Historia del niño que se salvó del amor de madre y otros peligros
Un huevo flotaba en el río Uspanapa.
Caridad manoteaba el agua, queriendo atraparlo; y tanto se
agachó que se clavó de cabeza en el fondo barroso.
Tras mucho patalear, emergió ensopada y sin el huevo, echando agua y
rabia por los siete agujeros de su cara. Cuando se alzó en la orilla, golpeó sin
querer el ramaje; y el huevo, que se veía en el río pero estaba entre las
ramas, cayó a sus píes.
Caridad se sentó. Al calor de su cuerpo, el huevo se quebró y Andancio
nació y lloró.
Serpenteaba la lengua. Caridad se relamía contemplando al niño que
crecía. —Mío, mío—decía.
Andancio le tenía gratitud, porque al fin y al cabo ella lo había nacido; pero
no bien Caridad se iba de casa, el niño confiaba sus inquietudes al ratón:
—Mi mamá me quiere comer.
Y el ratón movía la cabeza:
—A todas las madres les da por ahí.
En el mentidero de aquel pueblo de Veracruz, Caridad se quejaba a
las vecinas:
—Ni modo. No engorda, el ingrato. Para qué se sacrifica una.
Toda la comida era para el niño y Caridad tenía un hambre que se comía el
barro de las paredes. Las paredes iban disminuyendo en cada cena y ya
habían desaparecido, también tragados, todos los cacharros de la casa.
Todos, salvo la olla grande.
Cada noche, Caridad acarreaba agua y soplaba el fuego. Cuando la olla
humeaba, ella arrojaba un puñadito de sal. Entonces se arrimaba al rincón
donde Andancio dormía:
—Venga el dedo.
Y Andancio le ofrecía la cola del ratón. Caridad palpaba, ciega de furia, y se
alejaba mascullando
Gracias al ratón, que cavó un agujero en la adelgazada pared,
Andancio pudo escapar. Se marchó sin volver la cara y llegó monte
arriba cuando ya estaba despuntando el día.
Desde la copa de una palma, vio su casa en llamas. Caridad había pateado
los leños ardientes y el fuego se había vengado
.
Los vecinos envolvieron las cenizas de Caridad en una manta y el sapo
se fue a arrojarlas al pantano. Cuando Andancio vio venir al sapo, que
brincaba con la bolsa a la espalda, le salió al cruce. Quiso arrancarle
la carga, que madre hay una sola; y en el forcejeo se abrió la manta y las
cenizas de Caridad se echaron a volar.
Andancio corrió, perseguido por la negra nube, y se zambulló en las
aguas del río; y así fue salvado por el espejo que había reflejado su
primera imagen. El sapo, más lento, no pudo defenderse de aquel
ejército de lanzas, y quedó con la piel acribillada de picaduras para siempre.
Y desde entonces nos atormentan los mosquitos. □
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