Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Dom 05 Nov 2023, 11:26

    ***


    ¡Si todo fuera tan fácil! Al
    atardecer, Nastasia no estaba nunca en casa: o pasaba a la de algún vecino o
    bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Estas ausencias
    eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así,
    bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una
    hora más tarde, cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio.
    Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera
    y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya en la casa.
    Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una
    nueva ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y
    la buscaba primero y después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las
    sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.

    Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería
    pensar. Por otra parte, no tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto:
    los puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a
    obrar. Pero esto último le parecía completamente imposible. No concebía que
    pudiera dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella
    casa. Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la
    vieja para efectuar un reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó
    mucho de creer que obraba en serio. Se había dicho: «Vamos a ver.


    Hagamos
    un ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación.» Pero no había
    podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado
    contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se
    podía dar por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de
    afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no pudo
    encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la
    obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo
    retuviera.
    Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban
    de un modo poco menos que automático. Era como si alguien le llevara de la
    mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si
    un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera
    que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.
    Al principio —de esto hacía ya bastante tiempo—, lo que más le
    preocupaba era el motivo de que todos los crímenes se descubrieran
    fácilmente, de que la pista del culpable se hallara sin ninguna dificultad.
    Raskolnikof llegó a diversas y curiosas conclusiones. Según él, la razón de
    todo ello estaba en la personalidad del criminal más que en la imposibilidad
    material de ocultar el crimen.



    En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una
    pérdida de voluntad y raciocinio, a los que sustituía una especie de
    inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa, precisamente en el
    momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía
    este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se
    desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la
    perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su
    ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y
    terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.
    Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el
    crimen, o si el crimen, por su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos
    que se confundían con los síntomas patológicos. Pero era incapaz de resolver
    este problema.
    Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de
    semejantes trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda
    su voluntad durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este
    plan no era un crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le llevaron
    a esta conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el
    lado práctico del asunto, le preocupaba muy poco.










    continuará
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    Mensaje por Maria Lua Dom 05 Nov 2023, 11:28

    ***

    «Bastaría —se decía— que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi
    lucidez en el momento de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando
    habrá que analizar incluso los detalles más ínfimos.»
    Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que
    Raskolnikof no se sentía capaz de tomar una resolución definitiva. Así, cuando
    sonó la hora de obrar, todo le pareció extraordinario, imprevisto como un
    producto del azar.
    Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un
    detalle insignificante. Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su
    patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada
    furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera ausente, no
    estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su
    habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el
    momento en que él cogía el hacha.
    Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la
    cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una
    cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la vista
    hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta de
    nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le abatió
    profundamente




    «¿De dónde me había sacado yo —me preguntaba mientras bajaba los
    últimos escalones— que era seguro que Nastasia se habría marchado a esta
    hora?» Estaba anonadado; incluso experimentaba un sentimiento de
    humillación. Su furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda,
    salvaje, hervía en él.
    Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo
    no le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido
    una ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la
    oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció.
    En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la
    izquierda, brillaba un objeto…Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se
    acercó a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el
    umbral y llamó al portero con voz apagada.
    «No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta
    abierta.»
    Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de
    debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el
    nudo corredizo, introdujo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la
    garita. Nadie le había visto.
    «No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una
    sonrisa extraña.


    Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó
    a andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas.
    Apenas miraba a los transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno;
    su deseo era pasar lo más inadvertido posible.
    De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.
    «¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme
    una gorra.»
    Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.
    Su mirada se dirigió casualmente al interior de una tienda y vio un reloj
    que señalaba las siete y diez minutos. No había tiempo que perder. Sin
    embargo, tenía que dar un rodeo, pues quería entrar en la casa por la parte
    posterior.
    Cuando últimamente pensaba en la situación en que se hallaba en aquel
    momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Pero ahora veía que no era así:
    no experimentaba miedo alguno. Por su mente desfilaban pensamientos,
    breves, fugitivos, que no tenían nada que ver con su empresa. Cuando pasó
    ante los jardines Iusupof, se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes
    monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a
    conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e
    incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego
    se hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las
    grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la
    necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios,
    llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó
    sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la
    realidad.




    continuará
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    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Nov 2023, 11:38

    ***
    Cuando pasó
    ante los jardines Iusupof, se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes
    monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a
    conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e
    incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego
    se hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las
    grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la
    necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios,
    llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó
    sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la
    realidad.



    «¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! lo mejor es no pensar en
    nada.»
    Sin embargo, seguidamente, como en un relámpago de lucidez, se dijo:
    «Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al
    lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino».
    Pero rechazó inmediatamente esta idea.
    Ya estaba cerca. Ya veía la casa. Allí estaba su gran puerta cochera…
    En esto, un reloj dio una campanada.
    «¿Las siete y media ya? Imposible. Ese reloj va adelantado.»
    Pero también esta vez tuvo suerte. Como si la cosa fuera intencionada, en
    el momento en que él llegó ante la casa penetraba por la gran puerta un carro
    cargado de heno. Raskolnikof se acercó a su lado derecho y pudo entrar sin
    que nadie lo viese. Al otro lado del carro había gente que disputaba: oyó sus
    voces. Pero ni nadie le vio a él ni él vio a nadie. Algunas de las ventanas que
    daban al gran patio estaban abiertas, pero él no levantó la vista: no se
    atrevió…La escalera que conducía a casa de Alena Ivanovna estaba a la
    derecha de la puerta. Raskolnikof se dirigió a ella y se detuvo, con la mano en
    el corazón, como si quisiera frenar sus latidos.



