Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua 18.01.24 7:40

    ***
    Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
    —¿Es que no gana usted dinero todos los días? —preguntó Rodia.
    Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
    —No —murmuró con un esfuerzo doloroso.
    —La misma suerte espera a Poletchka —dijo Raskolnikof de pronto.
    —¡No, no! ¡Eso es imposible! —exclamó Sonia.
    Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían
    herido como una cuchillada.
    —¡Dios no permitirá una abominación semejante!
    —Permite otras muchas.
    —¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! —gritó Sonia fuera de
    sí.
    —Tal vez no exista —replicó Raskolnikof con una especie de crueldad
    triunfante.
    Seguidamente se echó a reír y la miró.
    Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio
    repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof
    miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios
    no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el
    rostro entre las manos.
    —Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está
    menos —dijo Raskolnikof tras un breve silencio.
    Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la
    habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban.
    Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas.
    Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con
    un temblor convulsivo…De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y
    le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un
    loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.


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    Mensaje por Maria Lua 18.01.24 7:40

    ***
    —¿Qué hace usted? —balbuceó.
    Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
    Él se puso en pie.
    —No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano —dijo en
    un tono extraño.
    Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
    —Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo
    meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi
    hermana.
    —¿Eso ha dicho? —exclamó Sonia, aterrada—. ¿Y delante de ellas?
    ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy…una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha
    ocurrido decir eso?
    —Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu
    horrible martirio. Sin duda —continuó ardientemente—, eres una gran
    pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy
    desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para
    comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu
    sacrificio…! Y ahora dime —añadió, iracundo—: ¿Cómo es posible que tanta
    ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan
    opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar
    de una vez.
    —Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? —preguntó Sonia levantando la
    cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada
    impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.










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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:51

    ***


    Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para
    descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma
    opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en
    poner término a su vida. Y tan resueltamente había pensado en ello, que no le
    había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había
    advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado
    el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió
    perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su
    deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido
    poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo
    que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina
    Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.
    Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no
    podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se
    preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde
    luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que
    estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni
    extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su
    pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a
    la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella
    ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había
    llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.
    «Sólo tiene tres soluciones —siguió pensando Raskolnikof—: arrojarse al
    canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el
    espíritu y petrifica el corazón.»
    Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era
    joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos
    de considerar que esta última eventualidad era la más probable.





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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:52

    ***

    «Pero ¿es esto posible? —siguió reflexionando—. ¿Es posible que esta
    criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas
    en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha
    empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque
    el vicio ya no le repugna…? No, no; esto es imposible —exclamó
    mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento—: lo
    que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer
    un pecado, y también esa familia…Parece que no se ha vuelto loca, pero
    ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su
    juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una
    mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese
    abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un
    milagro…? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación
    mental?»
    Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía
    más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.
    —¿Rezas mucho, Sonia? —le preguntó.
    La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.
    —¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?
    Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos
    fulgurantes y le apretó la mano.
    «No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.
    —Pero ¿qué hace Dios por ti? —siguió preguntando el joven.
    Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder.
    La emoción henchía su frágil pecho.
    —¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas
    —exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.
    «Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.
    —Dios todo lo puede —dijo Sonia, bajando de nuevo los ojos.
    «Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con
    ávida curiosidad.
    Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras
    contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas;
    aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar
    una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de
    indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la
    realidad.
    «Está loca, está loca», se repetía.
    Sobre la cómoda había un libro. Rask



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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:53

    ***

    Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada
    cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin
    cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo
    Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.
    —¿De dónde has sacado este libro? —le preguntó desde el otro extremo de
    la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.
    —Me lo han regalado —respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.
    —¿Quién?
    —Lisbeth.
    «¡Lisbeth! ¡Qué raro!», pensó Raskolnikof.
    Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el
    libro a la bujía y empezó a hojearlo.
    —¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? —preguntó de pronto.
    Sonia no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un
    poco de la mesa.
    —Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.
    Sonia le miró de reojo.
    —Están en el cuarto Evangelio —repuso Sonia gravemente y sin moverse
    del sitio.
    —Toma; busca ese pasaje y léemelo.
    Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el
    mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el
    semblante.
    «Dentro de quince días o de tres semanas —murmuró para sí— habrá que
    ir a verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada
    peor.»
    Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con
    desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.
    —¿Es que usted no lo ha leído nunca? —preguntó, mirándole de reojo. Su
    voz era cada vez más fría y dura.
    —Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño…Lee.
    —¿Y no lo ha leído en la iglesia?
    —Yo…yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?
    —Pues…no —balbuceó Sonia.




