Aires de Libertad

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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Dic 2024, 19:28

    ***



    Gloria estaba muy satisfecha consigo misma: se daba un gran valor.
    Sabía que el hábito perezoso de mulata, una manchita cerca de la boca —
    sólo para cautivar— y un bozo compacto al que ponía agua oxigenada. Su
    boca quedaba rubia. Parecía hasta un bigote. Era una atrevida astuta pero
    tenía fuerza de corazón. Se apenaba con Macabea pero que ella se arregle,
    ¿quién la había mandado a ser tonta? Gloria pensaba: no tengo nada que
    ver con ella.
    Nadie puede entrar en el corazón de nadie. Macabea hablaba mucho
    con Gloria pero nunca con el corazón al desnudo.
    Gloria tenía un trasero alegre y fumaba cigarrillos mentolados para
    mantener el buen aliento en sus besos interminables con Olímpico. Ella
    estaba muy satisfecha: tenía todo lo que sus pocos anhelos le daban. Y
    había en ella un desafío que se resumía en “nadie manda sobre mí”. Pero
    un día se puso a mirar y a mirar y a mirar a Macabea. De repente no
    aguantó más y con un acento levemente portugués le dijo:
    —Mujer, ¿no tenés cara?
    —Sí tengo. Lo que pasa es que tengo la nariz achatada, soy alagoana.
    —Pero decime una cosa: ¿vos no pensás en tu futuro?
    La pregunta quedó ahí, porque la otra no supo qué responder.
    Muy bien. Volvamos a Olímpico.
    Él, para impresionar a Gloria y mostrarse enseguida como un gallito,
    compró pimienta malagueta de las más picantes en la feria de los
    nordestinos y para mostrarle a su nueva conquista lo robustón que era
    masticó la misma pulpa de esa fruta del diablo. Ni siquiera tomó un vaso
    de agua para apagar el fuego de las entrañas. El ardor casi intolerable, sin
    embargo, lo endureció, sin contar que Gloria asustada pasó a obedecerle.
    Él pensó: ¿acaso no soy un ganador? Y se agarró de Gloria con la fuerza de
    un zángano, ella le daría miel de abejas y hartas carnes. No se arrepintió ni
    un solo instante de haber roto con Macabea pues su destino era el de
    ascender para, algún día, entrar en el mundo de los otros. Tenía hambre
    de ser otro. En el mundo de Gloria, por ejemplo, él iba a enriquecerse, el
    frágil machito. Dejaría finalmente de ser lo que siempre había sido y que
    escondía hasta de sí mismo por tener vergüenza de tales debilidades: es
    que en verdad desde niño no pasaba de ser un corazón solitario latiendo
    con dificultades en el espacio. El sertanejo es, antes que nada, una víctima
    resignada. Yo lo perdono.
    Gloria, que quería compensar el robo que le había hecho a la otra, la
    invitó a tomar la merienda, una tarde de domingo, en su casa. ¿Soplar
    después de morder? (Ah qué historia banal, apenas soporto escribirla.)
    Y ahí (pequeña explosión) Macabea abrió grandes los ojos. En el sucio
    desorden de una burguesía de tercera clase existía, sin embargo, el tibio
    confort de quien gasta todo el dinero en comida. En el suburbio se comía
    mucho. Gloria vivía en la calle General no sé qué, muy contenta de vivir en
    calle de militar porque se sentía más protegida. En su casa tenía hasta
    teléfono. Fue tal vez esa una de las pocas veces en las que Macabea vio que
    no había para ella lugar en el mundo y, justamente, por todo lo que le daba
    Gloria. Esto es, un vaso lleno de chocolate espeso de verdad mezclado con
    leche y muchos tipos de roscas azucaradas, sin hablar de una pequeña
    torta. Macabea, mientras Gloria salía del comedor, se robó a escondidas
    una galletita. Después le pidió perdón al Ser abstracto que daba y quitaba.
    Se sintió perdonada. El Ser le perdonaba todo