    Aseguró el hacha en el nudo
    corredizo, aguzó el oído y empezó a subir, paso a paso sigilosamente. No
    había nadie. Las puertas estaban cerradas. Pero al llegar al segundo piso, vio
    una abierta de par en par. Pertenecía a un departamento deshabitado, en el que
    trabajaban unos pintores. Estos hombres ni siquiera vieron a Raskolnikof. Pero
    él se detuvo un momento y se dijo: «Aunque hay dos pisos sobre éste, habría
    sido preferible que no estuvieran aquí esos hombres.»

    Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la
    puerta de las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente
    seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo
    del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta
    había desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior.
    Sin duda, los inquilinos se habían mudado.

    Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será mejor que
    me vaya?» Pero ni siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la
    puerta y no oyó nada: en el departamento de Alena Ivanovna reinaba un
    silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera:
    permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar
    desde abajo…





    continuará
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Nov 2023, 21:46

    ***

    Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su
    sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido…, demasiado
    trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar
    hasta tranquilizarme un poco.» Pero los latidos de su corazón, lejos de
    normalizarse, eran cada vez más violentos…Ya no pudo contenerse: tendió
    lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento
    después insistió con violencia.

    No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a
    nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa;
    pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres…
    Aplicó de nuevo el oído a la puerta y… ¿Sería que sus sentidos se habían
    agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que
    oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que
    percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un
    vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la
    puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la
    impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó
    unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin
    violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor
    impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando,
    más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo
    había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia
    parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse…Un instante después oyó que
    descorrían el cerrojo.





    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Nov 2023, 08:52

    ***

    CAPÍTULO 7



    Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y
    que en la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con
    desconfianza desde la sombra.
    En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia
    que estuvo a punto de echarlo todo a perder.
    Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un
    hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la
    puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó
    paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de
    bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral,
    para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada,
    dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola
    palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.
    —Buenas tardes, Alena Ivanovna —empezó a decir en el tono más
    indiferente que le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles:
    hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos—. Le traigo…, le
    traigo…una cosa para empeñar…Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
    Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él,
    dando suelta a su lengua.
    —¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
    —Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof…Tenga; aquí
    tiene aquello de que le hablé el otro día.
    Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero
    inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso.
    Lo observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e
    indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo
    de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Nov 2023, 08:53

    ***

    Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel
    mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
    —¿Por qué me mira así, como si no me conociera? —exclamó Raskolnikof
    de pronto, indignado también—. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me
    dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.
    Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta
    pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
    —¡Es que lo has presentado de un modo!
    Y, mirando el paquetito, preguntó:
    —¿Qué me traes?
    —Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
    Alena Ivanovna tendió la mano.
    —Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos te tiemblan. ¿Estás
    enfermo?
    —Tengo fiebre —repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un
    visible esfuerzo—: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
    Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La
    usurera le quitó el paquetito de las manos.
    —Pero ¿qué es esto? —volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo
    nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
    —Una pitillera…de plata…Véala.
    —Pues no parece que esto sea de plata… ¡Sí que la has atado bien!
    Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del
    calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a
    Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
    Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo,
    pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las
    dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente.
    Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a
    darle vueltas.
    —Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! —exclamó la
    vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
    No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la
    levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal,
    la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
    Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero
    notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
    La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,
    grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que
    hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía
    fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte
    anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo
    único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una
    de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos
    nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de
    un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó
    definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó
    sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que
    parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban
    rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
    Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a
    registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel
    bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las
    llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía
    vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con
    gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco
    sentidos en evitar mancharse de sangre…Pronto encontró las llaves, agrupadas
    en aquel llavero de acero que él ya había visto.




    continuará

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    Última edición por Maria Lua el Lun 09 Dic 2024, 08:11, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Nov 2023, 08:55

    ***

    Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas
    dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al
    otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta
    acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes.
    Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo
    extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones
    experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó
    de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado
    tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante
    ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su
    imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez
    volviese en sí…Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente.
    Cogió el hacha, la levantó…, pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la
    vieja estaba muerta.
    Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el
    cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba
    era innecesaria.
    Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto,
    Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero
    era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo,
    impregnado de sangre…Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco
    lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó
    utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver.
    Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de
    tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el
    cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.
    Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja.
    También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de
    madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba
    grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin
    abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el
    hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.



    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Nov 2023, 08:55

    ***

    Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea.
    Pero sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa
    del temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía,
    por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en
    introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con
    las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de
    que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde
    tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
    Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la
    cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En
    efecto, vio un arca bastante grande —de más de un metro de longitud—,
    tapizada de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la
    cerradura.
    Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido.
    Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel,
    un vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer,
    trozos de tela.
    Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
    «Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»


    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Nov 2023, 08:56

    ***

    De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
    «¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
    Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió
    un reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo
    aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados
    todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata…Algunas de estas
    joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de
    periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo:
    introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán
    sin abrir los paquetes ni los estuches.
    Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un
    rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de
    espanto…No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero
    de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que
    se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de
    muerte. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De
    pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta
    habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y
    contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta
    y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a
    temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a
    levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido
    alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a
    Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se
    arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron
    con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando
    ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa
    su terror.






    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:03

    ***

    Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni
    siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su
    cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera
    apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del
    hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof
    perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer
    y corrió al vestíbulo.
    Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que
    no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese
    sido capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el
    horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los
    obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer
    para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha
    y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le
    inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos.
    Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos
    habitaciones interiores.