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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:54

    ***

    Raskolnikof sonrió.
    —Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?
    —Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de
    réquiem.
    —¿Por quién?
    —Por Lisbeth. La mataron a hachazos.
    La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a
    darle vueltas.
    —Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.
    —Sí. Era una mujer justa y buena…A veces venía a verme…Muy de tarde
    en tarde. No podía venir más…Leíamos y hablábamos…Ahora está con Dios.
    ¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas
    palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par
    de necias?
    «Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad
    contagiosa», se dijo.
    —¡Lee! —ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.
    Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se
    atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi
    dolorosa a la pobre demente.
    —¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe —murmuró Sonia con voz
    entrecortada.
    —¡Lee! —insistió Raskolnikof—. ¡Bien le leías a Lisbeth!
    Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no
    le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni
    una sola palabra.
    —«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo…»
    —articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.
    Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado
    tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikof
    comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta
    comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero.
    De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha
    mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su
    gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la
    época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella
    madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos
    y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la
    seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía
    un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo
    que después pudiera ocurrir…Leía todo esto en los ojos de Sonia y
    comprendía la emoción que la trastornaba…Sin embargo, Sonia se dominó,
    deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del
    Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.





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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:55

    ***


    —«…Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María
    para consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la
    llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
    Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría
    muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará…»
    Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que
    amenazaba ahogar su voz.
    —«Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que
    resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la
    resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el
    que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice…»
    Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la
    que hacía públicamente su profesión de fe:
    —«…Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has
    venido al mundo…»
    Sonia se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikof y
    después continuó la lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin
    moverse y sin mirar a Sonia. La lectora llegó al versículo 32.
    —«…Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus
    pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y
    cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban
    igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis?
    Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos:
    Ved cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego,
    ¿no podía hacer que este hombre no muriera?…»



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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:55

    ***


    Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él
    había sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se
    acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había
    apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza
    nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se
    entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se
    dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo —«El que abrió los
    ojos al ciego…»—, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la
    duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un
    momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a
    creer, mientras prorrumpían en sollozos…Y él, él que tampoco creía, él que
    también estaba ciego, comprendería y creería igualmente…Y esto iba a
    suceder muy pronto, en seguida…Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa
    espera.
    —«…Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva
    tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del
    difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en la
    tumba…»
    Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
    —«…Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria
    de Dios? Entonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto.
    Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme
    escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he hablado para que
    los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra.
    Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el
    muerto salió…—Sonia leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y
    temblaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos—…vendados
    los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario.
    Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían
    ido a casa de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él.»
    Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
    —No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.


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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 9:56

    ***

    Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se
    detuvo. Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikof. Seguía
    temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el
    torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación
    donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
    —He venido a hablarle de un asunto —dijo de súbito Raskolnikof con voz
    fuerte y enérgica. Seguidamente, velado el semblante por una repentina
    tristeza, se levantó y se acercó a Sonia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su
    dura mirada expresaba una feroz resolución. El joven añadió—: Hoy he
    abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de
    ellas: la ruptura es definitiva.
    —¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Sonia, estupefacta.
    Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en
    ella una impresión imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la
    horrorizó.
    —Ahora no tengo a nadie más que a ti —dijo Raskolnikof—. Vente
    conmigo. He venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos juntos.
    Sus ojos centelleaban.
    «Tiene cara de loco», pensó Sonia.
    —¿Irnos? ¿Adónde? —preguntó aterrada, dando un paso atrás.
    —¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que
    únicamente tenemos una meta.
    Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era
    infinitamente desgraciado.
    —Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí.
    Yo, en cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
    —No entiendo —balbuceó Sonia.
    —Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has
    cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida…, tu propia
    vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu
    razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si
    permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya
    parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta,
    codo a codo. ¡Vente!
    —¿Por qué, por qué dice usted eso? —preguntó Sonia, emocionada,
    incluso trastornada por las palabras de Raskolnikof.
    —¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar
    seriamente y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño
    y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día te llevan al hospital?
    Catalina Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces de
    los niños? ¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos
    barrios niños a los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven
    esas madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros.
    Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.





