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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 2 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Mar 23 Mayo 2023, 08:58

    La Serenísima República


    [Cuento - Texto completo.]



    J. M. Machado de Assis

    (Conferencia del canónigo Vargas)

    Señores míos:

    Antes de comunicaros un descubrimiento, que reputo de algún lustre para nuestro país, dejad que os agradezca la prontitud con la que acudieron a mi llamado. Sé que un interés superior os trajo aquí; pero no por eso ignoro – ya que sería ingratitud ignorarlo – que un poco de simpatía personal se mezcla con vuestra legítima curiosidad científica. Ojalá pueda corresponder a ambas.

    Mi descubrimiento no es reciente; data de fines del año 1876. No lo divulgué entonces –y, a no ser por El Globo, interesante diario de esta capital, no lo divulgaría tampoco ahora- por una razón que tendría fácil entrada en vuestro espíritu. Esta obra de las que vengo a hablaros, carece de retoques finales, de verificaciones y experiencias complementarias. Pero El Globo informó que un sabio inglés descubrió el lenguaje fónico de los insectos y cita el estudio realizado con moscas. Escribí inmediatamente a Europa y aguardo la respuesta con ansiedad. Como es cierto que, por la navegación aérea, invento del Padre Bartolomeu, es glorificado el nombre extranjero, mientras al de nuestro compatriota apenas se le puede considerar recordado por sus connaturales, decidí eludir la suerte del insigne volador, viniendo hasta esta tribuna a proclamar alto y sonoramente, ante la faz del universo, que mucho antes que aquel sabio, y fuera de las islas británicas, un modesto naturalista descubrió cosa idéntica e hizo de ella obra superior.

    Señores, voy a asombraros, como habría asombrado a Aristóteles, si le preguntase: ¿Crees que es posible dar régimen social a las arañas? Aristóteles respondería negativamente, como todos vosotros, porque es imposible creer que jamás se podría llegar a organizar socialmente este articulado arisco, solitario, apenas dispuesto al trabajo y difícilmente al amor. Pues bien, ese imposible lo logré yo.

    Oigo una risa, en medio del susurro de curiosidad. Señores, cabe vencer los preconceptos. La araña os parece inferior, justamente porque no la conocéis. Aman al perro, aprecian al gato y a la gallina, y no advierten que la araña no salta ni ladra como el perro, no maúlla como el gato, no cacarea como la gallina, no zumba ni muerde como el mosquito, no nos roba la sangre y el sueño como la pulga. Todos estos bichos son el modelo acabado del vagabundeo y el parasitismo. La misma hormiga, tan alabada por ciertas cualidades buenas, pulula en nuestra azúcar y en nuestras plantaciones, y funda su propiedad saqueando la ajena. La araña, señores, no nos aflige ni defrauda; se apodera de las moscas, nuestras enemigas; hila, teje, trabaja y muere. ¿Qué mejor ejemplo de paciencia, de orden, de previsión, de respeto y de humanidad? En cuanto a sus talentos, no hay dos opiniones. Desde Plinio hasta Darwin, los naturalistas del mundo entero forman un solo coro de admiración en torno a ese bichito, cuya maravillosa tela suele ser destruida, en menos de un minuto, por la escoba inconsciente de su criado. Yo repetiría ahora esos juicios, si me sobrase el tiempo; los materiales, empero, exceden el plazo del que dispongo por lo que me veo obligado a resumirlos. Aquí los tengo; aunque no a todos, sí a muchos; entre ellos, está esa excelente monografía de Büchner, quien con tanta sutileza estudió la vida psíquica de los animales. Citando a Darwin y a Büchner, queda claro que restrinjo el homenaje que corresponde a dos sabios de primer orden, sin, de ningún modo, absolver (y mis vestes lo proclaman) las teorías gratuitas y erróneas del materialismo.

    Sí, señores, descubrí una especie aracnidea que dispone del uso del habla; reuní algunos, después muchos de los nuevos articulados, y los organicé socialmente. El primer ejemplar de esta araña maravillosa se me apareció el día 15 de diciembre de 1876. Era tan vasta, tan colorida, tan rubia, con líneas azules, transversales, tan rápida en los movimientos, y a veces tan alegre, que atrapó totalmente mi atención. Al día siguiente vinieron otras tres, y las cuatro se apoderaron de un rincón de mi granja. Las estudié largamente; me resultaron admirables. Nada, sin embargo, puede compararse al asombro que me produjo el descubrimiento del idioma aracnideo: una lengua, señores, nada menos que una lengua rica y variada, con su estructura sintáctica, sus verbos, conjugaciones, declinaciones, casos latinos y formas onomatopéyicas; una lengua que estoy codificando gramaticalmente para uso de las academias, como lo hice sumariamente para mi propio uso. Y lo hice, notáoslo bien, venciendo dificultades aspérrimas con una paciencia extraordinaria. Veinte veces me desanimé pero el amor a la ciencia me daba fuerzas para acometer un trabajo que, hoy lo declaro, no llegaría a ser hecho dos veces en la vida del mismo hombre.





    continuará


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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 2 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Mar 23 Mayo 2023, 09:00





    ***

    Reservo para otro recinto la descripción técnica de mi aracnide, y el análisis de la lengua. El objeto de esta conferencia es, como ya dije, resguardar los derechos de la ciencia brasileña, por medio de una declaración oportuna; y, hecho esto, decirles además en qué reputo mi obra superior a la del sabio de Inglaterra. Debo demostrarlo y, sobre este punto, llamo su atención.

    En un mes contaba con veinte arañas; al mes siguiente, con cincuenta y cinco; en marzo de 1877 sumaban cuatrocientas noventa. Fueron dos, especialmente, las fuerzas que sirvieron para congregarlas: el uso de su idioma, desde que pude discernirlo un poco, y el sentimiento de terror que les infundí. Mi estatura, mis largas vestiduras, el uso del mismo idioma, les hicieron creer que yo era el dios de las arañas, y desde entonces me adoran. Y vean el beneficio de esta ilusión. Como las había acompañado con mucha atención y minucia anotando en un libro las observaciones que hacía, presumieron que el libro era el registro de sus pecados, y me fortalecieron aún más en la práctica de las virtudes. La flauta fue también de gran ayuda: como sabéis, o debéis saber, la música las enloquece.

    No bastaba agruparlas; era preciso darle un gobierno idóneo. Dudé en la elección; muchas de las modalidades actuales me parecían buenas, algunas excelentes, pero todas tenían en contra el hecho de que ya existían. Me explico. Una forma vigente de gobierno quedaba expuesta a comparaciones que podían disminuirla. Me era preciso, o encontrar una forma nueva, o restaurar alguna otra abandonada. Naturalmente adopté la segunda propuesta y nada me pareció más acertado que una república a la manera de Venecia, el mismo molde y hasta el mismo epíteto. Obsoleto, sin ninguna analogía, en sus rasgos generales, con cualquier otro gobierno vivo, tenía, la ventaja de un mecanismo complicado, lo que implicaba poner a prueba las aptitudes políticas de la joven sociedad.

    Otro motivo determinó mi elección. Entre las diferentes modalidades electorales de la antigua Venecia, figuraba la de la bolsa y las bolas, empleada para iniciar a los hijos de la nobleza en el servicio del Estado. Se introducían las bolas con los nombres de los candidatos en el saco y se extraía anualmente cierto número, quedando los elegidos aptos de inmediato para el ejercicio de las profesiones públicas. Este sistema hará reír a los doctores del sufragio; a mí, no. Excluye él los desvaríos de la pasión mas no fue solo por eso que la acepté; tratándose de un pueblo tan eximio en el hilado de sus telas, el uso de la bolsa electoral era de fácil adopción.

    La propuesta fue aceptada. Serenísima República les pareció un título magnífico, rozagante, expansivo, adecuado para enaltecer la obra popular.

    No diré, señores, que la obra llegó a la perfección, ni que allá llegué tan pronto. Mis discípulos no son los solarios de Campanella o los utopistas de Moro; forman un pueblo reciente, que no pueden trepar de un salto a la cima de las naciones seculares. Ni el tiempo es obrero que ceda a otro la lima o la alcotana; él hará más y mejor que las teorías del papel, válidas en el papel y mancas en la práctica. Lo que puedo asegurarles es que, no obstante las incertidumbres de la edad, ellos avanzan, contando con algunas virtudes que presumo esenciales a la duración de un Estado. Una de ellas, como ya dije, es la perseverancia, una larga paciencia de Penélope según les demostraré.




    cpntinuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar 23 Mayo 2023, 09:01

    ***


    En efecto, desde que comprendieron que en el acto electoral estaba la base de la vida pública, trataron de ejercerlo con la mayor atención. La fabricación de la bolsa fue una obra nacional. Era una bolsa de cinco pulgadas de altura y tres de ancho, tejida con los mejores hilos, obra sólida y espesa. Para componerla, fueron aclamadas diez damas principales, que recibieron el título de madres de la república, además de otros privilegios y foros. Una obra prima, pueden creerlo. El proceso electoral es simple. Las bolas reciben los nombres de los candidatos que acreditaron ciertas condiciones, y son impresas por un oficial público, denominado “de las inscripciones”. El día de la elección, las bolas son introducidas en la bolsa y extraídas por el oficial de las extracciones, hasta reunir el número de los elegidos. Esto que era un simple proceso inicial en la antigua Venecia, sirve aquí al aprovisionamiento de todos los cargos.

    La elección se efectuó al principio con mucha regularidad pero, poco después, uno de los legisladores declaró que ella había estado viciada, por haber sido incluidas en la bolsa dos bolas con el nombre del mismo candidato. La asamblea verificó la exactitud de la denuncia, y decretó que la bolsa, hasta allí de tres pulgadas de ancho, tuviese ahora dos; limitándose la capacidad de la bolsa, se restringía el espacio para el fraude; era, se estimó lo mismo que suprimirlo. Sucedió, empero, que en la elección siguiente, un candidato no fue inscrito en la bola correspondiente, no se sabe si por descuido o por decisión del oficial público. Este declaró que no recordaba haber visto el ilustre candidato, pero agregó noblemente que no era imposible que él le hubiese facilitado su nombre; en este caso no hubo exclusión y sí distracción. La asamblea, frente a un hecho psicológico ineluctable, como es la distracción, no pudo castigar al oficia,; pero, considerando que la estrechez de la bolsa podía dar lugar a exclusiones odiosas, revocó la ley anterior y restauró las tres pulgadas.

    En ese ínterin, señores, falleció el primer magistrado, y tres ciudadanos se presentaron como candidatos al puesto, pero solo dos importantes, Hazeroth y Magog, los propios jefes del partido rectilíneo y del partido curvilíneo, respectivamente. Debo explicarles estas denominaciones. Como ellos son principalmente geómetras, es la geometría la que los divide en la política. Unos entienden que la araña debe hacer las telas con hilos rectos; estos son los del partido rectilíneo. Otros piensan, al contrario, que las telas deben ser trabajadas con hilos curvos; estos son los de partido curvilíneo. Hay, además, un tercer partido, mixto y central con este postulado: las telas deben ser tramadas en hilos rectos e hilos curvos; es el partido recto -curvilíneo. Y finalmente, una cuarta división política, el partido anti-recto-curvilíneo que hizo tábula rasa de todos los principios litigantes y propone el uso de unas telas tejidas con aire, obra transparente y leve, en las que no hay líneas de ningún tipo. Como la geometría era capaz de dividirlos, sin llegar a apasionarlos, adoptaron un estatuto simbólico. Para unas, la línea recta expresa los buenos sentimientos, la justicia, la probidad, la entereza, la constancia, etcétera, mientras que los sentimientos malos o inferiores, como la adulación, el fraude, la deslealtad, la perfidia, son perfectamente curvos. Los adversarios responden que no, que la línea curva es la de la virtud y la del saber, porque es la expresión de la modestia y de la humildad; al contrario, la ignorancia, la presunción, la necedad, la fanfarronería, son rectas, duramente rectas. El tercer partido, menos angulosos, menos exclusivista, desbastó la exageración de unos y otros, combinó los contrastes y proclamó la simultaneidad de las líneas como la exacta copia del mundo físico y moral. El cuarto se limita a negar todo.

    Ni Hazeroth ni Magog fueron elegidos. Sus bolas fueron extraídas de la bolsa, es cierto, pero fueron descalificadas; la del primero, por faltarle la primera letra del nombre; la del segundo, por faltarle la última. El nombre restante y triunfante era el de un argentario ambicioso, político oscuro, que se encaramó enseguida en la silla poltrona ducal, para asombro general de la república. Pero los vencidos no se durmieron en los laureles del vencedor: exigieron una investigación. La investigación mostró que el oficial de las inscripciones había viciado intencionalmente la ortografía de sus nombres. El oficial confesó el defecto y la intención, pero los explicó diciendo que se trataba de una simple elipsis; delito, si lo era, puramente literario. Al no ser posible perseguir a nadie por errores de ortografía o figuras de retórica, pareció acertado rever la ley. Ese mismo día quedó decretado que la bolsa sería confeccionada en un tejido de red, a través del cual las bolsas podrían ser leídas por el público, e, ipso facto, por los mismo candidatos, quienes así tendrían tiempo de corregir las inscripciones.

    Desgraciadamente, señores, el comentario de la ley es la eterna malicia. La misma puerta abierta a la lealtad sirvió a la astucia de un cierto Nabiga, que se conchabó con el oficial de las extracciones, para tener un lugar en la asamblea. La vacante era una, los candidatos tres; el oficial extrajo las bolas con los ojos en su cómplice, quien solo dejó de menear negativamente la cabeza cuando la bola extraída sería la suya. No era preciso más para condenar la idea de las redes. La asamblea, con ejemplar paciencia, restauró el tejido espeso del régimen anterior pero, para evitar otras elipsis, decretó que solo serían válidas las bolas cuyas inscripciones fueran incorrectas en el caso de que cinco personas jurasen que el nombre inscrito era realmente el del candidato.

    Este nuevo estatuto dio lugar a un suceso igualmente nuevo e imprevisto, como enseguida verán. Se trató de elegir un recolector de contribuciones funcionario encargado de cobrar las rentas públicas, bajo la forma de contribuciones voluntarias. Eran candidatos, entre otros, un cierto Caneca y un tal Nebraska. La bola extraída fue la de Nebraska. Estaba en malas condiciones, es verdad, ya que le faltaba la última letra; pero cinco testimonios juraron, en los términos de la ley, que el elegido era el propio y el único Nebraska de la república. Todo parecía terminado, cuando el candidato Caneca requirió que se le dejara probar que la bola extraída no traía el nombre de Nebraska, sino el de él. El juez de paz difirió la petición. Vino entonces un filólogo –tal vez el primero de la república, además de buen metafísico y no vulgar matemático- el cual probó la cosa en estos términos:

    -En primer lugar- dijo él-debéis notar que no es fortuita la ausencia de la última letra del nombre de Nebraska. ¿Por qué motivo fue el inscrito de manera incompleta? No se puede decir que por fatiga o amor a la brevedad, pues solo falta la última letra, una simple a. ¿Carencia de espacio? Tampoco, mirad: hay aún espacio para dos o tres sílabas. En consecuencia, la falta es intencional, y la intención no puede ser otra que la de llamar la atención del lector sobre la letra k, última a ser escrita desamparada, soltera, sin sentido. Pues bien, por un efecto mental, que ninguna ley destruyó, la letra se reproduce en el cerebro de dos modos, en forma gráfica, y en forma sonora; k y ca. La falla, pues, en el nombre escrito, que atrae los ojos sobre la letra final, incrusta de inmediato en el cerebro esta primera sílaba: K. Teniendo esto en cuenta, el movimiento natural de espíritu es leer el nombre completo; se vuelve así al principio, a la inicial ne, del nombre Nebrask-Cane. Resta la sílaba del medio, bras, cuya reducción a esta otra sílaba ca, última del nombre Caneca, es la cosa más demostrable del mundo. Y, sin embargo, no la demostraré, ya que os falta la preparación necesaria para el justo entendimiento de la significación espiritual o filosófica de la sílaba, sus orígenes y efectos, fases, modificaciones, consecuencias lógicas y sintácticas, deductivas o inductivas, simbólicas y otras. Pero, supuesta la demostración, ahí queda la última prueba, evidente, clara, de mi afirmación primera por la anexión de la sílaba ca a las dos Cane, dando por resultado el nombre Caneca.

    La ley fue enmendada, señores, quedando abolida la facultad de la prueba testimonial e interpretativa de los textos, e introduciéndose una innovación: el corte simultáneo de media pulgada en la altura y otra media en la anchura de la bolsa. Esta enmienda no impidió un pequeño abuso en la elección de dos alcaldes, y a la bolsa le fueron restituidas sus primitivas dimensiones, dándole, sin embargo, forma triangular. Comprenderéis que esta forma acarreaba una consecuencia: quedaban muchas bolas al fondo. De allí que se adoptara la forma cilíndrica; más tarde se le dio el aspecto de una ampolleta, cuyo inconveniente, según se reconoció, consistía en que era igual al triángulo, y entonces se adoptó la forma de un cuarto lunar creciente, etcétera. Muchos abusos, descuidos y lagunas tienden a desaparecer, y el resto tendrá igual destino, no completamente, es cierto, pues la perfección no es de este mundo, pero en la medida y en los términos del consejo de uno de los más circunspectos ciudadanos de mi república, Erasmus, cuyo último discurso lamento no poder ofreceros íntegramente. Encargado de notificar la última resolución legislativa a las diez damas, incumbidas de tejer la bolsa electoral, Erasmus les contó la fábula de Penélope que hacía y deshacía la famosa tela, a la espera del esposo Ulises.

    —Vosotras sois la Penélope de nuestra república -dijo él al terminar- tienen la misma castidad, paciencia y talentos. Rehagan la bolsa, amigas mías, rehagan la bolsa hasta que Ulises, cansado de vagar, venga a ocupar entre nosotros el lugar que le cabe. Ulises es la sapiencia.

    *FIN*

    “Idéias de canário”,
    Gazeta de Notícias, 1882




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    Mensaje por Maria Lua Miér 24 Mayo 2023, 15:41

    Misa de gallo


    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis


    Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.

    La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.

    A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.

    ¡Qué buena Concepción! La llamaban santa, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecía mahometana; bien habría aceptado un harén, con las apariencias guardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonaba todo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.

    Aquella noche el escribano había ido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya en Mangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para ver la misa de gallo en la Corte. La familia se recogió a la hora de costumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahí pasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.

    -Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted todo este tiempo? -me preguntó la madre de Concepción.