    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:03

    ***

    Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos.
    Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas
    esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo,
    como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un
    cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos
    estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo;
    después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el
    alféizar de la ventana y se lavó.
    Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos
    tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo
    secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la
    cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las
    huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía
    húmedo.
    Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán,
    inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente
    como le permitió la escasa luz que había en la cocina.
    A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso.
    Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero
    sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente
    visibles.





    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:05

    ***

    Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento
    angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hallaba en
    disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que
    le conducían a la perdición.
    «¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir…» Y corrió al vestíbulo.
    Entonces sintió el terror más profundo que había sentido en toda su vida.
    Permaneció un momento inmóvil, como si no pudiera dar crédito a sus ojos: la
    puerta del piso, la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado hacía
    unos momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así
    había estado durante toda su estancia en el piso…Sí, había estado abierta. La
    vieja se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino precaución…
    Lo chocante era que él había visto a Lisbeth dentro del piso… ¿Cómo no se le
    ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta tenía que estar
    abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
    Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
    «Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir…»
    Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen
    rato. Se oían gritos lejanos. Sin duda llegaban del portal. Dos fuertes voces
    cambiaban injurias.



    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:05

    ***


    «¿Qué hará ahí esa gente?»
    Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que
    disputaban debían de haberse marchado.
    Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió
    estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando.
    «Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
    Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en
    un profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar,
    cuando percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la
    escalera seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente
    que, apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el
    cuarto piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació
    este presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna
    particularidad significativa? Eran lentos, pesados, regulares…
    Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más
    perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático…Ya
    estaba en el tercer piso… «¡Viene aquí, viene aquí…!» Raskolnikof quedó
    petrificado. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos vemos
    perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y
    asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin
    poder hacer movimiento alguno para defendernos.
    Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De
    pronto, Raskolnikof salió de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al
    interior del departamento con paso rápido y seguro, cerró la puerta y echó el
    cerrojo, todo procurando no hacer ruido.




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:06

    ***


    El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella,
    encogido, conteniendo la respiración.
    El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikof,
    en el mismo sitio desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del
    interior hacía un rato, cuando sólo la puerta lo separaba de la vieja.
    El visitante respiró varias veces profundamente.
    «Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikof llevando la
    mano al mango del hacha. Verdaderamente, todo aquello parecía un mal
    sueño. El desconocido tiró violentamente del cordón de la campanilla.
    Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se
    movía dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a
    llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia,
    empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
    Raskolnikof miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la
    hembrilla, dando la impresión de que iba a saltar de un momento a otro. Un
    siniestro horror se apoderó de él.
    Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de
    Raskolnikof. Momentáneamente concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él
    la puerta, pero desistió al comprender que el otro podía advertirlo. Perdió por
    completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer», se dijo.
    Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le
    devolvió la calma




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:07

    ***

    —¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? —murmuró—. ¡El
    diablo las lleve! A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth
    Ivanovna, la belleza idiota… ¡Abrid de una vez, mujerucas…! Están
    durmiendo, no me cabe duda.
    Estaba desesperado. Tiró del cordón lo menos diez veces más y tan fuerte
    como pudo. Se veía claramente que era un hombre enérgico y que conocía la
    casa.
    En este momento se oyeron, ya muy cerca, unos pasos suaves y rápidos.
    Evidentemente, otra persona se dirigía al piso cuarto. Raskolnikof no oyó al
    nuevo visitante hasta que estaban llegando al descansillo.
    —No es posible que no haya nadie —dijo el recién llegado con voz sonora
    y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que seguía haciendo sonar la
    campanilla—. Buenas tardes, Koch.
    «Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikof
    inmediatamente.
    —No sé qué demonios ocurre —repuso Koch—. Hace un momento casi
    echo abajo la puerta… ¿Y usted de qué me conoce?
    —¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas de billar, una tras
    otra, en el Gambrinus.
    —¡Ah, sí!
    —¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me parece imposible.
    ¿Adónde puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
    —Yo también tengo que hablarle, amigo mío.





    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:08

    ***
    —¡Qué le vamos a hacer! —exclamó el joven—. Nos tendremos que ir por
    donde hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
    —¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella
    misma me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para
    venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja
    decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de
    pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
    —¿Y si preguntáramos al portero?
    —¿Para qué?
    —Para saber si está en casa o cuándo volverá.
    —¡Preguntar, preguntar…! ¡Pero si no sale nunca!
    Volvió a sacudir la puerta.
    —¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
    —¡Oiga! —exclamó de pronto el joven—. ¡Fíjese bien! La puerta cede un
    poco cuando se tira.
    —Bueno, ¿y qué?
    —Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye
    resonar cuando se mueve la puerta?
    —¿Y qué?
    —Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si
    hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo
    habrían podido echar el cerrojo por dentro… ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar
    en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no
    quieren abrir.
    —¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! —exclamó Koch, asombrado—. Pero ¿qué
    demonio estarán haciendo?
    Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
    —¡Déjelo! Es inútil —dijo el joven—. Hay algo raro en todo esto. Ha
    llamado usted muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren.
    Esto puede significar que las dos están desvanecidas o…
    —¿O qué?
    —Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
    —Buena idea.
    Los dos se dispusieron a bajar.


