Hollywood, noviembre de 1946.- La noche está alta, Ciro’s concluyó y estamos todos —un destacado grupo de “estrellas” y “astros”, entre los cuales soy un modesto meteorito— en la casa de Beverly Hills de Herman Hover, el notorio dueño del famoso establecimiento de Sunset Boulevard. Voy en las aguas de mi amiga Carmen Miranda, con quien salí y a quien, como un caballero que soy, dejaré en su vivienda de Bedford Street. Allá están también las figuras ciclópeas de José de Patrocinio de Oliveira, el no menos conocido Zé Carioca, y su sonoplástico compañero Néstor Amaral, ambos hombres de los siete instrumentos, siendo que éste es capaz de tocar el Himno Nacional golpeando con un lápiz en los dientes y el Tico-tico no Fubá mediante pequeños coscorrones acústicos aplicados en la coronilla —todo delante de un micrófono bien entendido.1
Carmen está quieta, sentada en el brazo de mi poltrona. Nos volvimos rápidamente grandes amigos. Nos celebramos con los debidos fuegos artificiales cuando nos encontramos y una vez juntos tenemos asunto para conversaciones interminables, siempre salpicadas de historias sobre sus inicios como cantante, que me encantan. Su verbo es inagotable y nadie imita como ella antiguas situaciones maliciosas en que se vieran envueltos, en los primeros contactos con el público, sus viejos compañeros Mario Reis, Francisco Alves y Ari Barroso, en la fase renacentista de la samba carioca. Aprendí a quererle muy bien y admirar el coraje con que enfrenta, ella una mujer toda sensibilidad, la tortura de haberse tornado un gran cartel comercial para Hollywood y tener que sonreír a la idiotez, con rarísimas excepciones, de los productores, directores, escenógrafos, directores de fotografía, iluminadores y demás mano de obra de los estudios.
No creo que nadie hubiese reparado en ella, mas a mí me pareció tan linda, tan linda que fue como si todo hubiese de repente desaparecido delante de ella.
Mas hoy Carmen está quieta. Sus inmensos ojos verdes se horizontalizan en una línea de cansancio, quién sabe, tedio, de aquello todo ya “tan tenido, tan visto, tan conocido”, como diría Rimbaud. Cerca de nosotros, el actor Sonny Tuffs toca un piano más borracho que el del genial Jimmy Yancey en cintas en que fue grabado sin saber. Después de que su corpachón oscila, él se levanta sólo Dios sabe cómo y sale por allí, pareciéndose a un pollo,2 no sin antes abrazar al pasar a la actriz Ella Raines, que comparece de novio en puño y se deja estar con éste en un canto, con un aire de Alicita que sólo engañaría a los doctores Sobral Pinto y Albert Schweitzer.
En la poltrona a mi lado se estira, con un aspecto suficientemente descompuesto, el magnate Howard Hughes. Intercambio dos palabras con él, mas el tedioso multimillonario y playboy, descubridor y hombre de la bolsa de las “estrellas”, me parece mucho más interesado en Ella Raines —especie de Grace Kelly de 1940, sólo que menos pasteurizada. Lo dejo, pues, a su nueva conquista, mientras en medio de la sala Zé Carioca y Néstor Amara “se viran” para llamar la atención sobre sus dotes de instrumentistas. Mas la presión general es grande y cada uno procura cavar el pan de la noche como puede, mientras Herman Hover pasea con un aire de Napoleón en Marengo. Hay propuestas para un baño de piscina, para un concurso de rumba y otras trivialidades, mas nadie repara asimismo en que el Sol (o mejor, “Él”, como dicen con el mayor asco mis amigos Américo y Zequinha Marques da Costa) ya debe, contumaz gimnasta matutino, estar colgado de la barra del horizonte para su atlética flexión de cada día. El ambiente se está nítidamente desgastando en alcohol y ostentación.
Voy a proponer a Carmen irnos felizmente, cuando una cortina se entreabre y surge una mujer espectacular. No creo que nadie hubiese reparado en ella, mas a mí me pareció tan linda, tan linda que fue como si todo hubiese de repente desaparecido delante de ella. Me quedé, confieso, totalmente obnubilado ante tanta belleza, muy felizmente esa belleza se movía, por así decir, un poco a base de la danza a la que llaman cuadrilla: dos pasitos para adelante y tres para atrás con derecho a derrape. Mas lo que el cuerpo hacía, el rostro desconocía; pues ese rostro tenía más majestad que Carlos Machado entrando en Sacha’s. Ella miró en torno con un soberano aire de desprecio y luego, dando con Carmen, hizo un zigzag hasta ella, viendo colocarse en el esplendor de todo su pie derecho justo delante de mí, pobrecillo que nunca hizo mal a nadie.
—Hey, Carmen —dice ella.
—Hey, honey —responde Carmen con su sonrisa número 3.
—Gee, Carmen, I think you’re wonderful, you know. I think you’re tops, you know. Tops. You’re terrific.
Para quien no sabe inglés ese diálogo inteligente expresaba la admiración de la moza por Carmen, a quien ella llamaba “del diablo”, “la máxima” y todas esas cosas. Pasado lo cual, da ella de repente conmigo allá abajo, pobre de mí que tuve bronquitis de niño, y mirándome por encima de sus pirámides, me hizo la siguiente pregunta en un tono de reina a vasallo:
—Who are you? (¿Quién es usted?).
Decliné mi condición de modesto servidor de la patria en el extranjero, lo que no parecía interesarla un níquel. En seguida, sin aviso previo, se inclinó hacia adelante hasta el punto de yo poder ver el algodoncillo que había acumulado en su ombligo, puso las manos sobre mis brazos, trajo el rostro hasta un centímetro del mío y escupiéndome todo como debía, me hizo la siguiente indagación:
—Do you think I’m beautiful? (¿Usted me halla bonita?).
Le hice los elogios de costumbre. Ella se estiró nuevamente y concordó conmigo:
—You’re right. I’m very beautiful. But morally, I stink! (“Usted está en lo cierto. Yo soy muy bonita. Mas moralmente yo…” —¿cómo traducir sin ofender tanta belleza, tirante a los oídos del lector? —“…no huelo muy bien”).
Dicho lo cual, partió como llegara, a través de la misma cortina, adonde supongo había un bar privado. Sólo sé que aquello me dio una gran animación, la fiesta continuó hasta que “Ella” surgió y yo acabé danzando con la linda moza, ella bastante más alta que yo, lo que permitía oírle latir el corazón, al fin levemente taquicárdico. Antes de salir vi varias parejas en el jardín y no se sabía más quién era quién, vi a Sonny Tuffs atravesado en un sofá, vi cosas como sólo se ven en bailes de carnaval. Fiestecilla familiar, como diría la finada doña Sinhazinha.
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