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José Luis Hidalgo, poeta de los muertos
Gonzalo Sobejano
Definir a un poeta reciente y puntualizar con tino su significación dentro del ámbito de una poesía actual que aún no es posible considerar en perspectiva, resulta siempre tarea dificultosa. En el caso de José Luis Hidalgo es cierto que nos ayuda un poco su ausencia definitiva, el cumplimiento, ya forzosamente exacto, de su obra. Pero, a pesar de ello, ha de reconocerse que la estimación crítica de un poeta tan cercano -y tan complejo- no puede ser fácil.
José Luis Hidalgo, cuya producción alcanzó a ser tan discretamente fecunda cuanto lo permitió el breve plazo de su vida, es, sin duda alguna, un poeta malogrado. Malogrado porque pudo dar más en su impedido futuro, no porque no diera la mejor cosecha que era justo esperar de un poeta caído tan tempranamente.
Si en sus dos primeras obras poéticas -Raíz y Los animales- el hondo temperamento lírico de Hidalgo mostró posibilidades espléndidas junto a logradas creaciones que iban ya apuntalando una personalidad señera y al mismo tiempo claramente «generacional», en su último libro -póstumo, fatal, combatido, pavoroso- es en donde el poeta montañés, exhalando su juventud dolorosa y anticipándose a su destino, luce su aurora verdadera a un mismo tiempo que sus forzosos arreos vespertinos.
Los Muertos es un libro impresionante, y en el paisaje actual de la poesía española llena un lugar de suma importancia. El valor de la obra radica en dos motivos fundamentales: la humanidad palpitante del poeta y la belleza que logra plasmar en cada uno de sus poemas con apretada y concisa tensión. Siempre, en realidad, debiera suceder así: que el corazón y el arte se ataran fuertemente para dar fruto unitario de poesía. Pero la verdad es que no todo poeta logra esta difícil comunión, y el resultado suele ser el desbordamiento de una de las partes. Ello explica que haya poetas en quienes predomina la vida, la conducta, la sangre, y por otro lado poetas del arte, de la profesión, de la pluma diríamos.
En José Luis Hidalgo el calor de la propia intimidad angustiada y la esencial serenidad de la forma poética se alían maravillosamente. Por eso, y por la hondura del tema que su obra desenvuelve, merece ser considerado como uno de los poetas mayores y más representativos que ha dado España desde la postguerra.
La muerte, como tema de poesía, ha tenido innúmeros cultivadores desde siempre. Como el amor, como Dios, como la hermosura, la muerte ocupa y preocupa a todo espíritu. Motivos de este tamaño, tan inagotables y principalísimos, jamás ocian en el olvido. Pero hay épocas y épocas. Y nuestro mundo de hoy, turbio y hostil, traspasado por un rayo de elemental desazón, ha sido quizá hasta ahora el más propicio para afrontar la muerte con sabiduría y profundidad.
Por eso, no es extraño hallar el tema de la muerte incurso con bastante frecuencia y abundancia en las obras de nuestros poetas actuales. A más de algún lector le causaría asombro leer en poetas jóvenes, casi adolescentes, conceptos y sentimientos tan hondos de la muerte, sólo frutescibles, al parecer y con lógica simple, en corazones ya algo heridos por una larga experiencia.
Yo creo en la sinceridad y en el dolor con que los poetas de hoy miran a la muerte. No me parece que el joven poeta, por cortejarla, cometa una obscenidad, como decía D'Ors no hace mucho. Obscenidad sería, por el contrario, creo yo, cortejar demasiadamente a la vida y sentirse dueño de ella, satisfecho de ella, sabedor exhaustivo de sus más aparentes secretos. En cualquier caso, la Vida no es novia doncella; menos aún, amada fiel.
Sea como sea, el poeta joven -recia estatura de héroe, tersa luz en la frente, fervorosa potencia de músculo- sintiendo en sus plantas la raíz que un día se secará y mirando encima de su gozo la estrella que un día detendrá su crecimiento de ramajes, es siempre fragua de belleza en donde se funden por maravilla la sensación del límite y la abierta generosidad de una sangre que corre hacia el mar de lo eterno. Este asunto poético -la dolorosa enfrentación del joven puro y concreto con la atávica sombra de la muerte- parece cosa privativa de nuestra última poesía.
