Aires de Libertad

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    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

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    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 2 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Dom 30 Abr 2023, 08:43

    (A Fausto, que ha dejado de bailar.)


    ¿Por qué has dejado a la hermosa joven que con tanta gracia te excitaba al baile?
    Fausto. Porque mientras cantaba le salió de la boca un ratón colorado.
    Mefistófeles. ¡He aquí en verdad una cosa terrible! Pero no debes hacer gran caso, pues
    peor sería que el ratón hubiese sido pardo. ¿Qué importa esto a la hora del pastor?
    Fausto. Luego he visto...
    Mefistófeles. ¿Qué?
    Fausto. ¿Ves allí una hermosa joven pálida que está apartada de todas las demás? Se retira a
    paso lento; parece que anda a pies juntillas: en verdad que se parece mucho a la pobre
    margarita.
    Mefistófeles. Deja ese recuerdo si no quieres entristecerte. Es una figura fantástica, una
    figura sin vida, un espectro. Haríamos muy mal en seguirla, pues su mirada fija hiela la
    sangre, y casi convertiría al hombre en piedra. Ya has oído hablar de Meduza.
    Fausto. Como tú dices, son sus ojos los de una muerta, ojos que no han cerrado ninguna
    mano amiga; pero aquél es también el seno que me entregó Margarita, aquél el cuerpo que
    fue para mí una delicia.

    Mefistófeles. ¡La magia! ¿Por qué tan fácilmente te dejas engañar por la magia? Todos los
    que piensan como tu creerían ver en ella a su querida.
    Fausto. ¡Oh, tormento voluptuoso! No puedo sustraerme a su mirada. ¡Qué extraño adorno
    lleva en derredor de su hermoso cuello! ¡Es una pequeña cinta encarnada que no es más
    ancha que el filo de un cuchillo!
    Mefistófeles. Es cierto, también yo la veo; podría llevar asimismo su cabeza debajo del
    brazo por habérsela cortado Perseo. ¡Siempre entregado a las mismas ilusiones! Ven a esta
    colina, tan agradable como el mismo Prater. ¡Ah! No me han engañado, pues hay un
    verdadero teatro: veamos lo que representan.
    Servibilis. Va a empezarse de nuevo, y ésta será la última de las piezas que se han dado,
    cuyo número es el que acostumbramos a ofrecer siempre al público. Un aficionado la ha
    escrito y está confiado su desempeño a otros aficionados. Dispensadme, señores, si yo me
    eclipso, porque mi afición consiste en levantar el telón.
    Mefistófeles. Mucho me agrada verlos en Blocksberg, porque estáis en vuestro puesto.

    Sueño de la noche de Walpurgis, o bodas de Oberon y de Titania.
    Intermedio.
    Director de escena. Hijos esforzados de Mieding, hora es ya de que tomemos aliento y
    reposemos contemplando la escena que ofrecen a nuestros ojos este antiguo monte y sus
    frescos valles. He ahí toda la escena.
    Un heraldo. Para que sea de otro nuestra boda, no debemos contraerla hasta los cincuenta
    años, en cuya edad quedan terminadas todas las querellas, y es aún mayor el encanto que
    para nosotros tiene aquel precioso metal.

    Oberon. Espíritus, acudid presurosos a mi lado, ya que el rey y la reina van en esta hora
    solemne a casarse de nuevo. Que ninguno de vosotros se olvide de tributarles los honores
    que le son debidos.
    Puck. Ya Puck en espiral atraviesa el espacio, sin contar los cien otros que le acompañan,
    agitándose en el aire para acudir al punto a que el deber le llama a todos.
    Ariel. Comienza su canto el fantástico Ariel y como no hay ser humano que no se
    enternezca al oír su voz melodiosa, pronto logra atraer a todas las bellezas.
    Oberon. Que los que quieran vivir sigan nuestro ejemplo. Nunca se aman tanto dos esposos,
    como después de haber estado por mucho tiempo separados. Es innegable que la saciedad
    de muerte al deseo.
    Titania. Para evitar que el capricho y el mal humor turben la dulce paz que ha de reinar en
    un matrimonio, debe vivir el hombre en el Mediodía y la mujer en el Norte.
    Orquesta, (tutti fortissimo.) Moscas, moscardones, ranas, grillos, cigarras y todas cuantas
    razas de animales se vieron de más horrible canto dotados por la naturaleza, serán hoy
    nuestros concertantes. ¡Qué dulce armonía nos está reservada!

    Solo. La zampoña es el primero de los instrumentos para alegrar los campos. ¡Cómo se
    hincha de placer el corazón de los aldeanos al oír el primero de sus tiernos sones!
    Espíritu que acaba de formarse. Mirad a ese pequeño ser que apenas puede arrastrarse por
    el polvo y que se aparece en lo repugnante de una araña, cómo, a pesar de su fealdad y
    horror que inspira, es un verdadero poema.
    Una tierna pareja. ¿Por qué altivo te diriges a la feliz colina, de la que brotan en abundancia
    la miel y los aromas, si estas segura de no llegar nunca a su dichosa cima?
    Un viajero curioso. No había visto en mi vida una mascarada como ésta y sólo me falta ver
    ya al dios Oberon ostentando sus brillantes colores para animar aún más esta fiesta
    verdaderamente regia.
    Un ortodoxo. Aunque le falta las garras y los cuernos, no me queda duda alguna de que es
    tan diablo como lo eran todos los dioses de la antigua Grecia.
    Un artista del Norte. Sencillos bosquejos han sido hasta ahora mis obras; pero desde hoy
    me preparo para mi viaje a esa hermosa Italia, constante objeto de todas mis ilusiones.
    Un purista. El infortunio me conduce aquí. ¡Cómo no aniquilan, oh dioses, vuestros rayos a
    ese cúmulo de hechiceras!
    Joven hechicera. Ostente su vano adorno la vejez arrugada y flaca, que yo prefiero en
    mucho lucir mis gracias naturales en pleno día, y hasta si es posible en toda su desnudez,
    para mayor encanto.

    Una matrona. Esas gracias de que tanto os envanecéis, pronto se desvanecerán como el
    humo; también nosotras, cual vosotras, fuimos hermosas, y está hoy nuestro cuerpo
    arrugado y próximo a pudrirse, como se pudrirá el vuestro algún día.
    Un maestro de capilla. Moscas y demás avechuchos que formáis la orquesta, no olvidéis ni
    una sola nota a fin de que admiren a la vez vuestra destreza y vuestra armonía.
    Veleta vuelta de un lado. Todo en este baile atronador me admira; así el profundo saber de
    los profesores y cantantes, como la gracia y la inocencia de los danzantes, personas todas
    de muy buenas prendas.
    Veleta vuelta del lado opuesto. Si no se abre ahora mismo la tierra para tragarse a toda esa
    infernal canalla, voy a precipitarme a los profundos abismos.
    Xenies. Aunque verdaderos insectos con dientes de culebra, nada omitimos para hacer más
    esplendentes la gloria y las obras de nuestro bueno y querido abuelo Satán.

    Hennings. Al verles así reunirse y embromar sencillamente, cualquiera que no les conociese
    se convencería de que están dotados de un corazón noble y generoso.
    Musagette. Tienen para mí tales encantos esas hechiceras jóvenes y hermosas, que
    preferiría vivir entre ellas a dirigir el tan celebrado coro de musas del Pindo.
    Ex genio del tiempo. Agárrate a mí si quieres ser pronto un oráculo y que se te abran de par
    en par las puertas del Parnaso alemán. De lo contrario, difícilmente escribirás tu nombre a
    aquel templo inmortal de la gloria.
    Viajero curioso. ¿Qué nombre dais a ese pedante que va tan prendado de su propio mérito?
    ¿A quién persigue? “A los jesuitas cuya pista sigue con el más grande empeño.”
    Una grulla. Para pescar no me importa que sea el agua clara o turbia y por eso no hay pez
    alguno que esté libre de mi pico. ¡Cuánto pudiera deciros de los que hacen otro tanto!