    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:11

    ***

    —No —dijo el joven—; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
    —¿Por qué he de quedarme?
    —Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
    —Bien, me quedaré.
    —Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que
    no está claro; esto es evidente…, ¡evidente!
    Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a
    bajar la escalera a grandes zancadas.
    Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego,
    pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo
    estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la
    cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
    En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha.
    Era presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos
    hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus
    comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la
    situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación
    de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso.
    «¡Que acaben de una vez!» pensaba.
    —Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? —murmuró el de fuera.
    Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la
    calma.
    —Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? —gruñó.
    Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento,
    pesado, ruidoso.
    «¿Qué hacer, Dios mío?»
    Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el
    menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y
    empezó a bajar. Inmediatamente —sólo había bajado tres escalones— oyó
    gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde
    esconderse…Volvió a subir a toda prisa.
    —¡Eh, tú! ¡Espera!
    El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y
    corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:12

    ***

    —¡Mitri, Mitri, Miiitri! —vociferaba hasta desgañitarse—. ¿Te has vuelto
    loco? ¡Así vayas a parar al infierno!
    Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo
    volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios
    hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir
    tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la
    sonora voz del joven de antes.
    Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su
    encuentro.
    «¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si me dejan pasar,
    también, pues luego se acordarán de mí.»
    El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de
    pronto…, ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso
    abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los
    pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente
    fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos
    estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía
    una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso
    furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres
    estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el
    cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después
    salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
    Nadie en la escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la
    izquierda.
    Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento
    de la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía
    unos momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que en
    seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos
    llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había
    ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.
    Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía
    aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera
    esquina.
    «Si entrara en un portal —se decía— y me escondiese en la escalera…No,
    sería una equivocación… ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche?
    ¡Tampoco, tampoco…!»







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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:13

    ***
    Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y
    penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado.
    Allí corría menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle
    estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
    Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía
    andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba
    empapado.
    —¡Vaya merluza, amigo! —le gritó una voz cuando desembocaba en el
    canal.
    Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se
    sentía.
    Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le
    sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a punto de caer
    desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
    Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya
    en la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo:
    dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.
    Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el
    hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella,
    arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier casa.
    Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba
    cerrada, pero no con llave. Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin
    embargo, Raskolnikof había perdido hasta tal punto la facultad de razonar, que
    se fue hacia la garita y abrió la puerta.
    Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado:
    «¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más
    natural.
    Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof pudo dejar
    el hacha debajo del banco, entre los leños, exactamente como la encontró.
    Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera.
    La puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.
    Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una
    especie de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado
    entonces en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría
    proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no
    podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:14

    ***


    PARTE 2


    CAPÍTULO 1

    Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de
    su letargo y se percataba de que la noche estaba muy avanzada, pero no
    pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él seguía tendido de bruces en el
    diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado de todo su
    ser.
    De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores.
    Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las
    dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las tabernas
    —se dijo—. Deben de ser más de las dos.»
    Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
    «¿Ya las dos? ¿Es posible?»
    Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
    En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero
    esta sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el
    sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo
    de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un
    momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro
    sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía.
    ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta?
    Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había
    caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
    «Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero…»
    Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó
    cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella?
    No, así no podía verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la
    fiebre, y volvió a examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las
    miraba por el derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo
    por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces





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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Nov 2023, 19:15

    ***
    Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados
    bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.
    Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de
    que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de
    la vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos
    para esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había examinado
    las ropas.
    En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos
    sobre la mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había
    quedado nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto,
    donde el papel estaba roto y despegado a trechos de la pared. En una de las
    bolsas que el papel formaba introdujo el montón de menudos paquetes. «Todo
    arreglado», se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto estúpido la
    grieta del papel, que se había abierto todavía más.
    De súbito se estremeció de pies a cabeza.
    —¡Señor! ¡Dios mío! —murmuró, desesperado—. ¿Qué he hecho? ¿Qué
    me ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan las cosas?
    Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado
    para nada en aquellas joyas. Creía que sólo se apoderaría de dinero, y esto
    explica que no tuviera preparado ningún escondrijo. «¿Pero por qué me he
    alegrado? —se preguntó—. ¿No es un disparate esconder así las cosas? No
    cabe duda de que estoy perdiendo la razón.»









    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Dic 2023, 07:04

    ***




    Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez
    recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó
    de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano, en una
    silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio.
    Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco minutos
    se despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre
    sus ropas.
    «¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo corredizo
    está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado un detalle tan
    importante, una prueba tan evidente!» Arrancó el cordón, lo deshizo e
    introdujo las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior.
    «Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas a nadie.
    Por lo menos, así lo creo», se dijo de pie en medio de la habitación.
    Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a
    mirar en todas direcciones para asegurarse de que no se le había olvidado
    nada. Ya se sentía torturado por la convicción de que todo le abandonaba,
    desde la memoria a la más simple facultad de razonar.
    «¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es.»
    Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban todavía en
    el suelo, en medio del cuarto, expuestos a las miradas del primero que llegase.
    —Pero ¿qué me pasa? —exclamó, confundido.
    En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso sus ropas
    estaban llenas de manchas de sangre y que él no podía verlas debido a la
    merma de sus facultades. De pronto se acordó de que la bolsita estaba
    manchada también. «Hasta en mi bolsillo debe de haber sangre, ya que estaba
    húmeda cuando me la guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y
    vio que, en efecto, había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio
    salió de lo más hondo de su pecho y pensó, triunfante: «La razón no me ha
    abandonado completamente: no he perdido la memoria ni la facultad de
    reflexionar, puesto que he caído en este detalle. Ha sido sólo un momento de
    debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo
    izquierdo del pantalón.
    En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y Raskolnikof
    descubrió, a través de un agujero del calzado, una mancha acusadora en el
    calcetín. Se quitó la bota y comprobó que, en efecto, era una mancha de
    sangre: toda la puntera del calcetín estaba manchada… «Pero ¿qué hacer?
    ¿Dónde tirar los calcetines, los flecos, el bolsillo…?»




