbidas de tejer la bolsa electoral, Erasmus les contó la fábula de Penélope que hacía y deshacía la famosa tela, a la espera del esposo Ulises.

    —Vosotras sois la Penélope de nuestra república -dijo él al terminar- tienen la misma castidad, paciencia y talentos. Rehagan la bolsa, amigas mías, rehagan la bolsa hasta que Ulises, cansado de vagar, venga a ocupar entre nosotros el lugar que le cabe. Ulises es la sapiencia.

    *FIN*

    “Idéias de canário”,
    Gazeta de Notícias, 1882




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    Mensaje por Maria Lua Miér Mayo 24, 2023 3:41 pm

    Misa de gallo


    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis


    Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.

    La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.

    A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.

    ¡Qué buena Concepción! La llamaban santa, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecía mahometana; bien habría aceptado un harén, con las apariencias guardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonaba todo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.

    Aquella noche el escribano había ido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya en Mangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para ver la misa de gallo en la Corte. La familia se recogió a la hora de costumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahí pasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.

    -Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted todo este tiempo? -me preguntó la madre de Concepción.

    -Leer, doña Ignacia.

    Llevaba conmigo una novela, Los tres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio. Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz de un quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballo de D’Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebrio de Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbran hacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, de casualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de la sala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse en la puerta, era Concepción.

    -¿Todavía no se ha ido? -preguntó.

    -No, parece que aún no es medianoche.

    -¡Qué paciencia!

    Concepción entró en la sala, arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a la cintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida de mi novela de aventuras.

    Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Le pregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ella respondió enseguida:

    -¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yo sola.

    La encaré y dudé de su respuesta. Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haber empezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría un significado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertir que precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese para no preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.

    -Pero la hora ya debe de estar cerca.

    -¡Qué paciencia la suya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedo las almas del otro mundo?

    Observé que se asustaba al verme.

    -Cuando escuché pasos, me pareció raro; pero usted apareció enseguida.

    -¿Qué estaba leyendo? No me diga, ya sé, es la novela de los mosqueteros.

    -Justamente; es muy bonita.

    -¿Le gustan las novelas?

    -Sí.

    -¿Ya leyó La morenita?

    -¿Del doctor Macedo? La tengo allá en Mangaratiba.

    -A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?

    Comencé a nombrar algunas. Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metía los ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos. Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunos segundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y se apoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de la silla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.

    “Tal vez esté aburrida”, pensé.

    Y luego añadí en voz alta:

    -Doña Concepción, creo que se va llegando la hora, y yo…

    -No, no, todavía es temprano. Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si no duerme de noche es capaz de no dormir de día?

    -Lo he hecho.

    -Yo no; si no duermo una noche, al otro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también es que me estoy haciendo vieja.

    -Qué vieja ni qué nada doña Concepción.

    Mi expresión fue tan emotiva que la hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudes tranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado de la sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba una impresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no se qué cadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; ese gesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se detenía algunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugar algún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa de por medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresa de encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía, es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me la quería perder.

    -Es la misma misa de pueblo; todas las misas se parecen.

    -Ya lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Oiga, la semana santa en la Corte es más bonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, y las de San Antonio…

    Poco a poco se había inclinado; apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entre sus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caían naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menos delgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era una novedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia de Concepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo lo que pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas que se me ocurrían.

    Hablaba enmendando los temas, sin saber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo para hacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todos iguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aire interrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:

    -¡Más bajo! Mamá puede despertarse.

    Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a mi lado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de las chinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bata era larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras.

    Concepción dijo bajito:

    -Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.

    -Yo también soy así.

    -¿Cómo? -preguntó ella inclinando el cuerpo para escuchar mejor.

    Fui a sentarme en la silla que quedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rió de la coincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.

    -Hay ocasiones en que soy igual a mamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la cama a lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.

    -Fue lo que le pasó hoy.

    -No, no -me interrumpió ella.

    No entendí la negativa; puede ser que ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de la bata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de una historia de sueños y me aseguró que únicamente había tenido una pesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla se fue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuenta ni de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba de nuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:

    -Más bajo, más bajo.

    Había también unas pausas. Dos o tres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por un instante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiese cerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de lo embebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió a cerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una de ésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas era simpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazos cruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé que iba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese un escalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde me encontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo que quedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de la pared.

    -Estos cuadros se están haciendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.

    Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representaba a “Cleopatra”; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.

    -Son bonitos -dije.

    -Son bonitos, pero están manchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Estas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o de barbero.

    -¿De barbero? Usted no ha ido a ninguna barbería.

