Los hijos se miraron riendo, vejados, felices. La cosa había dado en el
blanco. Los chicos fueron saliendo alegres, con el apetito arruinado. La
nuera de Olaria dio una palmada de venganza a su hijo, demasiado alegre y
ya sin corbata. Las escaleras eran tan difíciles, oscuras, increíble insistir en
vivir en un edificio que fatalmente sería demolido un día de estos, y en el
juicio de desalojo Zilda todavía iba a dar trabajo y querer empujar a la vieja
hacia las nueras. Pisando el último escalón, con alivio, los invitados se
encontraron en la tranquilidad fresca de la calle. Era noche, sí. Con su
primer escalofrío.
Adiós, hasta otro día, tenemos que vernos. Vengan a vernos, se dijeron
rápidamente. Algunos consiguieron mirar los ojos de los otros con una
cordialidad sin recelo. Algunos abotonaban los abrigos de los chicos,
mirando al cielo en busca de una señal del tiempo. Todos sentían
oscuramente que en la despedida tal vez se hubiera podido —y ahora sin
peligro de compromisos— ser más bondadosos y decir una palabra de más
—¿qué palabra?—. Ellos no lo sabían bien, y se miraban sonrientes,
mudos. Era un instante que podía ser vivo. Pero que estaba muerto.
Comenzaron a separarse, caminando medio de costado, sin saber cómo
desligarse de los parientes sin brusquedad.
—¡Hasta el año que viene! —repitió José la feliz indirecta, saludando
con la mano con efusivo vigor, los escasos cabellos blancos volando.
Estaba gordo, pensaron, necesita cuidar el corazón—. ¡Hasta el año que
viene! —gritó José elocuente y grande, y su altura parecía desmoronable.
Pero las personas que ya se habían alejado no sabían si debían reír alto para
que él escuchara o si bastaría con sonreír en la oscuridad. Aunque algunos
pensaron que felizmente había algo más que una broma en la indirecta y
que solo en el próximo año estarían obligados a encontrarse delante del
pastel encendido; mientras que otros, ya en la oscuridad de la calle,
pensaron si la vieja resistiría un año más a los nervios y a la impaciencia de
Zilda, pero ellos sinceramente nada podían hacer al respecto. «Por lo
menos noventa años», pensó melancólica la nuera de Ipanema. «Para
completar una fecha linda», pensó soñadora.
Mientras tanto, allá arriba, por encima de escaleras y contingencias, la
agasajada estaba sentada a la cabecera de la mesa, erecta, definitiva, más
grande que ella misma. ¿Es que hoy no habrá cena?, meditaba ella. La
muerte era su misterio.
FIN
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