    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:33

    ***

    En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras en las
    manos, se preguntaba:
    «¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las
    investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí
    mismo…? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que me lo lleve y lo
    tire en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras
    hacía mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en
    vez de poner en práctica sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada.
    Volvía a sentir escalofríos. Estaba helado. De nuevo se echó encima su abrigo
    de estudiante.
    Varias horas estuvo tendido en el diván. De vez en cuando pensaba: «Sí,
    hay que ir a tirar todo esto en cualquier parte, para no pensar más en ello. Hay
    que ir inmediatamente.» Y más de una vez se agitó en el diván con el
    propósito de levantarse, pero no le fue posible. Al fin un golpe violento dado
    en la puerta le sacó de su marasmo.
    —¡Abre si no te has muerto! —gritó Nastasia sin dejar de golpear la puerta
    con el puño—. Siempre está tumbado. Se pasa el día durmiendo como un
    perro. ¡Como lo que es! ¡Abre ya! ¡Son más de las diez!
    —Tal vez no esté —dijo una voz de hombre.
    «La voz del portero —se dijo al punto Raskolnikof—. ¿Qué querrá de
    mí?»


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:34

    ***

    Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan
    violentamente, que le hacía daño.
    —Y echado el pestillo —observó Nastasia—. Por lo visto, tiene miedo de
    que se lo lleven… ¿Quieres levantarte y abrir de una vez?
    «¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no
    cabe duda! ¿Debo abrir o hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste!»
    Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era
    tan estrecha, que podía abrir la puerta sin dejar el diván.
    No se había equivocado: eran Nastasia y el portero.
    La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikof miraba al portero
    con desesperada osadía. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y
    burdamente lacrado.
    —Esto han traído de la comisaría.
    —¿De qué comisaría?
    —De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
    —Pero ¿qué quiere de mí la policía?
    —¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
    Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y se
    dispuso a marcharse.
    —Tienes cara de enfermo —dijo Nastasia, que no quitaba ojo a
    Raskolnikof. Al oír estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la sirvienta le
    dijo—: Tiene fiebre desde ayer.
    Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.
    —Quédate acostado —dijo Nastasia, compadecida, al ver que Raskolnikof
    se disponía a levantarse—. Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.
    Tras una pausa, preguntó:
    —¿Qué tienes en la mano?
    Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los
    flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde
    recordó que en las vagas vigilias que interrumpían su sueño febril apretaba
    todo aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla












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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:35

    ***

    —¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!
    Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a esconder
    debajo del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada
    retadora.
    Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se
    dio cuenta de que estaba recibiendo un trato muy distinto al que se da a una
    persona a la que van a detener.
    Pero… ¿por qué le citaba la policía?
    —Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.
    —No, no quiero té —balbuceó—. Voy a ver qué quiere la policía. Ahora
    mismo voy a presentarme.
    —¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
    —He dicho que voy.
    —Allá tú.
    Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó a la
    ventana y examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.
    «Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha
    esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente,
    Nastasia no las ha podido ver: estaba demasiado lejos.»
    Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y releerlo
    varias veces para comprender lo que decía. Era una citación redactada en la
    forma corriente, en la que se le indicaba que debía presentarse aquel mismo
    día, a las nueve y media, en la comisaría del distrito.
    «¡Qué cosa más rara! —se dijo mientras se apoderaba de él una dolorosa
    ansiedad—. No tengo nada que ver con la policía, y me cita precisamente hoy.
    ¡Señor, que termine esto cuanto antes!»
    Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. No se
    reía de los rezos, sino de sí mismo. Empezó a vestirse rápidamente.
    «Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»
    Y se dijo inmediatamente:
    «He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.»
    Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto
    de horror e inquietud. Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo
    volvió a poner, echándose de nuevo a reír.
    «¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los
    hábitos, las apariencias…, todo, en fin.»
    Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.








    continuará

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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:36

    ***

    «Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»
    Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
    «¡Esto es superior a mis fuerzas!»
    Las piernas le temblaban.
    —¿De miedo? —barbotó.
    Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.
    «¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido —pensó
    mientras se dirigía a la escalera—. Lo peor es que estoy aturdido, que puedo
    decir lo que no debo.»
    Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las
    había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.
    «Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»
    Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era
    su desesperación tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y
    continuó su camino.
    «¡Con tal que todo termine rápidamente…!»
    El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que
    no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de
    cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de
    suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros, coches
    de alquiler…
    El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el
    extremo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los
    que tienen fiebre.)
    Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió
    una mirada furtiva y angustiosa a la casa…y volvió en seguida los ojos.
    «Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a
    la comisaría.
    La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a
    unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al
    antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.
    Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un
    mujik con un cuaderno en la mano.
    «Debe de ser un ordenanza. Por lo tanto, esa escalera conduce a la
    comisaría.»