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    Mensaje por Maria Lua 20.01.24 16:38

    ***


    —Pero ¿qué hacer, qué hacer? —exclamó Sonia, llorando
    desesperadamente mientras se retorcía las manos.
    —¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no
    comprendes? Ya comprenderás más adelante…La libertad y el poder, el poder
    sobre todo…, el dominio sobre todos los seres pusilánimes…Sí, dominar a
    todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento
    que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo
    mañana, te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá
    llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si
    vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
    Sonia se estremeció.
    —Entonces, ¿usted lo sabe? —preguntó, helada de espanto y dirigiéndole
    una mirada despavorida.
    —Lo sé y te lo diré…Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No
    vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo
    que te elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló de ti,
    cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
    Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado
    conversando con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón.
    La cabeza le daba vueltas.
    «¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus
    palabras?»
    Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la
    verdad.
    «Debe de ser muy desgraciado…Ha abandonado a su madre y a su
    hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué
    significan sus palabras?»
    Le había besado los pies y le había dicho…, le había dicho…que no podía
    vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
    «¡Señor, Señor…!»
    Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía,
    lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con
    Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y
    con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes…Él le besaba los pies y
    lloraba… ¡Señor, Señor!
    Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la
    señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel
    compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en
    la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
    canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía
    tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof,
    de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído
    perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
    Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió
    de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y
    volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al
    dormitorio de Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan
    interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez,
    al día siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que
    turbara su satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.






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    Mensaje por Maria Lua 21.01.24 11:12

    ***

    CAPÍTULO 5





    Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez
    de instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala.
    Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así
    que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de
    espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la
    sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno de
    ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
    El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose
    si habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su
    fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que
    reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los
    funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber
    marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba
    convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que
    parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hubiera
    sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikof, no habría podido
    permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían
    esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia
    voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada…, porque tal vez no
    sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo
    ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su
    mente enferma.
    Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había
    ocurrido el día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas
    inquietudes rayanas en el terror, eran más angustiosas.
    Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha,
    Raskolnikof empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que
    aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a tener con el
    odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel hombre le
    inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que
    aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo
    en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a Porfirio en actitud fría e
    insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos posible, vigilar a su
    adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En
    este momento le llamaron al despacho de Porfirio Petrovitch.




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    Mensaje por Maria Lua 21.01.24 11:13

    ***

    El juez de instrucción estaba solo en aquel momento. En el despacho, de
    medianas dimensiones, había una gran mesa de escritorio, un armario y varias
    sillas. Todo este mobiliario era de madera amarilla y lo pagaba el Estado. En la
    pared del fondo había una puerta cerrada. Por lo tanto, debía de haber otras
    dependencias tras aquella pared. Cuando entró Raskolnikof, Porfirio cerró tras
    él la puerta inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su
    visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió
    que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido
    ocupado en alguna operación secreta.
    Porfirio le tendió las dos manos.
    —¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese,
    querido…Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado
    «respetable» y «querido» así, tout court. Le ruego que no tome esto como una
    familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.
    Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros
    parajes», «como una familiaridad», «tout court», amén de otros detalles, le
    parecían muy propios de aquel hombre.
    «Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle
    ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a
    desconfiar.
    Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las
    desviaban con la rapidez del relámpago.
    —Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré
    de escribirlo de otro modo?
    —¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien —
    dijo Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito.
    Inmediatamente, lo leyó—. Sí, está perfectamente. No hace falta más.
    Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras
    hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.
    —Me parece —dijo Raskolnikof— que ayer mostró usted deseos de
    interrogarme…oficialmente…sobre mis relaciones con la mujer asesinada…
    «¿Por qué habré dicho "me parece"?»
    Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
    «Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto
    seguido.




