LA MANSA ALEGRÍA (FRAGMENTO)
Pues la hora oscura, tal vez la más oscura, precedió a esa cosa que no quiero siquiera intentar
definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía intentar definir es una luz tranquila
dentro de mí, y la llamarían alegría, mansa alegría. Estoy un poco desorientada como si me hubiese
sido quitado un corazón y en su lugar estuviera ahora la ausencia súbita, una ausencia casi palpable
de lo que antes era un órgano bañado de la oscuridad diurna del dolor. No siento nada. Pero es lo
contrario a un sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.
Pero también estoy inquieta. Estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. ¿Pero
cómo me consuelo de esta simple y tranquila alegría? Es que no estoy habituada a no necesitar
consuelo. La palabra consuelo apareció sin que la sintiera, y no me di cuenta, y cuando fui a buscarla,
ella ya se había transformado en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.
Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en
otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor para consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se vuelva aguda, y que me
ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero la búsqueda es inútil.
Estoy en la ventana y sólo ocurre esto: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo
conmigo. Estamos ocupadas ambas en fluir. ¿Cuánto me durará este estado? Percibo que, con esta
pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde estará el dolorido palpitar de antes. Y veo que
no está el palpitar del dolor. Sólo esto: llueve y estoy viendo la lluvia. Qué simplicidad. Nunca
pensé que el mundo y yo llegaríamos a ese punto de maduración. La lluvia cae no porque me
necesite, y yo miro la lluvia no porque la necesite. Pero estamos tan juntas como el agua de la lluvia
está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. No haber tomado, apenas después de nacer,
involuntaria y forzadamente el camino que tomé —y habría sido siempre lo que realmente estoy
siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Ni siquiera agradeciendo a Dios o a la
naturaleza. La lluvia tampoco agradece nada. No soy una cosa que agradece haberse transformado en
otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Así
como la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es una lluvia. Tal vez sea eso que
podría llamarse estar vivo. No más que eso, pero eso: vivo. Y sólo vivo es una mansa alegría.
LA VUELTA AL NATURAL (FRAGMENTO)
Pues en Río había un lugar con una chimenea. Y cuando ella percibió que, además del frío, llovía en
los árboles, no pudo creer que le fuese dado tanto. El acuerdo del mundo con aquello que ella ni
siquiera sabía que necesitaba como el hambre. Llovía, llovía. El fuego encendido parpadea hacia
ella y hacia el hombre. Él, el hombre, se ocupa de lo que ella ni siquiera le agradece: atiza el fuego
en la chimenea, lo que no es más que deber de nacimiento. Y ella —que siempre es inquieta,
realizadora de cosas y experimentadora de curiosidades—, pues ella ni se acuerda siquiera de atizar
el fuego: no es su papel, pues tiene a su hombre para eso. No siendo doncella, entonces que el
hombre cumpla su misión. Lo más que hace es a veces instigarlo: «aquel leño», le dice, «aquél
todavía no prendió». Y él, un instante antes de que ella terminara la frase que lo esclarecería, él, por
sí mismo, ya había notado el leño, como hombre suyo que es, y ya está atizando el leño. No bajo su
comando, que es la mujer de un hombre y que perdería su estado si le diera órdenes. La otra mano de
él, la libre, está al alcance de ella. Ella lo sabe, y no la toma. Quiere la mano de él, sabe que la
quiere, y no la toma. Tiene exactamente lo que necesita: poder tener.
Ah, ¡y decir que eso se va a acabar!, que por sí mismo no puede durar. No, ella no se está
refiriendo al fuego, se refiere a lo que siente. Lo que siente nunca dura, lo que siente siempre se
acaba, y puede no volver nunca más. Se encarniza entonces sobre el momento, la come el fuego, y el
fuego dulce arde, arde, flamea. Entonces ella, que sabe que todo va a acabar, toma la mano libre del
hombre y, al tomarla entre las suyas, arde dulce, arde, flamea.
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