    Y, aunque no estaba seguro de ello, empezó a subir. No quería preguntar a
    nadie.
    «Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba mientras se
    iba acercando al cuarto piso.
    La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro
    pisos daban a ella y sus puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El
    calor era asfixiante. Se veían subir y bajar ordenanzas con sus carpetas debajo
    del brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún
    asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikof
    entró y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí
    tan insoportable como en la escalera. Además, el local estaba recién pintado y
    se desprendía de él un olor que daba náuseas.
    Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua.
    Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le
    impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la menor
    atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que no
    iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño.
    Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.
    —¿Qué quieres?
    El joven le mostró la citación.
    —¿Es usted estudiante? —preguntó otro, tras haber echado una ojeada al
    papel.
    —Sí, estudiaba.
    El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de cabellos
    enmarañados y mirada vaga. Parecía dominado por una idea fija.
    «Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es indiferente», pensó
    Raskolnikof.
    —Vaya usted al secretario —dijo el escribiente, señalando con el dedo la
    habitación del fondo.





    continuará

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    Última edición por Maria Lua el Sáb 16 Nov 2024, 08:57, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:37

    ***


    Raskolnikof se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era sumamente reducida
    y estaba llena de gente. Las personas que había en ella iban un poco mejor
    vestidas que las que el joven acababa de ver. Entre ellas había dos mujeres.
    Una iba de luto y vestía pobremente. Estaba sentada ante el secretario y
    escribía lo que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada.
    Vestía ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño. Estaba
    aparte y parecía esperar algo. Raskolnikof presentó el papel al secretario. Éste
    le dirigió una ojeada y dijo:
    —¡Espere!
    Después siguió dictando a la dama enlutada.
    El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se dijo. Y fue
    recobrándose poco a poco.
    Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede perderme…
    Es lástima que no circule más aire aquí. Uno se ahoga. La cabeza me da más
    vueltas que nunca y soy incapaz de discurrir.»
    Sentía un profundo malestar y temía no poder vencerlo. Trataba de fijar su
    pensamiento en cuestiones indiferentes, pero no lo conseguía. Sin embargo, el
    secretario le interesaba vivamente. Se dedicó a estudiar su fisonomía. Era un
    joven de unos veintidós años, pero su rostro, cetrino y lleno de movilidad, le
    hacía parecer menos joven. Iba vestido a la última moda. Una raya que era una
    obra de arte dividía en dos sus cabellos, brillantes de cosmético. Sus dedos,
    blancos y perfectamente cuidados, estaban cargados de sortijas. En su chaleco
    pendían varias cadenas de oro. Con gran desenvoltura, cambió unas palabras
    en francés con un extranjero que se hallaba cerca de él.
    —Siéntese, Luisa Ivanovna —dijo después a la gruesa, colorada y
    ricamente ataviada señora, que permanecía en pie, como si no se atreviera a
    sentarse, aunque tenía una silla a su lado.
    —Ich danke —respondió Luisa lvanovna en voz baja.
    Se sentó con un frufrú de sedas. Su vestido, azul pálido guarnecido de
    blancos encajes, se hinchó en torno de ella como un globo y llenó casi la mitad
    de la pieza, a la vez que un exquisito perfume se esparcía por la habitación.
    Pero ella parecía avergonzada de ocupar tanto espacio y oler tan bien. Sonreía
    con una expresión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad.
    Al fin la dama enlutada se levantó, terminado el asunto que la había
    llevado allí.



    En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y
    moviendo los hombros a cada paso. Echó sobre la mesa su gorra, adornada
    con una escarapela, y se sentó en un sillón. La dama lujosamente ataviada se
    apresuró a levantarse apenas le vio, y empezó a saludarle con un ardor
    extraordinario, y aunque él no le prestó la menor atención, ella no osó volver a
    sentarse en su presencia. Este personaje era el ayudante del comisario de
    policía. Ostentaba unos grandes bigotes rojizos que sobresalían
    horizontalmente por los dos lados de su cara. Sus facciones, extremadamente
    finas, sólo expresaban cierto descaro.
    Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su
    aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.
    Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella
    mirada, que el funcionario se sintió ofendido.
    —¿Qué haces aquí tú? —exclamó éste, asombrado sin duda de que
    semejante desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.
    —He venido porque me han llamado —repuso Raskolnikof—. He recibido
    una citación.
    —Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda —se apresuró a
    decir el secretario, levantando la cabeza de sus papeles—. Aquí está —y
    presentó un cuaderno a Raskolnikof, señalándole lo que debía leer.
    «¿Una deuda…? ¿Qué deuda? —pensó Raskolnikof—. El caso es que ya
    estoy seguro de que no se me llama por…aquello.»
    Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso,
    indecible, un bienestar inefable.
    —Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? —le gritó el ayudante, cuyo
    mal humor había ido en aumento—. Le han citado a las nueve y media, y son
    ya más de las once.
    —No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora —repuso
    Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de él una cólera
    repentina y se entregaba a ella con cierto placer—. ¡Bastante he hecho con
    venir enfermo y con fiebre!




    continuará

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    Última edición por Maria Lua el Miér 13 Nov 2024, 08:24, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:39

    ***

    —¡No grite, no grite!
    —Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy
    estudiante y no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono.
    Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en
    seguida: sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después
    saltó de su asiento.
    —¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.
    —¡También usted está en la comisaría! —replicó Raskolnikof—, y, no
    contento con proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto
    hacia todos nosotros.
    Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.
    El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante
    pareció dudar un momento.
    —¡Eso no le incumbe a usted! —respondió al fin con afectados gritos—.
    Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el
    documento, Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra
    usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!
    Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del
    papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y
    otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.


