cuando la casa estaba vacía y ya no necesitaba de ella, el sol alto, y cada
miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los
muebles limpios, su corazón se oprimía un poco con espanto. Pero en su
vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con
la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa.
Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar,
cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya
era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, la exigían. Así
llegaría la noche, con su tranquila vibración. Por la mañana despertaría
aureolada por los tranquilos deberes. Encontraba otra vez los muebles
sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella
misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del
mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo
había querido y escogido.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida
soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la
tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran
aceptación dio a su rostro un aire de mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá
tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre
detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba
realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un
ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de desconfianza?
Algo inquietante estaba pasando. Entonces se dio cuenta: el ciego
masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos
irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada,
miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él
masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El
movimiento de masticar hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de
sonreír, sonreír y dejar de sonreír. Como si él la hubiera insultado, Ana lo
miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero
continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó
súbitamente arrojándola desprevenida hacia atrás; la pesada bolsa de malla
rodó de su regazo y cayó al suelo; Ana dio un grito y el conductor
impartió la orden de parar antes de saber de qué se trataba. El tranvía se
detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger
sus compras, Ana se puso de pie, pálida. Una expresión desde hacía tiempo
no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta,
incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus
paquetes.
Pero los huevos se habían roto en el envoltorio de papel
periódico. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la
malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar y extendía las
manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que sucedía. El
paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de
los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la
marcha.
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