por Maria Lua Miér Abr 05, 2023 5:27 pm
(Réquiem para Federico García Lorca)
Vinicius de Moraes
Él estaba pálido y sus manos temblaban. Sí, él estaba con miedo porque era todo tan inesperado. Quiso hablar, y sus labios fríos mal pudieron articular las palabras de pasmo que le causaba la vista de todos aquellos hombres preparados para matarlo. Había estrellas infantiles para balbucear preces matutinas en el cielo delicuescente. Su mirar se elevó hasta ellas y él, menos que nunca, comprendió la razón de ser de todo aquello. Él era un pájaro, nacido para cantar. Aquella madrugada que centelleaba para presenciar su muerte, ¿no había sido ella siempre su gran amiga? ¿No permanecía ella tantas veces para escuchar sus canciones de silencio? ¿Por qué lo habían arrancado de su sueño poblado de aves blancas y hecho andar en medio de otros hombres de barba ruda y ojear oscuro?
Pensó en huir, en correr temerariamente hacia la aurora, en batir alas inexistentes hasta volar. Escaparía así de la fría saña de aquellos cazadores malos que lo confundían con un milano, él cuya única misión era cantar la belleza de las cosas naturales y el amor de los hombres; él, un pájaro inocente, en cuya voz había ritmos de danza.
Mas permaneció en su atonía, sin creer bien que todo aquello estuviese aconteciendo. Era, por cierto, un malentendido. Dentro de poco llegaría la orden para soltarlo y aquellos mismos hombres que lo miraban con ruin catadura llegarían hasta él riendo risas francas y, con brazos afables, irían todos a beber manzanilla1 en una tasca cualquiera y cantarían canciones de cante-hondo2 hasta que la noche viese resguardar sus cuerpos borrachos en su negra, maternal mantilla.
Sí, tuvo miedo. ¿Y quién, en su lugar, no lo tendría? Él no nació para morir así, para morir antes de su propia muerte.
Las órdenes, entretanto, fueron rápidas. El grupo fue llevado, a culatazos y empujones, hasta la zanja común abierta, y los nudosos cuellos pendieron en el desaliento final. Labios se partieron en adioses, murmurando avemarías y consuelos. Sólo su cabeza se movía para todos los lados, en un movimiento de búsqueda y negación, como el del pájaro frágil en la mano del trampero cruel. La sangre le cantaba en los oídos, la sangre que fuera la savia más viva de su poesía, la sangre que tenía vista y que no quisiera ver, la sangre de su España loca y lúcida, la sangre de las pasiones desencadenadas, la sangre de Ignacio Sánchez Mejías, la sangre de bodas de sangre,3 la sangre de los hombres que mueren para que nazca un mundo sin violencia. Por un segundo le pasó la visión de sus amigos distantes, Alberti, Neruda, Manolo Ortiz, Bergamín, Delia, María Rosa —y mi propia visión, la de un poeta brasileño que había sido como un hermano suyo y que de él iría a recibir el legado de todos esos amigos ejemplares, y que con él había pasado noches para tocar guitarra, para intercambiarse canciones pungentes.
Sí, tuvo miedo. ¿Y quién, en su lugar, no lo tendría? Él no nació para morir así, para morir antes de su propia muerte. Nació para la vida y sus dádivas más ardientes, en un mundo de poesía y música, configurado en la faz de la mujer, en la faz del amigo y en la faz del pueblo. Si hubiese tenido tiempo de correr por la campiña, su cuerpo de poeta-pájaro lo habría ciertamente liberado de las contingencias físicas y alzado vuelo hacia los espacios de adelante, pues tal era su ansia de vivir para poder cantar, cada vez más lejos y cada vez mejor, el amor, el gran amor que era en el sentimiento de permanencia y sensación de eternidad.
Mas fueron apenas otros pájaros, sus hermanos, que volaron asustados dentro de la luz de antes de amanecer, cuando los tiros del pelotón de la muerte sonaron en el silencio de la madrugada.
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