Durante largo tiempo su fama le halagó suponiéndole autor de dos de los grandes monumentos de la lírica de su tiempo, la Canción a las ruinas de Itálica, que es en realidad de Rodrigo Caro, y la anónima Epístola moral a Fabio, que pertenece, según demostró Dámaso Alonso, al capitán Andrés Fernández de Andrada. Sin embargo fue un excelente poeta; si bien empezó en la línea poética de Fernando de Herrera, dejó arrinconados los grandes temas y prefirió la temática menor y el pulimento de la elegancia verbal y de la precisa y matizada adjetivación, selecta en el campo de las impresiones sensoriales. Si bien porta todos los motivos del habitual desengaño barroco, apenas los declara y los transforma en una clara melancolía. Amaba la naturaleza y se concentraba en alabar sus pequeñas y decadentes bellezas, como las flores; los poemas que dedicó a éstas son de los más hermosos y perfectos que acabó, adoptando para ello, en lo que fue un precursor de Góngora, la forma de la silva: A la rosa, Al clavel, A la arrebolera, Al jazmín... Dominan su predilección por los matices del rojo y el blanco. Su silva Al verano arranca horaciana, pero termina epicúreamente en una explosión de colorido.