***
—¡Bueno, nada de explicaciones! —replicó al punto Pulqueria
Alejandrovna—. No te inquietes, que no te voy a abrumar con mil preguntas
de mujer curiosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las
costumbres de Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente
que la de nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en
tus ideas y de que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas…Sabe Dios los
proyectos que tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación…Por lo
tanto, no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece…? ¡Ah, qué
ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una imbécil…Oye,
Rodia: voy a leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista.
Nos lo trajo Dmitri Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. «Ahí tienes,
estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo —me dije—. Todos los sabios
son así. Tiene ideas nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas
en distraerlo y atormentarlo…En tu artículo hay muchas cosas que no
comprendo, pero esto no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que
soy.
—Enséñame ese artículo, mamá.
Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su
situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que siente
todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un
joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento. Después
de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra
le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas
que se habían librado en su alma durante los últimos meses. Arrojó la revista
sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
—Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco
ocuparás uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo
de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo
que sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender lo que
es la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía
creerlo. ¿Qué me dices a esto…? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a
una revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te enseñaré,
y después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo
que los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodia, me apenaba
verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera,
pero ahora me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con tu
talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin
duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más
importantes ocupan tu imaginación.
—¿Y Dunia, mamá?
—No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch
tiene la bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te
aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus
cuidados. No me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta tener
secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy
convencida de que Dunetchka es demasiado inteligente para…Por lo demás,
nos quiere…Pero no sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente
durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu
hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú,
Rodia, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero
si te es imposible venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que
sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo
el mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy,
por ejemplo, has venido a consolar a tu madre…
Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.
—¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.
cont
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