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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:17

    ***
    Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la
    presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él,
    había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de
    ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello.
    La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía…
    «¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
    —¡Ah, sí! No se preocupe…Hay tiempo —dijo Porfirio Petrovitch, yendo
    y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la
    mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en
    seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de
    Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara
    fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho,
    cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra
    pared.
    Porfirio Petrovitch continuó:
    —Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra… ¿Fuma usted? ¿Acaso no
    tiene tabaco? Tenga un cigarrillo…Aunque le recibo aquí, mis habitaciones
    están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito
    es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi
    terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No
    opina usted así?
    —En efecto, es una cosa magnífica —repuso Raskolnikof, mirándole casi
    burlonamente.
    —Una cosa magnífica, una cosa magnífica —repetía Porfirio Petrovitch
    distraídamente—. ¡Sí, una cosa magnífica! —gritó, deteniéndose de súbito a
    dos pasos del joven.
    La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas
    de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la
    mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en
    Raskolnikof en aquel momento.



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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:18

    ***

    Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse,
    lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
    —Bien sé —empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le
    llenaba de satisfacción— que es un principio, una regla para todos los jueces,
    comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere,
    pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta
    táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan,
    ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno
    rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una
    costumbre rigurosamente observada en su profesión?
    —Así… ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el
    Estado para…?
    Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de
    malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente
    desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se
    dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con
    una risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a
    reír también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de
    Porfirio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso
    como la grana, Raskolnikof se sintió dominado por una contrariedad tan
    profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el
    entrecejo y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó
    de él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por lo
    demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había echado a
    reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera
    sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente
    significativa al joven, el cual dedujo que todo había sucedido a medida de los
    deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikof, se había dejado coger en
    un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él no
    había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a
    otro.
    Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
    —Porfirio Petrovitch —dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una
    viva irritación—. Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio
    —subrayó con energía esta palabra—, y he venido a ponerme a su disposición.
    Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario,
    permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto
    compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió
    atropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar



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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:18

    ***
    Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después
    continuó, con una irritación creciente:
    —Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy
    harto…Ha sido una de las causas de mi enfermedad…En una palabra —
    añadió, levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no
    venía a cuento—, en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o
    permítame que me vaya inmediatamente…Pero si me interroga, habrá de
    hacerlo con arreglo a las normas legales y de ningún otro modo…Y como veo
    que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada
    que decirnos.
    —Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que
    interrogar? —exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y
    dejando de reír—. No se preocupe usted —añadió, reanudando sus paseos,
    para luego, de pronto, arrojarse sobre Raskolnikof y hacerlo sentar—. No hay
    prisa, no hay prisa. Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el
    contrario, estoy encantado de que haya venido usted a verme. Le he recibido
    como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme, mi querido
    Rodion Romanovitch…Se llama usted así, ¿verdad? Soy un hombre nervioso
    y me ha hecho mucha gracia la agudeza de su observación. A veces estoy
    media hora sacudido por la risa como una pelota de goma. Soy propenso a la
    risa por naturaleza. Mi temperamento me hace temer incluso la apoplejía…
    Pero siéntese, amigo mío, se lo ruego. De lo contrario, creeré que está usted
    enfadado.
    Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar
    con las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejar la gorra.
    —Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch; una cosa que
    le ayudará a comprender mi carácter —continuó Porfirio Petrovitch, sin cesar
    de dar vueltas por la habitación, pero procurando no cruzar su mirada con la
    de Raskolnikof—. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada
    mundano, desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y…y… ¿ha
    observado usted, Rodion Romanovitch, que aquí en Rusia, y sobre todo en los
    círculos petersburgueses, cuando se encuentran dos hombres inteligentes que
    no se conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están lo menos
    media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno
    frente al otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas,
    la gente de mundo, la de alta sociedad, tienen siempre un tema de
    conversación, c'est de rigueur; pero las personas de la clase media, como
    nosotros, son tímidas y taciturnas…Me refiero a los que son capaces de
    pensar… ¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos el
    debido interés por las cuestiones sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por un
    exceso de honestidad, porque somos demasiado leales y no queremos
    engañarnos unos a otros…? No lo sé. ¿Usted qué opina…? Pero deje la gorra.
    Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo aseguro,
    pues, en contra de lo que usted cree, estoy encantado…





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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:19