José Luis Hidalgo, en esta nueva y prodigiosa falange, no es sólo un poeta de la muerte. Es, sobre todo, el poeta de los muertos. Los Muertos es el título de su libro, y, en efecto, los muertos, este plural casi abstracto que él interpreta con un realismo tan idealizado, son el personaje colectivo que protagoniza la mayoría de sus poemas, unidos todos ellos con la juntura de una obsesión común y presidente.
Antes de Los Muertos, Hidalgo había publicado ya otros dos libros de que he hecho mención, pero es en este último donde su corazón alcanza paraje propio y donde su voz se acrisola y purifica con mayor singularidad y más hondo acento. Para mí no hay más Hidalgo que éste de su último libro y ni siquiera puedo imaginarlo alejado de esta intensa problemática, creador de otra poesía que no sea esta poesía fosforescente, buceador de otro mundo que no sea este sofocante mundo de los muertos en que el propio poeta se incluye tantas veces, adolorido y digno, como víctima.
La posición de Hidalgo frente al problema de la muerte es destacadamente negativa. El vacío, la desolación y la nada aguardan en la otra ribera. Quizá no haya habido otro poeta en toda la historia de la poesía que haya cantado a la muerte con un sentido tan absoluto de acabamiento, sólo entreverado en ocasiones por el brillo de una esperanza que quiere aferrarse con apetencia de eternidad. Pero, aún más que en esta poética valoración negativa, la originalidad de su postura radica en esa dignidad con que embebe la angustia, en esa valentía sin desplante con que afronta la seguridad o la sospecha casi cierta del sueño sin amanecer. Y, sobre todo, en la hermandad contrastada que hace de Dios y de la muerte, bajo cuyo doble signo nace el libro, rematado al fin con la evocación de la belleza misteriosa, quizá la única tabla de salvación que avistó en su interior naufragio.
Los muertos, la muerte, Dios y la belleza: he ahí los cuatro puntos cardinales de esta poesía. Y, en medio, acorralado como un pájaro herido, el poeta cantando con una tonalidad limpia y sencilla como si no quisiera contagiar la expresión del daño insuave, áspero que sufre.
Para asimilar, en ademán de comentador, esos cuatro focos es preciso mucho tiento. El poeta, por sincero y fiel a su situación, se contradice algunas veces y oscila, como he dicho, ora llevado hacia la negación total, ora aliviado en ocasiones por su propio deseo de ser algo: quisiera una mirada eterna ante Dios, siquiera una alta luz incorporada para alumbrar su faz. Este difícil tiento en la comprensión del poeta Hidalgo se extrema en su dificultad si advertimos que toda poesía buena -y ésta lo es- repele, como es natural, el análisis de una razón exigente. Y por otra parte contamos con la confesión del poeta: en carta a Vicente Aleixandre, Hidalgo, al tiempo que le enviaba un poema inacabado, le expresaba que no sabía bien lo que allí iba escrito, pues a veces escribía como en estado de sonambulismo1. Recordemos en este punto el carácter casi inconsciente de la creación artística y la frase de Goethe cuando hubo terminado su Werther.
José Luis Hidalgo, en el pórtico de su obra, imprime dos pensamientos capitales: la obsesión de la muerte (Miguel Ángel) y la necesidad de un dios al que recurrir en el sufrimiento (Goethe). Bajo este lema dúplice, el libro -«libro y no casual junta de poesías» como dice Ricardo Gullón- se ofrece ya de antemano cuajado de íntimo tormento. Y eso es lo que, a la postre, deducimos de él: un dolor irritado y hondo, una batalla en la sombra.
La primera parte del libro es una bella figuración descriptiva del mundo de los muertos. En anteriores poemas ya Hidalgo mostraba su vocación de hondura y titulaba uno de ellos -publicado en la revista Corcel de Valencia, e inserto en su primera obra, Raíz- con el sugestivo título de Hay que bajar. Esto es: hay que bajar a la semilla y al embrión, a la ciega raíz de todo. Aquí, más tarde, en esa parte inicial de Los Muertos, el poeta cumple su propio imperativo y desciende a un paisaje ahogado, negro, donde habitan tendidos los cuerpos sin movilidad. Los muertos son seres reales, idealizados en ese plural de conjunto; seres reales que yacen en definitiva postración con los ojos abiertos a la verdad infinita, oprimiendo bajo sus espaldas flores leves que gimen sin aire.