    Un mundano. ¡A cuántos una piedad fingida sirve de máscara! Muchos sé yo que con
    frecuencia se reúnen en el sobre el Blocksberg, con un fin muy diverso del que aparentan.
    Un bailarín. Veo llegar nuevos coros y tambores y oigo que resuena nuevamente la trompa;
    pero no, me engaño: es una voz áspera que canta en los cañaverales.
    Un maestro de danza. Baile es éste, por cierto, muy raro: todos desempeñan perfectamente
    su papel; lo mismo salta y da vueltas el cojo que el del abultado vientre.
    Un tocador de gaita. ¡Cómo se odia esa maldita raza! ¡Ay de ellos a no haberles puesto la
    gaita conformes, como lo hacía en otro tiempo la dorada lira con los tigres y leones en los
    montes de la Tracia!
    Un dogmático. Por más razón que tenga, no siempre me es dado alcanzar la victoria;
    preciso es, pues, confesar, que bien debe el diablo entremeterse en algo y que ha de tener
    más importancia de la que le concedemos.
    Un idealista. La imaginación empieza a perturbarme la inteligencia. Si lo soy todo, debo
    también ser necesariamente estúpido.
    Un realista. El ser me ocupa y me atormenta, de suerte que me veo en los más grandes
    apuros y apenas pueden mis piernas sostenerme.
    Un supernaturalista. Mucho me complace el verme entre esta juguetona, en la que hasta los
    mismos diablos parecen convertirse en genios benéficos.
    Un escéptico. Engañados por esos fuegos fatuos creen haber llegado al colmo de todos sus
    deseos. Ya que el diablo y la duda son inseparables, aquí voy a plantar mis tiendas.

    El director de orquesta. Grillo adulador de la violeta, y vosotros, moscas, moscardones y
    demás bichos de eterno zumbido, sois unos malos dilettanti y aún peores concertistas.
    Los hábiles. Nada nos preocupa; dotados de miembros ágiles y sutiles, si no podemos andar
    con los pies, andaremos con la cabeza.
    Los glotones. Al solo recuerdo de los hermosos tiempos en que comíamos tan suculentos
    bocados, aún descalzos por haberlo gastado todo en francachelas, no hemos podido menos
    de asistir a esta espléndida fiesta.
    Fuegos fatuos. Aunque salidos del lodo inmundo de que somos hijos, se nos considera aquí
    como de regia familia, sólo porque con el fugaz resplandor de nuestros colores
    deslumbramos a los tontos.
    Una estrella caída. Después de haber brillado en la celeste altura, me veo aquí en la hierba
    confundida entre gusanos. ¿Quién podrá hacerme recobrar mi alto destino?
    Los macizos. Que todo cuanto haya en torno nuestro se incline, humille y doblegue; somos
    espíritus fuerte y nuestra planta es de hierro.
    Puck. Más bien que espíritus parecen una manada de elefantes; casi me atrevería a
    suplicarles que no pasasen tanto como el pesado Puck.

    Ariel. Ya que la naturaleza os dio en su bondad alas divinas, seguidme a los montes vecinos
    donde brotan para mí las campestres rozas.
    La orquesta (pianissimo.) El viento susurra entre las cañas, la niebla desaparece ante una
    luz pura y blanquecina, y los sueños se desvanecen sin que quede de ello más que un
    recuerdo vago.





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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Mar 02 Mayo 2023, 13:25

    Una llanura.


    Día nebuloso.

    Fausto y Mefistófeles.

    Fausto. Verse encerrada en una triste prisión, víctima de la miseria y de la desesperación.
    ¡Quién lo creyera! ¡Pobre angelical criatura! ¡Yo soy la causa de cómo vil criminal te veas
    sumida en un oscuro calabozo donde te aguardan terribles suplicios! Cobarde impostor,
    infame espíritu, ¿Por qué me lo ocultabas? Habla y no muevas con rabia tus ojos
    diabólicos, pues ya sabes cuanto me repugna tu presencia. Estaba sola en la cárcel expuesta
    a una miseria irreparable, sin más apoyo que el del espíritu del mal que juzga sin tener el
    mal, y, entre tanto, tú procurabas distraerme con estúpidas fiestas, ocultándome su mortal
    angustia, para que careciese de todo auxilio.
    Mefistófeles. No es la primera vez que se ha visto en semejantes apuros.
    Fausto. ¡Maldito animal, detestable monstruo! ¡Espíritu infinito y eterno, dale otra vez su
    primera forma de perro, bajo la cual tanto se complacía en acompañarme de noche, sólo por
    atropellar al viajero y arrojarse sobre él después de haberle derribado! Vuelve a darle su
    forma favorita para que cuando ante mí salte sobre la arena pueda yo aplastarle. ¡No es la
    primera! Horror me causa imaginar que hayan caído tantas almas en ese abismo de miseria.
    ¿Por qué la primera en su agonía lenta y terrible no borró la falta de todas las demás a lo
    ojos de la eterna misericordia? La miseria de aquella sola hace estremecer la medula de mis
    huesos, y tú sonríes con indiferencia ante la desgracia de tantas otras.
    Mefistófeles. Aún no has dado un paso en mi camino, y como a todo hombre, se te trastorna
    ya el juicio. ¿Por qué formáis pues causa común con nosotros si no podéis soportar después
    las consecuencias de nuestra unión? ¡Quieres volar y no te ves aún libre de vértigo! ¿No
    eres tú el que me llamaste?
    Fausto. Me horroriza cada vez que te veo rechinar de este modo. Grande y sublime espíritu
    que te me apareciste, tú que conoces mi corazón y mi alma, ¿por qué me encadenaste con
    este miserable que sólo se complace con los desastres y la muerte?
    Mefistófeles. ¿Has terminado?
    Fausto. Sálvala si no quieres que caiga sobre ti por miles de años la más espantosa de las
    maldiciones.
    Mefistófeles. No puedo romper los lazos de la justicia ni tampoco derribar sus cerrojos.
    ¡Sálvala!, dices. ¿Quién la arrastró al abismo? ¿Tú o yo?
    (Fausto lanza en torno suyo terribles miradas.)

    ¡Quisieras ahora disponer del trueno! Pero felizmente no es esto permitido, débiles
    mortales. Aplastar al inocente que opone enérgica resistencia; he aquí el modo con que
    usan de él los tiranos en sus vacilaciones para salir de apuros.
    Fausto. Condúceme a su lado, es preciso que sea libre.
    Mefistófeles. Piensa en el peligro a que vas a exponerte y en que está aún humeando la
    sangre derramada por tu mano. Sobre el cadáver se ciernen aún los espíritu vengadores que
    están acechando al asesino.
    Fausto. Aún te atreves... ¡Pese sobre ti un mundo de muerte y de ruinas, monstruo horrible!
    Te digo que me lleves a su lado, para que pueda liberarla.
    Mefistófeles. Te acompañaré allí, que es todo cuanto puedo hacer, pues bien sabe que ni en
    el cielo ni en la tierra soy omnipotente. Turbaré la razón del carcelero para que te apoderes
    de las llaves; pero debo decirte que sólo una mano humana puede liberarla. Por mi parte
    sólo podré vigilar, disponer los caballos encantados y poneros en salvo.
    Fausto. Prudencia y marchemos.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 02 Mayo 2023, 13:27

    La noche.


    Fausto, Mefistófeles, galopando rápidamente sobre yeguas negras.
    Fausto. ¿Qué objetos serán aquellos que se mueven en el lugar de ese cadalso?
    Mefistófeles. No sé en lo que pueden ocuparse, ni lo cocinan.
    Fausto. Se están agitando de una a otra parte, y tan pronto se inclinan y encorvan.
    Mefistófeles. Un conciliábulo de brujas.
    Fausto. En efecto, rocían y exorcizan.
    Mefistófeles. Adelante, adelante.