    ***

    Raskolnikof dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo
    fruncido, escuchaba atentamente la palabrería deshilvanada de Porfirio
    Petrovitch.
    «Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
    —No le ofrezco café —prosiguió el infatigable Porfirio— porque el lugar
    no me parece adecuado…El servicio le llena a uno de obligaciones…Pero
    podemos pasar cinco minutos en amistosa compañía y distraernos un poco…
    No se moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme. Temo
    enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es
    un gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos…Mis hemorroides,
    ¿sabe usted…? Tengo el propósito de someterme a un tratamiento gimnástico.
    Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros privados no se
    avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en
    nuestros días…En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los interrogatorios
    y todo ese formulismo del que usted me ha hablado hace un momento, le diré,
    mi querido Rodion Romanovitch, que a veces desconciertan más al magistrado
    que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta razón como agudeza.
    —Raskolnikof no había hecho ninguna observación de esta índole—. Uno se
    confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los procedimientos que se siguen
    y que son siempre los mismos? Se nos han prometido reformas, pero ya verá
    como no cambian más que los términos. ¡Je, je, je! En lo que concierne a
    nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo con sus sutiles
    observaciones…Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso, puede
    ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos de ahuyentar su
    desconfianza (según su feliz expresión), a fin de asestarle seguidamente un
    hachazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa metáfora). ¡Je, je, je…!
    ¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado
    para…? Verdaderamente, es usted un hombre irónico…No, no; no volveré a
    este asunto…Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras
    palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio según las normas legales.
    Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso resultan
    sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da mejores
    resultados. Estas normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su
    tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le pregunto yo? El juez de instrucción
    jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga
    a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
    Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin
    descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de ideas
    absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una
    palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin
    sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus
    gruesas y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la
    espalda y haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna
    con sus palabras.






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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:20

    ***
    Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a
    la puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
    «¿Esperará a alguien?»
    —Tiene usted razón —continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una
    amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza—. Tiene
    usted motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras
    costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos,
    naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son
    perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie
    de la letra las normas establecidas…Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las
    normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un
    crimen cuya instrucción se me ha confiado…Usted ha estudiado Derecho,
    ¿verdad, Rodion Romanovitch?
    —Empecé.
    —Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante…Pero
    no crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los
    periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de
    exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo
    cualquiera como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle
    prematuramente, incluso en el caso de que tenga pruebas contra él? A algunos
    me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son de un carácter
    completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un
    poco por la ciudad? ¡Je, je…! Ya veo que usted no me acaba de comprender.
    Se lo voy a explicar más claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le
    proporciono un punto de apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
    Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su
    ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
    —Sin embargo —continuó éste—, tengo razón, por lo menos en lo que
    concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de
    otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el
    momento que tiene usted pruebas, me dirá usted… ¡Dios mío! Usted sabe muy
    bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que
    juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis
    debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de
    una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes
    como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e
    indiscutible.




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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:21

    ***


    Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo,
    por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder
    demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así,
    una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a
    su caparazón, se me escapa…Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente
    después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de
    un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto.
    Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio
    normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas
    inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses —se decían—, pues un
    asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree?
    En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos
    particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de
    exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este
    punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde
    a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han
    concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada
    causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y
    cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al
    parecer, no tiene ningún precedente.
    »Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos
    señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe
    saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto
    por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente
    su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y
    puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará
    por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me
    proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no
    deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo
    mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto
    algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido
    el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los
    tienen enfermos, excitados, en tensión… ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen
    bilis…! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por
    qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo
    dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi
    poder y que no se puede escapar… ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero,
    dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se
    le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al
    interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva,
    verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos
    mujiks que para él son como extranjeros. ¡


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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:21

    ***
    ¡Je, je…! Por otra parte, todo esto no
    es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no
    huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece
    psicológicamente… ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá
    porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una
    mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi
    persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún
    encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de
    hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible
    se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara
    como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un
    entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi
    persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se
    meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de
    tener su encanto, ¿no le parece?
    Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía
    observando a Porfirio con profunda atención.
    «Me ha dado una buena lección —se dijo mentalmente, helado de espanto
    —. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer.
    No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza.
    Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál?
    ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes
    pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es
    desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe
    decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado… ¿Por qué hablará con
    segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios…No,
    amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te
    llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
    Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa
    catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre
    Porfirio Petrovitch y estrangularlo.