    -Leer, doña Ignacia.

    Llevaba conmigo una novela, Los tres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio. Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz de un quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballo de D’Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebrio de Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbran hacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, de casualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de la sala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse en la puerta, era Concepción.

    -¿Todavía no se ha ido? -preguntó.

    -No, parece que aún no es medianoche.

    -¡Qué paciencia!

    Concepción entró en la sala, arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a la cintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida de mi novela de aventuras.

    Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Le pregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ella respondió enseguida:

    -¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yo sola.

    La encaré y dudé de su respuesta. Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haber empezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría un significado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertir que precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese para no preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.

    -Pero la hora ya debe de estar cerca.

    -¡Qué paciencia la suya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedo las almas del otro mundo?

    Observé que se asustaba al verme.

    -Cuando escuché pasos, me pareció raro; pero usted apareció enseguida.

    -¿Qué estaba leyendo? No me diga, ya sé, es la novela de los mosqueteros.

    -Justamente; es muy bonita.

    -¿Le gustan las novelas?

    -Sí.

    -¿Ya leyó La morenita?

    -¿Del doctor Macedo? La tengo allá en Mangaratiba.

    -A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?

    Comencé a nombrar algunas. Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metía los ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos. Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunos segundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y se apoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de la silla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.

    “Tal vez esté aburrida”, pensé.

    Y luego añadí en voz alta:

    -Doña Concepción, creo que se va llegando la hora, y yo…

    -No, no, todavía es temprano. Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si no duerme de noche es capaz de no dormir de día?

    -Lo he hecho.

    -Yo no; si no duermo una noche, al otro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también es que me estoy haciendo vieja.

    -Qué vieja ni qué nada doña Concepción.

    Mi expresión fue tan emotiva que la hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudes tranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado de la sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba una impresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no se qué cadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; ese gesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se detenía algunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugar algún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa de por medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresa de encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía, es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me la quería perder.

    -Es la misma misa de pueblo; todas las misas se parecen.

    -Ya lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Oiga, la semana santa en la Corte es más bonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, y las de San Antonio…

    Poco a poco se había inclinado; apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entre sus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caían naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menos delgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era una novedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia de Concepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo lo que pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas que se me ocurrían.

    Hablaba enmendando los temas, sin saber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo para hacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todos iguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aire interrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:

    -¡Más bajo! Mamá puede despertarse.

    Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a mi lado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de las chinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bata era larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras.

    Concepción dijo bajito:

    -Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.

    -Yo también soy así.

    -¿Cómo? -preguntó ella inclinando el cuerpo para escuchar mejor.

    Fui a sentarme en la silla que quedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rió de la coincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.

    -Hay ocasiones en que soy igual a mamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la cama a lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.

    -Fue lo que le pasó hoy.

    -No, no -me interrumpió ella.

    No entendí la negativa; puede ser que ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de la bata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de una historia de sueños y me aseguró que únicamente había tenido una pesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla se fue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuenta ni de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba de nuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:

    -Más bajo, más bajo.

    Había también unas pausas. Dos o tres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por un instante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiese cerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de lo embebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió a cerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una de ésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas era simpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazos cruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé que iba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese un escalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde me encontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo que quedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de la pared.

    -Estos cuadros se están haciendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.

    Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representaba a “Cleopatra”; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.

    -Son bonitos -dije.

    -Son bonitos, pero están manchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Estas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o de barbero.

    -¿De barbero? Usted no ha ido a ninguna barbería.

    -Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Es lo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo quiero, está en mi oratorio.

    La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocaba pereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unas anécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que, desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no eran nada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.

    Y ahora no se cambiaba de lugar, como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.

    -Necesitamos cambiar el tapiz de la sala -dijo poco después, como si hablara consigo misma.

    Estuve de acuerdo para decir alguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que sea que fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabar la charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y los desviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera que me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo los ojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencio era total.

    Llegamos a quedarnos por algún tiempo -no puedo decir cuánto- completamente callados. El rumor, único y escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó de aquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontré la manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, por fuera, y una voz que gritaba: “¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!”

    -Allí está su compañero, qué gracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene a despertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.

    -¿De verdad? -pregunté.

    -Claro.

    -¡Misa de gallo! -repitieron desde afuera, golpeando.

    -Vaya, vaya, no se haga esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.

    Y con la misma cadencia del cuerpo, Concepción entró por el corredor adentro, pisaba mansamente. Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos de allí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe esto por mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar la curiosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de la víspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río de Janeiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía. Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré. Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de su marido.

    FIN

    “Missa do galo”,
    A Semana, 1894




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    Mensaje por Maria Lua Sáb 27 Mayo 2023, 15:43

    Miss Dollar

    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis
    I


    Era conveniente para el relato que el lector permaneciera mucho tiempo sin saber quién era Miss Dollar. Pero por otro lado, sin la presentación de Miss Dollar, el autor se vería obligado a largas digresiones, que llenarían el papel sin hacer progresar la acción. No hay duda posible: voy a presentarles a Miss Dollar.

    Si el lector es un muchacho propenso a la melancolía, se imaginará que Miss Dollar es una inglesa pálida y delgada, escasa de carnes y de sangre, abriendo a flor de rostro dos grandes ojos azules y sacudiendo al viento unas largas trenzas rubias. O bien presumirá que la muchacha en cuestión debe ser vaporosa e ideal como una creación de Shakespeare; debe ser la antítesis del roastbeef británico, con que el Reino Unido nutre su libertad. Una Miss Dollar así debe conocer al poeta Tennyson de memoria y leer a Lamartine en el original: si sabe portugués, debe gozar con la lectura de los sonetos de Camões o los Cantos de Gonçalves Dias. El té y la leche deben ser la alimentación de semejante criatura, adicionándosele algunos bocadillos y bizcochos para salir al paso de las urgencias del estómago. Su voz debe ser un murmullo de arpa eolia; su amor un desmayo, su vida una contemplación, su muerte un suspiro.

    La figura es poética, pero no es la de la heroína de este relato.

    Supongamos que el lector no sea dado a estos devaneos y melancolías; en ese caso imaginará, una Miss Dollar totalmente diferente de la otra. Esta vez será una robusta americana, con las mejillas arrebatadas por la sangre, formas redondeadas, ojos vivos y ardientes, mujer hecha, robusta y perfecta.

    Amiga de la buena mesa y del buen trago, esta Miss Dollar preferirá un cuarto de cordero a una página de Longfellow, cosa naturalísima cuando el estómago reclama, y nunca llegará a comprender la poesía del atardecer. Será una buena madre de familia según la doctrina de algunos clérigos-maestros de la civilización, es decir, fecunda e ignorante.

    Ya no será del mismo parecer el lector que haya cruzado la segunda juventud y vea entre sí una vejez sin recursos. Para él, la Miss Dollar verdaderamente digna de algunas páginas sería una inglesa de cincuenta años, dotada de unas mil libras esterlinas, y que, habiendo llegado al Brasil en busca de tema para escribir una novela, realizase un verdadero romance, casándose con el lector en cuestión. Semejante Miss Dollar estaría incompleta si no tuviera anteojos oscuros y un gran mechón de pelo gris en cada sien. Guantes de encaje blanco y sombrero de lino en forma de calabaza, serían los retoques finales de este magnífico de ultramar.

    Más astuto que otros, acude un lector que dice que la heroína del relato no es ni fue inglesa, sino brasileña por los cuatro costados, y que el nombre de Miss Dollar responde simplemente al hecho de que la muchacha es rica.

    El descubrimiento sería oportunísimo si fuera exacto; desgraciadamente ni esta ni las otras apreciaciones lo son. La Miss Dollar del relato no es la niña romántica ni la mujer robusta, ni la vieja literata, ni la brasileña rica. Falla esta vez la proverbial perspicacia de los lectores: Miss Dollar es una perrita galga.

    Seguramente, la índole de la heroína determinará que algunas personas pierdan el interés por el relato. Error inexcusable. Miss Dollar, a pesar de no ser más que una perrita galga, tuvo el honor de ver su nombre en los diarios, antes de encontrar su lugar en este libro. El Diario del Comercio y el Correo Mercantil publicaron en la columna de los avisos las siguientes líneas reverberantes de promesas:

    Se extravió una perrita galga, en la noche de ayer, 30. Responde al nombre de Miss Dollar. Quien la haya encontrado y quiera llevarla a la calle de Mata-Cavalos Nº…., recibirá doscientos mil réis de recompensa. Miss Dollar tiene un collar en el cuello cerrado por un candado en el que se leen las siguientes palabras: “De tout mon coeur”.

    Todos los que sentían necesidad apremiante de obtener los doscientos mil réis y tuvieron la felicidad de leer aquel anuncio recorrieron con atención las calles de Río de Janeiro, a ver si daban con la fugitiva Miss Dollar. Galgo que aparecía a lo lejos era perseguido con tenacidad hasta que se verificara que no era el animal buscado. Pero toda esta cacería de los doscientos mil réis era completamente inútil, ya que, el día que salió el aviso, Miss Dollar estaba alojada en la casa de un individuo que vivía en Cajueiros y que se dedicaba a coleccionar perros.)




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 29 Mayo 2023, 19:20

    II

    Cuáles eran las razones que indujeron al Doctor Mendonça a coleccionar perros, es cosa que nadie podía decir; unos opinaban que no se trataba de otra cosa que pasión por ese símbolo de la fidelidad o del servilismo; otros creían, más bien, que sintiéndose profundamente decepcionado por los hombres, Mendonça, encontró consuelo en la adoración de los perros.

    Sean cuales fueran las razones, lo cierto es que nadie contaba con una colección más bonita y variada que él. Los había de todas las razas, tamaños y colores. Los cuidaba como si fuesen sus hijos; si alguno se le moría se ponía melancólico. Casi podría decirse que, en el espíritu de Mendonça, el perro pesaba tanto como el amor, según una expresión célebre: sacad del mundo al perro y el mundo será un yermo.

    El lector superficial concluirá aquí que nuestro Mendonça era un hombre excéntrico. No lo era. Mendonça era un hombre común; le gustaban los perros como a otros les gustan las flores. Sus perros eran sus rosas y violetas; los cultivaba con el mismo esmero. También le gustaban las flores; pero le agradaban en tanto las viese en las plantas donde nacían: podar un jardín o enjaular un canario le parecía idéntico atentado.

    Era el Dr. Mendonça hombre de treinta y cuatro años, bien parecido, de modales francos y distinguidos. Se había graduado en Medicina, durante un tiempo atendió pacientes y su clínica ya había adquirido cierto prestigio cuando sobrevino una epidemia en la capital. El Dr. Mendonça inventó un elixir contra la enfermedad, y tan excelente era el elixir que el autor ganó un buen par de miles de réis. Ahora ejercía la medicina como aficionado. Tenía cuanto necesitaba para sí y su familia. La familia estaba integrada por los animales arriba citados.

    En la inmemorable noche en que se extravió Miss Dollar, volvía Mendonça a su casa cuando tuvo la ventura de encontrar a la fugitiva en el Rocío. La perrita empezó a seguirlo y él, advirtiendo que el animal no tenía dueño visible, lo llevó a Cajueiros.

    Apenas llegó a su casa, examinó a la galga cuidadosamente. Miss Dollar era realmente una joya; tenía las formas estilizadas y graciosas de su hidalga raza; los ojos castaños y aterciopelados parecían expresar la más completa felicidad de este mundo… tan alegres y serenos eran. Mendonça la contempló y examinó cuidadosamente. Leyó el dístico del candado que cerraba el collar y se convenció finalmente que era un animal muy querido por parte de quien quiera que fuese su dueño.

    —Si no aparece el dueño me quedaré con ella- dijo él entregando a Miss Dollar al muchacho encargado de los perros.

    El muchacho trató de darle de comer a la perrita mientras Mendonça planificaba un buen futuro para la nueva huésped, cuya raza debía perpetuarse en la casa.

    El plan de Mendonça duró lo que duran los sueños: el espacio de una noche. Al día siguiente, leyendo los diarios, vio el aviso transcripto líneas arriba, prometiendo doscientos mil réis a quien entregara la perrita extraviada. Su pasión por los perros le dio la medida del dolor que debía padecer el dueño o la dueña de Miss Dollar, ya que llegaba a ofrecer doscientos mil réis de gratificación a quien devolviese a la galga. Consecuentemente, decidió devolverla, con enorme congoja de su corazón. Llegó a vacilar por algunos instantes; pero al final vencieron los sentimientos de probidad y compasión, que eran el rasgo definitivo de aquella alma. Y, como si le costase despedirse del animal, todavía reciente en la casa, se dispuso a entregarlo personalmente, y para tal fin se preparó. Almorzó, y después de averiguar bien si Miss Dollar lo había hecho también, salieron ambos de casa en dirección a Mata-Cavalos.

    En aquel tiempo, el Barón de Amazonas todavía no había logrado la independencia de las repúblicas platenses mediante la victoria del Riachuelo, nombre con el cual más tarde la Cámara Municipal designo a la Rua de Mata-Cavalos. Regía, por lo tanto, el nombre tradicional de la calle, que por lo demás no respondía a nada específico.

    La casa cuyo número aparecía indicado en el aviso tenía agradable aspecto e indicaba cierta opulencia por parte de quien en ella vivía. Ya antes de que Mendonça golpease las manos en el corredor, Miss Dollar, reconociendo el lugar, empezó a saltar de alegría y a proferir unos sonidos contentos y guturales que, si hubiese entre los perros literatura, debían conformar un himno de acción de gracias.

    Se acercó un muchachito a ver quién era; Mendonça dijo que venía a restituir la perrita perdida. Se iluminó el rostro del jovencito, que corrió a anunciar la buena nueva. Miss Dollar, aprovechando un descuido, se precipitó escaleras arriba. Se disponía Mendonça a partir, pues ya estaba cumplida su tarea, cuando el muchachito regresó para decirle que subiese y aguardase en el salón.

    En el salón no había nadie. Hay quienes, contando en sus residencias con salas elegantemente dispuestas, suelen dar a sus visitas tiempo suficiente para que las puedan admirar, antes de ingresar en ellas para saludarlas. Es bien posible que esa fuese la costumbre de los dueños de esa casa, pero en esa oportunidad de muy otro modo ocurrieron las cosas, ya que apenas el médico traspuso la puerta del corredor, se recostó, contra el marco de otra interior, una anciana con Miss Dollar en los brazos y la alegría estampada en el rostro.

    —Tenga la bondad de sentarse —dijo ella señalándole una silla a Mendonça.

    —Me demoré lo menos que pude —dijo el médico sentándose—. Vine a traer la perrita que está conmigo desde ayer…

    —No se imagina la tristeza que causó en la casa la usencia de Miss Dollar.

    —Lo imagino, señora; yo también amo a los perros, y si mi faltara alguno lo sentiría profundamente. En cuanto a su perrita…

    —¡Perdón!-interrumpió la anciana—; Miss Dollar no es mía, es de mi sobrina.

    —¡Ah!…

    —Aquí está ella.

    Mendonça se incorporó en el preciso instante en que entraba a la sala la sobrina en cuestión. Era una muchacha que aparentaba unos veintiocho años, en la plenitud de su belleza; una de esas mujeres que permitían prever una vejez tardía e imponente. El vestido de seda oscura le daba singular realce al color inmensamente blanco de su piel. Era juvenil el vestido, lo que aumentaba la majestad del porte y de la estatura. El corpiño del vestido le cubría hasta el cuello, pero se adivinaba por debajo de la seda un hermoso tronco de mármol modelado por un escultor divino. Los cabellos castaños y naturalmente ondulados estaban peinados con esa simplicidad casera, que es la mejor de todas las modas conocidas; ornaban graciosamente su frente como una corona donada por la naturaleza. La extrema blancura de la piel no presentaba el menor matiz sonrosado que armonizara o contrastara con él. La boca era pequeña y tenía una cierta expresión imperativa; pero el rasgo distintivo por excelencia de aquel rostro, lo que más atrapaba la mirada de quien lo contemplase, eran los ojos; imagínense dos esmeraldas nadando en leche.

    Mendonça nunca había visto ojos verdes en toda su vida; dijéronle que existían ojos verde, y él sabía de memoria, apropósito de ellos, unos versos célebres de Gonçalves Dias; pero hasta entonces, tales ojos seguían siendo para él lo mismo que el ave fénix de los antiguos. Un día, conversando con unos amigos a propósito de esto, afirmaba que si alguna vez encontrase un par de ojos verdes huiría de ellos con terror.

    —¿Por qué?- le preguntó sorprendido uno de sus interlocutores.

    —El verde es el color del mar —respondió Mendonça—, evito las tempestades de uno; evitaré también las tempestades de los otros.

    Yo dejo a criterio del lector todo pronunciamiento acerca de esta peculiaridad de Mendonça, que por lo demás es preciosa en el sentido de Molière.







    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Jun 2023, 14:47

    III

    Mendonça saludó respetuosamente a la recién llegada, y esta, con un gesto, lo invitó a sentarse otra vez.

    —Le agradezco infinitamente que me haya restituido este pobre animal, por el que siento gran estima —dijo Margarita acomodándose en una silla.

    —Y yo doy gracias a Dios por haberlo encontrado; podría haber caído en manos que no lo devolviesen.

    Margarita hizo un gesto a Miss Dollar, y la perrita, saltando del regazo de la anciana, fue hacia la muchacha; levantó las patas delanteras y las puso sobre las rodillas de la joven; Margarita y Miss Dollar intercambiaron una larga mirada de afecto. Mientras tanto, una de las manos de la muchacha jugaba con una de las orejas de la galga, dándole así a Mendonça oportunidad de admirar sus bellísimos dedos armados con uñas agudísimas.

    Pero, si por un lado Mendonça sentía sumo placer de estar allí, advirtió que su demora podría resultar extraña y humillante. Parecía estar esperando la gratificación. Para escapar a esa interpretación lastimosa, sacrificó el placer de la conversación y la contemplación de Margarita; se levantó diciendo:

    —Bien, mi misión está cumplida…

    —Pero… —interrumpió la vieja.

    Mendonça comprendió la amenaza que implicaba la interrupción de la anciana.

    —La alegría que restituí a esta casa —dijo él— es la mayor recompensa a la que yo podía aspirar. Ahora les pido sepan disculparme…

    Las dos mujeres comprendieron la intención de Mendonça; la muchacha le pagó la cortesía con una sonrisa; y la anciana, reuniendo en el pulso cuantas fuerzas le quedaban todavía en el cuerpo, estrechó con amistad la mano del muchacho.

