***
IV. Aliosha, el tercer hijo
Solo tenía entonces veinte años (su hermano Iván pasaba de los veintitrés, y el mayor,
Dmitri, se acercaba a los veintiocho). Diré en primer lugar que este joven, Aliosha, no
era de ningún modo un fanático ni, en mi opinión al menos, un místico. Expresaré
desde el principio mi parecer sin reservas: era sencillamente un filántropo precoz y, si
se había adentrado en la senda de la vida monástica, eso se debía tan solo a que era
en aquel tiempo la única que le había impresionado, la única en la que veía, por así
decir, un ideal, una salida para su alma, ansiosa de abandonar las tinieblas del mal del
mundo y ascender hacia la luz del amor. Y esa senda le sedujo por la sencilla razón de
que había encontrado en ella a un ser que, en su opinión, resultaba excepcional: el
célebre stárets Zosima, a quien se ató con todo el fogoso primer amor de su insaciable
corazón. No voy a discutir, por otra parte, que era, y lo había sido desde la cuna, una
persona muy extraña. Ya he mencionado, por cierto, que, habiendo perdido a su
madre con menos de cuatro años, la recordaría después toda su vida; recordaba su
rostro, sus caricias, «igual que si estuviera delante de mí, viva».
Es posible conservar
esa clase de recuerdos (todo el mundo lo sabe) incluso de una edad más temprana,
hasta de los dos años, pero después esos recuerdos se nos presentan a lo largo de la
vida únicamente como puntos luminosos en medio de las tinieblas, como fragmentos
arrancados de un cuadro inmenso que, salvo por ese pequeño fragmento, se ha
apagado y extinguido. Ése era su caso: recordaba una tranquila tarde de verano, una
ventana abierta, los rayos oblicuos del sol poniente (esos rayos oblicuos era lo que
mejor recordaba), un icono en un rincón de la habitación, una lamparilla encendida
delante de él y su madre arrodillada ante el icono, sollozando como en un ataque de
histeria, entre gritos y lamentos, agarrándolo a él con ambos brazos, abrazándolo con
fuerza hasta hacerle daño y rogando por él a la Virgen, liberándolo después de su
abrazo y elevándolo con ambas manos hacia el icono, como si lo pusiera bajo el
amparo de la Madre de Dios…
De pronto, entra la niñera corriendo y, asustada,
arrebata al niño de las manos de la madre. ¡Ése era el cuadro! Aliosha recordaba
también el rostro de su madre en aquel instante: decía que, a juzgar por lo que podía
recordar, era un rostro alterado, aunque muy hermoso. Pero muy raramente se
animaba a compartir estos recuerdos. En su infancia y juventud fue poco comunicativo
y hasta poco hablador, no por desconfianza, no por timidez, no por culpa de un
lúgubre retraimiento; más bien al contrario, por otros motivos, por una especie de
inquietud interior, estrictamente personal, que no concernía a nadie más que a él, pero
tan importante para él que, por lo visto, le hacía olvidarse de los demás. Pero amaba a
la gente: se diría que vivió toda su vida creyendo ciegamente en los hombres, sin que,
por otra parte, nadie lo tuviese nunca ni por un simplón ni por un hombre ingenuo.
Algo había en él que te decía y te hacía sentir (y así fue en lo sucesivo, durante toda su
vida) que no pretendía ser el juez de los demás, que no quería cargar con el peso de
condenar a nadie, que no lo haría por nada del mundo. Parecía incluso que lo admitía
todo, sin censurar nada, aunque a menudo se entristeciera muy amargamente. Es más,
fue tan lejos en este sentido que, ya desde su más temprana juventud, nadie era capaz
de sorprenderlo ni asustarlo.
Después de presentarse, casto y puro, con veinte años,
en casa de su padre, un verdadero antro de la más sórdida depravación, Aliosha se
limitaba a apartarse en silencio cada vez que veía algo insoportable, pero sin el menor
aire de desprecio o de censura. En cuanto a su padre, que había vivido en otros
tiempos a costa de los demás y era, en consecuencia, una persona recelosa y
susceptible, al principio lo recibió con desconfianza y hostilidad («mucho calla —
decía—, y mucho medita»); sin embargo, no tardó en empezar a abrazarlo y besarlo
con notable frecuencia, sin dejar que pasaran más de dos o tres semanas. Es verdad
que lo hacía con lágrimas de borracho, con el enternecimiento propio de la ebriedad,
pero se notaba que lo quería sincera y profundamente, como nunca, por descontado,
aquel hombre había sido capaz de querer a nadie…
Adondequiera que fuese, todo el mundo apreciaba a aquel joven, y eso era así
desde su más tierna infancia. Cuando fue a parar a casa de su benefactor y educador,
Yefim Petróvich, se ganó de tal modo el cariño de la familia que todos lo consideraban
un hijo más. Pero él había entrado en esa casa cuando no era más que un crío, a una
edad en la que es imposible esperar de un niño astucia calculada, malicia o habilidad
para adular y engatusar, mañas para hacerse querer. Por tanto, aquel talento para
ganarse un singular afecto lo llevaba en su interior, en su naturaleza misma, por así
decir, de forma genuina y espontánea. Lo mismo le ocurría en la escuela, y ello a pesar
de que cualquiera habría dicho que era, precisamente, uno de esos niños que
despiertan el recelo de sus compañeros, suscitando en ocasiones sus burlas y acaso su
odio.
Solía, por ejemplo, quedarse pensativo, como si tratara de aislarse. Desde muy
pequeño le gustaba retirarse en un rincón a leer libros; sin embargo, sus compañeros
llegaron a tomarle tanto aprecio que podría muy bien decirse que fue el favorito de
todos ellos mientras estuvo en la escuela. Pocas veces hacía travesuras, tampoco solía
divertirse, pero todos, al mirarlo, veían enseguida que no era cuestión de tristeza; al
contrario, era un muchacho equilibrado y sereno. Nunca quiso destacar entre los
chicos de su edad. Tal vez por eso mismo nunca tuvo miedo de nadie, si bien los
demás niños se daban cuenta de inmediato de que él no se jactaba de su valor, sino
que parecía no ser consciente de su arrojo y su coraje. Nunca se acordaba de las
ofensas recibidas. En ocasiones, apenas una hora después de que se hubieran metido
con él ya respondía al ofensor o era él mismo quien le dirigía la palabra con tal
confianza y franqueza que cualquiera habría dicho que no había habido nada entre
ellos. Y en esos casos no daba la impresión de haber olvidado la ofensa por casualidad
ni de haberla perdonado deliberadamente, sino que, sencillamente, no consideraba
que se tratase de ninguna ofensa; eso era algo que, decididamente, cautivaba y rendía
a los otros niños.
cont.
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