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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:22

    ***


    En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder
    dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y
    espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar
    ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que
    podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de
    comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle
    alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
    —Ya veo que no me ha creído usted —prosiguió Porfirio—. Usted supone
    que todo esto son bromas inocentes.
    Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de
    satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.
    —Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una
    figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el
    aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi
    querido Rodion Romanovitch…Pero, ante todo, le ruego que me perdone este
    lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso
    en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio
    por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones
    abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de
    Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En
    teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban
    prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa.
    Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su
    ejército. ¡Je, je, je…! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su
    interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida
    privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le
    vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y
    mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra…
    Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No
    habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante.
    ¡Je, je, je…! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi
    querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza,
    señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el
    cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch…




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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:23

    ***
    Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta
    y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría
    que se había arqueado su espalda.
    —Además —continuó—, yo soy un hombre sincero… ¿Verdad que soy un
    hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir
    más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir
    compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio
    es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo
    así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer,
    confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su
    propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la
    naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro.
    Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los
    obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
    »Supongamos que ese hombre miente…Me refiero al hombre desconocido
    de nuestro caso particular…Supongamos que miente, y de un modo magistral.
    Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su
    destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor
    para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece
    o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales
    cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas…Su mentira ha sido
    perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en
    una trampa.
    »Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa
    de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que
    representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado
    natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse
    engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el
    imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir
    las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero
    sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo
    han detenido todavía. ¡Je, je, je…! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz,
    a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano,
    y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le
    ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?
    —No se preocupe —exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír—.
    Le ruego que no se moleste.
    Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a
    reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se
    puso en pie.





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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:24

    ***


    —Porfirio Petrovitch —dijo levantando la voz y articulando claramente las
    palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus
    temblorosas piernas—, estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino
    de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que
    estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y
    detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi
    propia cara y torturándome como lo está haciendo.
    Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas
    de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
    —¡No lo permitiré! —exclamó, descargando violentamente su puño sobre
    la mesa—. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!
    —¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? —dijo Porfirio Petrovitch
    con un gesto de vivísima inquietud—. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion
    Romanovitch?
    —¡No lo permitiré! —gritó una vez más Raskolnikof.
    —No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué
    les diremos? ¿No comprende?
    Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de
    Raskolnikof.
    —No lo permitiré, no lo permitiré —repetía Rodia maquinalmente.
    Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente
    y corrió a abrir la ventana.
    —Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua,
    amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.
    Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una
    garrafa en un rincón.
    —Tenga, beba un poco —dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano
    —. Tal vez esto le…
    El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que
    Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso
    beber.
    —Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco.
    ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!







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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:24

    ***

    Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y
    después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
    —Ha tenido usted un amago de ataque —dijo Porfirio Petrovitch
    afectuosamente y, al parecer, muy turbado—. Se mortifica usted de tal modo,
    que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan
    poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a
    verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un
    carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino
    cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude
    hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué
    ocurrencia! —pensaba—. ¡Señor! ¡Dios mío!» Le envió usted, ¿verdad…?
    Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.
    —Yo no lo envié —repuso Raskolnikof—, pero sabía que tenía que venir a
    su casa y por qué motivo.
    —¿Conque lo sabía?
    —Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
    —Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion
    Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas
    hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar
    una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que
    empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó
    estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo,
    es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de
    ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así.
    Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su
    sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la
    policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en
    la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y
    comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado
    exactamente su estado de ánimo?







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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:25

    ***

    »Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que
    trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada
    bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo;
    él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a
    contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo,
    ya le contaré…Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está
    usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
    Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a
    poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba
    con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no
    daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia
    inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la
    habitación le había paralizado de asombro.
    «¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho?»
    —Durante el ejercicio de mi profesión —continuó inmediatamente Porfirio
    Petrovitch—, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se
    acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera
    alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo
    esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había
    facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió
    tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino.
    Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de
    no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien,
    amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios
    en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo
    preguntas sobre manchas de sangre…En la práctica de mi profesión me ha
    sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre
    siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por
    una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción
    irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada
    más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a
    un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita…Usted delira a veces, y
    ese mal no tiene más origen que el delirio…