    Mendonça salió impresionado por la interesante Margarita. Notaba en ella, principalmente, además de la belleza, que era de verdad notable, cierta severidad triste en la mirada y en los gestos. Si así era el carácter de la muchacha, los hechos coincidirían con la suposición del médico; si era, en cambio, el resultado de algún episodio de su vida, se trataba, entonces, de una página de relato que debía ser descifrada con ojos hábiles. A decir verdad, el único defecto que Mendonça le encontró fue el color de los ojos, no porque fuese feo, sino porque él tenía prevención contra los ojos verdes. La prevención, cabe aclararlo, era más literaria que de otra índole; Mendonça tenía la costumbre de apegarse a frases que alguna vez dijera, y que, en este caso, fue la citada líneas arriba, lo cual lo llenaba de prevención. No lo juzguen tonto: Mendonça era un hombre inteligente, instruido y sensato; era, por lo demás, proclive a los sentimientos románticos; pero, pese a ello, no hay duda que su buen talón tenía nuestro Aquiles. Era hombre como los otros; otros Aquiles hay por ahí que son de pies a cabeza un inmenso talón. El punto vulnerable de Mendonça era ese: por amor a una frase era capaz de violentar sus afectos; sacrificaba una situación por una oración bien construida.

    Refiriendo a un amigo el episodio de la galga y el encuentro con Margarita, Mendonça dijo que ella podría llegarle a gustarle si no tuviese los ojos verdes. El amigo rió con cierto aire de sarcasmo.

    —Pero doctor —dijo él— no comprendo esa prevención; yo he oído decir que los ojos verdes son signos de almas buenas. Por lo demás, el color de los ojos nada significa; lo esencial, en cambio, es su expresión. Pueden ser azules como el cielo y pérfidos como el mar.

    La observación de este amigo anónimo tenía la ventaja de ser tan política como la de Mendonça. Por eso conmovió profundamente el ánimo del médico. No permaneció este, sin embargo, como el asno Buridan entre el balde de agua y la ración de cebada; el asno hubiera vacilado, Mendonça no dudó. Recordó de pronto la lección del casuista Sánchez, y de los dos pareceres tomó el que le pareció probable.

    Algún lector grave encontrará pueril esta circunstancia de los ojos verdes y esta controversia sobre su probable calidad. Probará con ello que tiene poca experiencia del mundo. Los almanaques pintorescos citan hasta la saciedad mil excentricidades y críticas de varones que la humanidad admira, ya por instruidos en las letras, ya por valientes en las armas; y no por ello dejamos de admirar a esos mismos varones. No quiera el lector abrir una excepción solo para encasillar en ella a nuestro doctor. Aceptémoslo con sus ridiculeces; ¿quién no la tiene? El ridículo es una especie de lastre que trae el alma cuando entra al mar de la vida; algunos llevan a cabo toda la travesía sin otro tipo de carga.

    Para contrarrestar estas debilidades, ya dije que Mendonça tenía cualidades nada vulgares. Adoptando la opinión que le pareció más probable, que fue la de su amigo, Mendonça se dijo a sí mismo que en las manos de Margarita estaba tal vez la llave de su futuro. Diseñó, en ese sentido, un plan de felicidad; una casa en un yermo, mirando hacia el mar de cara al occidente, a fin de poder presenciar el espectáculo de la caída del sol. Margarita y él, unidos por el amor y por la Iglesia, beberían allí, gota a gota, la taza entera de la celeste felicidad. El sueño de Mendonça incluía otras particularidades que sería ocioso mencionar aquí. Mendonça pensó en esto varios días, llegó a pasar algunas veces por Mata-Cavalos, pero con tan poca fortuna que nunca vio a Margarita ni a la tía; finalmente, renunció a la empresa y volvió a los perros.

    La colección de perros era una verdadera galería de hombres ilustres. El más estimado de ellos se llamaba Diógenes; había un galgo que respondía al nombre de César; un perro de agua que se llamaba Nelson; Cornelia se llamaba una perrita ratonera, y Calígula un enorme mastín, verdadera esfinge del gran monstruo que produjo la sociedad romana. Cuando se encontraba entre toda esa gente, ilustre por diferentes títulos, decía Mendonça que entraba en la historia; así era cómo se olvidaba del resto del mundo.





    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Jun 2023, 14:48


    IV

    Se encontraba cierta vez Mendonça en la puerta del Carceller, donde acaba de tomar un helado en compañía de un individuo amigo suyo, cuando vio pasar un coche, y en él a dos damas que le parecieron las de Mata-Cavalos. Mendonça hizo un movimiento de asombro que no escapó a su amigo.

    —¿Qué pasa? —le pregunto este.

    —Nada; me pareció reconocer a esas señoras. ¿Alcanzaste a verlas, Andrade?

    El coche había entrado por la Rua do Ouvidor, los dos hombres subieron por la misma calle. Poco después de la Rua da Quitanda, se detuvo el coche ante la puerta de un negocio, y las damas se apearon y entraron. Mendonça no las vio salir, pero vio el coche y sospechó que era el de ellas. Apuró el paso sin decirle nada a Andrade, que hizo lo mismo, por esa natural curiosidad que siente un hombre cuando percibe algún secreto oculto.

    Pocos instantes después estaban ante la puerta del negocio. Mendonça verificó que, efectivamente, eran las dos damas de Mata-Cavalos. Entró decidido, con aire de quien va a comprar algo, y se acercó a las señoras. La primera que lo reconoció fue la tía. Mendonça la saludó respetuosamente. Ellas recibieron el saludo con afabilidad. A los pies de Margarita estaba Miss Dollar, que gracias a ese admirable olfato que la naturaleza concedió a los perros y a los cortesanos de la fortuna, dio dos saltos de alegría apenas vio a Mendonça, llegando a tocarle el estómago con las patas delanteras.

    —Parece que Miss Dollar guarda un muy buen recuerdo de usted —dijo doña Antonia (que así se llamaba la tía de Margarita).

    —Creo que sí —respondió Mendonça, jugando con la galga y mirando a Margarita.

    Justamente en ese momento entró Andrade.

    —Recién ahora las reconozco —dijo él dirigiéndose a las mujeres.

    Andrade estrechó la mano de las dos señoras, o mejor, estrechó la mano de Antonia y los dedos de Margarita.

    Mendonça no contaba con este encuentro, y le alegró tener a la mano el medio para hacer íntimas las relaciones superficiales que tenía con la familia.

    —Me gustaría —dijo él a Andrade— que me presentaras a estas señoras.

    —¿Pero cómo? ¿No las conoces? —preguntó Andrade estupefacto.

    —Nos conocemos sin conocernos —respondió sonriendo la vieja tía—; por ahora quien lo presentó fue Miss Dollar.

    Antonia refirió a Andrade la pérdida y la devolución de la perrita.

    —Pues si es así —respondió Andrade— lo presento ya.

    Hecha la presentación oficial, el cajero trajo a Margarita los objetos que ella había comprado, y las dos mujeres se despidieron de los muchachos pidiéndoles que fuesen a visitarlas.

    No cité ninguna palabra de Margarita en el transcurso del diálogo precedente porque, a decir verdad, la muchacha solo dirigió tres a cada uno de los jóvenes.

    —Que estén bien —les dijo ella ofreciendo las puntas de sus dedos y saliendo para entrar en el carruaje.

    Una vez a solas, salieron también los dos muchachos y se encaminaron por la Rua do Ouvidor, ambos callados. Mendonça pensaba en Margarita; Andrade pensaba en ganar la confianza de Mendonça. La vanidad tiene mil formas de manifestarse, como el fabuloso Proteo. La vanidad de Andrade consistía en creerse confidente de los otros; así presumía él obtener por obra de la confianza lo que solo alcanzaba mediante la indiscreción. No le resultó difícil apoderarse del secreto de Mendonça; antes de llegar a la esquina de la Rua dos Ourives, Andrade ya sabía todo.

    —¿Comprendes ahora —dijo Mendonça— por qué debo ir a su casa? Necesito verla; quiero ver si consigo…

    Mendonça se calló.

    —¡Termina lo que estabas diciendo! —dijo Andrade—; si consigues ser amado. ¿Por qué no? Pero desde ya te digo que no será fácil.

    —¿Por qué?

    —Margarita ya rechazó cinco propuestas de matrimonio.

    —Naturalmente, no amaba a los pretendientes —dijo Mendonça con el aire de un geómetra que encuentra una solución.

    —Amaba apasionadamente al primero —respondió Andrade— y no era indiferente al último.

    —Seguramente hubo algún malentendido.

    —Tampoco. ¿Te sorprendes? Es lo que me ocurre. Es una muchacha extraña. Si te crees con fuerzas como para ser el Colón de aquel mundo, lánzate al mar con tu armada; pero cuídate de la rebelión de las pasiones, que suelen ser los feroces marineros de estas travesías de descubrimiento.

    Entusiasmado con esta alusión, histórica bajo su forma de alegoría, Andrade miró a Mendonça, que, entregado como estaba a la evocación de la joven, no prestó atención a la frase del amigo. Andrade se contentó con su propio sufragio y sonrió con el mismo aire de satisfacción que debe tener un poeta cuando escribe el último verso de un poema.




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Dom 04 Jun 2023, 08:35

    V

    Días después, Andrade y Mendonça fueron a la casa de Margarita, y allá pasaron media hora entregados a una conversación ceremoniosa. Las visitas se repitieron; eran empero más frecuentes por parte de Mendonça que de Andrade. Doña Antonia se mostró más desenvuelta que Margarita; solo después de un tiempo, Margarita bajó del Olimpo del silencio en que habitualmente se encerraba.

    Era difícil dejar de hacerlo. Mendonça, si bien no era lo que se dice un asiduo frecuentador de tertulias, era un caballero perfectamente capaz de entretener señoras que parecían mortalmente aburridas. El médico sabía piano y lo tocaba agradablemente; su conversación era animada; sabía esas mil naderías que entretienen generalmente a las señoras cuando ellas no desean o no pueden entrar en el terreno elevado del arte, de la historia o de la filosofía. No fue difícil para el muchacho establecer intimidad con la familia.

    Tras las primeras visitas, supo Mendonça, por vía de Andrade, que Margarita era viuda. Mendonça no reprimió un gesto de asombro.

    —Pero tú me hablaste de un modo que creí que te referías a una mujer soltera —dijo él al amigo.

    —Es cierto que no me expliqué bien; las ofertas de casamiento que ella rechazó fueron formuladas después que enviudó.

    —¿Hace cuánto perdió el marido?

    —Hace tres años.

    —Todo se explica —dijo Mendonça después de un silencio— quiere mantenerse fiel a la sepultura; es una Artemisa del siglo.

    Andrade era escéptico con respecto a las Artemisas; sonrió ante la observación del amigo, y, éste insistiese, replicó:

    —Pero si yo ya te dije que ella amaba apasionadamente al primer pretendiente y que no era indiferente al último.

    —Entonces, no entiendo.

    —Yo tampoco.

    A partir de ese momento, Mendonça trató de cortejar asiduamente a la viuda; Margarita recibió las primeras miradas de Mendonça con aire de tan supremo desdén, que el muchacho estuvo a punto de abandonar la empresa; pero la viuda, al mismo tiempo que parecía rechazar el amor, no le negaba estima, y lo trataba con la mayor ternura del mundo siempre que él la miraba normalmente.

    Amor desairado es amor multiplicado. Cada negativa de Margarita acrecentaba la pasión de Mendonça. Ya ni prestaba atención al feroz Calígula ni al elegante Julio César. Los dos esclavos de Mendonça empezaron a percibir la profunda diferencia que había entre sus hábitos de hoy y los de otro tiempo. Dedujeron enseguida que algo lo preocupaba. Se convencieron de ello cuando Mendonça, habiendo llegado una vez a casa, le propinó un puntazo con su botín al hocico de Cornelia, en un momento en que esta graciosa perrita, madre de dos gracos ratoneros, celebraba la llegada del doctor.

    Andrade no fue insensible al sufrimiento del amigo y se empeñó en consolarlo. Todo consuelo en estos casos es tan deseable como inútil. Mendonça escuchaba las palabras de Andrade y le confiaba todas sus penas. Andrade recordó a Mendonça un excelente medio para eliminar la pasión: era el de alejarse de su casa. A esto respondió Mendonça citando a Rochefoucauld:

    “La ausencia atenúa las pasiones mediocres y desarrolla las grandes como el viento apaga las velas y aviva las hogueras”.

    La cita tuvo el mérito de cerrar la boca de Andrade, que creía tanto en la constancia como en las Artemisas, pero que no quería contrariar la autoridad del moralista, ni la resolución de Mendonça.






    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 04 Jun 2023, 20:57

    VI

    Así transcurrieron tres meses. El cortejo de Mendonça no lograba avanzar un solo paso; pero la viuda no dejó de ser amable con él. Ese y no otro era el motivo principal por el cual el médico seguía a los pies de la insensible viuda; no le abandonaba la esperanza de vencerla.

    Algún lector conspicuo estimará tal vez que más le hubiera valido a Mendonça no ser tan asiduo frecuentador de la casa de una señora expuesta a las calumnias del mundo. Pensó en eso el médico y consoló a su conciencia con la presencia de un individuo, hasta aquí no mencionado por motivo de su insignificancia, y que era nada menos que el hijo de doña Antonia y la hija de sus ojos. Se llamaba Jorge este muchacho, que gastaba doscientos mil réis por mes, sin ganarlos, gracias a la magnanimidad de la madre. Frecuentaba las peluquerías en las que consumía más tiempo que una romana de la decadencia en manos de sus siervas latinas. No había representación de importancia en el Alcázar a la que no concurriese; montaba caballos de calidad y enriquecía con gastos extraordinarios los bolsillos de algunas damas célebres y de varios parásitos oscuros. Usaba guantes de la letra E y botas número 36, dos cualidades de las que se jactaba ante todos sus amigos, que no bajaban del número 40 y la letra H. La presencia de ese gentil pimpollo salvaba, a juicio de Mendonça, la situación. Mendonça quería dar esta satisfacción al mundo, o sea, a la opinión de los ociosos de la ciudad. ¿Pero bastaría eso para tapar la boca de los ociosos?

    Margarita parecía indiferente a las interpretaciones de la sociedad como a la asiduidad del muchacho. ¿Sería ella indiferente a todo lo demás en este mundo? No; amaba a su madre, adoraba a Miss Dollar, le gustaba la buena música y leía novelas. Se vestía bien, sin ser rigurosa en cuestiones de moda; no era aficionada a los valses; a lo sumo bailaba alguna cuadrilla en los saraos a los que era invitada. No hablaba mucho, pero se expresaba bien. Sus modos eran graciosos y vivaces, pero sin impostación ni picardía.

    Cuando Mendonça aparecía por allí, Margarita lo recibía con visible satisfacción. El médico se ilusionaba siempre, a pesar de estar acostumbrado a estas manifestaciones. De hecho, a Margarita le encantaba la presencia del muchacho, pero no parecía concederle importancia suficiente como para contentar su corazón. Le complacía verlo como complace ver un lindo día, sin morir de amores por el sol.

    No era posible soportar demasiado tiempo la situación en la que se encontraba el médico. Cierta noche, mediante un esfuerzo del que hasta aquel momento no se hubiera considerado capaz, Mendonça dirigió a Margarita esta pregunta indiscreta:

    —¿Fue feliz con su marido?

    Margarita frunció el ceño con asombro y clavó sus ojos en los del médico, que parecían prolongar tácitamente la pregunta.

    —Si —dijo ella al cabo de unos instantes.

    Mendonça no dijo nada; no contaba con aquella respuesta. Confiaba de más en la intimidad que reinaba entre ambos; y quería descubrir por algún medio la causa de la insensibilidad de la viuda. Falló el cálculo; Margarita permaneció seria durante algún tiempo; la llegada de doña Antonia le evitó a Mendonça una situación incómoda. Poco después Margarita estaba recompuesta y la conversación volvió a ser animada e íntima como siempre. La llegada de Jorge amplió aún más la animación de la charla; doña Antonia, con ojos y oídos de madre, creía que su hijo era el muchacho más encantador del mundo; pero lo cierto es que no había en la cristiandad espíritu más frívolo. La madre se reía de todo cuanto el hijo decía; el hijo colmaba, él solo, el espacio de toda la conversación, refiriendo anécdotas y repitiendo dichos y hechos del Alcázar. Mendonça veía todos esos aspectos del muchacho y lo soportaba con resignación evangélica.

    La entrada de Jorge, al animar la charla, aceleró el transcurso de las horas; a las diez se retiró el médico, acompañado por el hijo de doña Antonia, que salía a cenar. Mendonça rechazó la invitación que le hizo, y se despidió de él en la Rua do Conde, esquina de la do Lavradio.

    Esa misma noche resolvió Mendonça dar un golpe decisivo; resolvió escribirle una carta a Margarita. Si ya era una iniciativa temeraria para quien conociese el carácter de la viuda, con los precedentes mencionados era una locura. Sin embargo, el médico no vaciló en recurrir al papel, confiando en que allí diría las cosas de mejor manera que hablando. La carta fue escrita con febril impaciencia; al día siguiente, apenas terminado el almuerzo, Mendonça guardó la carta dentro de un volumen de George Sand, y lo envió con un mensajero a Margarita.

    La viuda rompió el envoltorio de papel que cubría el volumen y puso el libro sobre la mesa de la sala; media hora después volvió para leerlo. Apenas lo abrió, la carta cayó a sus pies. La abrió y leyó lo siguiente:



    Sea cual fuere la causa de su comportamiento esquivo, lo respeto, no me rebelo contra él. Pero si no me es dado rebelarme, ¿tampoco me será permitido quejarme? Habrá Ud. comprendido mi amor, del mismo modo que yo he comprendido su indiferencia; pero por mayor que sea esa indiferencia, está lejos de compararse con el amor profundo e imperioso que se apoderó de mi corazón cuando ya más lejos me creía de estas pasiones de los primeros años. Nada le diré a los desvelos y las lágrimas, las esperanzas y los desencantos, páginas tristes de este libro que el destino pone en las manos del hombre para que dos almas lo lean. Todo ello le es indiferente.

    No me atrevo a interrogarla sobre los motivos de su conducta evasiva en relación a mí; ¿pero por qué motivos se extiende esa conducta esquiva a tantos más que a mí? En la edad de pasiones ferviente, ornada por el cielo con una belleza rara, ¿por qué motivo quiere esconderse del mundo y negar a la naturaleza y el corazón sus incontestables derechos? Perdóneme el atrevimiento de la pregunta; me encuentro frente a un enigma que mi corazón desearía descifrar. Pienso a veces que un gran dolor la atormenta y quisiera ser el médico de su corazón; ambicionaba, confieso, restaurarle alguna ilusión perdida. Quiero creer que no hay ofensa en esta ambición.