    Un calabozo.


    Fausto con un manojo de llaves y una lámpara delante de una pequeña puerta de hierro.
    Fausto. Siento que se apodera de mí un estremecimiento inesperado, al sólo aspecto de
    todas las calamidades humanas. Aquí es donde ella se halla, sin que nos separe ya más que
    esa pared húmeda. ¡Y no consistió su crimen más que en una grata ilusión! ¡Temes volver a
    verla! Pero entra, porque en tu irresolución transcurre el tiempo que la separa aún del
    cadalso.
    (Coge la calle. Cantan dentro.)

    “Después de haberme dado muerte y comídome mis bárbaros padres, arrojó mi pobre
    hermanita mis mondados huesos al pie de un viejo sauce, junto al cual corría un manso
    arroyo, en un sitio húmedo. Apenas había transcurrido un mes, cuando me vi convertida en
    ave hermosa de los bosques. Vuela, vuela.”
    Fausto, (abriendo la puerta.) ¡Cuán lejos está de creer que su amante la busca, que oye el
    rumor de sus cadenas y hasta el crujir de la paja sobre que está acostada! (Entra.)

    Margarita, (recostada en su lecho, procurase ocultarse.) ¡Ah! Ya vienen por mí... ¡Muerte
    espantosa!
    Fausto, (en voz baja.) ¡Silencio! Vengo a salvarte.
    Margarita, (arrastrándose hacía él.) Si eres hombre, compadécete de mi infortunada suerte.
    Fausto. Vas a despertar con tus voces a llaveros que están dormidos. (Procura quitarle las
    cadenas.)
    Margarita, (arrodillada.) Verdugo, ¿quién te ha dado tanto poder sobre mí? ¡No es más que
    media noche y vienes ya a buscarme! Apiádate de mí y déjame vivir hasta que rompa el día.
    ¿Acaso no es un plazo demasiado corto? ¡Soy aún tan joven para morir! También fui
    hermosa por mi desdicha. Mi amado estaba cerca de mí y ahora está muy lejos; no queda de
    mí corona ni una sola de sus flores... No me cojas tan bruscamente; ante bien, trátame con
    dulzura, ya que ningún mal te he hecho. No seas insensible a mi dolor, puesto que ni
    siquiera te he visto en mi vida.
    Fausto. ¡Cómo resistir a tanta pena!
    Margarita. Estoy eternamente en tu poder; permíteme dar el pecho a mi hijo; toda esta
    noche le he estado meciendo en mi seno, y luego me lo han quitado para atormentarme,
    diciendo ahora que soy yo quien lo ha muerto.
    Fausto, (arrojándose a sus pies.) A tus plantas tienes al hombre que te ama, que viene a
    abrir la puerta de tu triste cautiverio.
    Margarita, (arrodillándose también.) Sí, sí, arrodillémonos en el altar para implorar la
    protección del cielo, ya que debajo de esas gradas y de ese umbral está hirviendo el
    infierno. ¡Si oyeses el espantoso rumor que hace con sus rugidos el maligno espíritu!
    Fausto, (en alta voz.) ¡Margarita! ¡Margarita!
    Margarita, (prestando atención.) Es la voz de mi amante. (Se levanta y caen las cadenas.)
    ¿Dónde está? Él era quien me llamaba, y desde ahora estoy libre, ya no hay quien pueda
    detenerme. Quiero correr a sus brazos y descansar en su pecho. Margarita ha dicho, desde
    el umbral de la puerta, y en medio de los aullidos y estruendo del infierno, y de las terribles
    risotadas de los condenados, he reconocido su voz dulce y querida.
    Fausto. ¡Si soy yo!
    Margarita. ¡Eres tú! ¡Ah! ¡Torna a decírmelo! (Le abraza.) ¡Él! ¡Él! ¿Qué se han hecho
    todos los tormentos, todas las angustias y la agonía de los calabozos, y el peso de mis
    cadenas? ¡Eres tú que vienes a salvarme; estoy ya salvada! Sí, he aquí la calle en que te vi
    por vez primera, y allí el hermoso jardín que estabamos con Marta.
    Fausto, (atrayéndola sobre su seno.) ¡Sígueme! Ven, no perdamos tiempo.
    Margarita. ¡Ah! ¡Quédate! ¡Me gusta tanto estar a tu lado!
    (Le prodiga las más tiernas caricias.)
    Fausto. Date prisa, porque no hay un momento que perder si no queremos pagarlo muy
    caro.
    Margarita. ¡Qué es eso! ¿No puedes ya abrazarme? ¿Es posible, amor mío, que en tan poco
    tiempo hayas perdido ya la costumbre de abrazarme? ¿De qué procede esta inquietud que
    ahora siento en tus brazos, cuando en otro tiempo bastaba la menor de tus palabras o una
    sola de tus miradas para transformar mi alma en un cielo? ¡Abrázame o te abrazo! (Le echa
    los brazos al cuello.) ¡Cielos! Tu labio está mudo y frío. ¿Qué ha sido de tu amor? ¿Quién
    me lo ha arrebatado? (Se separa de él.)

    Fausto. Ven, sígueme, buena amiga, anímate la idea de que es infinito el ardor con que te
    amo. Sólo te pido que me sigas.
    Margarita, (fijando su vista en él.) ¿Luego eres tú? ¿Estás segura de ello?
    Fausto. Sí, yo soy: sígueme en seguida.
    Margarita. Tú rompes mis cadenas y vuelves a admitirme en tu seno. ¿Cómo es que mi
    vista te causa horror? ¿Sabes, querido mío, a quién das la libertad?
    Fausto. Ven, ven, porque es la noche cada vez más oscura.
    Margarita. Maté a mi madre y he ahogado a mi hijo, que lo era también tuyo. ¡Y eres tú!
    Apenas lo creo. Dame tu mano para que me convenza de que no es esto un sueño; dame tu
    mano querida. ¡Ah! ¡Pero está húmeda y enjúgala! Me parece que está ensangrentada.
    ¡Dios mío! ¿Qué has hecho? Te suplico que envaines esa espada.
    Fausto. No tiene remedio lo pasado; deja de pensar en ello. ¿Quieres, pues, que yo muera?
    Margarita. No. Necesario es que tú vivas. Quiero nombrarte los sepulcros que te has de
    cuidar desde mañana mismo: harás que sea el mejor para mi pobre madre; colocarás a mi
    hermano cerca de ella y estará el mío algo apartado, pero no a mucha distancia, poniendo
    nuestro hijo sobre mi costado derecho. Nadie más querrá descansar cerca de mí. Estar
    siempre a tu lado era para mí la mayor ventura; pero no sólo no ha dejado de desearla, sino
    que hasta creo que me violento para acercarme a ti, por temer que me rechaces. Y sin
    embargo eres tú ¡y me miras con tan dulce ternura!
    Fausto. Ya ves que soy yo; ven desde luego conmigo.
    Margarita. ¿Adónde quieres que vaya?
    Fausto. Fuera de aquí para alcanzar la libertad.
    Margarita. Fuera están el sepulcro y la muerte que me acechan; vamos, ven a mi lado por
    vez postrera, ya que he de ir desde aquí al lecho del reposo eterno. ¿Partes, Enrique? ¡Ah!
    ¡Si yo pudiese partir contigo!
    Fausto. Puedes hacerlo si quieres: la puerta está franca.
    Margarita. No me atrevo a salir, porque ya nada espero. Además, ¿de qué nos serviría huir,
    si lograrían al fin darnos alcance? ¡Es tan triste tener que mendigar con la conciencia
    manchada, arrastrando una existencia miserable en país extranjero! Por otra parte, como te
    he dicho yo, tampoco lograría fugarme.
    Fausto. Pues yo también me quedaré a tu lado.
    Margarita. ¡Pronto, pronto, salva a tu pobre hijo! Ve por la senda que hay a lo largo del
    arroyo, y no te detengas hasta el estanque que se encuentra más allá del pequeño puente de
    madera, donde le encontrarás luchando aún para salir del agua. Sobre todo, procura salvarle
    de la muerte.
    Fausto. Vuelve en ti, pues eres libre con sólo dar un paso.
    Margarita. ¡Si hubiésemos podido cruzar la montaña, habríamos hallado a mi madre
    sentada en una piedra! ¡Qué frío siento en mí!... Allí está mi madre sentada en una piedra,
    moviendo la cabeza, pero sin hacerme ninguna seña, ni mirarme, después de haber dormido
    tanto tiempo. ¡También dormía durante nuestros deleites! ¡Cuán pronto pasaron aquellas
    horas de placer!
    Fausto. Ya que nada pueden ni mis palabras ni mis súplicas, preciso me será arrancarte de
    aquí a viva fuerza.
    Margarita. Déjame, un uses la violencia y deja de asirme tan rudamente. ¿No sabes que por
    amor todo lo hice?
    Fausto. Empieza a romper el alba, ángel mío...