    Al día siguiente, un lunes, no sé si por causa de que el hígado fue
    afectado por el chocolate o por causa del nerviosismo por haber bebido
    cosas de ricos, la pasó mal. Pero terca no vomitó para no desperdiciar el
    lujo del chocolate. Días después, al recibir su salario, tuvo la audacia, por
    primera vez en su vida (explosión), de buscar al médico barato que le había
    aconsejado Gloria. La examinó, la examinó y una vez más la examinó.
    —¿Usted hace régimen para adelgazar?
    Macabea no supo qué responder.
    —¿Qué es lo que usted come?
    —Panchos.
    —¿Sólo panchos?
    —A veces como sándwich de mortadela.
    —¿Y qué bebe? ¿Leche?
    —Sólo café y gaseosas.
    —¿Qué gaseosa? — le preguntó sin saber qué decir. Le preguntó al
    azar:
    —¿Usted tiene a veces crisis de vómitos?
    —¡Ah, nunca! —exclamó muy espantada, pues no era loca por
    desperdiciar comida, como ya dije.
    El médico la miró y se dio cuenta de que ella no hacía régimen para
    adelgazar. Pero le era más cómodo insistirle en decir que no hiciese
    ninguna dieta. Sabía que era así y que era médico de pobres. Fue lo que
    dijo mientras le recetaba un tónico que ella después ni compró. Creía que
    ir al médico ya de por sí curaba. Él, irritado sin acertar el por qué de su
    súbita irritación y bronca, agregó:
    —Esta historia de hacer un régimen con panchos es pura neurosis y
    lo que está necesitando usted es un buen psicoanalista.
    Ella no entendió nada pero pensó que el médico esperaba que ella
    sonriese. Entonces sonrió.
    El médico, muy gordo y transpirado, tenía un tic nervioso que le
    hacía, de cuando en cuando, estirar los labios periódicamente. El resultado
    era que parecía que estaba haciendo pucheritos como un cuando un bebé
    está por llorar.
    Ese médico no tenía ningún objetivo. Las medidas eran solamente
    para ganar dinero y nunca por amor a la profesión ni a los enfermos. Era
    desatento y creía que la pobreza era una cosa fea. Trabajaba para los
    pobres pero detestaba lidiar con ellos. Ellos eran para él el desperdicio de
    una sociedad muy elevada a la cual él tampoco pertenecía. Él sabía que
    estaba desactualizado en medicina y en las novedades clínicas pero que
    para atender a los pobres bastaba. Su sueño era tener dinero para hacer
    exactamente lo que quería: nada.
    Cuando le dijo que iba a examinarla, ella dijo:
    —Oí decir que en el médico la gente se saca la ropa pero yo no pienso
    sacarme nada.
    La pasó por los rayos X y le dijo:
    —Usted está con un comienzo de tuberculosis pulmonar.
    Ella no sabía si eso era algo bueno o malo. Pero como era una persona
    muy educada, dijo:
    —Muchas gracias, ¿sí?
    El médico simplemente se negó a tener piedad. Y agregó: cuando
    usted no sepa qué comer, hágase unos espaghettis bien italianos.
    Y agregó con un mínimo de bondad que se permitió, ya que también
    consideraba que la suerte no había sido justa con él:
    —No es tan caro...
    —Ese nombre de comida que usted dijo yo nunca lo comí en mi vida






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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 11:56

