Aún ha poco, para releer la página admirable de fray Luis de Sousa, cuyo título, posiblemente dado por los antologistas Álvaro Lins y Aurelio Buarque de Holanda, es (si en vez de poeta se lee arzobispo) el mismo de esta crónica, tuve la alegría de verificar cuán parecidas eran mis noches de soledad, en Montevideo, con las de fray Bartolomeo de los Mártires, más de tres siglos antes. Como el santo arzobispo, también yo pasaba el día todo despachando expedientes, quizá de menos jerarquía, pues mientras él debía caminar de vuelta con despachos celestiales, tenía yo a mi cargo despachos marítimos y terrestres, adelante la firma de pasaportes y facturas y el contaje diario de los emolumentos consulares.
No me era para nada difícil pasar de facturas a dulzuras, y desligarme de la rutina del trabajo para la comunión con la amiga distante.
Y como hacía él, con relación a las cosas divinas, yo, al cerrarse la noche sobre el cerro que provocó en el descubridor la exclamación nominativa de la ciudad, después de un corto trayecto en automóvil hasta el barrio de Pocitos, donde tenía mi apartamento en un séptimo piso, “me aplacaba del peso del día y del trabajo con un pasatiempo mal conocido en el mundo, y al menos buscado por pocos (y aún mal, que si muchos lo buscaran fuera mejor el mundo)”. Me entregaba a una profunda contemplación de la bien amada ausente. Esta era la manera de vencer la distancia irremediable que se extendía delante de mis ojos volteados hacia el norte y que a veces buscaban, en la línea descendente de Alfa y Beta de Centauro, el punto exacto donde ella, en su ventana sobre el parque, debía también pensar en mí.
Y no se maraville ninguno de que yo, tal como el arzobispo, pasase con tanta facilidad de los negocios a la contemplación. No tenía, es claro, “desde la primera edad hecho hábito en este santo ejercicio”. Mas lo que me faltaba en penitencias, me sobraba en ternura y querer bien. Y si en él “esta antigua costumbre le traía la viola del espíritu tan temperada siempre, que en cualquier oportunidad que dejaba el negocio, luego le echaba plegarias para sin demora entonar las músicas de la Celestial Jerusalén, y permanecer absorto en los placeres del divino ocio”, yo por mí tenía siempre bien afinado mi violón Del Vecchio y me complacía en triturarme las saudades1 con los dolidos acordes de tantas canciones hechas para la bien amada. Y así no me era para nada difícil pasar de facturas a dulzuras, y desligarme de la rutina del trabajo para la comunión con la amiga distante, en un lento evaporarse de mi ser en pos de su adorable imagen, que a veces parecía corporizarse en la luna que estaba en el cielo. Y no era no común quedarnos, yo y la luna de Montevideo, en dulce connubio, ella dilatando los espacios con los rayos de su amor, yo desvaneciéndome de amor en su resplandor de luna llena.2 Pues era aquel resplandor de mi bien en su pungente exilio, el secretearme que, así mismo ausente, allí estaban para iluminar mis horas; y yo tenía paciencia y la esperanza dentro y fuera de mí, que ella se vistiera toda de luz para nuestro futuro encuentro; y no me desesperase, pues estaba próximo el día en que nunca más nos habríamos de separar.
De otras veces —como en el caso de fray Bartolomeo, que le dieran motivo para los negocios, “subía sobretarde a una terraza que mandó hacer en una casa de las más altas de Paso; y como el pajarillo, que después de andar todo el día ocupado en la fábrica de su nido, cuando va cayendo el sol, y las sombras creciendo, extiende las alas por el aire, dando unas vueltas alegres y desenfadadas que parece no valen la pena, o posado sobre una ramita canta descansadamente”—, también yo me dejaba estar en la terraza de mi apartamento, uno de los más altos de Pocitos; y hecho él que, a imagen de la avecita —“después de alargar los ojos por las sierras y oteros, que de lo alto se descubrían, extendía los de su alma a las mayores alturas del Cielo, volaba con consideración por aquellas eternas moradas, se desahogaba, y en voz baja entonaba de cuando en cuando alegres himnos”— yo a mi vez, ante la idea de compartir con la bien amada la visión de los amplios espacios crepusculares del estuario del Río de la Plata, y de rodearla con mis brazos dentro de las iluminaciones del ocaso oriental, me recogía, cual un niño que, ay de mí, ya no soy más, para tamborilear con los dedos y cantar con ella alegres sambas de mi Río,3 que no es el de Plata ni el de Oro, sino que es ciudad de mucho instante y donde hoy mora, en casa única, mi antes triste y polifacético corazón.
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