    -Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Es lo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo quiero, está en mi oratorio.

    La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocaba pereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unas anécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que, desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no eran nada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.

    Y ahora no se cambiaba de lugar, como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.

    -Necesitamos cambiar el tapiz de la sala -dijo poco después, como si hablara consigo misma.

    Estuve de acuerdo para decir alguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que sea que fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabar la charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y los desviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera que me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo los ojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencio era total.

    Llegamos a quedarnos por algún tiempo -no puedo decir cuánto- completamente callados. El rumor, único y escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó de aquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontré la manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, por fuera, y una voz que gritaba: “¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!”

    -Allí está su compañero, qué gracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene a despertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.

    -¿De verdad? -pregunté.

    -Claro.

    -¡Misa de gallo! -repitieron desde afuera, golpeando.

    -Vaya, vaya, no se haga esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.

    Y con la misma cadencia del cuerpo, Concepción entró por el corredor adentro, pisaba mansamente. Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos de allí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe esto por mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar la curiosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de la víspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río de Janeiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía. Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré. Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de su marido.

    FIN

    “Missa do galo”,
    A Semana, 1894




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    Mensaje por Maria Lua Sáb Mayo 27, 2023 3:43 pm

    Miss Dollar

    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis
    I


    Era conveniente para el relato que el lector permaneciera mucho tiempo sin saber quién era Miss Dollar. Pero por otro lado, sin la presentación de Miss Dollar, el autor se vería obligado a largas digresiones, que llenarían el papel sin hacer progresar la acción. No hay duda posible: voy a presentarles a Miss Dollar.

    Si el lector es un muchacho propenso a la melancolía, se imaginará que Miss Dollar es una inglesa pálida y delgada, escasa de carnes y de sangre, abriendo a flor de rostro dos grandes ojos azules y sacudiendo al viento unas largas trenzas rubias. O bien presumirá que la muchacha en cuestión debe ser vaporosa e ideal como una creación de Shakespeare; debe ser la antítesis del roastbeef británico, con que el Reino Unido nutre su libertad. Una Miss Dollar así debe conocer al poeta Tennyson de memoria y leer a Lamartine en el original: si sabe portugués, debe gozar con la lectura de los sonetos de Camões o los Cantos de Gonçalves Dias. El té y la leche deben ser la alimentación de semejante criatura, adicionándosele algunos bocadillos y bizcochos para salir al paso de las urgencias del estómago. Su voz debe ser un murmullo de arpa eolia; su amor un desmayo, su vida una contemplación, su muerte un suspiro.

    La figura es poética, pero no es la de la heroína de este relato.

    Supongamos que el lector no sea dado a estos devaneos y melancolías; en ese caso imaginará, una Miss Dollar totalmente diferente de la otra. Esta vez será una robusta americana, con las mejillas arrebatadas por la sangre, formas redondeadas, ojos vivos y ardientes, mujer hecha, robusta y perfecta.

    Amiga de la buena mesa y del buen trago, esta Miss Dollar preferirá un cuarto de cordero a una página de Longfellow, cosa naturalísima cuando el estómago reclama, y nunca llegará a comprender la poesía del atardecer. Será una buena madre de familia según la doctrina de algunos clérigos-maestros de la civilización, es decir, fecunda e ignorante.

    Ya no será del mismo parecer el lector que haya cruzado la segunda juventud y vea entre sí una vejez sin recursos. Para él, la Miss Dollar verdaderamente digna de algunas páginas sería una inglesa de cincuenta años, dotada de unas mil libras esterlinas, y que, habiendo llegado al Brasil en busca de tema para escribir una novela, realizase un verdadero romance, casándose con el lector en cuestión. Semejante Miss Dollar estaría incompleta si no tuviera anteojos oscuros y un gran mechón de pelo gris en cada sien. Guantes de encaje blanco y sombrero de lino en forma de calabaza, serían los retoques finales de este magnífico de ultramar.

    Más astuto que otros, acude un lector que dice que la heroína del relato no es ni fue inglesa, sino brasileña por los cuatro costados, y que el nombre de Miss Dollar responde simplemente al hecho de que la muchacha es rica.

    El descubrimiento sería oportunísimo si fuera exacto; desgraciadamente ni esta ni las otras apreciaciones lo son. La Miss Dollar del relato no es la niña romántica ni la mujer robusta, ni la vieja literata, ni la brasileña rica. Falla esta vez la proverbial perspicacia de los lectores: Miss Dollar es una perrita galga.