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    Mensaje por Maria Lua 22.01.24 10:26

    ***

    Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
    «¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando
    con todas sus fuerzas un pensamiento que —se daba perfecta cuenta de ello—
    amenazaba hacerle enloquecer de furor.
    —En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio,
    procedía con plena conciencia de mis actos —exclamó, pendiente de las
    reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones—.
    Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
    —Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este
    punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame,
    Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva
    observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito
    asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el
    contrario, usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que
    usted no se daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la
    tengo?
    El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó
    en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había
    acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de
    asombro.
    —Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese
    el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y
    habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha
    dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
    Raskolnikof se estremeció. Él no había hecho afirmación semejante.
    —Sigue usted mintiendo —dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con
    voz lenta y débil—. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que
    puede predecir todas mis respuestas —añadió, dándose cuenta de que ya era
    incapaz de medir sus palabras—. Usted quiere asustarme; usted se está
    burlando de mí, sencillamente.




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    Mensaje por Maria Lua 25.01.24 9:56

    ***

    Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito,
    un terrible furor fulguró en sus ojos.
    —Está diciendo una mentira tras otra —exclamó—. Usted sabe muy bien
    que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto
    como sea posible…, declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo
    a usted!
    —¡Qué veleta es usted! —dijo Porfirio con una risita mordaz—. No hay
    medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree?
    Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me
    bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo
    verdadero afecto y sólo deseo su bien.
    Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
    —Sí, le tengo verdadero afecto —prosiguió Porfirio, apretando
    amistosamente el brazo del joven—, y no se lo volveré a repetir. Además,
    tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería
    hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y,
    por el contrario, sólo les causa inquietudes…
    —Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué
    me vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?
    —Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted.
    Usted no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a
    mí que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas
    interesantes…Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de
    su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son…Le voy a
    poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla
    es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un
    sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva
    alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría
    procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su
    desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para
    arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre
    diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de
    la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros
    que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera
    abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un
    interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en
    la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran…El
    hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho
    de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz
    de ver nada.


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    Mensaje por Maria Lua 25.01.24 9:57

    ***

    Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio
    Petrovitch no pudo menos de notarlo.
    —No hace usted más que mentir —repitió resueltamente—. Ignoro lo que
    persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un
    momento; por eso no puedo equivocarme… ¡Miente usted!
    —¿Que miento? —replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero
    conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna
    importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él—. ¿Cómo puede decir
    eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he
    sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la
    enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la
    neurastenia, y esos policías…! ¡Je, je, je…! Sin embargo, dicho sea de paso,
    esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos filos y
    pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la
    alucinación…No me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy
    bien, amigo mío; pero ¿por qué su enfermedad tiene siempre las mismas
    consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de alucinación?» Esta
    enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
    Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
    —En resumidas cuentas —dijo firmemente, levantándose y apartando a
    Porfirio—, yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen
    de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin
    rodeos.
    —Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! —
    exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla—.
    Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se
    comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se
    inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
    —¡Le repito —replicó Raskolnikof, ciego de ira— que no puedo
    soportar…!
    —¿La incertidumbre? —le interrumpió Porfirio.
    —¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo
    permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
    Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
    —¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No
    estoy bromeando.



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    Mensaje por Maria Lua 25.01.24 9:57

    ***

    Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y
    de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas
    y un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y
    los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue
    momentánea.
    Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que
    la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al
    límite, obedeció —cosa extraña— la orden de bajar la voz.
    —No me dejaré torturar —murmuró en el mismo tono de antes. Pero
    advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro
    modo, y esta convicción aumentaba su cólera—. Deténgame —añadió—,
    regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo
    prohíbo!
    —Nada de reglas —respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente
    y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo—. Le invité a venir a verme como
    amigo.
    —No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo
    mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de
    arrestarme.
    Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
    —¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? —le dijo Porfirio
    Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba
    ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a
    Raskolnikof fuera de sí.
    —¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? —preguntó Rodia, fijando en el juez de
    instrucción una mirada llena de inquietud.
    —Una sorpresa que está detrás de esa puerta… ¡Je, je, je!
    Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
    —Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
    —¿Qué demonios se trae usted entre manos?
    Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
    —Está cerrada con llave y la llave la tengo yo —dijo Porfirio.
    Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
    —No haces más que mentir —gruñó Raskolnikof sin poder dominarse—.
    ¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
    Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta,
    aunque sin demostrar temor alguno.