    Margarita. ¡El día! Sí, el postrero que penetra para mí en este sitio. ¡Ése había de ser mi día
    de boda! No digas a nadie que has estado junto a Margarita. ¡Ah! ¡Mi corona! ¡Ya está
    hecha ceniza! Nos volveremos a ver pero no en el baile. La multitud se agrupa sin que
    basten ya a contenerla la plaza y las calles. La campana me llama y la vara de justicia se ha
    roto, cuando de este modo me sujetan y encadenan; he aquí en el camino del patíbulo.
    Todos tiemblan a la vista de la fatal cuchilla que pende sobre mi cuello. He aquí un pueblo
    mudo como un sepulcro.
    Fausto. ¡Ah! ¿Por qué he nacido?
    Mefistófeles, (presentándose en el dintel de la puerta.) Salid o estáis perdidos. Dejaos de
    vanas palabras y de una desesperación estéril. Mis caballos se impacientan y va a romper el
    alba.
    Margarita. ¿Quién es el que así sale de debajo de la tierra? ¡Él! ¡Siempre él! Arrójale de
    aquí. ¿Por qué viene a esta santa mansión? ¡Si querrá llevarme!
    Fausto. ¡Es preciso que vivas!
    Margarita. ¡Justicia del cielo, a ti me entrego!
    Mefistófeles, (a Fausto.) Ven, ven, o te abandono con ella.
    Margarita. Tuya soy padre mío. ¡Sálvame! Ángeles, santas legiones, protejedme! Enrique
    ¡me causas dolor! (Muere.)
    Mefistófeles. ¡Ya está juzgada!
    Voz de lo alto. ¡Está salvada!
    Mefistófeles, (a Fausto.) Sígueme.

    (Desaparece con Fausto.)
    Voz lejana, (que se va debilitando.) ¡Enrique! ¡Enrique!
    Fin de la primera parte.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 02 Mayo 2023, 13:29

    SEGUNDA PARTE DE FAUSTO.

    Terminada durante el verano de 1831.


    ACTO I

    Un sitio agradable



    Fausto, tendido sobre césped florecido, cansado, inquieto, procurando dormir.
    Crepúsculo.
    Coro de espíritus flotando en la atmósfera y de graciosas formas.
    Ariel, (canta con acompañamiento de melodiosas arpas.) “Si el manto primaveral al
    descender del cielo se tiende por los valles y colinas; si brillan las doradas mieses a los ojos
    del labrador complacido; si, en fin, parecen renacer en todas las partes la animación y la

    vida, marchan por enjambres los pequeños elfos a donde el dolor les llama, para llevar un
    consuelo a cada corazón que sufre. Nada les importa que sea este inocente o culpable
    porque todos tienen igual derecho a su piedad. Vosotros, cuantos formáis en torno suyo un
    círculo aéreo, elfos queridos, dejad en esta ocasión bien sentado el honor de vuestro
    nombre. Procurad calmar el ardor de su alma inquieta, desviad de su corazón el dardo cruel
    del remordimiento y apartad de su espíritu los terrores de la existencia humana. La noche,
    la tranquila noche que se desliza en su carro de cuatro estaciones, tiene que hacer cuatro
    pausas y debéis procurar que no sufra en ellas retardo ni olvido. Colocad en su cabeza en
    cojinetes de rosas y bañadla en las olas del Leteo para que su cuerpo recobre la salud en el
    tranquilo sueño que la impulsa hacia la aurora. Luego daréis cumplimiento a la más grata
    de todas vuestras obras al abrir sus párpados a la luz celeste.”
    Coro. “A la manera que el prado ondula al fresco ambiente que inclina las flores, descended
    en el crepúsculo, dulces aromas y tibios vapores, y murmuradle en su oído dulces palabras,
    meced su triste corazón y sus sentidos en el blando reposo de los niños y, poniendo
    vuestros dedos rosados amorosamente en sus párpados, cerradle las puertas del día. Mas
    llega ya la noche y la estrella de fuego está en las nubes con su hermana santamente
    enlazada. Luces resplandecientes, fosfóricas, se deslizan y brillan en el cenit, y rielan en las
    aguas transparentes del lago que las refleja, o tiemblan en el seno de la noche; mientras que
    la luna tranquila y serena se levanta y reina como soberana sobre el lago y el valle sin
    pararse hasta sellar con su disco en el cielo a nombre del mundo la calma, la paz, el reposo
    y la felicidad. También pasa aquella hora misteriosa y con ella el nombre del placer y del
    pesar. Presiente el momento de tornar a la vida y de aguardar en paz el nuevo día. El sol
    vuelve a dorar las altas cumbres sobre que se apiñaban poco antes las nubes para gozar
    mejor del reposo en que estaba la creación sumida y como por encanto se disipan todos los
    vapores que cubrían la tierra. Para hacer que vuelva a revelársele la vida con toda sus
    magnificencia torna la vista hacia el sol, y despréndete al despertar de entre las alas de tu
    débil sueño. Valor, ocupa pronto tu puesto, mientras que el vulgo piensa en decidirse
    fluctúa y espera y muere sin atreverse a imitar el corazón magnánimo que le traza la senda
    que ha de seguir.”
    (Un grande estruendo anuncia la salida del sol.)
    Ariel. “Escuchad todos la hora sonora y no perderéis ni uno solo de los gratos rumores con
    que la naturaleza acoge a la naciente aurora; regocijaos, espíritus aéreos, con el nuevo sol
    que asoma. Las puertas de las peñas y de los montes se abren rechinando sobre sus goznes
    y Febo se lanza al espacio abriendo en él con su carro de luz deslumbrantes surcos y todo
    en el mundo se agita al primer resplandor de sus rayos. Elfos, marchad a ocultaros en el
    fondo de las tinieblas, entre las húmedas rosas, y mirad que si llega a alcanzaros el menor
    de sus rayos, ensordeceréis para siempre.”
    Fausto. Mis venas baten con fuerza vital nuevamente adquirida para saludar al crepúsculo
    etéreo. Tierra, tú también has sido constante esta noche, y respiras a mis pies
    constantemente reanimada. Ya empiezas a arrullarme con mil voluptuosidades, y despiertas
    en mí la resolución de aspirar sin cesar a más noble existencia. El mundo, envuelto aún en
    los vapores del crepúsculo, empieza a despertar; alegre el bosque repite los ecos sonoros de
    una vida múltiple; se exhala la niebla después de haberse tendido en el valle y la celeste
    claridad desciende a las profundidades en tanto que las flores y las ramas dobladas por el
    rocío se alzan del vaporoso seno del abismo en que dormían sepultadas. Los colores se

