***
o. ¡Qué vergüenza, Mitia! ¡Ay, me da tanta vergüenza,
Mitia, tanta vergüenza! ¡Me siento avergonzada de toda mi vida! ¡Malditos, malditos
sean esos cinco años! —Y volvieron a saltársele las lágrimas, pero no soltaba la mano
de Mitia, la agarraba con fuerza—. Mitia, corazón, quédate, no te vayas, quiero decirte
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una cosa —susurró y de repente alzó el rostro, mirándolo—. Escúchame, dime, ¿a
quién quiero yo? Yo aquí quiero a un hombre. ¿Quién es ese hombre? Dímelo tú. —Su
cara hinchada por las lágrimas se iluminó con una sonrisa, sus ojos brillaban en la
penumbra—. Esta noche ha entrado un halcón y mi corazón ha dejado de latir. «Serás
boba, ése es el que tú quieres», me susurró al instante mi corazón. Entraste tú y todo
se iluminó. «Pero ¿de qué tendrá miedo?», pensé. Porque estabas asustado, muy
asustado, no sabías ni hablar. «No se ha asustado de ellos», pensé, a ti no hay quien te
asuste. «Es de mí de quien tiene miedo —pensé—, solo de mí.» Porque seguro que
Fenia te había contado, ¡ay, tonto!, que yo le había gritado a Aliosha por la ventana
que había querido a Mítenka una hora y que en ese momento me marchaba, dispuesta
a querer… a otro. Mitia, Mitia, ¿cómo he podido ser tan boba para pensar en querer a
nadie después de ti? ¿Me perdonas, Mitia? ¿Me perdonas o no? ¿Me quieres? Di, ¿me
quieres?
Se puso en pie y lo sujetó por los hombros. Mitia, mudo de éxtasis, contemplaba
sus ojos, su rostro, su sonrisa y de pronto, tras abrazarla con fuerza, empezó a besarla.
—¿Y me perdonas que te haya hecho sufrir? Por rencor os he torturado a todos.
Incluso a ese viejecito lo he vuelto loco a propósito, solo por rencor… ¿Recuerdas que
una vez rompiste una copa en mi casa? Pues hoy me he acordado y yo también he roto
una copa, he bebido por «mi corazón infame». Mitia, halcón, ¿por qué no me besas?
Me has besado una vez y te has apartado, me miras, me escuchas… ¡Qué es eso de
escucharme! Bésame, bésame con fuerza, eso es. ¿Me quieres? ¡Quiéreme! Ahora seré
tu esclava, tu esclava para siempre. Qué dulce es ser esclava… ¡Bésame! ¡Pégame,
tortúrame, haz lo que quieras conmigo!… Me merezco que me torturen. ¡Para! Espera,
luego, así no quiero… —Lo apartó—. Vete, Mitka, ahora voy a tomar champán, quiero
emborracharme, voy a ponerme a bailar borracha, ¡eso es lo que quiero!
Se zafó de él y salió de detrás de la cortina, y Mitia la siguió como borracho. «Sea
lo que sea lo que ocurra ahora, daría todo el mundo por un solo minuto», pensó.
Grúshenka, efectivamente, se bebió de un trago otro vaso de champán y enseguida le
hizo efecto. Se sentó en el sillón de antes con una sonrisa de felicidad. Sus mejillas
ardían, sus labios llameaban, sus ojos brillantes se humedecieron, su mirada
apasionada seducía. Incluso Kalgánov sintió una punzada en el corazón y se acercó a
ella.
—¿Te has enterado de cuando te he besado mientras dormías? —balbuceó
Grúshenka—. Ahora estoy borracha, fíjate… ¿Y tú no estás borracho? ¿Y Mitia por qué
no bebe? Mitia, ¿por qué no bebes? Yo he bebido y tú no…
—¡Borracho! Ya estoy borracho… borracho de ti, pero también quiero estarlo de
vino. —Se tomó otro vaso y solo por este último vaso, algo que a él también le
extrañó, se emborrachó, se emborrachó de repente porque hasta ese momento había
estado sobrio, lo recordaba bien. A partir de entonces todo empezó a dar vueltas a su
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alrededor, como en un delirio. Iba y venía, se reía, hablaba con todo el mundo, como
sin darse cuenta de lo que hacía. Un solo sentimiento, fijo y abrasador, se manifestaba
a cada paso, «como un carbón ardiendo en el corazón», recordaría después. Se
acercaba a ella, se sentaba a su lado, la miraba, la escuchaba… Ella, por su parte, se
había vuelto muy locuaz, llamaba a todo el mundo, de repente le hacía una señal a
alguna de las mozas del coro y, cuando se acercaba, unas veces la besaba y dejaba
que se fuera, otras veces la persignaba. Y un minuto más tarde lo mismo se echaba a
llorar. También se estaba divirtiendo mucho el «viejecito», como había llamado
Grúshenka a Maksímov. Cada poco tiempo se acercaba corriendo a besarle la mano «y
todos sus deditos», y casi al final volvió a bailar al son de una canción antigua que él
mismo interpretó. El estribillo lo bailó con singular ardor:
El cerdito, oinc-oinc.
El ternerito, mu-mu.
El patito, cua-cua.
El gansito, on-on.
Y la gallinita va por el zaguán,
haciendo clo-clo, clo-clo,
ay, ay, haciendo clo-clo.
—Dale algo, Mitia —decía Grúshenka—, hazle algún regalo, que es pobre. ¡Ah, los
pobres, los humillados!… Mitia, ¿sabes?, voy a ir al monasterio. No, de verdad, alguna
vez pienso ir. Hoy Aliosha me ha dicho algo que recordaré toda la vida… Sí… Pero
hoy, de momento, bailemos. Mañana al monasterio, pero hoy bailemos. Quiero hacer
locuras, buena gente; total, ¿qué más da? Ya me perdonará Dios. Si yo fuera Dios,
perdonaría a todo el mundo: «Amados pecadores míos, desde este día estáis todos
perdonados». Y yo iré a pedir perdón: «Perdonad, buena gente, a esta pobre tonta,
que es lo que soy». Soy una fiera, eso es lo que soy. Y quiero rezar. He dado una
cebolla pequeñita. ¡Una malvada como yo, que quiere rezar! Mitia, deja que bailen, no
molestes. Todas las personas del mundo son buenas, todas, hasta la última. El mundo
es un buen sitio. Aunque nosotros seamos malos, el mundo es un buen sitio. Somos
malos y buenos, malos y buenos a la vez… Decidme, a vosotros os lo pregunto, venid
que os pregunte, decidme una cosa: ¿por qué soy tan buena? Porque soy buena, muy
buena… Así pues, ¿por qué soy tan buena? —balbuceaba Grúshenka, cada vez más
borracha, hasta que por fin proclamó que quería bailar. Se levantó del sillón
tambaleándose—. Mitia, no me des más vino, aunque te pida, tú no me des. El vino no
te trae la paz. Y todo da vueltas, también la estufa, todo da vueltas… Quiero bailar.
Que todos vean cómo bailo… lo bonito y lo bien que bailo…
cont
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