Llevados por el poeta a este turbio estrato, penetramos con él en la espesura del silencio. Todo el poema introductorio -válido para prefigurar la ambientación del libro entero- palpita de soledad recogida, de olvido soterraño. Ese mundo distanciado reposa bajo el azul de Dios: plano de luz latente sobre la oscuridad hermética de los cuerpos que vivieron. En estos cuerpos mora el total mutismo y a ellos canta el poeta con su voz de hombre «todavía» de pie.
En la imaginación de Hidalgo la muerte aparece como un árbol secreto. Distraídos por el rumor de la vida-sirena vamos caminando en la inadvertida fluencia de lo cotidiano. Pero, de repente, la sombra del árbol nos marca la extrema linde. Y entramos en ese círculo de sombra con un dulce terror de fría nieve. Así, con definitiva sorpresa, con presencia insospechada, la muerte nos llega.
Pero Hidalgo vuelve a los muertos, a los que cayeron, a los que son de su bosque. Y los canta bajo el agua, sobre las flores, entre el aire.
Los muertos del mar aparecen prisioneros en la cárcel del agua, en el ámbito sombrío de sus profundidades. El brillo siniestro es imagen frecuente. Aquí es el ojo lúcido del pez clavando su mirar en los ahogados, allá será una luna antigua y parada de difuso halo, otras veces un opaco brillo espectral.
En el impresionante y original poema que titula Flores bajo los muertos, quizá el más bello de todo el libro, José Luis Hidalgo hace muestra de una preciosa riqueza imaginativa. Bajo los muertos crecen flores y el peso de los muertos es, sobre esas flores, como la nube o la muerte sobre el hombre vivo. Crecer así es duro y es triste: las angustiadas corolas sufren el daño de crecer apretadas por el peso de los muertos yacentes. En escéptica alegoría se expresa allí la sustancial tragedia del ser humano: el «para qué» que puede preguntarse toda criatura pugnando hacia lo alto, en medio de su ilusionado ascenso, ante la fatal solución del acabamiento. Como un muerto sobre una flor, la muerte pesa sobre el hombre. Y el poeta concluye, con esa dignidad que le pone a salvo de toda mueca romántica:
¿Y qué? Todo es lo mismo: crecer o derrumbarse,
tener sobre la carne una nube o la muerte,
doblarse ciegamente, doblarse como un río
con estas blancas flores, leves y detenidas.
Y, luego, el muerto entre el aire. Como en un desmayo de bondad y de sublimación en Dios -en ese Dios grande y vago al que Hidalgo alude con una fe también vaga y grande- el muerto abandona la tierra, en vuelo hacia la etérea zona de la pureza. Es una delicada impresión de muerte feliz, trazada con el acierto descriptivo con que nuestro poeta (pintor y dibujante exquisito) suele desmenuzar el más escondido secreto de lo ideal.
Resumiendo, y para no detenerme en cada uno de los poemas, Hidalgo comprende a los muertos como una realidad dignificada y triunfal, ante la que él se mira todavía impuro, manchado por su propia existencia:
Y me avergüenzo de este cuerpo
que entre los vivos me sostiene.
Muertos estáis y con mi vida
no he de encontraros en la muerte.
Explorando su paisaje, ve en ellos eternidad ciega, eternidad en que nada perdura a no ser un asombro contemplativo ante la verdad revelada en el trance. Vivir es recordar las almas de los muertos, y todos nosotros, cuando abandonemos el tiempo, no seremos más que una oscura memoria en otras almas.
Y si así concibe y siente nuestro poeta a sus muertos, ¿qué es lo que piensa y siente de la muerte? Ya lo he dicho, y así él lo expresa de continuo por más que a veces sesgue su credo doloroso con débiles o exaltados arranques de fe combativa: la muerte es el fin, es el aniquilamiento, es la gran crueldad del Dios imaginado, el mentís horrible a nuestro anhelo de eternidad.
Bastarían estas anotaciones hechas para calificar a José Luis Hidalgo de poeta auténtico y trascendental, en cuya voz hallan perfecto asilo esos muertos que pueblan el olvido de la tierra y esa muerte enorme y temible que nos aboca al secreto. Pero la gran clave de estos poemas no está tanto en los muertos y en la muerte como en ese Dios impalpable, soñado y dudoso con el que lucha nuestro poeta en la noche de su agonía, como antaño Jacob luchara con el Ángel durante toda una noche de las nuestras.