    Si, empero, esa conducta evasiva denota tan solo un sentimiento de orgullo legítimo, perdóneme haber osado escribirle cuando sus ojos expresamente me lo prohibieron. Deshágase de esta carta que nada puede valerle como recuerdo ni mucho menos servirle como arma.



    Esta, la frase fría y medida, no expresaba el fuego del sentimiento. Sin embargo, no habrá escapado al lector la sinceridad y la simplicidad con que Mendonça pedía una explicación que Margarita probablemente no podía dar.

    Cuando Mendonça dijo a Andrade que le había escrito a Margarita, el amigo del médico se largó a reír a carcajadas.

    —¿Hice mal? —preguntó Mendonça.

    —Echaste todo a perder. Los otros pretendientes empezaron también con cartas; fue justamente el certificado de defunción de sus aspiraciones amorosas.

    —Paciencia —dijo Mendonça encogiendo los hombros con aparente resignación— por lo demás, me agradaría que me dejaras de compararme a sus pretendientes; yo no soy un pretendiente en el sentido que lo son ellos.

    —¿No querías casarte con ella?

    —Sin duda, si fuese posible —respondió Mendonça.

    —Pues eso era lo que los otros querían; si pudieras te casarías y entrarías en la tranquila posesión de lo que cupiese en herencia y que asciende a más de cien contos. Si me refiero a los pretendientes, mi querido, no es para ofenderte, ya que uno de los cuatro pretendientes rechazados fui yo.

    —¿Tú?

    —Así es; pero no te preocupes, no fui el primero, ni siquiera el último.

    —¿Le escribiste?

    —Como los otros; y como ellos, no obtuve respuesta, o sea, obtuve una: que me devolviera la carta. Por lo tanto, ya que le escribiste, espera el resto; verás si lo que te digo es o no exacto. Estás perdido, Mendonça; hiciste muy mal.

    Andrade tenía esta costumbre de no omitir ninguno de los colores sombríos de una situación, con el pretexto de que a los amigos se les debe la verdad. Pintado el cuadro, se despidió de Mendonça y se alejó.

    Mendonça regresó a su casa, donde pasó la noche desvelado.





    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 04 Jun 2023, 20:58




    VII

    Se equivocó Andrade; la viuda respondió a la carta del médico. La carta de ella se limitó a esto:



    Le perdono todo; no le perdonaré si me vuelve a escribir. Mi esquivez no tiene ninguna causa; es una cuestión de temperamento.



    El sentido de la carta era todavía más lacónico que la expresión. Mendonça la leyó muchas veces, tratando de completarla; pero fue trabajo perdido.

    Algo, sin embargo, no tardó él en concluir: algún conflicto oculto era el motivo por el cual Margarita se negaba al casamiento; después concluyó otra cosa: Margarita le perdonaría una segunda carta si él se la escribiese.

    La vez siguiente que Mendonça fue a Mata-Cavalos se sintió incómodo pensando de qué modo debía dirigirse a Margarita; la viuda disipó su molestia, tratándolo como si nada hubiese ocurrido. Mendonça no tuvo ocasión de aludir a las cartas debido a la presencia de doña Antonia; cosa que agradeció, porque no sabía lo que le diría en el momento en que se quedaran a solas.

    Días después, Mendonça le escribió una segunda carta a la viuda y la hizo llegar por la misma vía que la primera. La carta le fue devuelta sin respuesta. Mendonça se arrepintió de haber desobedecido la orden de la muchacha y resolvió, de una vez por todas, no volver más a la casa de Mata-Cavalos. No se sentía con ánimos como para aparecer por allí, ni juzgaba conveniente estar junto a una persona que amaba sin esperanza.

    Al cabo de un mes, no se había disipado en él ni siquiera una partícula del sentimiento que nutría por la viuda. La amaba con idéntico ardor. La ausencia, como él había pensado, intensificó su amor, como el viento atiza un incendio. Inútilmente leía o buscaba distraerse sumergiéndose en la vida agitada de Río de Janeiro; empezó a escribir un estudio sobre la teoría del oído, pero la pluma se le escapaba en dirección al corazón, y en el escrito que resultó se mezclaron los nervios y los sentimientos. Gozaba por entonces de notable nombradía el libro de Renan sobre la obra de Jesús; Mendonça abarrotó su estudio con todos los trabajos publicados al respecto y entró a investigar profundamente el misterioso drama de Judea. Hizo cuanto pudo para absorber su espíritu en el tema y olvidar a la esquiva Margarita; le resultó imposible.

    Una mañana apareció en su casa el hijo de doña Antonia; lo traían dos motivos: preguntarle por qué no había vuelto por Mata-Cavalos y mostrarle unos pantalones nuevos. Mendonça aprobó los pantalones y se disculpó como pudo por su ausencia, diciendo que andaba atareado. Jorge no era un alma capaz de comprender la verdad oculta por debajo de una palabra convencional; viendo a Mendonça sumergido en un mar de libros y folletos, le preguntó si estaba estudiando para ser diputado. ¡Jorge era capaz de creer que para ser diputado había que estudiar!

    —No —respondió Mendonça.

    —Lo cierto es que mi prima también anda todo el día entre libros y no creo que pretenda ingresar a la Cámara.

    —¿Tu prima?

    —Así es. Créeme: no hace otra cosa. Se encierra en su habitación y se pasa los días leyendo.

    Informado por Jorge, Mendonça supuso que Margarita era nada menos que una mujer de letras, alguna modesta poeta que olvidaba el amor de los hombres en los brazos de las musas. La suposición era gratuita e hija de un espíritu ciego por un amor como el de Mendonça. Hay varias razones para leer mucho sin tener comercio con las musas.

    —Pero fíjate que mi prima nunca leyó tanto; ahora se le dio por hacerlo de esa manera —dijo Jorge sacando de la cigarrera un magnifico habano de tres centavos y ofreciendo otro a Mendonça—. Prueba esto —prosiguió él— fúmalo y dime si hay alguien que venda los cigarros que vende Bernardo.

    Consumidos los cigarros, Jorge se despidió del médico llevándose la promesa de que este iría a la casa de doña Antonia tan pronto como pudiese.

    Al cabo de quince días, Mendonça volvió a Mata-Cavalos.

    Encontró en la sala a Andrade y a doña Antonia, que lo recibieron con vivas. Mendonça parecía, en efecto, salir de una tumba: había adelgazado y empalidecido. La melancolía imprimía a su rostro una expresión de mayor abatimiento. Aludió a excesos de trabajo y se puso a conversar alegremente como antes. Pero esa alegría, como se comprende, era forzada. Al cabo de un cuarto de hora, la tristeza se apoderó otra vez de su rostro. Durante ese lapso, Margarita no apareció en la sala; Mendonça, que hasta entonces no había preguntado por ella, no sé por qué razón, viendo que ella no aparecía, preguntó si estaba enferma. Doña Antonia le respondió que Margarita estaba un poco indispuesta.

    La indisposición de Margarita duró unos tres días; era un simple dolor de cabeza, que su primo atribuyó a su excesiva dedicación a la lectura.

    Al cabo de unos días más, doña Antonia fue sorprendida por un comentario de Margarita; la viuda quería pasar una temporada en el campo.

    —¿Te disgusta la ciudad? —preguntó la buena anciana.

    —Un poco —respondió Margarita – quisiera pasar un par de meses en el campo.

    Doña Antonia no podía negar nada a la sobrina; estuvo de acuerdo en ir al campo y empezaron los preparativos. Mendonça se enteró del viaje estando en el Rocío, mientras por allí paseaba una noche; se lo dijo Jorge que se hallaba en camino hacia el Alcázar. Para el muchacho esa decisión era una fortuna porque lo libraba de la única obligación que todavía le restaba en este mundo, que era la de ir a cenar con la madre.

    A Mendonça no lo sorprendió en absoluto la resolución; cualquier decisión de Margarita empezaba a parecerle factible.

    Cuando volvió a su casa encontró una nota de doña Antonia concebida en estos términos:



    Nos vamos afuera unos meses; espero que venga a despedirse de nosotras antes de que partamos. Salimos el sábado; yo quisiera encargarle algo.



    Mendonça bebió un té y se dispuso a dormir. No pudo. Quiso leer; no lo logró. Al rato, salió. Insensiblemente, dirigió sus pasos hacia Mata-Cavalos. La casa de doña Antonia estaba cerrada y silenciosa; evidentemente ya estaban durmiendo. Mendonça dio algunos pasos más junto a la verja del jardín adyacente a la casa. Desde donde se encontraba podía ver la ventana de la habitación de Margarita, poco elevada, y que daba al jardín. Adentro había luz; naturalmente, Margarita estaba despierta. Mendonça sintió que su corazón le latía con una fuerza desconocida. De pronto, en su espíritu surgió una sospecha. No hay corazón crédulo que no tenga desfallecimientos de este tipo; pero, por lo demás, ¿sería errónea su sospecha? Mendonça, sin embargo, no tenía ningún derecho a la viuda; había sido rechazado categóricamente. Si alguna obligación tenía era la de la retirada y en silencio.

    Mendonça quiso mantenerse dentro de los límites que le habían sido asignados; la puerta abierta del jardín podía responder a un olvido por parte de los sirvientes. El médico puso todo su empeño en pensar que todo aquello era fortuito y, haciendo un esfuerzo, se alejó del lugar. Unos metros más allá se detuvo y recapacitó: había un demonio que lo empujaba a transponer aquella puerta. Mendonça volvió y entró con precaución.

    Había dado apenas unos pasos cuando se enfrentó con Miss Dollar que empezó a ladrar; parece que la galga había logrado salir de la casa sin ser advertida. Mendonça la acarició y la perrita pareció reconocer al médico, porque cambió los ladridos por agasajos. En la pared del cuarto de Margarita se dibujó una sombra de mujer; era la viuda que se aproximaba a la ventana para ver la causa del alboroto. Mendonça se escondió como pudo en unos arbustos que crecían junto a la verja; no viendo a nadie, Margarita volvió a entrar.

    Transcurridos algunos minutos, Mendonça salió del lugar en que se encontraba y se dirigió hacia el lado de la ventana de la viuda. Miss Dollar lo acompañó. Si bien allí el jardín era más alto, ahora no podía ver el aposento de la muchacha. La perrita, apenas llegaron a ese sitio, trepó ágilmente a una escalera de piedra que comunicaba el jardín con la casa; la puerta del cuarto de Margarita quedaba justamente en el corredor en el que desembocaba la escalera; la puerta estaba abierta. El muchacho imitó a la perrita; subió los seis peldaños de piedra lentamente; cuando puso el pie en el último oyó a Miss Dollar que saltaba en la habitación y venía a ladrar a la puerta como avisándole a Margarita que se aproximaba un extraño.

    Mendonça dio un paso más. Pero en ese momento cruzó el jardín un esclavo que acudía a los ladridos de la perrita; el esclavo examinó el jardín y, no viendo a nadie, se retiró. Margarita se acercó a la ventana y preguntó qué ocurría; el esclavo se lo explicó u la tranquilizó diciéndole que no había nadie.

    Justamente cuando ella salía de la ventana, aparecía en la puerta la figura de Mendonça. Margarita se estremeció nerviosa, se puso más pálida de lo que ya era; después, concentrando en los ojos el monto total de indignación que puede tener un corazón, le preguntó con voz temblorosa:

    —¿Qué hace aquí?

    Fue en ese momento, y solo entonces, que Mendonça reconoció toda la bajeza de su procedimiento, o para decirlo con más exactitud, la profunda alucinación de su espíritu. Le pareció ver en Margarita a la figura de su propia conciencia, reprobándole tamaña indignidad. El pobre muchacho no trató de disculparse; su respuesta fue sencilla y verdadera.

    —Sé que cometí una acción infame —dijo él—, no tenía ningún motivo para hacerlo; estaba loco; ahora me doy cuenta de la magnitud de mi mal. No le pido que me disculpe, doña Margarita; no merezco su perdón; merezco solo su desprecio: ¡adiós!

    —Comprendo, señor —dijo Margarita—, quiere persuadirme por la fuerza del descrédito público cuando no puede obligarme por el corazón. No es de caballeros.

    —¡Oh, no!… le juro que esa no fue mi intención…

    Margarita cayó en una silla; parecía llorar. Mendonça dio un paso para entrar, ya que hasta entonces no se había movido de la puerta; Margarita alzó los ojos cubiertos de lágrimas y, con un gesto imperioso, le indicó que saliese.

    Mendonça obedeció; ni el uno ni el otro durmieron esa noche. Ambos se curvaban bajo el peso de la vergüenza; pero, para honra de Mendonça, el suyo era mayor que el de ella, ya que el dolor de la muchacha estaba lejos de alcanzar la intensidad del remordimiento del médico.







    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 04 Jun 2023, 21:00

    VIII

    Al día siguiente estaba Mendonça fumando un puro tras otro, de esos que reservaba para las ocasiones especiales, cuando un carruaje se detuvo ante la puerta de su casa. Minutos después se apeaba de él la madre de Jorge. La visita, al médico, le pareció de mal agüero. Pero apenas la anciana hubo entrado, su recelo se disipó.

    —Creo —dijo doña Antonia— que mi edad me permite visitar a un hombre soltero.

    Mendonça trató de responder a la broma con una sonrisa pero no pudo. Invitó a la buena señora a sentarse, y se sentó él también esperando que ella le explicase los motivos de la visita.

    —Ayer le escribí —dijo ella— para que fuese a verme hoy; preferí venir hasta aquí, temiendo que por algún motivo no se decidiese usted a ir a Mata-Cavalos.

    —¿Quería encargarme algo?

    —En absoluto —respondió la anciana sonriendo—, le hablaba de un encargo como podría haberlo hecho de cualquier otra cosa; lo que deseo es informarlo.

    —¿Informarme?

    —¿Sabe quién tuvo que guardar reposo hoy?

    —¿Doña Margarita?

    —Así es; amaneció un poco decaída; dijo que pasó una mala noche. Yo creo que sé cuál es la razón de ello —agregó doña Antonia sonriendo con picardía a Mendonça.

    —¿Y cuál le parece que es la razón? —preguntó el médico.

    —¿Acaso no se da cuenta?

    —No.

    —Margarita lo ama.

    Mendonça se levantó de la silla como impulsado por un resorte. La declaración de la tía de la viuda era tan inesperada que al muchacho le pareció estar soñando.

    —Lo ama —repitió doña Antonia.

    —No creo —respondió Mendonça tras un silencio—. Ha de ser un engaño suyo.

    —¡Engaño! —dijo la anciana.

    Doña Antonia le contó a Mendonça que, intrigada por las vigilias de Margarita, quiso conocer su causa y descubrió en la habitación de la muchacha un diario de impresiones, escrito por ella, a imitación de no sé cuántas heroínas de novelas; ahí había leído la verdad que acababa de decirle.

    —¿Pero si me ama —observó Mendonça, sintiendo que un mundo de esperanzas inundaba su alma—, si me ama, por qué rechaza mi corazón?

    —El diario lo explica, se lo aseguro. Margarita fue infeliz en su matrimonio; el marido no aspiró a otra cosa que a gozar de su riqueza; Margarita adquirió la certeza de que nunca sería amada por lo que ella era sino por los bienes que poseía; atribuye a la codicia todo amor que despierta. ¿Se da cuenta?

    Mendonça protestó, desconfiado.

    —Es inútil que insista —dijo doña Antonia—, yo creo en la sinceridad de su afecto; hace ya mucho que lo percibí; pero ¿cómo convencer a un corazón desconfiado?

    —No lo sé.

    —Ni yo —dijo la anciana—, pero para eso vine hasta aquí; le ruego que vea qué puede hacer para que mi Margarita vuelva a ser feliz, si es que en algo puede influir el amor que usted le tiene.

    —Creo que es imposible…

    Mendonça estuvo tentado de contar a doña Antonia el episodio de la víspera; pero se arrepintió a tiempo.

    Doña Antonia se fue poco después.

    La situación de Mendonça, que por un lado se había vuelto más clara, por otro era más compleja que antes. Todavía era posible intentar algo antes del episodio de la habitación; pero tras él, Mendonça consideraba imposible lograr nada.

    La indisposición de Margarita duró dos días, al final de los cuales la viuda abandonó la cama y la primera cosa que hizo fue escribir a Mendonça pidiéndole que fuese a verla.

    A Mendonça la invitación le sorprendió profundamente y concurrió de inmediato a la casa de la muchacha.

    —Después de lo que sucedió hace tres días —le dijo Margarita—, comprenderá usted que no puedo permanecer expuesta a la maledicencia… Usted dice que me ama: pues bien, nuestro casamiento es inevitable.

    ¡Inevitable! La palabra amargó al médico, que por lo demás no podía negarse a una medida conciliatoria. Recordaba, al mismo tiempo, que era amado; y si bien esa idea le sonreía a su espíritu, otra venía a disipar ese instantáneo placer, y era la desconfianza que Margarita nutría a su respecto.

    —Estoy a sus órdenes —respondió él.

    Se sorprendió doña Antonia la prontitud con que se resolvió el casamiento, cuando Margarita se lo anunció ese mismo día. Supuso que el muchacho había realizado un milagro. Tiempo después notó que los novios tenían más cara de entierro que de casamiento. Interrogó a la sobrina acerca de ello; obtuvo una respuesta evasiva.

    Fue modesta y reservada la ceremonia del casamiento. Andrade ofició de padrino, doña Antonia de madrina; Jorge le habló en el Alcázar a un cura amigo suyo para que celebrara la ceremonia.

    Doña Antonia quiso que la pareja residiera con ella. Cuando Mendonça estuvo a solas con Margarita le dijo:

    —Me casé contigo para salvar tu reputación; no quiero forzar por la fatalidad de las circunstancias a un corazón que no me pertenece. Seré solo y siempre tu amigo; hasta mañana.

    Salió Mendonça después de este speech, dejando a Margarita vacilante entre la opinión que tenía de él y la impresión que produjeron sus recientes palabras.

    No había situación más singular que la de estos cónyuges separados por una quimera. El día más hermoso se convertía para ellos en un día de desgracia y soledad; la formalidad del casamiento fue simplemente el preludio del divorcio más completo. Menos escepticismo por parte de Margarita, más caballerosidad por parte del muchacho, hubieran evitado el desenlace sombrío de aquella comedia del corazón. Vale más imaginar que describir las torturas de aquella noche de casados.

