POEMAS
2. HUELLAS EN EL MONTE (Relato)
—Debemos ir por el monte como si cada árbol nos observara —me advirtió tío Miguel, cuando caminábamos hacia lo profundo del monte.
Avanzaba perturbado porque no lograba ese estado que mi tío quería. Decía que todo estaba en mí, si yo así lo anhelaba Es una disciplina, insistía, pero yo continuaba avanzando con todas aquellas dudas desde que al monte llegué.
El monte era agresivo, cubierto de diente perro, casimbas, y era difícil avanzar por él. Monte bravo de costa, un gran macizo de árboles que se aferraba con sus raíces buscando el rico humus entre las piedras, y así crecía. Maderas poderosas hacia lo alto del cielo. Apenas claros entre las ramas que permitían ver el cielo hondo de estas latitudes.
—Concéntrate. Que no se te escape ninguna huella hacia lo hondo del monte. Mira, escucha, huele, todos tus sentidos en acción y observa mucho cada giro de la luz, un susurro del viento.
A veces tío resultaba incomprensible y me exigía mucho como si cada minuto de mi viaje a su isla fuera precioso, una experiencia única que me hiciera mucha falta.
Una iguana salió huyendo delante de nosotros, muy grande, parecía un cocodrilo pequeño. En el monte los había por la parte cercana al canal que lo cruzaba y era cenagoso.
Miguel dijo: «una iguana».
La iguana se escondió rápido entre unas piedras. Corrimos en su busca, pero ya no estaba.
—No la busques— añadió tío, y calló.
No quise preguntarle nada. Me aturdía un tanto el viento en el ramaje alto de la copa de los árboles. Estábamos muy cerca del mar, se escuchaba el oleaje, y era invierno, la mejor época para entrar en estos montes llenos de coracíes y jejenes.
Un majá huyó delante de nosotros y yo retrocedí bruscamente.
—Son muy pacíficos. No le temas.
Y continuamos avanzando y ya el majá había desaparecido también. En realidad yo anhelaba ver un venado libre, no como en el zoológico, y jutías en lo alto de los algarrobos. De eso me había hablado mi tío. Pero no trajimos a nuestro perro Coronel, uno de los hijos de Jíbara que Lolo salvara, porque se había clavado hondo una espina en su pata delantera derecha mientras escarbaba en busca de una rata.
El monte cerraba cada vez más y era imposible ya ver el cielo. El viento azotaba en lo alto y volaban unas mariposas oscuras con grandes manchas amarillas en sus alas. Al caminar, yo partí unas ramas secas que crujieron y unas lechuzas que dormían entre las ramas salieron volando torpemente.
Pero nada preguntaba y seguía silencioso a tío Miguel que avanzaba delante, decidido, con su paso rápido como si no pisara la tierra.
—Mira —él se detuvo.
Yo observaba, pero nada veía.
—¿Nada ves? —me preguntó. Dije con la cabeza que no.
—Observa bien cada detalle —así lo hice, pero nada veía—. Fíjate en el envés de las hojas removidas. La parte mojada por el sereno de la noche, la tienen boca abajo. Algo las viró. Debajo están las huellas de sus cascos. Coronel ya lo hubiera descubierto por el olfato.
—No es bueno dejar huellas. El venado no sabe ocultarlas —dije de improviso, sorprendiéndome de haber hablado.
—Siempre, de alguna forma, todos dejamos huellas. No es malo dejar huellas. Peor sería no dejarlas.
Miré bajo la espesura del monte tras mis huellas, y cierto, no hay camino, se hace camino al andar y al volver la vista atrás… el largo camino de huellas que no sé si volveré a cruzar. Ellas me seguían insistentes, tenaces, siempre detrás de mí, marcando todo mi camino, y duramente las increpé, y tío Miguel, muy molesto, me reprendió:
—Pero qué locuras dices. Nunca te había escuchado hablar así. ¿Te habrá afectado el monte? A veces es muy extraño el monte bravo de costa.
—Me afectaron las huellas, tío.
—Mira, muchacho, procura siempre que ellas, en el monte y fuera del monte, sean todo lo hondas y profundas y limpias para que otros las sigan.
(Mayo y junio y 1999)
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