    —Pero ¿qué es esto? —preguntó al secretario.
    —Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el
    importe de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en
    qué fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir
    de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que
    haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para poner
    en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley.
    —¡Pero si yo no debo nada a nadie!
    —Ese punto no es de nuestra incumbencia. A nosotros se nos ha remitido
    un efecto protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve
    meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que
    esta señora ha enviado al consejero Tchebarof en pago de una cuenta. En vista
    de ello, nosotros le hemos citado a usted para tomarle declaración.
    —¡Pero si esa señora es mi patrona!
    —¡Y eso qué importa!
    El secretario le miraba con una sonrisa de superioridad e indulgencia,
    como a un novicio que empieza a aprender a costa suya lo que significa ser
    deudor. Era como si le dijese: «¿Eh? ¿Qué te ha parecido?»
    Pero ¿qué importaban en aquel momento a Raskolnikof las reclamaciones
    de su patrona? ¿Valía la pena que se inquietara por semejante asunto, y ni
    siquiera que le prestara la menor atención? Estaba allí leyendo, escuchando,
    respondiendo, incluso preguntando, pero todo lo hacía maquinalmente. Todo
    su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de haberse librado del
    temor que hacía unos instantes lo sobrecogía. Por el momento, había
    expulsado de su mente el análisis de su situación, todas las preocupaciones y
    previsiones temerosas. Fue un momento de alegría absoluta, animal.
    Pero de pronto se desencadenó una tormenta en el despacho. El ayudante
    del comisario, todavía bajo los efectos de la afrenta que acababa de sufrir y
    deseoso de resarcirse, empezó de improviso a poner de vuelta y media a la
    dama del lujoso vestido, la cual, desde que le había visto entrar, no cesaba de
    mirarle con una sonrisa estúpida.




    continuará

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    Última edición por Maria Lua el Sáb 16 Nov 2024, 08:58, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:41

    ***

    —Y tú, bribona —le gritó a pleno pulmón, después de comprobar que la
    señora de luto se había marchado ya—, ¿qué ha pasado en tu casa esta noche?
    Dime: ¿qué ha pasado? Habéis despertado a todos los vecinos con vuestros
    gritos, vuestras risas y vuestras borracheras. Por lo visto, te has empeñado en
    ir a la cárcel. Te lo ha advertido lo menos diez veces. La próxima vez te lo diré
    de otro modo. ¡No haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!
    Raskolnikof se quedó tan estupefacto al ver tratar de aquel modo a la
    elegante dama, que se le cayó el papel que tenía en la mano. Sin embargo, no
    tardó en comprender el porqué de todo aquello, y la cosa le pareció
    sobremanera divertida. Desde este momento escuchó con interés y haciendo
    esfuerzos por contener la risa. Su tensión nerviosa era extraordinaria.
    —Bueno, bueno, Ilia Petrovitch…—empezó a decir el secretario, pero en
    seguida se dio cuenta de que su intervención sería inútil: sabía por experiencia
    que cuando el impetuoso oficial se disparaba, no había medio humano de
    detenerle.
    En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre
    ella empezó por hacerla temblar, pero —cosa extraña— a medida que las
    invectivas iban lloviendo sobre su cabeza, su cara iba mostrándose más
    amable, y más encantadora la sonrisa que dirigía al oficial. Multiplicaba las
    reverencias y esperaba impaciente el momento en que su censor le permitiera
    hablar.
    —En mi casa no hay escándalos ni pendencias, señor capitán —se
    apresuró a decir tan pronto como le fue posible (hablaba el ruso fácilmente,
    pero con notorio acento alemán)—. Ni el menor escándalo —ella decía
    «echkándalo»—. Lo que ocurrió fue que un caballero llegó embriagado a mi
    casa…Se lo voy a contar todo, señor capitán. La culpa no fue mía. Mi casa es
    una casa seria, tan seria como yo, señor capitán. Yo no quería «echkándalos»
    …Él vino como una cuba y pidió tres botellas —la alemana decía
    «potellas»—. Después levantó las piernas y empezó a tocar el piano con los
    pies, cosa que está fuera de lugar en una casa seria como la mía. Y acabó por
    romper el piano, lo cual no me parece ni medio bien. Así se lo dije, y él cogió
    la botella y empezó a repartir botellazos a derecha e izquierda. Entonces llamé
    al portero, y cuando Karl llegó, él se fue hacia Karl y le dio un puñetazo en un
    ojo. También recibió Enriqueta.


    En cuanto a mí, me dio cinco bofetadas. En
    vista de esta forma de conducirse, tan impropia de una casa seria, señor
    capitán, yo empecé a protestar a gritos, y él abrió la ventana que da al canal y
    empezó a gruñir como un cerdo. ¿Comprende, señor capitán? ¡Se puso a hacer
    el cerdo en la ventana! Entonces, Karl empezó a tirarle de los faldones del frac
    para apartarlo de la ventana y…, se lo confieso, señor capitán…, se le quedó
    un faldón en las manos. Entonces empezó a gritar diciendo que man muss
    pagarle quince rublos de indemnización, y yo, señor capitán, le di cinco rublos
    por seis Rock. Como usted ve, no es un cliente deseable. Le doy mi palabra,
    señor capitán, de que todo el escándalo lo armó él. Y, además, me amenazó
    con contar en los periódicos toda la historia de mi vida.
    —Entonces, ¿es escritor?
    —Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que se permite, aun sabiendo que
    está en una casa digna…
    —Bueno, bueno; siéntate. Ya te he dicho mil veces…
    —Ilia Petrovitch…—repitió el secretario, con acento significativo.
    El ayudante del comisario le dirigió una rápida mirada y vio que sacudía
    ligeramente la cabeza.
    —En fin, mi respetable Luisa Ivanovna —continuó el oficial—, he aquí mi
    última palabra en lo que a ti concierne. Como se produzca un nuevo escándalo
    en tu digna casa, te haré enchiquerar, como soléis decir los de tu noble clase.
    ¿Has entendido…? ¿De modo que el escritor, el literato, aceptó cinco rublos
    por su faldón en tu digna casa? ¡Bien por los escritores! —dirigió a
    Raskolnikof una mirada despectiva—. Hace dos días, un señor literato comió
    en una taberna y pretendió no pagar. Dijo al tabernero que le compensaría
    hablando de él en su próxima sátira. Y también hace poco, en un barco de
    recreo, otro escritor insultó groseramente a la respetable familia, madre a hija,
    de un consejero de Estado. Y a otro lo echaron a puntapiés de una pastelería.
    Así son todos esos escritores, esos estudiantes, esos charlatanes…En fin, Luisa
    Ivanovna, ya puedes marcharte. Pero ten cuidado, porque no te perderé de
    vista. ¿Entiendes?