    Pero aquello que el espíritu del hombre no logra derrotar, ha de vencerlo el tiempo, a quien cabe la razón final. El tiempo persuadió a Margarita de que su suspicacia era gratuita; y, coincidiendo con él su corazón, pudo consumarse el casamiento recientemente celebrado.

    Andrade ignoró todo esto; cada vez que encontraba a Mendonça, lo llamaba Colón del amor; tenía Andrade la manía de toda persona a quien las ideas se le ocurren trimestralmente; apenas daba con alguna más o menos ingeniosa, la repetía hasta la saciedad.

    Los dos esposos son todavía novios y prometen serlo hasta la muerte. Andrade se metió en la diplomacia y se perfila como uno de los luceros de nuestra representación internacional. Jorge sigue siendo un incurable farrista; doña Antonia se prepara para despedirse del mundo.

    En cuanto a Miss Dollar, causa indirecta de todos estos sucesos, un día, al salir a la calle, fue atropellada por un carruaje; falleció poco después. Margarita no pudo retener algunas lágrimas por la noble perrita; el cuerpo fue enterrado en la quinta familiar, a la sombra de un naranjo; cubre la sepultura una lápida con esta simple inscripción: A Miss Dollar.

    *FIN*

    “Miss Dollar”,
    Contos Fluminenses, 1870





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    Mensaje por Maria Lua Lun 05 Jun 2023, 22:08

    Noche de almirante
    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis


    Deolindo Viento Grande (era un apodo de a bordo) salió del Arsenal de Marina y se enrumbó por la Calle de Braganza. Daban las tres de la tarde. Era la flor fina de los marineros y llevaba, además, un aire de felicidad en los ojos. Su corbeta había regresado de un largo viaje de instrucción, y Deolindo bajó a tierra tan pronto como obtuvo la licencia. Los compañeros le decían, riendo:

    —¡Ah! ¡Viento Grande! ¡Qué noche de almirante vas a pasar! Cena, violín y los brazos de Genoveva. Aquel cuellito de Genoveva…

    Deolindo sonrió. Así era, en efecto, una noche de almirante, como ellos decían, una de esas noches de almirante que lo esperaba en tierra. La pasión había comenzado tres meses antes de zarpar. Se llamaba Genoveva, mestiza de veinte años, pícara, ojos negros y atrevidos. Se conocieron en casa de un tercero y quedaron prendados uno del otro, a tal punto que estuvieron próximos a cometer una locura: él dejaría el servicio y se iría con ella al pueblo más recóndito del interior.

    La vieja Ignacia, que vivía con ella, logró disuadirlos. Deolindo no tuvo más remedio que embarcarse en el viaje de instrucción. Eran ocho o diez meses de ausencia. Como prenda recíproca, decidieron hacer un juramento de fidelidad.

    —Juro por Dios que está en el cielo. ¿Y tú?

    —Yo también.

    —Dilo.

    —Juro por Dios que está en el cielo o que me falte la luz en la hora de la muerte.

    Quedaba sellado el contrato. No podía dudarse de la sinceridad de ambos: ella lloraba amargamente, él se mordía los labios para disimular la pena. Al final se separaron. Genoveva fue a ver la salida de la corbeta y volvió a su casa con tal angustia en el corazón que parecía que “le iba a dar algo”. Nada le dio, felizmente; los días fueron pasando, las semanas, los meses; diez meses, al cabo de los cuales la corbeta regresó y Deolindo con ella.

    Y ahí va él ahora, por la Calle Braganza, Praiña y Saúde, hasta el comienzo de la Gamboa, donde vive Genoveva. La casa es de fachadita oscura, agrietada por el sol, pasando el cementerio de los ingleses; allí debe estar Genoveva, inclinada en la ventana, esperándolo. Deolindo piensa lo que va a decirle. Tiene lista una frase: “Juré y cumplí”. Pero busca una mejor. Al mismo tiempo recuerda las mujeres que vio por esos mundos de Cristo, italianas, marsellesas, turcas, muchas de ellas bonitas, o que al menos a él se lo parecían. Reconoce que no todas le hubieran hecho caso, pero sí algunas, y ni aun por eso se interesó en ellas. Solo pensaba en Genoveva. La casita de ella, tan pequeñita, con sus muebles de patas rotas, con todo viejo y con tan poco… era eso lo que recordaba cuando estaba delante de los palacios de otras tierras. A costa de muchos ahorros, compró en Trieste un par de aretes, que lleva ahora en el bolso, con algunas chucherías. Y ella, ¿qué le habría guardado? Tal vez un pañuelo marcado con su nombre y un ancla en una esquina, porque sabía bordar muy bien. En estas llegó a la Gamboa, pasó el cementerio y encontró la casa cerrada. Golpeó la puerta; le respondió una voz conocida, la de la vieja Ignacia, que vino a abrirle con grandes exclamaciones de placer. Deolindo, impaciente, preguntó por Genoveva.

    —No me hable de esa loca —atajó la vieja—. Estoy bien satisfecha con el consejo que le di. ¡Imagínese si se hubiera fugado usted con ella! Lo hubiera hecho quedar como un imbécil.

    —Pero, ¿qué pasó?, ¿qué pasó?

    La vieja le dijo que se calmara, que no era nada, de esas cosas que pasan en la vida; no valía la pena amargarse. Genoveva andaba chiflada de la cabeza.

    —¿Por qué chiflada?

    —Está con un vendedor ambulante, José Diogo. ¿Conoce a José Diogo, vendedor de telas? Está con él. No se imagina el apasionamiento de los dos. Ella está medio enloquecida. Fue ese el motivo de nuestra pelea. José Diogo no salía de esta puerta; no paraban de conversar, hasta que un día les dije que no quería ver mi casa difamada. ¡Ah! ¡Padre mío del cielo! ¡El día del juicio final! Genoveva me abrió unos ojos de este tamaño, diciéndome que nunca difamó a nadie y que no necesitaba limosnas. “¿Qué limosnas, Genoveva? Lo que yo digo es que no quiero esos cuchicheos en la puerta, desde el Ave María…” Dos días después se mudó, furiosa conmigo.

    —¿Dónde está viviendo?

    —En Playa Formosa, antes de llegar a la cantera, en una casa de puertas recién pintadas.

    Deolindo no quiso oír nada más. La vieja Ignacia, un tanto arrepentida, alcanzó a darle incluso consejos de prudencia, pero él no los escuchó y se marchó. Omito anotar lo que pensó durante el camino; no pensó nada. Las ideas se le arremolinaban en el cerebro, como en hora de temporal, en medio de una confusión de vientos y silbatos. Entre ellas rutilaba el cuchillo de a bordo, ensangrentado y vengador. Había pasado Gamboa, el Recodo de Alferes; entró en Playa Formosa. No sabía el número de la casa, pero era cerca de la cantera, recién pintada, y podría encontrarla con la ayuda de los vecinos. No contó con el azar, que hizo sentar a Genoveva junto a la ventana, a coser, en el instante en que Deolindo pasaba por el frente. La reconoció y se detuvo; ella, notando la presencia de un hombre, alzó los ojos y se encontró con el marino.

    —¿Cómo es esto? —exclamó sorprendida—. ¿Cuándo llegaste? Entra.

    Y, levantándose, abrió la puerta y lo hizo pasar. Cualquier otro hombre se hubiera sentido lleno de esperanzas; tan franca era la actitud de la muchacha. Podía ser que la vieja se hubiera equivocado o que mintiera; podía ser incluso que el cuento con el vendedor se hubiera terminado. Todo esto se le pasó por la cabeza, sin la forma precisa de un raciocinio o de una reflexión, sino en una discordia rápida. Genoveva dejó la puerta abierta, lo hizo sentarse, le pidió noticias del viaje y lo encontró más gordo; ninguna emoción, ninguna intimidad. Deolindo perdió la última esperanza. A falta de un puñal, bastaríanle las manos para estrangular a Genoveva, que era menudita, y durante los primeros minutos no pensó en otra cosa.

    —Lo sé todo — dijo.

    —¿Quién te lo contó?

    Deolindo se encogió de hombros.

    —Fuera quien fuera —prosiguió ella—, ¿te dijeron que hay un muchacho que me gusta mucho?

    —Eso me dijeron.

    —Te dijeron la verdad.

    Deolindo sintió un impulso violento; ella lo detuvo con la sola mirada. Luego le dijo que, si le había abierto la puerta, era porque lo consideraba un hombre sensato. Después le contó todo: las nostalgias que había sufrido, los propuestas del vendedor, los rechazos de ella, hasta que un día, sin saber cómo, amaneció sintiendo que lo amaba.

    —Puedes creerme que pensé mucho, mucho en ti. Que te cuente doña Ignacia todo lo que lloré… pero mi corazón cambió… cambió… te cuento todo esto como si estuviera delante del confesor — concluyó sonriendo.

    No sonreía con burla. Pero el tono de sus palabras era una mezcla de inocencia y cinismo, de insolencia y sencillez que desisto de definir mejor. Creo incluso que insolencia y cinismo no son términos apropiados. Genoveva no se defendía de haber cometido un error o un perjurio; no se defendía de nada; carecía del sentido moral de sus actos. Lo que decía, en resumen, es que hubiera sido mejor no haber cambiado. Fue feliz con el amor de Deolindo, la prueba está en que hasta quiso huir con él; pero desde el momento en que el vendedor venció al marino, la razón estaba de parte del ventero y así había que decirlo. ¿Qué os parece? El pobre marinero citaba el juramento de despedida, como una obligación eterna ante la cual había consentido en no huir, y embarcarse: “Juro por el Dios que está en el cielo; y que si miento, la luz me falte en la hora de la muerte”. Si se embarcó fue por confiar en lo que ella le había jurado. Fueron esas palabras las que lo sostuvieron mientras anduvo, viajó, esperó y regresó; fueron ellas las que le dieron fuerza para vivir. Juro por Dios que está en el cielo; y si miento, la luz me falte en la hora de la muerte…

    —Pues sí, Deolindo, era verdad. Cuando juré era verdad. Tan verdad que yo quería huir contigo para el sertón. ¡Solo Dios sabe que era verdad! Pero vinieron otras cosas… Apareció este muchacho y a mí me empezó a gustar…

    —Pero si uno jura es para eso mismo; para que ya no le guste nadie más…

    —Deja eso, Deolindo. ¿Ahora vas a decirme que solo pensaste en mí? Déjate de cosas…

    — ¿A qué hora vuelve José Diogo?

    —No vuelve hoy.

    —¿No?

    —No vuelve; anda por los lados de Guaratiba con la mercancía; debe regresar el viernes o el sábado… ¿Y por qué lo quieres saber? ¿Qué mal te ha hecho él?

    Quizá cualquier otra mujer hubiese dicho las mismas frases; pocas les darían una expresión tan cándida, no por una intención deliberada, sino sin proponérselo. Mirad qué cerca estamos aquí de la naturaleza. ¿Qué mal le había hecho él? ¿Qué mal le había hecho esta piedra que cae de lo alto? Cualquier maestro de física le explicaría la caída de las piedras. Deolindo declaró, con un gesto de desespero, que quería matarlo. Genoveva lo miró con desprecio, esbozó una sonrisa e hizo un ademán de desdén; y, recordando sus reproches de ingratitud y perjurio, no pudo disimular su asombro. ¿Qué perjurio? ¿Qué ingratitud? Ya le había dicho y le repetía que cuando juró era verdad. Nuestra Señora, que allí estaba encima de la cómoda, sabía si era verdad o no. ¿Era así como le pagaba todo lo que sufrió?; y él, a quien se le llenaba la boca de fidelidad, ¿se había acordado de ella mientras viajaba por el mundo?

    La respuesta de él fue llevarse la mano al bolsillo y sacar el paquete que le traía. Ella lo abrió, retiró las chucherías, una por una, hasta que se topó al fin con los aretes. No eran ni podían ser lujosos; eran incluso de mal gusto, pero tenían en todo caso una apariencia rutilante. Genoveva los tomó, contenta, deslumbrada; los miró por todos lados, de lejos y de cerca, y finalmente se los colocó en las orejas; después fue hasta el espejo redondo, colgado en la pared, entre la ventana y la puerta, para ver cómo le quedaban. Retrocedió, se acercó, volteó la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

    —Sí, señor, muy lindos —dijo, haciendo una gran reverencia de agradecimiento—. ¿Dónde los compraste?

    Creo que él no respondió nada, ni hubiera tenido tiempo para hacerlo, porque ella le siguió haciendo preguntas, una tras otra; tan confusa se sentía por recibir un cariño a cambio de un olvido. Confusión de cinco o cuatro minutos; tal vez de dos. No tardó en quitarse los aretes, contemplarlos y ponerlos en su cajita encima de la mesa redonda que estaba en medio de la sala. Él, por su parte, empezó a creer que, así como la perdió estando ausente, así también el otro, ausente, podía perderla; y, probablemente, ella a él no le había jurado nada.

    —Charlando, charlando, se hizo de noche —dijo Genoveva.





    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 05 Jun 2023, 22:09

    ***


    En efecto, la noche iba cayendo rápidamente. Ya no alcanzaban a ver el hospital de los lázaros y a duras penas distinguían la Isla de los Melones; hasta las lanchas y canoas, varadas en tierra frente a la casa, se confundían con la arena y el lodo de la playa. Genoveva encendió una vela. Después fue a sentarse en la solera de la puerta y le pidió que le contara cosas de las tierras que había visitado. Deolindo se rehusó al principio; dijo que se marchaba, se puso de pie y dio algunos pasos por la sala. Pero el demonio de la esperanza mordía y babeaba en el corazón del pobre diablo, y volvió a sentarse para contarle dos o tres anécdotas de a bordo. Genoveva escuchaba con atención. Interrumpidos por una vecina que llegó, Genoveva la invitó a sentarse también para oír “las historias bonitas que el señor Deolindo estaba contando”. No hubo más presentación. La gran dama que prolonga su vigilia, para concluir la lectura de un libro o de un capítulo, no vive tan íntimamente la vida de los personajes como vivía la examante del marino las escenas que él le iba contando; tan libremente interesada y atenta como si entre ambos no hubiese cosa distinta a una narración de episodios. ¿Qué le importa a la gran dama el autor del libro? ¿Qué le importa a la muchacha el contador de episodios?

    La esperanza, sin embargo, empezaba a abandonarlo, y él se levantó para irse de una vez. Genoveva no quiso dejarlo ir antes de que la amiga viera los aretes y fue a buscarlos con grandes elogios. La otra quedó encantada, los alabó mucho, preguntó si los había comprado en Francia y le pidió a Genoveva que se los pusiera.

    —Realmente son muy lindos.

    Quiero creer que el mismo marinero estuvo de acuerdo con esa opinión. Le gustó verlos, pensó que parecían hechos para ella, y, durante algunos segundos, saboreó el placer exclusivo y fino de haber hecho un buen regalo; pero fueron solo algunos segundos.

    Como se despidió, Genoveva lo acompañó hasta la puerta para agradecerle una vez más la amabilidad y, probablemente, para decirle algunas cosas tiernas e inútiles. Su amiga, que se había quedado en la sala, apenas alcanzó a oírle esta frase: “Déjate de esas cosas, Deolindo”; y esta otra del marino: “Ya vas a ver”. No pudo oír el resto, que no pasó de un susurro.

    Deolindo tomó camino por la playa, cabizbajo y lento, ya no el joven impetuoso de por la tarde, sino con un aire viejo y triste, o, para usar otra metáfora de marineros, como un hombre “que ya va de regreso a tierra”. Genoveva volvió a entrar a la casa, alegre y bulliciosa. Contó a la otra la historia de sus amores marítimos, alabó mucho el temperamento de Deolindo y sus lindos modales; la amiga afirmó que le había parecido muy simpático.

    —Muy buen muchacho —insistió Genoveva—. ¿Sabes lo que me dijo hace un momento?

    —¿Qué?

    —Que se va a matar.

    —¡Jesús!

    —¡Qué va! No se mata, no. Deolindo es siempre así; dice las cosas pero no las hace. Vas a ver que no se mata. Pobre, son los celos. Pero los aretes son muy bonitos.

    —Nunca vi por aquí ningunos parecidos.

    —Ni yo —aceptó Genoveva, examinándolos a la luz. Después los guardó y convidó a la otra a coser— Vamos a coser un rato, quiero terminar mi corpiño azul…

    La verdad es que el marinero no se mató. Al día siguiente algunos compañeros le palmearon el hombro, felicitándole por la noche de almirante, y le preguntaron por Genoveva: si estaba más bonita, si había llorado mucho su ausencia, etcétera. Él respondía a todo con una sonrisa satisfecha y discreta, la sonrisa de alguien que vivió una gran noche. Parece que tuvo vergüenza de la realidad y prefirió mentir.

    *FIN*

    “Noite de almirante”,
    Gazeta de Notícias, 1884




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    Mensaje por Maria Lua Mar 06 Jun 2023, 17:15

    Singular ocurrencia



    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis



    Hay ocurrencias bastante singulares. ¿Ves aquella dama que entra en este momento en la Iglesia de la Cruz? Esa que se ha detenido en el atrio para dar una limosna…

    -¿La que viste de negro?

    -Justamente; ahí va entrando; entró.

    -No digas más. Tu mirada me está diciendo que la dama en cuestión es un recuerdo tuyo de otro tiempo; y no ha de ser mucho ese tiempo, a juzgar por el cuerpo: es una mujer espléndida.

    -Debe andar por los cuarenta y seis años.

    -¡Ah!, conservada. Vamos, vamos; deja de mirar el suelo y cuéntamelo todo. ¿Es viuda, por supuesto?

    -No.

    -Bien; el marido aún vive. ¿Es viejo?

    -No está casada.

    -¿Soltera?

    -Así, así. Hoy en día debe llamarse doña María de Tal. En 1860 florecía bajo el apodo de la Marucha. No era costurera, ni propietaria, ni maestra de escuela; anda descartando profesiones, y llegarás… Vivía en la Calle del Sacramento. Ya en ese entonces era esbelta y, seguramente, más bonita de lo que es hoy; modales serios, hablar fino. Cuando iba por la calle, aun vestida del modo más recatado y sencillo, muchos se deslumbraban con ella.

    -Tú, por ejemplo.

    -Yo no, pero sí Andrade, un amigo mío, de veintiséis años, medio abogado, medio político, nacido en Alagoas y casado en Bahía, de donde vino a Río en 1859. Su esposa era mujer bonita, dulce y resignada; cuando los conocí, tenía una hija de dos años.

    -Y a pesar de eso, ¿la Marucha… ?

