—Entonces, ¿por qué ha venido usted? —preguntó Raskolnikof sin ocultar
su enojo—. Le repito lo que le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por
qué no me detiene?
—Bien; ésa, por lo menos, es una pregunta sensata y la contestaré punto
por punto. En primer lugar, le diré que no me conviene detenerle en seguida.
—¿Qué importa que le convenga o no? Si está usted convencido, tiene el
deber de hacerlo.
—Mi convicción no tiene importancia. Hasta este momento sólo se basa en
hipótesis. ¿Por qué he de darle una tregua haciéndolo detener? Usted sabe muy
bien que esto sería para usted un descanso, ya que lo pide. También podría
traerle al hombre que le envié para confundirle. Pero usted le diría: «Eres un
borracho. ¿Quién me ha visto contigo? Te miré simplemente como a un
hombre embriagado, pues lo estabas.» ¿Y qué podría replicar yo a esto? Sus
palabras tienen más verosimilitud que las del otro, que descansan únicamente
en la psicología y, por lo tanto, sorprenderían, al proceder de un hombre
inculto. En cambio, usted habría tocado un punto débil, pues ese bribón es un
bebedor empedernido. Ya le he dicho otras veces que estos procedimientos
psicológicos son armas de dos filos, y en este caso pueden obrar en su favor,
sobre todo teniendo en cuenta que pongo en juego la única prueba que tengo
contra usted hasta el momento presente. Pero no le quepa duda de que acabaré
haciéndole detener. He venido para avisarlo; pero le confieso que no me
servirá de nada. Además, he venido a su casa para…
—Hablemos de ese segundo objeto de su visita —dijo Raskolnikof, que
todavía respiraba con dificultad.
—Pues este segundo objeto es darle una explicación a la que considero que
tiene usted derecho. No quiero que me tenga por un monstruo, siendo así que,
aunque usted no lo crea, mi deseo es ayudarle. Por eso le aconsejo que vaya a
presentarse usted mismo a la justicia. Esto es lo mejor que puede hacer. Es lo
más ventajoso para usted y para mí, pues yo me vería libre de este asunto. Ya
ve que le soy franco. ¿Qué dice usted?
Raskolnikof reflexionó un momento.
—Oiga, Porfirio Petrovitch —dijo al fin—; usted ha confesado que no
tiene contra mí más que indicios psicológicos y, sin embargo, aspira a la
evidencia matemática. ¿Y si estuviera equivocado?
cont
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