. No voy a entrar en este momento en un
relato detallado de su infancia y su juventud, sino que me limitaré a mencionar las
circunstancias más relevantes. Del mayor, Iván, diré únicamente que creció como un
adolescente sombrío, encerrado en sí mismo; no es que fuera tímido, ni mucho menos,
pero fue como si ya a los diez años hubiera llegado a la conclusión de que, de todos
modos, se estaban criando en una familia extraña y gracias a la caridad ajena, y que su
padre era un tal y era un cual, alguien de quien hasta daba vergüenza hablar, y todo
eso. Este niño empezó muy pronto, prácticamente en su infancia (al menos, así me lo
contaron), a mostrar unas aptitudes para el estudio nada comunes y muy brillantes. No
sé exactamente cómo fue, pero lo cierto es que se separó de la familia de Yefim
Petróvich antes de cumplir los trece años para pasar a uno de los gimnasios de Moscú
y al internado de un experimentado pedagogo, muy conocido por entonces, amigo de
la infancia de Yefim Petróvich. El propio Iván explicaría más tarde que eso había sido
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posible, por así decir, gracias al «fervor por las buenas obras» de Yefim Petróvich, a
quien entusiasmaba la idea de que un niño con esas capacidades geniales se educara
con un pedagogo igualmente genial. Por lo demás, ni Yefim Petróvich ni el genial
pedagogo se contaban ya entre los vivos cuando el joven, tras acabar el gimnasio,
ingresó en la universidad. Como Yefim Petróvich no había dispuesto bien las cosas y el
cobro del dinero legado por la despótica generala —que había aumentado, merced a
los intereses, desde los mil hasta los dos mil rublos— se retrasaba a causa de toda
clase de formalidades y aplazamientos, inevitables en nuestro país, durante sus
primeros dos años en la universidad el joven las pasó negras, pues se vio obligado a
ganarse la vida al tiempo que estudiaba.
Hay que señalar que en esa época no quiso
intentar siquiera escribirse con el padre; tal vez lo hiciera por orgullo, tal vez por
desprecio, o tal vez porque el frío y sano juicio le hiciera ver que de su padre no iba a
recibir ningún apoyo mínimamente decente. En cualquier caso, el joven no se
desanimó en ningún momento y encontró trabajo, primero dando clases a dos grivny
la hora, y después recorriendo las redacciones de los periódicos y suministrando
articulillos de diez líneas sobre sucesos callejeros, firmados por «Un testigo». Según
dicen, esos artículos estaban siempre redactados de un modo tan curioso, eran tan
llamativos, que no tardaron en abrirse paso, y ya solo con eso el joven mostró su
superioridad práctica e intelectual sobre ese nutrido sector de nuestra juventud
estudiantil de ambos sexos, permanentemente necesitada y desdichada, que
acostumbra en nuestras capitales a asediar los periódicos y las revistas de la mañana a
la noche, sin ocurrírsele nada mejor que insistir una y otra vez en sus cansinas
peticiones de hacer traducciones del francés o copiar escritos.
cont.
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