    destacan del fondo en que la flor y la hoja desprenden trémulas perlas y el mundo en torno
    mío se convierte en un edén. Las cumbres gigantescas de los montes anuncian ya la hora
    solemne, gozando de la luz eterna que sólo más tarde desciende hasta nosotros; nueva
    claridad inunda las verdes laderas de los Alpes, y va por grados penetrando hasta la más
    profunda cañada para derramar a torrentes su luz. ¡Ah! ¡Deslumbrado ya, oblígame el dolor
    a apartar los ojos! Así la esperanza inefable a fuerza de perseverancia se eleva al nivel de
    un deseo sublime, y ve ensanchársele de repente la senda que ha de conducirla a su
    cumplimiento. Mira como se agita ahora un mar de llamas en eternos abismos. Grande es
    nuestro asombro, pues veníamos para encender la antorcha de la vida y de todas partes nos
    envuelve un torrente de fuego. ¿Es el amor el odio que nos oprime con los lazos del dolor y
    del placer hasta el punto de hacernos inclinar la vista a la tierra para ocultarnos con el velo
    de nuestra primera inocencia? Siempre contemplo con placer creciente la cascada que muge
    en la roca formando sus aguas al rodar nubes de espuma en el aire, que al primer rayo del
    sol se convierten en hermoso arco iris. Al ver que tan pronto aquel arco se destaca puro,
    como desaparece eternamente en los aires formando en torno suyo un vaporoso
    estremecimiento, ¿no es verdad que parece la imagen de la vida humana?


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    Mensaje por Maria Lua Mar 02 Mayo 2023, 13:30

    El palacio imperial. La sala del trono.

    El consejo de Estado esperando al emperador. Suenan clarines. Los cortesanos vistiendo
    magníficos trajes. El Emperador ocupa el trono con el Astrólogo a su derecha.
    El Emperador. Salud mis leales amigos. Veo que el sabio está a mi lado, pero, ¿dónde está
    el bufón?
    Un gentilhombre. Estaba hace poco detrás de tu manto cuando ha empezado a dar
    volteretas por la escalera. Luego se han llevado la masa enorme sin saber si había muerto o
    si era tan sólo difunto de taberna.
    Segundo gentilhombre. Con rapidez que raya en prodigio, se ha presentado otro a ocupar su
    puesto y viste ricos trajes que por lo fantásticos excitan la admiración de todos. Los
    guardias han querido impedirle la entrada. He aquí el bufón temerario.
    Mefistófeles, (arrodillándose al pie del trono.) ¿Quién es el que es siempre maldito y
    siempre bien recibido? ¿Quién es lo que se desea con ardor y se rechaza sin embargo? ¿Qué
    es lo que siempre se critica y acusa cruelmente? ¿Quién es el que no debe ser nunca
    invocado y aquel cuyo nombre se oye siempre con placer? ¿Quién es el que se acerca a las
    gradas de tu trono? ¿Quién es el que se desterró a sí mismo?
    El Emperador. Los enigmas no están aquí en boga. Explícate si quieres complacerme.
    Temo que mi viejo bufón haya emprendido el gran viaje; ven, pues, a ocupar su puesto a mi
    lado.
    (Mefistófeles sube las gradas del trono y se coloca a la izquierda del Emperador.)
    Murmullos entre la multitud. ¡Un nuevo bufón, un nuevo tormento! ¿De dónde habrá
    salido? ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? ¿Ha caído el antiguo? Era un tonel. Ahora este
    es una espátula.
    El Emperador. Sed bien venidos; una estrella propicia os reúne; los astros nos prometen
    felicidad y salud. Pero, ¿por qué estos días libres de todo cuidado consagrados al carnaval,

    estos días en los que sólo pensamos en gozar, hemos de pasarlos en consejo? Ya que
    vosotros lo creéis conveniente cúmplase vuestro deseo.
    El Canciller. La virtud circunda la frente del emperador y sólo él puede practicarla
    dignamente; la justicia, sólo él puede concederla al pueblo. Pero ¿de qué sirven la
    inteligencia del espíritu humano, la bondad del corazón y el vigor del brazo, si una fiebre
    abrasadora mina al Estado hasta en sus cimientos y si el mal engendra mal? Cualquiera que
    desde esos altos picachos tienda la vista sobre este reino, creerá ver cruzar por él espantosos
    monstruos; uno se apodera de un rebaño, otro de una mujer, aquél roba el cáliz, la cruz o
    los candelabros del altar, y le vemos complacerse y gozar del fruto de sus rapiñas años y
    más años. Cuando llegan las quejas hasta el tribunal y el juez se decide a sentenciar,
    empieza el torrente revolucionario a rugir cada vez con más espanto; porque quien se apoya
    en sus cómplices puede gloriarse de sus crímenes y sólo veréis pronunciarse la palabra
    culpable contra el inocente que queda indefenso. ¿Cómo queréis que se generalice el único
    instinto que nos encamina hacia el bien? El hombre de rectas intenciones se deja tentar por
    la adulación o por un interés mezquino, y cuando el juez no puede castigar, acaba por
    aliarse con el culpable. Negro es, en verdad, el cuadro que he pintado, y siento no haber
    encontrado colores más sombríos.
    El Gran Maestre o Jefe del Ejército. ¡Hay en estos días de desorden un tumulto terrible!
    Tan pronto uno mata como le matan; todos permanecen sordos a la voz de mando. El
    paisano detrás de sus murallas y el noble en su nido de rocas parecen conjurarse contra
    nosotros sin debilitar nunca sus fuerzas. El mercenario se impacienta, pide bruscamente su
    paga y de seguro que, a no debérsele, pronto habría levantado el campo, y sin embargo,
    negarse a lo que todos piden es remover un avispero. Está devastado el reino que debían
    sostener, se les deja gritar como energúmenos y apelar cada paso a la rebelión. Aún quedan
    allá abajo algunos reyes, pero ninguno quiere convencerse de que van a dirigirse contra
    ellos los ataques.
    El Tesorero. ¡Confiad en vuestros aliados! ¡Los subsidios que nos había ofrecido empiezan
    ya a faltar! ¡A qué manos, señor, ha ido a parar la propiedad en tus vastos Estados!
    Además, no puede ya contarse con ningún partido, porque aliados y hostiles su simpatía o
    su odio son indiferentes: los güelfos como los gibelinos se ocultan para descansar. ¿Quién
    piensa hoy en ayudar a su vecino? Bastante trabajo tiene cada cual para sí. Las minas de oro
    se exploran, se escarba la tierra, se economiza, se atesora y nuestras arcas permanecen
    vacías.
    El Mariscal. ¡Ah! ¡También a mí me abate el malestar general! Siempre queremos
    economizar y gastamos más cada día, y entre tanto mi inquietud va en aumento: el cocinero
    aún no se ha resentido en lo más mínimo, porque los jabalíes, los ciervos, las liebres, los
    gamos, los pavos, los patos y las rentas fijas no escasean; empieza a faltarnos el vino. Si
    antes en nuestras bodegas se amontonaban los toneles unos sobre otros llenos todos del
    mejor vino, la sed implacable de los grandes ha agotado hasta la última gota. El municipio
    ha tenido también que abrir su casa; ni el copón, ni el jarro de estaño, nada han olvidado los
    convidados al sentarse ala mesa y luego es a mí a quien toca satisfacerlo todo. El judío es
    intratable, pues inventa anticipos de toda clase que nos obligan a gastar de antemano las
    anualidades que deben aún transcurrir; los cerdos no engordan, los colchones de nuestras
    camas están empeñados, y hasta el pan de nuestra mesa lo hemos comido ya por
    adelantado.
    El Emperador, (después de un momento de reflexión, dirigiéndose a Mefistófeles.) Y tú
    loco, ¿no sufres también alguna miseria?