    Seguramente, la índole de la heroína determinará que algunas personas pierdan el interés por el relato. Error inexcusable. Miss Dollar, a pesar de no ser más que una perrita galga, tuvo el honor de ver su nombre en los diarios, antes de encontrar su lugar en este libro. El Diario del Comercio y el Correo Mercantil publicaron en la columna de los avisos las siguientes líneas reverberantes de promesas:

    Se extravió una perrita galga, en la noche de ayer, 30. Responde al nombre de Miss Dollar. Quien la haya encontrado y quiera llevarla a la calle de Mata-Cavalos Nº…., recibirá doscientos mil réis de recompensa. Miss Dollar tiene un collar en el cuello cerrado por un candado en el que se leen las siguientes palabras: “De tout mon coeur”.

    Todos los que sentían necesidad apremiante de obtener los doscientos mil réis y tuvieron la felicidad de leer aquel anuncio recorrieron con atención las calles de Río de Janeiro, a ver si daban con la fugitiva Miss Dollar. Galgo que aparecía a lo lejos era perseguido con tenacidad hasta que se verificara que no era el animal buscado. Pero toda esta cacería de los doscientos mil réis era completamente inútil, ya que, el día que salió el aviso, Miss Dollar estaba alojada en la casa de un individuo que vivía en Cajueiros y que se dedicaba a coleccionar perros.)




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 7:20 pm

    II

    Cuáles eran las razones que indujeron al Doctor Mendonça a coleccionar perros, es cosa que nadie podía decir; unos opinaban que no se trataba de otra cosa que pasión por ese símbolo de la fidelidad o del servilismo; otros creían, más bien, que sintiéndose profundamente decepcionado por los hombres, Mendonça, encontró consuelo en la adoración de los perros.

    Sean cuales fueran las razones, lo cierto es que nadie contaba con una colección más bonita y variada que él. Los había de todas las razas, tamaños y colores. Los cuidaba como si fuesen sus hijos; si alguno se le moría se ponía melancólico. Casi podría decirse que, en el espíritu de Mendonça, el perro pesaba tanto como el amor, según una expresión célebre: sacad del mundo al perro y el mundo será un yermo.

    El lector superficial concluirá aquí que nuestro Mendonça era un hombre excéntrico. No lo era. Mendonça era un hombre común; le gustaban los perros como a otros les gustan las flores. Sus perros eran sus rosas y violetas; los cultivaba con el mismo esmero. También le gustaban las flores; pero le agradaban en tanto las viese en las plantas donde nacían: podar un jardín o enjaular un canario le parecía idéntico atentado.

    Era el Dr. Mendonça hombre de treinta y cuatro años, bien parecido, de modales francos y distinguidos. Se había graduado en Medicina, durante un tiempo atendió pacientes y su clínica ya había adquirido cierto prestigio cuando sobrevino una epidemia en la capital. El Dr. Mendonça inventó un elixir contra la enfermedad, y tan excelente era el elixir que el autor ganó un buen par de miles de réis. Ahora ejercía la medicina como aficionado. Tenía cuanto necesitaba para sí y su familia. La familia estaba integrada por los animales arriba citados.

    En la inmemorable noche en que se extravió Miss Dollar, volvía Mendonça a su casa cuando tuvo la ventura de encontrar a la fugitiva en el Rocío. La perrita empezó a seguirlo y él, advirtiendo que el animal no tenía dueño visible, lo llevó a Cajueiros.

    Apenas llegó a su casa, examinó a la galga cuidadosamente. Miss Dollar era realmente una joya; tenía las formas estilizadas y graciosas de su hidalga raza; los ojos castaños y aterciopelados parecían expresar la más completa felicidad de este mundo… tan alegres y serenos eran. Mendonça la contempló y examinó cuidadosamente. Leyó el dístico del candado que cerraba el collar y se convenció finalmente que era un animal muy querido por parte de quien quiera que fuese su dueño.

    —Si no aparece el dueño me quedaré con ella- dijo él entregando a Miss Dollar al muchacho encargado de los perros.

    El muchacho trató de darle de comer a la perrita mientras Mendonça planificaba un buen futuro para la nueva huésped, cuya raza debía perpetuarse en la casa.

    El plan de Mendonça duró lo que duran los sueños: el espacio de una noche. Al día siguiente, leyendo los diarios, vio el aviso transcripto líneas arriba, prometiendo doscientos mil réis a quien entregara la perrita extraviada. Su pasión por los perros le dio la medida del dolor que debía padecer el dueño o la dueña de Miss Dollar, ya que llegaba a ofrecer doscientos mil réis de gratificación a quien devolviese a la galga. Consecuentemente, decidió devolverla, con enorme congoja de su corazón. Llegó a vacilar por algunos instantes; pero al final vencieron los sentimientos de probidad y compasión, que eran el rasgo definitivo de aquella alma. Y, como si le costase despedirse del animal, todavía reciente en la casa, se dispuso a entregarlo personalmente, y para tal fin se preparó. Almorzó, y después de averiguar bien si Miss Dollar lo había hecho también, salieron ambos de casa en dirección a Mata-Cavalos.

