Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas
dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al
otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta
acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes.
Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo
extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones
experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó
de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado
tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante
ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su
imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez
volviese en sí…Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente.
Cogió el hacha, la levantó…, pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la
vieja estaba muerta.
Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el
cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba
era innecesaria.
Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto,
Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero
era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo,
impregnado de sangre…Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco
lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó
utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver.
Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de
tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el
cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.
Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja.
También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de
madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba
grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin
abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el
hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.
continuará
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