    Mefistófeles. ¿Yo? Ninguna al ver la gloria que a ti y a todos los tuyos os rodea. Nunca la
    confianza faltará allí donde es un rey absoluto el que gobierna, allí donde hay un poder
    siempre pronto a dispersar al enemigo, allí donde reina la buena voluntad robustecida por la
    inteligencia y la actividad múltiple. ¿Cómo unirse para el mal y las tinieblas, allí donde
    brillan semejantes astros?
    Murmullos. Es un pícaro que sabe muy bien el papel que ha de desempeñar y empieza a
    insinuarse por medio de la mentira. Tiene algún proyecto oculto.
    Mefistófeles. ¿Dónde no falta algo en el mundo? A uno le falta esto, a otro aquello, al de
    más allá dinero; pero con prudencia y saber, se puede sacar dinero hasta del fondo de los
    abismos. En las entrañas de la tierra y en los cimientos de las casas hay oro virgen y hasta
    acuñado, y si me preguntáis quién podrá hacerlo lucir a la luz del día, os diré que la fuerza
    de la Naturaleza y del Espíritu de un hombre de talento.
    El Canciller. ¡Naturaleza! ¡Espíritu! No es éste el lenguaje propio de cristianos. A los ateos
    se les condena a la hoguera porque no hay nada tan peligroso como sus palabras. La
    Naturaleza es el pecado y el Espíritu el diablo: ambos engendran la duda, su hermafrodita
    monstruoso. ¡No vuelva a proferirse aquí semejantes herejías! De todos los antiguos
    estados del emperador, sólo han salido dos razas que sostengan dignamente el trono: los
    santos y los caballeros. Ellos son los que hacen frente al peligro a cada borrasca política, y
    en recompensa de sus servicios se reparten la Iglesia y el Estado. La resistencia que se les
    opone sólo es debida a los sentimientos plebeyos de cuatro cabezas trastornadas: tales son
    los herejes y los brujos que corrompen las ciudades y el campo. He aquí lo que quieres tú
    introducir en este noble círculo con tus sarcasmos. Buscas los corazones corrompidos por la
    relación en que están todos los bufones.
    El Emperador. Nada de esto puede sacarnos del apuro en que nos hallamos. ¿Qué es lo que
    pretendes tú ahora con tus homilías de cuaresma? Aburrido estoy de vuestro sí y pero. Falta
    dinero: lo que importa es tenerlo.
    Mefistófeles. Yo hallaré todo cuanto pedís porque es esto muy fácil, pero lo fácil es difícil.
    Todo duerme en la tierra, y es posible alcanzarlo: en ello consiste el talento. ¿Cómo
    hacerlo? Pensad en que cuando la época en que las olas humanas inundaban el país, el
    pueblo, en su espanto, oculto debajo del suelo sus más preciosos tesoros. Lo mismo sucedía
    en los tiempos de la poderosa Roma. Todos esos inmensos tesoros están ocultos en las
    entrañas de la tierra y como la tierra es del emperador a él pertenece el botín.
    El Tesorero. No se expresa mal. Tal era el derecho del antiguo emperador.
    El Canciller. Satán acaba de tendernos un lazo de oro.
    El Mariscal. Mientras procure a la corte tesoros, me siento inclinado a prescindir de todo.
    El Gran Maestre del Ejército. El bufón no es tonto.
    Mefistófeles. Y si creéis que os engaño, consultad al astrólogo: él lee en los círculos la
    fortuna. Díganos lo que el cielo anuncia.
    Murmullos. Son dos solemnes pícaros y se han puesto de acuerdo. ¡Un bufón y un
    visionario cerca del trono! Recordemos el antiguo proverbio: el loco sopla y habla el sabio.
    El Astrólogo, (habla y Mefistófeles sopla.) Hasta el sol es de oro puro. Mercurio, el
    mensajero, le sirve como un mercenario, la señora Venus os engaña a todos a pesar de sus
    continuas y dulces miradas. La púdica Febe tiene sus caprichos; Marte os amenaza a todos
    y Júpiter será siempre el más espléndido. Saturno es grande pero tiene los ojos pequeños.
    Pero cuando la Luna se casa con el Sol, y el oro con la plata, el mundo todo se embellece.
    Palacios, jardines, blancas gargantas, mejillas sonrosadas, he aquí lo que nos procura el
    sabio.

    El Emperador. No me he convencido más de lo que lo estaba antes.
    Murmullos. ¿Qué importa? Si todo es farsa, charlatanismo, alquimia. Y aun cuando por
    semejantes medios se nos procurarse algo, sería en perjuicio nuestro.
    Mefistófeles. ¡Así son todos! Se asombran y se niegan a creer en el nuevo descubrimiento.
    Apostemos ahora a que pronto van a empezar a gritar contra el brujo desde que sientan
    comezón en los pies o empiecen los tropiezos. Todos vosotros sentís la ebullición secreta
    de la naturaleza eternamente activa, y que la vida serpentea hacia el sol desde el fondo de
    las profundidades subterráneas; así que, cuando experimentéis cierta inquietud en todos
    vuestros miembros, cuando no podáis teneros en pie sin tambalearos, cavad resueltamente y
    hallaréis oculto mi tesoro.
    Murmullos. Tengo los pies de plomo. Siento calambres en los brazos. Sufro un ataque de
    gota. Mi pulgar se crispa. A tales señales, debemos cavar la tierra que pisamos, sin duda
    riquísima en tesoros.
    El Emperador. ¡Manos a la obra!... No te queda ya subterfugio alguno, pruébanos tus vanas
    palabras y enséñanos esas ricas minas. Estoy pronto a deponer mi cetro y mi espada y a ser
    el primero en empezar la obra por mis reales manos o a mandarte al infierno caso de que
    nos engañes.
    Mefistófeles. No creo que nadie tuviese que indicarme el camino, pero no puedo menos que
    repetiros que hay tesoros ocultos en todas partes. El labrador que abre un surco, remueve
    con el terrón un jarro lleno de oro y ve llenas de oro aquellas manos que la necesidad había
    endurecido. No hay cueva, abismo ni cantera, aunque confinen con los mundos
    subterráneos, donde no penetre el que siente el instinto del oro. En grandes cuevas
    perfectamente guardadas ve dispuesta una vajilla en el mayor orden, sin que falten antiguas
    copas guarnecidas de rubíes.
    El Emperador. Vamos, pues; empuja tu arado y haz de suerte que brille a la luz ese oro
    oculto en las tinieblas.
    Mefistófeles. Toma el azadón y la pala y empieza tú mismo a cavar, pues el trabajo del
    labrador te ennoblecerá y veras salir del seno de la tierra una manada de becerros de oro.
    Entonces podréis sin vacilar adornaros, tú y la mujer que adoras, porque una brillante
    diadema da realce a la belleza.
    El Emperador. ¡Comencemos a trabajar! ¿Cuánto va a durar?
    El Astrólogo. Señor, modera tus ardientes deseos. Es mejor que deliberemos antes con
    calma. Hagámonos dignos de una parte por alcanzar el todo.
    El Emperador. Pues bien, pasemos en la alegría el tiempo que nos queda hasta que llegue el
    miércoles de ceniza. Entre tanto, celebraremos aún más alegremente que hasta aquí el
    fogoso carnaval.

    (Suenan clarines.)




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    72


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 06 Mayo 2023, 15:13

    ***

    Jardín. Sol de la mañana.


    El Emperador y su Corte, hombres y mujeres, Fausto,
    Mefistófeles vestido decentemente según el gusto
    de la época; ambos se arrodillan.