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    Mensaje por Maria Lua 25.01.24 9:58

    ***


    —¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! —siguió vociferando
    Raskolnikof—. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no
    debo.
    —¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion
    Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
    —¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy
    enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no
    debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras
    sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi
    carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los
    popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para
    hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
    —Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir
    las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas,
    querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus
    propios ojos.
    Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del
    despacho.
    En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
    —Ya vienen —exclamó Raskolnikof—. Has enviado por ellos…Los
    esperabas…Lo tenías todo calculado…Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a
    los testigos y a quien quieras…Estoy preparado.
    Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso
    ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo
    habrían podido prever jamás.






    CAPÍTULO 6




    He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza
    inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
    —¿Qué pasa? —gritó Porfirio Petrovitch, contrariado—. Ya he advertido
    que…
    Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias
    personas que trataban de impedir el paso a alguien.
    —¿Quieren decir de una vez qué pasa? —repitió Porfirio, perdiendo la
    paciencia.
    —Es que está aquí el procesado Nicolás —dijo una voz.
    —No lo necesito. Que se lo lleven.
    Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
    —¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
    —Es que Nicolás…—empezó a decir el mismo que había hablado antes.
    Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó
    el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba
    violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto
    irrumpió en el despacho.
    El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y
    parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su
    semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva
    fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
    Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de
    talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre
    al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un
    hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él
    nuevamente.
    Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por
    entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en
    describirlo.
    —¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? —
    exclamó el juez, sorprendido e irritado.
    De pronto, Nicolás se arrodilló.
    —¿Qué haces? —exclamó Porfirio, asombrado.
    —¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! —dijo
    Nicolás con voz jadeante pero enérgica.
    Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si
    todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido:
    sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí
    permanecía inmóvil.
    —¿Qué dices? —preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
    —Yo…soy…un asesino —repitió Nicolás tras una pausa.
    —¿Tú? —exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran
    desconcierto—. ¿A quién has matado?









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    Última edición por Maria Lua el 17.12.24 8:47, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua 25.01.24 10:00

    ***

    Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
    —A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté…con un
    hacha. No estaba en mi juicio —añadió.
    Y guardó silencio, sin levantarse.
    Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones.
    Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan.
    Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio
    dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que
    observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso
    hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió
    los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al
    pintor con una especie de arrebato.
    —Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte —exclamó,
    irritado—. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto:
    ¿has cometido un crimen?
    —Sí, soy un asesino; lo confieso —repuso Nicolás.
    —¿Qué arma empleaste?
    —Un hacha que llevaba conmigo.
    —¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
    Nicolás no comprendió la pregunta.
    —Digo que si tuviste cómplices.
    —No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
    —No te precipites a hablar de Mitri…Sin embargo, habrás de explicarme
    cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
    —Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía
    de mí —respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien
    aprendida.
    —La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado —
    murmuró para sí el juez de instrucción.
    En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había
    olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había
    producido.
    Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él,
    presuroso.



    —Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme…Ya ve usted que…Usted
    no tiene nada que hacer aquí…Yo soy el primer sorprendido, como puede
    usted ver…Váyase, se lo ruego…
    Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
    —Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? —dijo Raskolnikof, que,
    dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.
    —Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla. ¡Je, je, je!
    —También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
    —Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
    Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se
    marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
    —Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
    —¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es
    usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
    —Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
    —Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera —gruñó Porfirio con una
    sonrisa sarcástica.
    Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban
    fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos
    porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que
    lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo.
    Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y
    vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
    —Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como
    Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas
    preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
    Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
    —¿No? —repitió.
    Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
    —Perdóneme por mi conducta de hace un momento —dijo Raskolnikof,
    que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo
    irresistible de fanfarronear ante el magistrado—. He estado demasiado
    vehemente.
    —No tiene importancia —repuso Porfirio con excelente humor—.
    También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos
    volveremos a ver, si Dios quiere.












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    Última edición por Maria Lua el 17.12.24 8:48, editado 1 vez


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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