    ***

    ¿Es buena?
    —¡Claro que sí! ¡Mire sólo mi barriga! Es el resultado de buenas
    macarronadas y mucha cerveza. Pero evite la cerveza, es mejor no beber
    alcohol.
    Ella repitió cansada:
    —¿Alcohol?
    —¿Sabe una cosa? ¡Váyase y que la parta un rayo!
    Sí, estoy apasionado por Macabea, mi querida Maca, apasionado por
    su fealdad y anonimato total pues ella, no existe para nadie. Apasionado
    por sus pulmones frágiles, la flacucha. Quisiera tanto que ella abriese la
    boca y dijese:
    —Estoy sola en el mundo y no creo en nadie; todos mienten, a veces
    hasta en el momento del amor. Yo no creo que un ser hable con el otro, la
    verdad sólo me surge cuando estoy sola.
    Maca, sin embargo, jamás dijo esas frases. En primer lugar, por ser
    parca de palabra. Y sucede que no tenía conciencia de sí y no exigía nada,
    hasta pensaba que era feliz. No se trataba de una idiota pero tenía la
    felicidad pura de los idiotas. Y tampoco prestaba atención en sí misma: ella
    no sabía. (Veo que intenté darle a Maca mi propia situación: yo necesito de
    algunas horas de soledad por día si no “me muero”2
    .)
    En cuanto a mí, sólo soy verdadero cuando estoy solo. Cuando yo era
    un niño pensaba que de un momento a otro me caería fuera del mundo.
    ¿Por qué las nubes no caen, ya que todo cae? Porque la gravedad es menor
    que la fuerza del aire que las levanta. Inteligente, ¿no? Sí, pero caen un día
    en forma de lluvia. Es mi venganza.
    No le contó nada a Gloria porque de un modo general mentía: tenía
    vergüenza de la verdad. La mentira era tanto más decente. Creía que la
    buena educación es saber mentir. También se mentía a sí misma en sus
    devaneos inestables por la envidia que le tenía a su compañera de trabajo.
    Gloria, por ejemplo, era inventiva: Macabea la vio despedirse de Olímpico
    besándose la punta de sus dedos y arrojando el beso al aire como se suelta
    un pajarito, algo que a Macabea nunca se le hubiese ocurrido hacer.
    (Este relato consta apenas de hechos no elaborados de materia prima
    y que me afectan inmediatamente antes de que yo pueda pensar. Sé
    muchas cosas que no puedo decir. Además, ¿pensar qué?).
    Gloria, tal vez por remordimiento, le dijo:
    —Olímpico es mío pero seguro que vos conseguís otro novio. Digo que
    él es mío porque fue mi cartomante la que me lo dijo y yo no quiero
    desobedecerla porque ella es médium y nunca se equivoca. ¿Por qué no
    pagás una consulta y le pedís que te tire las cartas?
    —¿Es muy caro?
    Estoy absolutamente cansado de la literatura; sólo la mudez me hace
    compañía. Si todavía escribo es porque no tengo nada más que hacer en el
    mundo mientras espero la muerte. La búsqueda de la palabra en la
    oscuridad. El hecho diminuto me invade y me arroja en el medio de la
    calle. Yo querría revolearme en el barro con mi necesidad de bajeza que
    casi no controlo, la necesidad de orgía y del peor gozo absoluto. El pecado
    me atrae, lo prohibido me fascina. Quiero ser puerco y gallina y después
    matarlos y beberles la sangre. Pienso en el sexo de Macabea, minúsculo
    pero inesperadamente cubierto de gruesos y abundantes pelos negros: su
    sexo era la única marca vehemente de su existencia.
    Ella no pedía nada pero su sexo exigía, como un girasol nacido en una
    sepultura. En cuanto a mí, estoy cansado. Tal vez de la compañía de
    Macabea, Gloria y Olímpico. El médico me provocó náuseas con su cerveza.
    Tengo que interrumpir esta historia por unos tres días.
    En estos últimos tres días, solitario, sin personajes, me
    despersonalizo y me saco de mí como quien se saca la ropa. Me
    despersonalizo al punto de adormecerme.
    Y ahora resurjo y siento la falta de Macabea. Continuemos:
    —¿Es muy caro?
    —Yo te presto. Inclusive madame Carlota también rompe los hechizos
    que nos pueden haber hecho. Ella rompió el mío a la medianoche en punto
    de un viernes trece de agosto, allá para el lado de San Miguel, en un
    terreno de macumba. Hicieron sangrar encima mío a un chancho negro,
    siete gallinas blancas y me rasgaron la ropa que ya estaba toda
    ensangrentada. ¿Te animás?
    —No sé si puedo ver sangre.
    Tal vez porque la sangre es la cosa secreta de cada uno, la tragedia
    vivificante. Pero Macabea sólo sabía que no podía ver sangre, el resto lo
    pensé yo. Me estoy interesando terriblemente por los hechos: los hechos
    son piedras duras. No hay cómo huirles. Hechos son palabras dichas por el