    -Es cierto, lo dominó. Mira: si no tienes mucha prisa, puedo contarte una historia interesante.

    -Soy todo oídos.

    -La primera vez que se encontraron fue a la entrada del almacén Paula Brito, en el Rocío. Él se encontraba allí, y vio asomar a la distancia una mujer bonita; esperó, ya entusiasmado, porque era en grado sumo amigo de faldas. La Marucha venía caminando despacio, mirando y deteniéndose como quien busca alguna dirección. Se paró un instante frente a la tienda; después, con timidez, extendió a Andrade una tarjeta, preguntándole dónde quedaba el número allí escrito. Andrade le respondió que al otro lado del Rocío, señalándole la ubicación aproximada. Ella le agradeció con mucha gentileza; y él se quedó sin saber qué pensar con respecto a aquella pregunta.

    -Como estoy yo ahora.

    -Nada más sencillo: la Marucha no sabía leer. Andrade no alcanzó a dar con la explicación. La vio atravesar el Rocío, que por entonces no tenía estatua ni jardín, y dar al fin, después de preguntar varias veces, con la casa que buscaba. Esa noche, Andrade fue al teatro. Presentaban La Dama de las Camelias; allá estaba la Marucha, quien, en el último acto, lloró como una criatura. No prosigo: al cabo de quince días se amaban locamente. La Marucha se alejó de todos sus amantes, y me parece que no fue poca la pérdida; algunos eran gente de buen dinero. Se quedó sola, absolutamente sola, viviendo apenas para Andrade, sin buscar otra relación distinta a ésa, dejando de lado cualquier otro interés.

    -Como La Dama de las Camelias.




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 06 Jun 2023, 17:17

    ***

    Exacto. Andrade le enseñó a leer. “Estoy hecho un maestro de escuela”, me dijo un día; y fue entonces cuando me contó la anécdota de la tienda. La Marucha aprendió de prisa. Se comprende: la vergüenza de su ignorancia, el deseo de conocer las novelas que él le mencionaba, y hasta el gusto de complacerlo, de serle agradable… Andrade me lo contó todo, con una expresión tal de alegría en el semblante que no llegas a imaginarte. Yo gozaba de la confianza de ambos. A veces cenábamos los tres juntos; y… no tengo por qué mentir, algunas veces los cuatro. No pienses que eran reuniones disolutas; alegres, pero honestas. La Marucha gustaba de las conversaciones sobrias y tranquilas, como sus vestidos. Poco a poco se estableció entre nosotros una buena intimidad. Ella me preguntaba por la vida de Andrade, por la mujer, por la hija, por sus costumbres; quería saber si él de verdad se interesaba en ella, o si era solo un capricho, y si había tenido otras, si la olvidaría pronto… una lluvia de preguntas, y un temor de perderlo, que mostraban a las claras la fuerza y la sinceridad de su cariño…

    Un día, fiesta de San Juan, Andrade fue con la familia a la Gávea, para asistir a una cena y a un baile; dos días de ausencia. Yo los acompañé. Al despedirnos de la Marucha, ella mencionó una comedia que había visto semanas antes en El Gimnasio -Cenando con mi madre- diciéndome que, no teniendo familia para pasar con ella la fiesta de San Juan, pensaba imitar a la Sophia Arnoult de aquella obra: cenaría con un retrato. Pero no el de la madre, pues no tenía ninguno, sino el de Andrade. Tal afirmación estuvo a punto de merecerle un beso; Andrade quiso dárselo; ella, sin embargo, ante el hecho de mi presencia en la habitación, lo rechazó delicadamente con la mano.

    -Pues mira, creo que es un bonito gesto.

    -Así lo sintió también Andrade. Tomándole el rostro con ambas manos, la besó paternalmente en la frente. De allí salimos hacia La Gávea. Por el camino me contó grandes bellezas al respecto de la Marucha, me habló de sus mutuas ternezas, me confesó su intención de comprarle una casa en algún barrio alejado, tan pronto pudiese disponer del dinero necesario; y elogió la actitud digna de la muchacha, que se negaba a recibir de él más de lo estrictamente necesario.

    -Todavía hay más -le dije; y le conté algo que él no sabía, esto es, que cerca de tres semanas antes la Marucha había empeñado algunas joyas para poder pagar una cuenta de su costurera. Esta noticia lo conmovió de veras; no me atrevo a jurarlo, pero creo que se le salieron las lágrimas. En todo caso, y después de meditar un rato en silencio, me dijo que definitivamente estaba decidido a conseguirle casa y a ponerla al abrigo de la miseria. En La Gávea encontramos aún ocasión para seguir hablando de la Marucha; finalmente las fiestas terminaron, y regresamos a la ciudad. Andrade dejó a su familia en casa, en la Lapa, y siguió hasta su despacho con el fin de arreglar algunos papeles urgentes. Poco después del mediodía se le apareció allí un tal Leandro, ex-agente de cierto abogado, a pedirle, como solía hacerlo, un préstamo de dos mil o tres mil reis. Era un sujeto vulgar y haragán. Vivía de dar sablazos a los amigos de su antiguo patrón. Andrade le dio tres mil reis y, como lo viese excepcionalmente risueño, le preguntó qué bicho lo había picado. Leandro hizo parpadear los ojos y se pasó la lengua por los labios; Andrade, que se moría por las anécdotas picantes, le preguntó si era cosa de amores. Él se hizo de rogar un poco, y confesó al fin que sí.

    -Mira, ya sale de la iglesia. ¿No es ella?

    -Ella misma; apartémonos de la esquina.

    -Realmente, debe haber sido muy hermosa. Tiene un aire de duquesa.

    -No miró hacia acá; mira siempre hacia el frente. Va a subir por la Calle del Oidor…

    -Sí, señor. Comprendo muy bien a Andrade.










    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 06 Jun 2023, 17:19

    ***

    Volvamos a la historia. Leandro confesó que había tenido la víspera una suerte extraña, o mejor única, algo que él nunca hubiera osado soñar, y que no merecía, porque sabía bien que no pasaba de ser un pobre diablo. Pero, en fin, también los pobres son hijos de Dios. El hecho fue que la víspera, cerca de las diez de la noche, había visto en el Rocío una dama vestida con sencillez, vistosa de cuerpo, y muy envuelta y protegida con un gran chal. La dama caminaba atrás de él, y más aprisa; al pasar a su lado, lo miró fijamente a los ojos, y aminoró la marcha, como en actitud de esperar. El pobre diablo pensó que aquello no podía ser verdad. Confesó a Andrade que, a pesar del atavío modesto de la dama, adivinó al punto que no era cosa que estuviese a su alcance. Prosiguió su marcha; la mujer, que se había detenido, lo miró de nuevo; pero esta vez con tal fijeza, que no pudo menos de sentirse animado; ella hizo lo demás… ¡Ah! ¡Un ángel! ¡Y qué casa, qué sala lujosa! Algo fino de veras. Y luego, su desinterés… “Mire, señor Andrade -añadió el otro- es una mujer como para su nivel, no para el mío”. Andrade sacudió la cabeza. No lo tentaba la aventura. Pero Leandro le insistía: la casa quedaba en la Calle de Sacramento, número tantos…

    -¡No es posible!

    -Puedes imaginarte la reacción de Andrade. Durante algunos minutos ni él mismo supo lo que dijo o hizo, lo que pensó o sintió. Al fin reencontró fuerzas para preguntar al otro si era verdad aquello que había dicho; Leandro respondió que no tenía razón alguna para inventar una historia así; notando, empero, la excitación de Andrade, le pidió discreción, asegurándole que él por su parte cerraría la boca. Se dispuso a salir. Andrade lo detuvo con una propuesta; le preguntó si le gustaría ganarse veinte mil reis. “¡Por supuesto!” “Estoy dispuesto a darle esa suma si usted viene conmigo a la casa de esa mujer, y me asegura en su presencia que es ella misma la que usted se encontró”.

    -¡Ah!

    -No pretendo justificar a Andrade; su reacción no era muy loable que digamos; pero la pasión, en casos como éste, es capaz de enceguecer al mejor de los hombres. Andrade era digno, generoso, sincero. Pero el golpe había sido tan hondo, y su amor por ella era tan grande que no dudó en cobrarse tamaña venganza.

    -¿El otro aceptó?

    -Vaciló un poco, no por dignidad, sin duda, sino por temor; pero la perspectiva de veinte mil reis… puso una condición: que no lo metieran en líos… La Marucha estaba en la sala cuando Andrade llegó. Ella salió a su encuentro con la intención de abrazarlo. Pero Andrade le advirtió con un gesto que traía compañía. Después, sin quitarle los ojos del rostro, hizo pasar a Leandro; la Marucha palideció. “¿Es ésta la mujer?”, preguntó Andrade. “Sí, señor”, murmuró Leandro con voz trémula, pues hay actos aún más innobles que el propio hombre que los comete. Andrade abrió su cartera con mucha ostentación, sacó de ella un billete de veinte mil reis y lo entregó al otro; luego, con la misma ostentación, le ordenó que se marchase. Leandro salió. La escena que siguió fue breve pero dramática. No estoy enterado de los detalles, porque fue el propio Andrade quien me contó todo, y estaba tan aturdido y afectado como es de imaginar. Ella no confesó nada; pero estaba fuera de sí, y cuando él, después de arrostrarle frases terribles, hizo ademán de largarse, se arrojó a sus pies y le agarró las manos llorando desesperada, y amenazando con matarse. Finalmente quedó tirada en el suelo al borde de las escaleras; él bajó a paso de vértigo, y se marchó.

    -Y no le faltaba razón, hay qué decirlo: irse a trotar la calle en busca de algún infeliz como el tal Leandro… ¿Supongo que lo hacía con frecuencia?

    -No

    -¿No?

    -Déjame terminar. A eso de las ocho de la noche vino Andrade a mi casa. Ya había ido tres veces, sin encontrarme. Su historia me dejó estupefacto. ¿Pero cómo dudar, si él había tenido la preocupación de apurar la prueba hasta la última evidencia? Ni te digo los improperios que le oí pronunciar, los planes de venganza, las exclamaciones, las cosas que dijo de ella. Todo lo que se dice, en fin, cuando nos llegan crisis de este estilo.. Mi consejo fue que la abandonase; que se dedicase a su familia, a su hija, a su mujer, tan buena, tan dulce… Él aceptaba el consejo, pero al instante volvía a sentirse inflamado por la cólera. De la cólera pasó a la duda; llegó a suponer que la Marucha, con el propósito de probarlo, había urdido toda la trama, contratando a Leandro para que fuera a contarle aquella historia; la prueba estaba en que Leandro insistió en darle la dirección, haciendo caso omiso de su falta de interés en la aventura. Y aferrado a esa hipótesis inverosímil, intentaba cerrar los ojos a la realidad; pero la realidad se le imponía; la palidez de la Marucha, la alegría espontánea de Leandro… todos los detalles, en suma, le gritaban que la historia era verdadera. Hasta creo que llegó a arrepentirse de haberse procurado prueba tan concluyente. En cuanto a mí, meditaba sobre el caso sin atinar a encontrarle alguna explicación satisfactoria. ¡Tan modesta! ¡Modales tan recatados!

    -Hay una frase de una obra de teatro que puede aplicarse a esta aventura; una frase de Angier, creo: “la nostalgia del fango”.

    -No lo creo; pero espera que aún no termino. A eso de las diez se apareció en casa una criada de la Marucha, negra liberta muy amiga de su ama. Andaba en busca de Andrade, muy preocupada porque la patrona, después de muchas horas de llorar, encerrada en su cuarto, había salido sin cenar siquiera, y no había regresado. Tuve que detener a Andrade, que intentó salir precipitadamente. La negra nos suplicaba por todos los santos que encontráramos a su ama. “¿No acostumbra ella salir por ahí?”, le preguntó Andrade con sarcasmo. Pero la criada respondió que no. “¿Estás oyendo?”, me dijo casi a gritos. Como si la esperanza volviera de nuevo a acariciarle el corazón. “¿Y ayer…, salió?”, pregunté. La negra asintió esta vez; no quise seguir interrogándola por compasión a Andrade, cuya aflicción crecía y cuyo pundonor iba cediendo ante la noticia de la desaparición. Salimos en busca de la Marucha; fuimos a todas las casas y sitios que frecuentaba; luego fuimos a la policía; pero la noche transcurrió sin que lográramos averiguar nada acerca de su paradero. Por la mañana volvimos a la policía. El jefe o uno de los delegados, no recuerdo bien, era amigo de Andrade; éste le contó del asunto sin entrar en la parte más íntima; si bien, de cualquier modo, la relación de Andrade y la Marucha era de sobra conocida por todos sus allegados. Se hicieron investigaciones: ningún hecho grave o trágico había sucedido aquella noche; ninguna persona había caído al mar; las tiendas del ramo no reportaban ventas de armas, ni las farmacias despachos de venenos. La policía agotó sus recursos sin éxito. Imposible describirte el estado de aflicción del pobre Andrade durante esas largas horas; todo el día se lo pasó en pesquisas inútiles. No sufría solo por la idea de perderla; también lo agobiaba el remordimiento, pues la posibilidad de una tragedia parecía de algún modo absolver a la joven. Andrade me preguntaba a cada paso si no había obrado bien haciendo lo que hizo, si no habría procedido yo de igual modo en una situación como ésa. Y tornaba a afirmar que todo había sido cierto, y me daba pruebas concluyentes, con el mismo ardor con que en la víspera había intentado probarse a sí mismo que se trataba de un error; lo que en suma buscaba era conciliar la realidad con sus sentimientos de esa hora.




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 06 Jun 2023, 17:20

    ***

    Pero, resumiendo, ¿encontraron a la Marucha?

    -Estábamos en un hotel, cerca de las ocho, comiendo algún bocado, cuando recibimos una pista: un cochero había conducido la víspera a una señora a la zona del jardín botánico; la señora había entrado a un hotelito, tras despedir el coche. No alcanzamos a terminar la frugal cena; fuimos con el cochero a la dirección dada. El dueño del hotel confirmó la versión, añadiendo que la dama se había recluido en un cuarto, y apenas comido desde su llegada; tan solo había pedido una taza de té; parecía profundamente abatida. Nos dirigimos a la habitación. El dueño del hotel dio algunos golpes en la puerta; ella respondió con voz débil, y abrió. No tuve tiempo de hacer o decir nada. Andrade me empujó a un lado, y los dos cayeron uno en brazos del otro. La Marucha lloró mucho y llegó casi a desmayarse.

    -¿Todo se aclaró?

    En absoluto. Ninguno de los dos volvió a mencionar el asunto. Rescatados de un naufragio, no quisieron saber nada de la tempestad que los había hecho zozobrar. La reconciliación fue rápida. Andrade le compró a los pocos meses una casita en Catumby; la Marucha le dio un hijo, que murió a los dos años.

    Cuando Andrade debió viajar al norte en una comisión del gobierno, la Marucha quiso acompañarlo: se seguían queriendo igual, si bien el ardor primero se había sosegado un poco. Yo la convencí de que lo esperase. Andrade confiaba en regresar pronto, pero, como ya te he contado, murió en la provincia. La Marucha sintió profundamente su muerte; le guardó luto, y obró en todo como si fuese su legítima viuda. Me consta que, luego de tres años, aún asistía siempre a misa el día del aniversario. Hace diez años la perdí de vista. ¿Qué piensas de toda esta historia?

    -Realmente, debo reconocer que hay ocurrencias bien singulares; siempre y cuando no te hayas aprovechado de mi credulidad para urdir una trama novelesca…

    -No, no he inventado nada. Es realidad pura.

    -Pues, señor, es algo muy curioso. En medio de una pasión tan ardiente, tan sincera… Yo insisto en mi teoría: creo que fue la nostalgia del fango.

    -No; nunca la Marucha se rebajó hasta los Leandros.

    -Entonces, ¿por qué lo haría aquella noche?

    -Vio un hombre que supuso a distancias abismales de la gente que ella frecuentaba. Por eso obró sin recelo. Pero el azar, que es a un tiempo dios y diablo… ¡En fin, cosas!

    *FIN*

    “Singular Ocorrência”,
    Histórias sem Data, 1884



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    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:25

    Teoría del fanfarrón
    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis
    (Diálogo)




    —¿Tienes sueño?

    —No, señor.

    —Ni yo; conversemos un poco. Abre la ventana. ¿Qué horas son?

    —Las once.

    —Ya se fue el último invitado de nuestra modesta cena. Así que has llegado, mi querido muchacho, a tus veintiún años. Hace veintiún años, el día 5 de agosto de 1854, venías tú a la luz un chiquillo insignificante, y ahora ya eres un hombre, largos bigotes, varios enredos amorosos…

    —Papá…

    —No seas melindroso y hablemos como dos amigos. Cierra esa puerta; voy a decirte cosas impresionantes. Siéntate y conversemos. Veintiún años, algunas pólizas, un diploma, puedes entrar al parlamento, a la magistratura, al periodismo, a la agricultura, a la industria, al comercio, a las letras o a las artes. Hay infinitas carreras delante de ti. Veintiún años, mi muchacho, forman apenas la primera sílaba de nuestro destino. Los mismos Pitt y Napoleón, a pesar de precoces, no fueron todos a los veintiún años, mas cualquiera que sea la profesión que escojas, mi deseo es que llegues a ser grande e ilustre, o por lo menos notable; que te levantes por encima de la oscuridad común. La vida, Janjão, es una gran lotería; los premiados son pocos, los malogrados incontables, y con los suspiros de una generación se amansan las esperanzas de otra. Así es la vida; no hay plegarias ni maldiciones que valgan, solo cabe aceptar las cosas como son, con sus cargas y tropiezos, glorias y descréditos, y seguir adelante.

    —Sí, señor.

    —Sin embargo, así como es de buen tino guardar un pan para la vejez, así también es de buena práctica social conocer más de un oficio ante la posibilidad de que los otros fallen, o no compense suficientemente el esfuerzo de nuestra ambición. Es esto lo que te aconsejo hoy, día de tu mayoría de edad.

    —Se lo agradezco, créamelo, pero, ¿podría usted decirme cuál es ese oficio eventual?