Dios es, en el corazón afligido y valiente de José Luis, la mayor tortura. Si Unamuno concebía a Dios como primera realidad y al hombre como un sueño de Dios, Hidalgo ve en Dios un sueño del hombre. Así lo observa acertadamente Gullón. Pero, lo más paradójico es que Hidalgo tiene fe y, a pesar de sus negaciones y de sus desesperados clamores, su libro, más que ninguna otra cosa, es un diálogo con Dios, en el que Dios -personaje mudo- permanece en escena todo el tiempo.
La contradicción de la batalla íntima alcanza aquí desconcertantes resonancias. El poeta creería en Dios si supiera que le esperaba en el borde de la muerte, pero sabe que no es así y que Dios morirá -como sueño- con su muerte. Dios, entonces, es sólo el ansia de quererle. Pero es también quien nos da la carne para matárnosla, es también quien hizo brotar la tierra del eterno hastío, es el que baja todas las noches a contar sus vivos y sus muertos, es el que infunde en nuestra arcilla una luz sombría. El poeta clama unas veces contra Él, contra su indiferente silencio. Otras veces lo niega. Otras veces vacila:
Pero si Tú no existes, ¿por qué, entonces,
he de dar nombre a mi esperanza?
Y, sobre todas las dolorosas contradicciones a que le conduce su inquietud, lo que perdura es precisamente esa inquietud, esa sed de Dios que es su fe en Él, la fe trágica de que Unamuno hablara:
Yo no sé dónde estás, pero te busco,
en la noche le busco y mi alma sueña...
Reseñar en estas líneas las notas pertinentes sobre el estilo y la forma poética de Hidalgo resultaría largo. En un bellísimo ejemplo como es Sol de la muerte, observamos la tenue y delgada vibración de las palabras, el mágico despliegue de los alejandrinos con el verbo fecundo y preciso al final de los versos asonantes. En éste como en otros poemas, con preferido molde de alejandrinos y endecasílabos asonantados, luce en toda su pureza y mansedumbre una expresión que nada quiere añadir a la intensa opulencia del contenido. Es un estilo pulcro, que trasparenta el fondo con limpidez y sin retórica.
Pero, dejando forzosamente aparte el detalle de su expresión formal, acudamos últimamente y de nuevo a la actitud, al corazón del poeta.
Lo que yo extraigo de este libro como quien escoge una joya rara entre muchas muy valiosas es la conducta digna, sobria y viril de José Luis Hidalgo ante la muerte. Si es cierto que, comprendiendo el dolor de ser para la muerte, exclama:
No quiero morir nunca, no resigno mi cuerpo
a ser un vano tronco de enrojecida savia,
a ser sobre la tierra algo que no la sabe
cuando el mundo, a los vivos, bajo los cielos canta
es cierto también que este hombre bueno, este corazón recto se resigna al fin sin lágrimas sentimentales y nos dice:
Ahora que ya estoy solo puedo morir. Tú sabes
que a la muerte hay que ir sin que nadie nos llore,
ocultando las rosas del amor que encendimos
y el que sólo fue sombra que soñamos de noche...
En el epílogo de su combate, de ese pasar entre hombres rotos y tendidos, bajo el sol de la muerte y con el ancho anhelo de un Dios perpetuamente silencioso, Hidalgo encuentra un vestigio de belleza entre sus manos: la huella de un milagro que sucedió en la noche. Y el libro, tras habernos conducido a íntimas galerías y a misteriosos panoramas, concluye con ese prodigio incomprensible, con la sensación pura de la belleza.
José Luis Hidalgo escribió la mayor parte de estos poemas angustiosos tiempo antes de ser acuciado por la enfermedad que había de incluirle -joven camarada- entre los muertos del mundo. Sin hacerse mucho de esperar, llegó luego la sombra, al conjuro del canto. La noche se tendió, irremediable, sobre sus sueños y sus congojas.
Los amigos del poeta se daban prisa por terminar la edición del libro y poder ofrecérselo para el viaje. Pero la muerte se adelantó y José Luis se fue solo.
Ellos -sus amigos y colegas- le dedicaron un homenaje póstumo. En las páginas de ese Homenaje a José Luis Hidalgo pueden leerse semblanzas personales y literarias del gran poeta santanderino. En esas páginas queda la admiración y el cariñoso y merecido tributo de cuantos le conocieron.
Yo sólo he querido aquí recordar su honda trascendencia y su singular e inconfundible aportación a la poesía de hoy. Poesía densa y desnuda. Humana, directa, verdadera poesía.
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