    Fausto. ¿Perdonas, señor, el incendio de carnaval?
    El Emperador, (indicándoles que se levanten.) Mucho me gustan las bromas de este genero.
    Por un momento me vi en medio de una esfera ardiente y casi me creí ser Plutón. Un
    abismo de tinieblas y carbón se inflamó de pronto y sólo vi ya desde entonces en los
    abismos millares de raras llamas que se unían formando una bóveda, y cuyas puntas
    destruían una sublime cúpula siempre en pie y siempre desmoronándose. A través de las
    columnas de fuego veía agitarse a lo lejos numerosos pueblos, que daban vuelta
    rindiéndome el homenaje que me han impuesto siempre. Conocí a más de uno de mi corte y
    me parecía rey de las salamandras.
    Mefistófeles. Y en efecto lo eres, señor, puesto que cada elemento reconoce tu
    omnipotencia. Acabas de experimentar que la llama es tu esclava; arrójate ahora al mar
    donde bramen sus olas con más furor, y apenas habrás puesto el pie en su suelo sembrado
    de perlas, verás formarse en torno tuyo un círculo espléndido. Verás hincharse olas verdes,
    ágiles y cubiertas de rojiza espuma que con vistosos juegos embellecerán tu morada. A
    cada uno de tus pasos brotará un palacio. Los monstruos marinos se agrupan para
    presenciar aquel espectáculo tan nuevo como hermoso; ya empiezan a aparecer dragones de
    escamas de oro, y muge el tiburón, mientras tú te ríes de él en sus hocicos. Cualquiera que
    sea el espectáculo que ofrezca tu corte, nunca habrás contemplado una multitud igual.
    Tampoco faltarán en cambio rostros agradables; las Nereidas curiosas se acercarán al
    magnífico palacio situado en el seno de la eterna frescura; las más jóvenes de entre ellas
    son tímidas y lascivas como los peces.
    El Emperador. ¿Qué feliz fortuna la que trae aquí sin transición de las Mil y una Noches? Si
    te pareces en la abundancia a Scheherazada te prometo que el mundo uniforme me sea
    insoportable, como sucede muchas veces.
    El Mariscal, (se adelanta precipitadamente.) Gracioso soberano, nunca habría creído poder
    darte en mi vida tan fausta noticia como la que me transporta de alegría en tu presencia: la
    deuda está liquidada, hemos dejado de ser víctimas de los usureros y heme aquí libre de los
    tormentos del infierno.
    El Gran Maestre del Ejército, (se presenta a su vez.) Todos los soldados han sido pagados
    puntualmente; se reengancha el ejército entero.
    El Emperador. ¡Cómo desaparece el ceño que surcaba vuestra frente! ¿De qué procede la
    precipitación con que obráis?
    El Tesorero. Preguntad a los que han dado cumplimiento a la empresa.
    Fausto. Es el canciller quien debe explicar este asunto.
    El Canciller, (adelantándose a paso lento.) ¡Qué dicha en mis últimos años! Al menos podré
    morir satisfecho. Prestadme atento oído y mirad la gran página del destino que acaba de
    convertir en mal el bien. (Lee). “Se participa al que desee saberlo, que vale ese papel mil
    coronas; se ha dado en garantía un gran número de bienes que habían desaparecido del
    imperio. Han sido adoptadas todas las medidas para que el rico tesoro, una vez
    reconquistado, sirva para la extinción del crédito.”
    El Emperador. Adivino hay aquí algún delito, algún monstruoso engaño. ¿Quién ha
    falsificado mi firma imperial? ¿Ha podido quedar impune tan grande crimen?
    El Tesorero. Tú mismo lo has firmado esta noche; el canciller y yo te hemos hablado en
    estos términos: “Consagra en el placer de esta fiesta al bienestar del pueblo algún rasgo de
    tu pluma”, y lo has hecho claramente. Luego miles de operarios los han reproducido
    instantáneamente a millares, a fin de que el beneficio fuese desde luego provechoso a todos,
    hemos timbrado en seguida documentos de toda clase de diez, de treinta, de cincuenta y de

    ciento. No podéis figuraros lo beneficioso que es para el pueblo; ved si no vuestra ciudad,
    poco ha desolada y en brazos de la muerte, cómo recobra la vida y se estremece de placer.
    Hace mucho tiempo labra tu nombre la dicha del mundo, pero nunca había pronunciado con
    tanto amor como ahora.
    El Emperador. ¿Reconocen mis súbditos en ello el valor del oro puro? ¿El ejército y la
    corte aceptan que se dé por paga? En este caso permitiré su circulación.
    El Mariscal. Imposible sería detener el papel en su vuelo, pues tiene la velocidad del rayo.
    La tienda de los cambistas está abierta de par en par y se cambia el documento en oro o en
    plata mediante alguna rebaja, encaminándose todos desde allí al mercado, a las panaderías
    y a las fondas. La gente no piensa más que en festines, se pavonea con vestidos nuevos, y el
    tendedero corta y el sastre cose. El vino corre a torrentes en las tabernas a los gritos de:
    ¡Viva el emperador! Y las ollas humean, y los asadores dan vueltas, y los platos resuenan.
    Mefistófeles. No habrá ya necesidad de cargarse de bolsas y de sacos, porque una pequeña
    hoja de papel se lleva fácilmente en el pecho y hasta puede juntarse con las cartas de amor.
    El sacerdote la lleva piadosamente en su breviario y el soldado, para que sean sus
    movimientos más rápidos, procura aligerar su cintura. Su majestad me perdone si al parecer
    amenguo su grande obra apreciándola en sus menores ventajas.
    Fausto. La magnitud de los tesoros que dormida yace profundamente en la tierra de tus
    estados, no da provecho alguno; la imaginación más galana no podría concebir tanta
    riqueza, ni la fantasía en su vuelo más sublime llegar a imaginársele.
    Mefistófeles. ¡Es tan cómodo el que pueda semejante papel suplir el oro y la perla! Siempre
    se sabe todo cuanto uno tiene y además no hay necesidad de pasarlo ni cambiar, y puede
    cada uno entregarse libremente al amor y al vino. ¿Quiere uno moneda? Lo cambia y se la
    procura, y si falta metal se cava por algún tiempo la tierra: se empeñan las alhajas y he aquí
    el papel amortizado con vergüenza de los incrédulos que de un modo tan insolente se
    burlaban de nosotros.
    El Emperador. Merecéis bien de nuestro reino y que en lo posible sea la recompensa
    proporcionada a vuestro servicio. Os confiamos el interior de la tierra de nuestros estados,
    por ser vosotros los más dignos custodios de los tesoros que guardan. Vosotros sabéis el
    secreto profundo que encierran, y sólo en virtud de vuestras órdenes se harán las
    excavaciones precisas. Podéis ahora poneros de acuerdo puesto que sois los dueños de
    nuestros tesoros: cumplid con ardor los deberes de vuestra misión y haced que los mundos
    superior e inferior se unan en feliz maridaje.
    El Tesorero. No debe ya entre nosotros ni sombra de discordia y desde ahora me complazco
    de tener por colega al divino. (Sale con Fausto.)
    El Emperador. A cualquiera que en mi corte colme de dones, quiero que antes me diga cuál
    es el uso que piensa hacer de ellos.
    Un Paje, (al recibirlos.) Con ellos viviré alegre, contento y de buen humor.
    Otro. Quiero enjoyar inmediatamente a mi amada.
    Un Camarero, (embolsando.) Desde ahora voy a beber doble cantidad de vino de la mejor
    calidad.
    Otro, (haciendo lo propio.) Ya se agitan los dados en mi bolsillo.
    Un señor abanderado, (con circunspección.) Yo voy a pagar las deudas que agravian sobre
    mi castillo y mis tierras.
    El Emperador. Confiaba hallar en vosotros ardor para emprender nuevas acciones. Bien lo
    veo; en el esplendor de la riqueza sois los mismos que habéis sido antes.
    El Bufón, (al llegar.) Ya que dispensáis gracias, permitidme participar de ellas.

    El Emperador. ¡Cómo! ¿Vives todavía? Ahora mismo irías a invertirlas en vino.
    El Bufón. Casi nada he comprendido acerca de vuestros billetes mágicos.
    El Emperador. Lo creo, porque los empleas mal. Tómalos, son tu lote. (Se va.)
    El bufón. ¡Cinco mil coronas en mi poder!
    Mefistófeles. Echa a correr.
    El Bufón. Decidme, ¿tiene esto el valor del oro?
    Mefistófeles. Con ello puedes procurarte todo cuanto tu boca y tu vientre apetezca.
    El Bufón. Y, ¿podré comprar una casa, ganados y terrenos?
    Mefistófeles. Por supuesto, con tal que lo pagues bien.
    El Bufón. Y, ¿un palacio con bosques, caza y estanques?
    Mefistófeles. ¡Desearía verte un gran señor!
    El Bufón. Desde esta misma noche voy a pavonearme en mis dominios. (Sale.)
    Mefistófeles, (solo.) ¿Quién puede dudar ya del talento de nuestro bufón?