    —Ninguno me parece más útil y adecuado que el de fanfarrón. Ser fanfarrón fue el sueño de mis años mozos; me faltó, empero, las instrucciones de un padre, y acabo como ves, sin más consuelo y estímulo moral que el de depositar en ti mis esperanzas. Óyeme bien, mi querido hijo, óyeme y entiende. Eres joven, tienes, naturalmente, el ardor, la exuberancia, los impulsos propios de tu edad; no los rechaces pero modéralos, de modo que a los cuarenta y cinco años puedas entrar francamente en el régimen del aplomo y la mesura. El sabio que dijo: “la gravedad es un misterio del cuerpo”, definió la compostura del fanfarrón. No confundas esa gravedad con aquella otra que, aunque resida en el aspecto, es un puro reflejo o emanación del espíritu; esa es del cuerpo, tan solo del cuerpo, una señal de la naturaleza o una expresión de la vida. En cuanto a la edad de cuarenta y cinco años…




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:26

    888


    Es verdad, ¿por qué cuarenta y cinco años?

    —No es, como puedes suponer, un límite arbitrario, hijo del puro capricho; es la edad en que normalmente se produce el fenómeno. Generalmente, el auténtico fanfarrón comienza a manifestarse entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, aun cuando haya algunos ejemplos entre los cincuenta y cinco y los sesenta, pero estos son raros. Los hay también de cuarenta años, y otros más precoces, de treinta y cinco y de treinta; no son, sin embargo comunes. Ni hablar de los veinticinco: semejante madrugar es privilegio del genio.

    —Entiendo.

    —Vayamos a lo principal. Una vez ingresado en la carrera debes poner todo tu cuidado en las ideas que habrás de nutrir tanto para uso ajeno como propio. Lo mejor será no tenerlas absolutamente; cosa que entenderás bien, imaginando, por ejemplo, a un actor imposibilitado de usar uno de sus brazos. Él puede, mediante un artificio milagroso, disimular su defecto a los ojos de la platea, pero lo mejor sería disponer de los dos. Lo mismo ocurre con las ideas; se puede, con violencia, ahogarlas, esconderlas hasta la muerte; pero ni esa habilidad es tan común, ni un esfuerzo tan constante convendría al ejercicio de la vida.

    —Pero quién le dice a usted que yo…

    —Tú, hijo mío, si no me engaño, pareces dotado de la perfecta inopia mental, conveniente al uso de este noble oficio. No me refiero tanto a la fidelidad con que repites en una reunión las opiniones oídas en una esquina, y viceversa, porque ese hecho aun cuando indique cierta carencia de ideas, bien puede no ser más que una traición de la memoria. No, me refiero al gesto correcto y perfilado con que sueles exponer con franqueza tus simpatías o antipatías acerca del corte de un chaleco, las dimensiones de un sombrero, el crujir o el suave deslizar de las botas nuevas. He aquí un síntoma elocuente, he ahí una esperanza. Sin embargo, pudiendo ocurrir que, con los años, lleguen a agobiarte algunas ideas propias, urge equipar debidamente el espíritu. Las ideas, por su naturaleza, son espontáneas y súbitas; por más que las sufrimos, ellas irrumpen y se precipitan. De allí la precisión con que el vulgo, cuyo olfato extremadamente delicado, distingue al fanfarrón cabal de aquel que no lo es.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:27

    ***


    —Presumo que así sea, pero un obstáculo así es invencible.

    —No lo es; hay un medio: consiste en recurrir a un régimen debilitante; leer compendios de retórica, oír ciertos discursos, etcétera. El voltarete, el dominó, y el whist son remedios aprobados. El whist tiene incluso la rara ventaja de habituar al silencio, que es la forma extrema de la circunspección. No digo lo mismo de la natación, de la equitación y de la gimnasia, si bien ellas hacen reposar el cerebro; pero, por lo mismo que favorecen su descanso, les restituyen las fuerzas y el dinamismo perdidos. El billar, en cambio, es excelente.

    —¿Cómo así? ¿No es también un ejercicio temporal?

    —No digo que no, pero hay cosas en que la observación desmiente a la teoría. Si te recomiendo especialmente el billar es porque las estadísticas más escrupulosas muestran que las tres cuartas partes de los frecuentadores del taco suelen estar de acuerdo en todo. El paseo por las calles, especialmente por aquellas que estimulan la distracción e inducen a detenerse de tramo en tramo, es utilísimo, siempre y cuando no las recorras solo, porque la soledad es fábrica de ideas, y el espíritu abandonado a sí mismo, aun en medio de la multitud, puede sentirse propenso a semejante actividad.

    —¿Pero y si yo no encuentro el amigo adecuado y dispuesto a salir conmigo?

    —No importa; te queda el valeroso recurso de mezclarte con los vagabundos, junto a los cuales todo el polvo de la soledad se disipa. Las librerías, sea a causa de la atmósfera del lugar o por cualquier otra razón que se me escapa, no son propicias a nuestro fin; es, no obstante, conveniente entrar de vez en cuando a ella, no digo a escondidas, sino expuesto a la vista de todos. Puedes resolver la dificultad de un modo simple: ve allí a hablar de una noticia de momento, del chiste de la semana, de un contrabando, de una calumnia, de un cometa, de cualquier cosa, siempre que no prefieras interrogar directamente a los lectores de las bellas crónicas de Mazade; 75 por ciento de esos estimables caballeros te repetirán las mismas opiniones y semejante monotonía es enormemente saludable. Con este régimen, durante ocho, diez, dieciocho meses – supongamos dos años – reduces el intelecto, por más pródigo que sea, a la sobriedad, a la disciplina, al equilibrio común. Nada digo del vocabulario, ya que todo lo que a él atañe está subentendido en el uso de las ideas; ha de ser naturalmente simple, tibio, apocado, sin notar resplandecientes, sin colores estridentes…

    —¡Pero esto es del diablo! Eso de no poder adornar el estilo de vez en cuando…









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    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:30

    ***


    —Puedes hacerlo; puedes emplear unas cuantas figuras expresivas, la hidra de Lerna, por ejemplo, la cabeza de Medusa, el tonel de las Danaides, y las alas de Ícaro, y otras, que románticos, clásicos y realistas emplean sin decoro, cuando las necesitan. Sentencias latinas, dichos históricos, versos célebres, sentencias jurídicas, máximas, es aconsejable lucirlos en los discursos de sobremesa, de felicitación o de agradecimiento. Caveant, consules es un excelente cierre para un artículo político; diré lo mismo del Si vis pacem para bellum. Algunos suelen renovar el sabor de una cita intercalándola con una frase inédita, original y bella, pero no te recomiendo ese artificio; sería desnaturalizar su gracia anticuada. Mejor que todo eso, empero, que al fin de cuentas no pasa de mero adorno, son las frases hechas, las locuciones convencionales, las fórmulas consagradas por loa años, incrustadas en la memoria individual y colectiva. Esas fórmulas tienen la ventaja de no obligar a los otros a un esfuerzo inútil. No las enumero ahora, pero lo haré por escrito. Por lo demás, el mismo oficio te irá enseñando los elementos de ese difícil arte de pensar lo pensado. En cuanto a la utilidad de un sistema como este, basta figurarse una hipótesis. Se promulga una ley, se la ejecuta, no produce efecto, subsiste el mal. He ahí una cuestión que puede estimular las curiosidades desocupadas, motivar una investigación pedante, inducir a un acopio fastidioso de documentos y observaciones, análisis de causas probables, causas ciertas, causas posibles, un estudio infinito de las aptitudes del sujeto reformado, de la naturaleza del mal, de la manipulación del remedio, de las circunstancias de la aplicación; materia, en fin, para todo un andamiaje de palabras, conceptos y desvaríos. Tú puedes ahorrar a tus semejantes todo ese discurso confuso diciendo simplemente: ¡Antes de las leyes, reformemos las costumbres! Y esta frase sintética, transparente, límpida, tomada al patrimonio común, resuelve más rápido el problema, penetra en los espíritus como un chorro súbito de sol.

    —Empiezo a notar, padre, que usted condena toda y cualquier aplicación de procesos modernos.

    —Entendámonos. Condeno la aplicación, celebro la nomenclatura. Lo mismo digo de toda la reciente terminología científica: debes memorizarla. Teniendo en cuenta que el rasgo peculiar del fanfarrón debe ser una cierta actitud propia del dios Término, y que las ciencias son obras del movimiento humano, conviene, ya que tendrás que ser un fanfarrón en el futuro, que tomes las armas de su tiempo. Y una de dos: o ellas serán usadas y divulgadas dentro de treinta años, o se conservarán nuevas; en el primer caso, te pertenecen por derecho propio; en el segundo, puedes presumir esgrimiéndolas, para mostrar que también son tuyos los atributos del pintor. De a poco, con el tiempo, irás sabiendo a qué leyes, casos y fenómenos responde toda esa terminología; porque el método de interrogar a los propios maestros y portavoces de la ciencia, en sus libros, estudios y memorias, además de tedioso y cansador, acarrea el peligro de la inoculación de ideas nuevas, y es radicalmente falso. Agrega a esto que el día en que vengas a enseñorearte del espíritu de aquellas leyes y fórmulas, serás probablemente llevado a emplearlas con tamaña mesura, como la costurera –vivaz y muy de moda-, que, según un poeta clásico,



    Cuanto más paño tiene, más ahorra el corte
    Y menor es el montón en que alardean los retazos;





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    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:31

    ***


    Y este fenómeno, tratándose de un fanfarrón, no tendría nada de científico.

    —¡Increíble! ¡Es una profesión difícil!

    —Y aún no llegamos al punto esencial.

    —Vayamos al punto, entonces.

    —No te he hablado aún de los beneficios de la publicidad. La publicidad es una dama coqueta y distinguida, que debes seducir mediante pequeñas atenciones, golosinas, cojines, cosas menudas, que más que atrevimiento y ambición, expresan la constancia del efecto. Que Don Quijote solicite sus favores mediante acciones heroicas o costosas es una fatalidad propia de este ilustre lunático. El verdadero fanfarrón adopta otra política. Lejos de inventar un Tratado Científico de la Crianza de los Corderos, compra un cordero y se lo ofrece a sus amigos en forma de una cena, cuya realización no puede pasar desapercibida a sus conciudadanos. Una noticia trae la otra; cinco, diez, veinte veces ponen tu nombre ante los ojos del mundo. Comisiones o diputaciones para felicitar a un agraciado, a un benemérito, a un visitante extranjero, suelen dar lugar a singulares distinciones, de igual modo los agasajos ofrecidos a hermandades y asociaciones diversas, sean mitológicas, cinegéticas o coreográficas. Los sucesos de cierto orden, aunque de poca monta, pueden merecer destacarse siempre que pongan de relieve tu persona. Me explico. Si te caes de un coche, sin otro daño que el susto, es útil divulgarlo a los cuatro vientos, no por el hecho en sí, que es insignificante, sino para lograr que se recuerde un nombre que goza de consenso general. ¿Te das cuenta?

    —Perfectamente.

    —Se trata de una publicidad constante, barata, fácil, de todos los días; pero hay otra. Sea cual fuere la teoría de las artes, es indudable que el sentimiento de la familia, la amistad personal y la estima pública incitan a la reproducción de los rasgos de un hombre amado o benemérito. Nada impide que seas objeto de una distinción semejante, principalmente si la sagacidad de los amigos no encuentra rechazo de tu parte. En tal caso no solo las reglas de la más vulgar aconsejan aceptar el retrato o el busto, como sería inapropiado impedir que los amigos lo expusiesen en recinto público. De esta manera, el nombre queda vinculado a la persona; quienes hayan leído tu reciente discurso (supongamos) en la sección inaugural de la Unión de Peluqueros, reconocerán en la compostura de las facciones del autor de esta obra grave, en quien la “palanca del progreso” y el “sudor del trabajo” vencen a los “colmillos hambrientos” de la miseria. En el caso de que una comisión lleve a tu casa el retrato, debes recibir el obsequio con un discurso lleno de gratitud y un vaso de agua: es de buen uso, razonable y honesto. Invitarás entonces a los mejores amigos, a los parientes y, si fuera posible, una o dos personas representativas. Más aún. Si ese día es un día de gloria o regocijo, no veo cómo podrás, decentemente, negar un lugar en tu mesa a los reporters de los periódicos. En todo caso, si las obligaciones de esos ciudadanos les impiden concurrir, puedes ayudarlos de cierta manera, redactando tú mismo la noticia de la fiesta; y, si llevado por tal o cual escrúpulo, por lo demás comprensible, no quieras con tu propia mano anexar tu nombre a los calificativos dignos de él, encarga la redacción de la noticia a algún amigo o pariente.

    —Le aseguro que lo que usted me enseña no es nada fácil.

    —Ni yo digo que lo sea. Es difícil, demanda tiempo, mucho tiempo, lleva años, paciencia, trabajo ¡y felices de quienes logran entrar en la tierra prometida! A aquellos que allí no llegan, los devora la oscuridad. ¡Pero los que triunfan! Tú triunfarás, créeme. Verás caer las murallas de Jericó al son de las trompetas sagradas. Solo entonces podrás decir que has alcanzado tu meta. Comienza hoy mismo tu etapa de ordenamiento indispensable, de figura obligada, de rótulo. Se acabó la necesidad de propiciar ocasiones, comisiones, cofradías; ellas vendrán por ti con su aire pesado y crudos de sustantivos desadjetivados, y tú serás el adjetivo de esas oraciones opacas, el odorífero de las flores, el añilado de los cielos, el solícito de los ciudadanos, el novedoso y suculento de los relatos. Y ser eso es lo principal, porque el adjetivo es el alma del idioma, su porción idealista y metafísica. El sustantivo es la realidad desnuda y cruda, es el naturalismo del vocabulario.

    —¿Y cree usted que ese arduo oficio es suficiente para todos los déficits de la vida?

    —Ciertamente; no queda excluida ninguna otra actividad

    —¿Ni la política?

    —Ni la política. Todo el secreto está en no infringir las reglas y obligaciones capitales. Puedes pertenecer a cualquier partido, liberal o conservador, republicano o ultramontano, con el único requisito de que no atribuyas ningún contenido especial a esos vocablos, y le reconozcas únicamente la utilidad del Shibboleth bíblico.

    —Si llego al parlamento, ¿puedo ocupar la tribuna?

    —Puedes y debes hacerlo; es una manera de convocar la atención pública. En cuanto al contenido de los discursos, puedes elegir: o los negocios menudos o la metafísica política; opta, sin embargo, por la metafísica. Los negocios menudos, cabe confesarlo, no contradicen aquel aburrimiento de buen tono propio de un fanfarrón consumado; pero, si puedes, elige la metafísica: es más fácil y atractiva. Supongamos que se trata de saber por qué motivo la séptima compañía de infantería fue trasladada de Uruguayana a Canguçú; escuchará únicamente el Ministro de Guerra, quien te explicará en diez minutos las razones de ese acto. No ocurrirá lo mismo con la metafísica. Un discurso de metafísica política apasiona naturalmente a los partidos y al público, incita a los apartes y a las respuestas. Y además no obliga a pensar y descubrir. En esta área de los acontecimientos humanos ya está todo resuelto, formulado, rotulado, encajonado; no cabe otra cosa que proveer las alforjas de la memoria. En ningún caso, sea cual fuera la orientación que tomes, debe trascender los límites de una envidiable vulgaridad.

    —Haré lo que pueda. ¿Nada de imaginación, verdad?

    —Ninguna; más bien haz circular el rumor de que semejante don es insignificante.

    —¿Ninguna filosofía?

    —Entendámonos: en el papel y en la retórica, algo; en la realidad, nada. “Filosofía de la historia”, por ejemplo, es una locución que debes emplear con frecuencia, pero te prohíbo que llegues a otras conclusiones que no sean las ya encontradas por otros. Escápale a todo lo que pueda oler a reflexión, originalidad, etcétera.

    —¿También a la risa?

    —¿Cómo a la risa?

    —Sí, quiero decir: conviene quedarse serio, muy serio…

    —No exageremos. Tienes un genio chispeante, placentero, no deberás refrenarlo ni eliminarlo; puedes bromear y reír de vez en cuando. Fanfarrón no significa melancólico. Un ser grave puede tener sus momentos de expansión alegre. Solo que… y esto es muy delicado…

    —Dígame—.

    —No debes recurrir a la ironía; ese gesto de la boca, lleno de misterios, inventado por algún griego de la decadencia, contraído por Luciano, transmitido a Swift y Voltaire, mueca propia de los escépticos y descarados. No más vale recurrir a la burla, a nuestra buena burla amiga, regordeta, franca, sin rebujos ni velos, que se mete en la cara de los otros, estalla como una palmada, hace saltar la sangre en las venas y reventar de risa los tiradores. Usa burla. ¿Qué es esto?

    —Media noche.

    —¿Media noche? Entras a tus veintidós años, mi muchacho; ya eres definitivamente mayor de edad. Vamos a dormir, que es tarde. Rumia bien lo que te dije, hijo mío. Guardando las proporciones, la charla de esta noche bien vale lo que El Príncipe de Maquiavelo. Vamos a dormir.



    *FIN*

    “Teoria do Medalhão (Dialogo)”,
    Gazeta de Notícias, 1881




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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:30

    Trío en la menor

    [Cuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis

    I. ADAGIO CANTABILE



    María Regina acompañó a la abuela hasta el cuarto, se despidió y se fue al suyo. La crida que la servía, a pesar de la familiaridad que existía entre ellas, no pudo arrancarle una palabra, y salió, media hora después, diciendo que la señrita estaba muy seria. Apenas quedó sola, María Regina se sentó al pie de la cama, con las piernas extendidas, los pies cruzados, pensando.

    La verdad pide que diga que esta muchacha pensaba amorosamente en dos hombres al mismo tiempo, uno de veintisiete años, Maciel; otro de cincuenta, Miranda. Convengo que es abominable, pero no puedo alterar el aspecto de las cosas, no puedo negar que si los dos hombres están enamorados de ella, ella no lo está menos de ambos. Una exquisita, en suma; o, para hablar como las amigas de colegio, una insensata. Nadie le niega corazón excelente y espíritu limpio; pero la imaginación es que es el mal, una imaginación adusta y ambiciosa, insaciable principalmente, adversa a la realidad, sobreponiendo a las cosas de la vida otras de sí misma; de ahí curiosidades irremediables.

    La visita de los dos hombres (que la enamoraban de a poco) duró cerca de una hora. María Regina conversó alegremente con ellos, y tocó en el piano una pieza clásica, una sonata que hizo a la abuela dormitar un poco. Finalmente, discutieron de música. Miranda dice cosas pertinentes acerca de la música moderna y antigua; la abuela tenía una predilección por Bellini y su Norma, y habló de las tocadas de su tiempo, agradables, saudosas y principalmente claras. La nieta coincidía con las opiniones de Miranda; Maciel concordó cortésmente con todos.