    En aquel tiempo, el Barón de Amazonas todavía no había logrado la independencia de las repúblicas platenses mediante la victoria del Riachuelo, nombre con el cual más tarde la Cámara Municipal designo a la Rua de Mata-Cavalos. Regía, por lo tanto, el nombre tradicional de la calle, que por lo demás no respondía a nada específico.

    La casa cuyo número aparecía indicado en el aviso tenía agradable aspecto e indicaba cierta opulencia por parte de quien en ella vivía. Ya antes de que Mendonça golpease las manos en el corredor, Miss Dollar, reconociendo el lugar, empezó a saltar de alegría y a proferir unos sonidos contentos y guturales que, si hubiese entre los perros literatura, debían conformar un himno de acción de gracias.

    Se acercó un muchachito a ver quién era; Mendonça dijo que venía a restituir la perrita perdida. Se iluminó el rostro del jovencito, que corrió a anunciar la buena nueva. Miss Dollar, aprovechando un descuido, se precipitó escaleras arriba. Se disponía Mendonça a partir, pues ya estaba cumplida su tarea, cuando el muchachito regresó para decirle que subiese y aguardase en el salón.

    En el salón no había nadie. Hay quienes, contando en sus residencias con salas elegantemente dispuestas, suelen dar a sus visitas tiempo suficiente para que las puedan admirar, antes de ingresar en ellas para saludarlas. Es bien posible que esa fuese la costumbre de los dueños de esa casa, pero en esa oportunidad de muy otro modo ocurrieron las cosas, ya que apenas el médico traspuso la puerta del corredor, se recostó, contra el marco de otra interior, una anciana con Miss Dollar en los brazos y la alegría estampada en el rostro.

    —Tenga la bondad de sentarse —dijo ella señalándole una silla a Mendonça.

    —Me demoré lo menos que pude —dijo el médico sentándose—. Vine a traer la perrita que está conmigo desde ayer…

    —No se imagina la tristeza que causó en la casa la usencia de Miss Dollar.

    —Lo imagino, señora; yo también amo a los perros, y si mi faltara alguno lo sentiría profundamente. En cuanto a su perrita…

    —¡Perdón!-interrumpió la anciana—; Miss Dollar no es mía, es de mi sobrina.

    —¡Ah!…

    —Aquí está ella.

    Mendonça se incorporó en el preciso instante en que entraba a la sala la sobrina en cuestión. Era una muchacha que aparentaba unos veintiocho años, en la plenitud de su belleza; una de esas mujeres que permitían prever una vejez tardía e imponente. El vestido de seda oscura le daba singular realce al color inmensamente blanco de su piel. Era juvenil el vestido, lo que aumentaba la majestad del porte y de la estatura. El corpiño del vestido le cubría hasta el cuello, pero se adivinaba por debajo de la seda un hermoso tronco de mármol modelado por un escultor divino. Los cabellos castaños y naturalmente ondulados estaban peinados con esa simplicidad casera, que es la mejor de todas las modas conocidas; ornaban graciosamente su frente como una corona donada por la naturaleza. La extrema blancura de la piel no presentaba el menor matiz sonrosado que armonizara o contrastara con él. La boca era pequeña y tenía una cierta expresión imperativa; pero el rasgo distintivo por excelencia de aquel rostro, lo que más atrapaba la mirada de quien lo contemplase, eran los ojos; imagínense dos esmeraldas nadando en leche.

    Mendonça nunca había visto ojos verdes en toda su vida; dijéronle que existían ojos verde, y él sabía de memoria, apropósito de ellos, unos versos célebres de Gonçalves Dias; pero hasta entonces, tales ojos seguían siendo para él lo mismo que el ave fénix de los antiguos. Un día, conversando con unos amigos a propósito de esto, afirmaba que si alguna vez encontrase un par de ojos verdes huiría de ellos con terror.

    —¿Por qué?- le preguntó sorprendido uno de sus interlocutores.

    —El verde es el color del mar —respondió Mendonça—, evito las tempestades de uno; evitaré también las tempestades de los otros.

    Yo dejo a criterio del lector todo pronunciamiento acerca de esta peculiaridad de Mendonça, que por lo demás es preciosa en el sentido de Molière.







    continuará


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