    continuará
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    Última edición por Maria Lua el Sáb 16 Nov 2024, 08:59, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Dic 2023, 09:42

    ***

    Luisa Ivanovna empezó a saludar a derecha e izquierda calurosamente, y
    así, haciendo reverencias, retrocedió hasta la puerta. Allí tropezó con un
    gallardo oficial, de cara franca y simpática, encuadrada por dos soberbias
    patillas, espesas y rubias. Era el comisario en persona: Nikodim Fomitch. Al
    verle, Luisa Ivanovna se apresuró a inclinarse por última vez hasta casi tocar
    el suelo y salió del despacho con paso corto y saltarín.
    —Eres el rayo, el trueno, el relámpago, la tromba, el huracán —dijo el
    comisario dirigiéndose amistosamente a su ayudante—. Te han puesto
    nervioso y tú te has dejado llevar de los nervios. Desde la escalera lo he oído.
    —No es para menos —replicó en tono indiferente Ilia Petrovitch
    llevándose sus papeles a otra mesa, con su característico balanceo de hombros
    —. Juzgue usted mismo. Ese señor escritor, mejor dicho, estudiante, es decir,
    antiguo estudiante, no paga sus deudas, firma pagarés y se niega a dejar la
    habitación que tiene alquilada. Por todo ello se le denuncia, y he aquí que este
    señor se molesta porque enciendo un cigarrillo en su presencia. ¡Él, que sólo
    comete villanías! Ahí lo tiene usted. Mírelo; mire qué aspecto tan respetable
    tiene.
    —La pobreza no es un vicio, mi buen amigo —respondió el comisario—.
    Todos sabemos que eres inflamable como la pólvora. Algo en su modo de ser
    te habrá ofendido y no has podido contenerte. Y usted tampoco —añadió
    dirigiéndose amablemente a Raskolnikof—. Pero usted no le conoce. Es un
    hombre excelente, créame, aunque explosivo como la pólvora. Sí, una
    verdadera pólvora: se enciende, se inflama, arde y todo pasa: entonces sólo
    queda un corazón de oro. En el regimiento le llamaban el «teniente Pólvora».


    —¡Ah, qué regimiento aquél! —exclamó Ilia Petrovitch, conmovido por
    los halagos de su jefe aunque seguía enojado.
    Raskolnikof experimentó de súbito el deseo de decir a todos algo
    desagradable.
    —Escúcheme, capitán —dijo con la mayor desenvoltura, dirigiéndose al
    comisario—. Póngase en mi lugar. Estoy dispuesto a presentarle mis excusas
    si en algo le he ofendido, pero hágase cargo: soy un estudiante enfermo y
    pobre, abrumado por la miseria —así lo dijo: «abrumado»—. Tuve que dejar
    la universidad, porque no podía atender a mis necesidades. Pero he de recibir
    dinero: me lo enviarán mi madre y mi hermana, que residen en el distrito de
    ***. Entonces pagaré. Mi patrona es una buena mujer, pero está tan indignada
    al ver que he perdido los alumnos que tenía y que no le pago desde hace cuatro
    meses, que ni siquiera me da mi ración de comida. En cuanto a su
    reclamación, no la comprendo. Me exige que le pague en seguida. ¿Acaso
    puedo hacerlo? Juzguen ustedes mismos.
    —Todo eso no nos incumbe —volvió a decir el secretario.
    —Permítame, permítame. Estoy completamente de acuerdo con usted, pero
    permítame que les dé ciertas explicaciones.
    Raskolnikof seguía dirigiéndose al comisario y no al secretario. También
    procuraba atraerse la atención de Ilia Petrovitch, que, afectando una actitud
    desdeñosa, pretendía demostrarle que no le escuchaba, sino que estaba absorto
    en el examen de sus papeles.
    —Permítame explicarle que hace tres años, desde que llegué de mi
    provincia, soy huésped de esa señora, y que al principio…, no tengo por qué
    ocultarlo…, al principio le prometí casarme con su hija. Fue una promesa
    simplemente verbal. Yo no estaba enamorado, pero la muchacha no me
    disgustaba…Yo era entonces demasiado joven…Mi patrona me abrió un
    amplio crédito, y empecé a llevar una vida…No tenía la cabeza bien sentada.
    —Nadie le ha dicho que refiera esos detalles íntimos, señor —le
    interrumpió secamente Ilia Petrovitch, con una satisfacción mal disimulada—.
    Además, no tenemos tiempo para escucharlos.
    Para Raskolnikof fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo
    fogosamente.



    continuará
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