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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 2 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Dom 14 Mayo 2023, 15:36

    Una galería oscura.

    Fausto y Mefistófeles.

    Mefistófeles. ¿Por qué me traes a estos oscuros corredores? ¿No reina allá abajo la alegría,
    y no hay entre aquella turba cortesana sobrados motivos para la burla y la impostura?
    Fausto. No hables de este modo, porque ese lenguaje, sobre ser ya antiguo, me es
    sumamente pesado. Ese vaivén continuo es sólo para evitar contestarme; el mariscal y el
    chambelán no me dejan ni un momento de reposo. El emperador quiere, y es preciso
    complacerle; quiere contemplar a Elena y Paris, a la obra maestra del hombre y de la mujer,
    y verlos sobre todo dotados de formas encantadoras. Porque no puedo faltar a mi promesa.
    Mefistófeles. Locura ha sido prometer tal cosa.
    Fausto. Amigo mío, tú has sido el primero en no prever lo que había de sucedernos; hemos
    empezado por hacerle rico y preciso es ahora divertirle.
    Mefistófeles. ¿Piensas tú que puede hacerse esto tan fácilmente? Henos aquí metidos en un
    camino mucho más áspero; figúrate que te entregan las llaves de un tesoro inaudito, y que
    tú, como un insensato, acabas por contraer después nuevas deudas. ¿Piensas que es tan fácil
    evocar a Elena como a esos simulacros de papel moneda? En cuanto a brujas, espectros,
    fantasmas y enanos, estoy pronto a servirte con toda mi banda; pero las comadres del barrio
    no pueden pasar como heroínas.
    Fausto. ¡He aquí tu cantinela eterna! Siempre se va contigo a parar a lo incierto, pues eres
    el padre de todos los obstáculos y por cada servicio exiges una nueva recompensa. Ya sé
    que con sólo murmurar entre dientes estará hecho; sé que en un santiamén lograré lo que
    deseo.
    Mefistófeles. Nada tengo que ver con el pueblo pagano, porque habita su infierno
    particular... Sin embargo, entreveo un medio.
    Fausto. Habla pronto.
    Mefistófeles. Muy pesar mío voy a revelarte el misterio sublime. Hay diosas augustas que
    no reinan en la soledad, sin que haya en su derredor ni espacio ni tiempo y no puede
    hablarse de ellas sin experimentar una turbación indecible. ¡Tales son las Madres!
    Fausto, (asombrado.) ¡Las Madres!
    Mefistófeles. ¿Tiemblas?

    Fausto. ¡Las Madres! ¡Las Madres! ¡Me parece esto tan extraño!
    Mefistófeles. Y en efecto lo es, pues son diosas desconocidas a vosotros los mortales, que
    nunca nombramos nosotros de buen grado. Irás a buscar su morada en los abismos, puesto
    que tú eres causa de que las necesitemos.
    Fausto. ¿Dónde está el camino?
    Mefistófeles. No hay al través de senderos que no han sido ni serán hollados; no hay
    camino hacia lo inaccesible y lo impenetrable. ¿Estás dispuesto? No se han de esforzar
    cerraduras ni rejas. ¿Te has formado idea del vacío y de la soledad?
    Fausto. Podrías ahorrarte muy bien esos preámbulos, más propios para hacerse en la cueva
    de una bruja y en otros tiempos muy distintos de los nuestros. ¿No he tenido que estar en
    relación con la sociedad, saber el vacío y a su vez enseñar a los demás? Al hablar según la
    razón me dictaba, incurría en las mayores contradicciones, y por esto me vi forzado a
    buscar un asilo en la soledad y en el desierto, y por último entregarme al diablo por no vivir
    completamente relegado.
    Mefistófeles. Lánzate al océano, sepúltate en la contemplación de lo infinito y al menos
    verás dirigirse hacia ti las encrespadas olas, al sobrecogerte al espanto ante el abismo
    entreabierto. Allí al menos podrás ver alguna cosa en las verdes profundidades del mar en
    calma y verás deslizarse los delfines, las nubes, el sol, la luna y las estrellas; mientras que
    en el apartado y eterno vacío no verás cosa alguna, ni oirás el rumor de tus pasos, ni
    hallaras un punto sólido en que apoyarte.
    Fausto. Hablas como pudiera hacerlo el maestro a un fiel neófito. Me envías a la región de
    la nada para que mi arte y mi fuerza aumenten, y veo que en ella me tratas como al gato,
    para que te saque las castañas de la lumbre. Pero no importa, porque quiero profundizar
    esto a todo trance y además pienso en la nada encontrar el todo.
    Mefistófeles. Debo felicitarte antes de separarnos, porque veo que conoces a tu diablo.
    Toma esta llave.
    Fausto. ¿Y para qué eso?
    Mefistófeles. Tómala y guárdate de despreciar su influjo.
    Fausto. ¡Oh prodigio! ¡Crece en mis manos, se inflama y veo brotar de ella numerosas
    chispas!
    Mefistófeles. ¿Empiezas a comprender para lo que puede servirte? Esta llave te indicará el
    camino que debes seguir, ella te guiará hasta llegar al punto en que estén las Madres.
    Fausto, (estremeciéndose.) ¡Las Madres! Me produce esta palabra el efecto de un rayo.
    ¿Qué nombre es ése que yo no puedo oír?
    Mefistófeles. ¿Tan cobarde eres que un nuevo nombre te turba? ¿Por ventura no quieres oír
    nada más que lo que oíste hasta ahora? Cualquiera que sea el sonido de una palabra, no creo
    pueda conmoverte después de haber visto tantas maravillas.
    Fausto. No busco dicha en la indiferencia y lo que más hace estremecer al hombre es casi
    siempre lo que más le conviene. Por muy caro que el mundo haga pagar al hombre el
    sentimiento, se compadece en su inmensidad.
    Mefistófeles. ¡Decidme, pues! Si bien podría también decir: sube, porque lo mismo sería.
    Apártate de lo que vive, lánzate al vacío de las sombras y ve a gozar del espectáculo de lo
    que tiempo hace no existe. Agita tu llave en el aire y procura tenerla a cierta distancia.
    Fausto, (con transporte.) A medida que la aprieto, siento nacer en mi nueva fuerza y
    animárseme el corazón para dar cima a la grande empresa.
    Mefistófeles. Un trípode incandescente te dará a conocer que has llegado al abismo de los
    abismos, y verás a su resplandor a las Madres, unas sentadas y otras de pie o andando,

    según estén a tu llegada. Rodeadas de toda clase de criaturas, no repararán en ti porque sólo
    ven las ideas. ¡Que no te falte entonces valor, porque será grande el peligro! Ve recto al
    trípode y no te olvides de agitar la llave.
    (Fausto levanta su llave de oro en actitud resuelta y solemne.)
    Mefistófeles. ¡Muy bien! El trípode se te adhiere y sigue como un fiel satélite. Sube con
    calma, la dicha te eleva, y antes de que puedan echarte estarás ya de regreso con tu
    conquista. Cundo hayas depuesto aquí el trípode, evocaras desde el seno de las tinieblas al
    héroe y la heroína. Nadie hasta aquí había pensado en esa acción... La acción estará hecha,
    y tú serás el que le habrás dado cima.
    Fausto. ¿Y ahora?
    Mefistófeles. Sólo debes atender ahora a tu objeto subterráneo. (Fausto desaparece.) ¡Ojalá
    que la llave dé buen resultado! Deseo ver si volverá.



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