    Al borde de la cama, María Regina reconstruía ahora todo eso, la visita, la conversación, la música, el debate, los modos de ser de uno y de otro, las palabras de Miranda y los bellos ojos de Maciel. Eran las once de la noche, la única luz del cuarto era la lamparita, todo convidaba al sueño y al devaneo. María Regina, a fuerza de recomponer la noche, vio allí dos hombres frente a ella, los oyó, y conversó con ellos durante unos cuantos minutos, treinta o cuarenta, al son de la misma sonata tocada por ella: la, la, la…





    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:31

    ***

    II. ALLEGRO MA NON TROPPO

    Al día siguiente, la abuela y la nieta fueron a visitar a una amiga en Tijuca. Al regreso, el carruaje atropelló a un niño que atravesaba la calle, corriendo. Una persona que vio esto, se arrojó a los caballos y, poniendo en peligro su propia vida, consiguió detenerlos y salvar al pequeño, que apenas quedó herido superficialmente y no tuvo más que un desmayo. Gente, tumulto, la madre del pequeño acudió en lágrimas. María Regina descendió del carruaje y acompañó al herido hasta la casa de su madre, que era allí cerca.

    Quien conoce la táctica del destino adivinará que la persona que salvó al pequeño fue uno de los dos hombres de la otra noche; el hombre era Maciel. Hechos los primeros auxilios, Maciel acompañó a la muchacha hasta el carruaje y aceptó el lugar que la abuela le ofreció hasta la ciudad. Estaban en Engenho Velho. En el carruaje, María Regina se dio cuenta que la mano del joven traía estaba ensangrentada. La abuela preguntaba reiteradamente, si el pequeño estaba muy mal, si sobreviviría; Maciel le dijo que las heridas eran leves. Después les relató el accidente: estaba parado, en la calzada, esperando que pasase un tílburi, cuando vio al pequeño atravesar la calle por delante de los caballos; compredió el peligro, y trató de evitarlo, o disminuirlo.

    —Pero usted está herido —dice la anciana.

    —No es nada.

    —Vamos, vamos —insistió la muchacha—; debió haberse atendido también.

    —No es nada —insistió él; fue un arañazo, me limpiaré con el pañuelo.

    No tuvo tiempo de sacar el pañuelo; María Regina le ofreció el suyo. Maciel, conmovido, lo tomó, pero vaciló en mancharlo. —Úselo, Úselo —le decía ella; y viéndolo indeciso, lo tomó y le limpió, ella misma, la sangre de la mano.

    La mano era hermosa, tan hermosa como su dueño; pero parece que él estaba menos preocupado con la herida de su mano que con las arrugas de sus puños. Mientras conversaba, miraba hacia ellos disimuladamente y los escondía. María Regina no veía nada, lo veía a él, veía, por sobre todo, la acción que acababa de realizar, y que lo engalanaba con una aureola. Comprendió que la naturaleza generosa saltaba por encima de los hábitos pausados y elegantes del muchacho, para arrancar a la muerte un niño que él ni conocía. Hablaron del asunto hasta la puerta de la casa de las mujeres; Maciel rechazó, agradeciendo, el carruaje que ellas le ofrecían, y se despidió hasta la noche.

    —¡Hasta la noche! —repitió María Regina.

    Lo esperó ansiosa. Él llegó alrededor de las ocho, trayendo una venda negra alrededor de la mano, y se disculpó de venir así; pero le habían dicho que era conveniente y obedeció.

    —¡Pero está mejor!

    —Estoy bien, no fue nada.

    —Venga, venga —le dijo la abuela, de otro lado del salón—. Siéntese aquí, junto a mí: usted es un héroe.

    Maciel la escuchaba sonriendo. Había pasado el instante del ímpetu generoso, comenzaba a recibir los dividendos del sacrifício. El mayor de ellos era la admiración de María Regina, tan ingenua y tan grande, que se olvidaba de la abuela y del salón. Maciel se había sentado al lado de la anciana, María Regina frente a ellos. Mientras la abuela, restablecida del susto, contaba las conmociones que había padecido, al principio sin saber de nada, después imaginándose que el niño habría muerto, los dos se miraban discretamente, y por fin desaprensivamente. María Regina preguntaba a sí misma, adónde encontraría un novio mejor. La abuela, que no era miope, entendió que la contemplación era excesiva, y cambió de tema; solició a Maciel que le contara las novedades sociales.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:33

    ***

    III. ALLEGRO APPASSIONATO

    Maciel era hombre, como él mismo decía en francés, très répandu; sacó del bolsillo un montón de novedades menudas e interesantes. La más jugosa de todas fue la de la anulación del casamiento de cierta viuda.

    —¡No me diga eso! —exclamó la abuela—. ¿Y ella?

    —Parece que fue la iniciativa fue de ella: lo cierto es que concurrió anteayer a la fiesta, bailó y conversó con mucha animación. ¡Ah! pero después de esa noticia lo que realmente más me impresionó fue el collar que ella lucía; algo magnífico…

    —¿Con una cruz de brillantes? —preguntó la anciana—. Lo conozco; es muy lindo.

    —No, no es ese.

    Maciel conocía el de la cruz, se lo había visto en casa de uno de los Mascarenhas; no era ese. El que él decía había estado expuesto, hasta unos pocos días antes, en el negocio de Resende; una auténtica maravilla. Y lo describió minuciosamente, número, disposición, tallado de las piedras; concluyó diciendo que fue la joya de la noche.

    —No sé para qué tanto lujo; lo mejor hubiera sido que se casara —ponderó maliciosamente la abuela.

    —Concuerdo que su fortuna no le basta para eso: ¡Ahora, espere! Mañana iré a lo de Resende, por curiosidad, para saber a qué precio lo vendió. No debe haber salidobarato; no puede haber salido barato.

    —Pero ¿por qué se anuló el casamiento?

    —No pude saberlo; pero el sábado voy a cenar con Venancinho Corrêa, y él me locontará todo. ¿Sabía que está emparentado con ella? Buen muchacho; está completamente peleado con el barón…

    La abuela no estaba entarada de la pelea; Maciel se la contó del principio al final, con todas sus causas y agravantes. La gota que rebasó la copa fue una frase dicha en la mesa de juego, una alusión al defecto de Venancinho, que es zurdo. Le contaron eso, y él rompió drásticamente las relaciones con el barón. Lo interesante del asunto es que los compañeros del barón se acusaron unos a otros de haber ido a contar sus palabras. Maciel declaró que no era hábito suyo el de andar repitiendo lo que oía en la mesa de juego, ya que es un lugar donde hay cierta franqueza.

    Después hizo una estadística de la Rua de Ouvidor, en la víspera, entre la una y las cuatro horas de la tarde. Conocía el nombre de las telas y todos los colores modernos. Mencionó las principales toilettes del día. La primera fue la de Mme. Pene Maia, bahiana distinguida, très pschutt. La segunda fue la de Mlle. Pedrosa, hija de un magistrado de São Paulo, adorable. Y destacó tres más, comparó después a las cinco, dedujo y concluyó. A veces se olvidaba y hablaba francés; puede ser, incluso, que no fuera olvido, sino algo intencional; conocía bien el idioma, se expresaba con facilidad y había formulado un día este axioma etnológico —que hay parisienses en todas partes. Al pasar, explicó un problema de cartas.

    —Usted tiene cinco triunfos de as de espadas y manilla, tiene un rey y dama de copas…






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:34

    ***

    María Regina se precipitaba de la admiración al hastío; se aferraba aquí y allá, contemplaba la figura joven de Maciel, recordaba la bella acción de aquel día, pero se iba desmoronando; el hastío no tardaba en absorverla. No había nada que hacer. Entonces apeló a un recurso singular. Trató de combinar a los dos hombres, el presente con el ausente, mirando a uno, y escuchando al otro de memoria; recurso violento y doloroso, pero tan eficaz, que ella pudo contemplar durante un tiempo a una criatura perfecta y única.

    En eso apareció el otro, Miranda en persona. Los dos hombres se saludaron fríamente; Maciel siguió allí unos diez minutos más y salió.

    Miranda permaneció. Era alto y seco, rostro helado y duro. Tenía la expresión cansada, los cincuenta años se delataban en los cabellos grisáceos, en las arrugas y en la piel. Solo en los ojos había algo menos envejecido. Eran pequeños, y se escondían por debajo de sus vastas cejas; pero allá, al fondo, cuando no estaban pensativos, centellaban de juventud. La abuela le preguntó, apenas salió Maciel, si tenía alguna noticia del accidente de Engenho Velho, y lo contó con gran lujo de detalles, pero el otro oía todo sin admiración ni envidia.

    —¿No le parece sublime? —preguntó ella por fin.

    —Creo que lo que él salvó sea quizá la vida de un desalmado, que algún día, sin conocerlo, puede hundirle un cuchillo en la barriga.

    —¡Oh! —exclamó la abuela, contrariada.

    —O quizás aun conociéndolo —corrigió él.

    —No sea malo —intervino María Regina—; usted habría hecho lo mismo, de haber estado allí.

    Miranda sonrío de un modo sardónico. La risa acentuó la dureza de su fisonomía. Egoísta y malo, este Miranda descollaba por un solo lado: espiritualmente, era completo. María Regina encontraba en él el traductor maravilloso y fiel de una serie de ideas que luchaban dentro de sí, vagamente, sin forma o expresión. Era ingenioso y fino y hasta profundo, todo sin pedanterías, y reticente a las selvas enmarañadas, prefería casi siempre las llanuras de las conversaciones ordinarias; a tal punto es cierto que las cosas valen por las ideas que nos sugieren. Compartían los mismos gustos artísticos; Miranda había estudiado derecho para obedecer a su padre; su vocación era la música.

    La abuela, previendo la sonata, preparó el alma para dormitar un rato. Por lo demás, no podía admitir en su corazón a un hombre semejante; lo encontraba malhumorado y antipático. Se calló al cabo de algunos minutos. La sonata llegó en medio de una conversación que María Regina encontró deliciosa, y no llegó más que porque él le pidió que tocase; él la escucharía de muy buen grado.

    —Abuelita —dijo ella—, le ruego que tenga paciencia…

    Miranda se acercó al piano. Bajo la luz de los candelabros, su cabeza mostraba toda la fatiga de los años, mientras que la expresión del rostro resaltaba como mucho más pétrea y amarga. María Regina advirtió la transformación, y tocaba sin mirar hacia él; lo cual no resultaba fácil, porque, si él hablaba, las palabras le entraban tanto por el alma, que la muchacha, insensiblemente, alzaba los ojos, y se encontraba de inmediato con un viejo malo. Entonces lo recordaba a Maciel, sus años en flor, su expresión franca, tierna y buena, y finalmente la acción de aquel día. Comparación tan cruel para Miranda, como fuera para Maciel el cotejo de sus espíritus. Y la muchacha apeló al mismo recurso. Completó uno con el otro; escuchaba a Miranda con el pensamiento puesto en Maciel; y la música iba alentando la ficción, indecisa al principio, pero luego viva y lograda. Así fue como Titania, oyendo enamorada la canción del tejedor, le admiraba sus bellas formas, sin advertir que la cabeza era de burro.






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:36

    ***

    IV. MINUETTO

    Diez, veinte, treinta días pasaron después de aquella noche, y aún más veinte, y luego otros treinta. Nadie sabe cuánto tiempo, a ciencia cierta; lo mejor es no conjeturar. La situación seguía siendo la misma. Era la misma insuficiencia individual de los dos hombres, y el mismo complemento ideal por parte de ella; de lo cual resultaba un tercer hombre, que ella no conocía.

    Maciel y Miranda desconfiaban uno del otro, se detestaban cada vez más y más, y sufrían mucho. Especialmente Miranda, para quien María Regina constituía una pasión otoñal. Finalmente, terminaron aborreciendo a la muchacha. Esta los vio apartarse poco a poco. La esperanza aún los hizo reincidentes, pero todo muere, hasta la esperanza, y ellos se fueron para no volver. Las noches fueron pasando, pasando… María Regina comprendió que todo había terminado.

    La noche en que se persuadió de que así era fue una de las más bellas de aquel año, clara, fresca, luminosa. No había luna; pero nuestra amiga detestaba la luna —no se sabe bien por qué—, o bien porque su brillo es prestado, o bien porque toda la gente la admira, aunque pudo ser por ambas razones. Era una de sus rarezas. Otra era la que sigue.

    Había leído por la mañana, en una noticia del periódico, que hay estrellas dobles, que nos parecen un solo astro. En vez de ir a dormir, se apoyó en la ventana de la habitación para ver si mirando el cielo descubría alguna de ellas; fue inútil el esfuerzo. Al no descubrirla en el cielo, la buscó en sí misma, cerró los ojos para imaginar el fenómeno; astronomía fácil y barata, pero no sin riesgo. Lo peor que ella tiene es poner a los astros al alcance de la mano; de modo que, si uno abre los ojos y ellos continúan resplandeciendo allá en la cima, grande es el desconsuelo y cierta la blasfemia. Fue lo que sucedió aquí. María Regina vio dentro de sí la estrella doble y única. Separadas, valían bastante; juntas, constituían un astro espléndido. Y ella quería el astro espléndido. Cuando abrió los ojos y vio que el firmamento quedaba tan alto, concluyó que la creación era un libro erróneo e incompleto, y se desesperó.

    En el muro que se alzaba al fondo del quintal vio entonces algo parecido a dos ojos de gato. Al principio tuvo miedo, pero se dio cuenta enseguida que no era más que la reproducción externa de los dos astros que ella ella había visto en sí misma, y que le habían quedado impresos en su retina. La retina de la muchacha hacía que se reflejaran fuera de ella todas sus fantasías. Empezó a refrescar y ella se recogió, cerró la ventana y se fue a la cama.

    No se durmió en seguida, debido a dos ruedecillas ópalo que estaban incrustadas en la pared; advirtiendo que se trataba todavía de una ilusión, cerró los ojos y se durmió. Soñó que moría, que su alma, arrebatada por los aires, volaba en dirección a una hermosa estrella doble. El astro se escindió, y ella voló hacia una de las dos partes; no encontró allí la sensación primitiva y se dirigió hacia la otra; igual resultado, igual regreso, y ahí la tienen, yendo de una a otra de las dos estrellas separadas. Entonces una voz surgió del abismo, con palabras que ella no entendió.

    —Es tu castigo, alma sedienta de perfección; tu castigo es oscilar por toda la eternidad entre dos astros incompletos, al son de esta vieja sonata del absoluto: la, la, la…




    *FIN*

    “Trio em lá menor”,
    Gazeta de Notícias, 1886








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    Mensaje por Maria Lua Dom 11 Jun 2023, 13:29

    Un apólogo


    [Minicuento - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis



    La baronesa tenía a la modista siempre a su lado, para no verse obligada a buscarla cuando la necesitaba. Llegó la costurera, tomó la tela, tomó la aguja, tomó el hilo, introdujo el hilo de la aguja y empezó a coser. Una y otro iban yendo orondos, tela adentro, que era la mejor de las sedas, entre los dedos de la costurera, ágiles como los galgos de Diana —para darle a esto un color poético. Y decía la aguja:

    —Y bien, señor hilo, ¿no se da cuenta que esta distinguida costurera solo se interesa por mí? Soy yo la que va de aquí para allá en sus dedos, pegadita a ellos, perforando hacia abajo y hacia arriba…

    El hilo no respondía nada; iba andando. Cada orificio abierto por la aguja era llenado en seguida por él, silencioso y activo, como quien sabe lo que hace, y no está dispuesto a oír palabras insensatas. La aguja, viendo que no le respondía, también calló y prosiguió su camino. Y era todo silencio en la salita de costura; no se oía más que el plicplic- plicplic de la aguja en la tela. Cuando ya caí al sol, la costurera dobló la prenda hasta el otro día; prosiguió en ese su tarea y aun en el siguiente, hasta que el cuarto día terminó su obra y aguardó la velada del baile.
    Llegó esa noche, y la baronesa se preparó. La costurera, que la ayudó a vestirse, llevaba la aguja prendida a su pechera, por si hacía falta dar algún punto. Y mientras terminaba el vestido de la bella dama, tirando de un lado y de otro, recogiendo de aquí o de allá, alisando, abotonando, abrochando… el hilo, para mofarse de la aguja, le preguntó:

    —Y bien, dígame ahora quién irá al baile en el cuerpo de la baronesa, haciendo parte del vestido y de la elegancia. ¿Quién va a bailar con ministros y diplomáticos, mientras usted vuelve al costurero antes de terminar en la cesta de mimbre de las mucamas?

    Parece que la aguja no dijo nada; pero un alfiler, de cabeza grande y no menor experiencia, le susurró a la pobre aguja:

    —Espero que hayas aprendido, tonta. Te cansas abriéndole camino a él y es él quien se va a gozar la vida, mientras tú terminas ahí, en el costurero. Haz como yo, que no le abro camino a nadie. Donde me clavan, ahí me quedo.



    FIN




    Um apólogo”,
    Gazeta de Notícias, 1885




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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Joaquim Maria Machado de Assis - Página 2 Empty Re: Joaquim Maria Machado de Assis

    Mensaje por Maria Lua Mar 20 Jun 2023, 15:18

    Un hombre célebre


    [Bibliografía crítica sobre LL - Texto completo.]

    J. M. Machado de Assis



    -¿Así que usted es el señor Pestana? -preguntó la señorita Mota, haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad del gesto-: Perdóneme la confianza que me tomo, pero… ¿realmente es usted?

    Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su cumpleaños, cinco de noviembre de 1875… ¡Buena y alegre viuda! Amante de la risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de 1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un obsequio muy especial.

    -Usted dirá, señora.

    -Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada Não bula comigo, Nhonhô.

    Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la consagración del silbido y el tarareo nocturno.

    La señorita Mota estaba lejos de suponer que aquel Pestana que ella había visto en la mesa durante la cena y después sentado al piano, metido en una levita color rapé, de cabello negro, largo y rizado, ojos vivaces y mentón rapado, era el Pestana compositor; fue una amiga quien se lo dijo, cuando lo vio dejar el piano, una vez terminada la polca. Por eso la pregunta admirativa. Ya vimos que él respondió disgustado y humillado. Pero no por eso las dos muchachas dejaron de prodigarle amabilidades, tales y tantas, que la más modesta vanidad se complacería oyéndolas; él, sin embargo, las recibió cada vez con más enfado, hasta que, alegando un dolor de cabeza, pidió disculpas y se fue. Ni ella, ni la dueña de casa, nadie logró retenerlo. Le ofrecieron remedios caseros, comodidad para que reposara; no aceptó nada, se empecinó en irse y se fue.





    Continuará

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