    mundo.
    Bien.
    Frente a la ayuda repentina, Macabea, que nunca se acordaba de
    pedir, inventó un dolor de dientes, le pidió una licencia al jefe y aceptó un
    dinero prestado que ni sabía cuándo iba a poder devolver. Esta audacia le
    dio un inesperado ánimo para audacias mayores (explosión): como el
    dinero era prestado, ella razonó equivocadamente que no era de ella y que
    entonces podía gastarlo. Así, por primera vez en la vida tomó un taxi y fue
    para Olaria. Sospecho que se aventuró a tanto por desesperación, aunque
    no supiese que estaba desesperada: estaba en la lona, averiada, con la
    boca tocando el piso.
    No le fue difícil encontrar la dirección de madame Carlota y esa
    facilidad le pareció una buena señal. El departamento era una planta baja
    que quedaba en la esquina de un callejón donde entre las piedras del suelo
    crecía hierba; ella lo notó porque siempre notaba lo que era pequeño e
    insignificante. Pensó vagamente mientras tocaba el timbre de la puerta: la
    hierba es tan fácil y tan simple. Tenía pensamientos gratuitos y libres
    porque, aún en su caos, poseía mucha libertad interior.
    ijo:
    —Mi guía ya me había avisado que venías a verme, queridita mía.
    ¿Como es que era tu nombre? ¿Ah, sí? Es muy lindo. Entrá, mi bien. Tengo
    una cliente en la sala del fondo, esperá aquí. ¿Querés un cafecito, mi
    florcita?
    Macabea se sentó un poco asustada porque le faltaban antecedentes
    de tanto cariño. Y bebió, con cuidado por su propia vida frágil, el café frío y
    casi sin azúcar. Mientras hacía esto miraba con admiración y respeto el
    cuarto en donde estaba. Ahí todo era de lujo. Material de plástico amarillo
    en las sillas y sofás. Y hasta las flores eran de plástico. El plástico era lo
    máximo. Estaba boquiabierta.
    Finalmente salió del fondo de la casa una muchacha con ojos muy
    enrojecidos y madame Carlota mandó a hacer entrar a Macabea. (Qué
    aburrido es lidiar con los hechos, lo cotidiano me aniquila y estoy con
    pereza de escribir esta historia que es sólo un desahogo. Veo que escribo
    más acá y más allá de mí y no me responsabilizo por lo que estoy
    escribiendo ahora).
    Continuemos, pues, aunque sea con esfuerzo: madame Carlota era
    impulsiva, pintaba su boquita rechoncha con un rojo vivaz y se ponía en
    las mejillas grasosas dos rodajas de rouge brillante. Parecía una muñecota
    de loza medio rota. (Veo que esta historia no da para ser profundizada.
    Describir me cansa.)
    —No tenga miedo de mí, linda cosita. Porque quien está a mi lado,
    también está, en el mismo instante, junto a Jesús.
    Y apuntó hacia el cuadro coloreado donde estaba expuesto, en rojo y
    dorado, el corazón de Cristo.
    —Yo soy fan de Jesús. Soy loca por Él. Él siempre me ayudó. Cuando
    yo era más joven tenía bastante categoría como para poder llevar una vida
    fácil de mujer. Y era fácil en serio, gracias a Dios. Después, cuando yo ya
    no valía mucho en el mercado, Jesús, ni más ni menos, me consiguió el
    modo de que yo hiciera una sociedad con una colega y abrimos una casa
    de mujeres. Ahí yo gané dinero y pude comprar este departamentito en la
    planta baja. Abandoné la casa de mujeres porque era difícil encargarse de
    tantas jóvenes que lo único que hacían era ver cómo podían robarme. ¿Te
    interesa lo que digo?












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    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 15:39

    ***
    —Me interesa mucho.
    —Pues haces bien, porque yo no miento. También deberías ser fan de
    Jesús porque el Salvador salva en serio. Mirá, la policía no permite tirar las
    cartas, cree que yo estoy explotando a los otros, pero como yo les dije, ni la
    policía consigue desbancar a Jesús. ¿Te diste cuenta que Él hasta me
    consiguió dinero como para tener muebles de gente fina?
    —Sí, señora.
    —¿Ah, entonces, vos también crees que es así, no? Por lo que veo sos
    inteligente, por suerte, porque a mí la inteligencia me salvó.
    Mientras hablaba, madame Carlota sacaba de una caja abierta un
    bombón atrás de otro y se iba llenando su boca pequeña. No le ofreció ni
    uno a Macabea. Ésta, que, como ya lo dije, tenía tendencia a advertir las
    cosas pequeñas, observó que dentro de cada bombón mordido había un
    líquido espeso. No tuvo codicia de ningún bombón pues había aprendido
    que las cosas son de los otros.
    —Yo era pobre, comía mal, no tenía buena ropa. Entonces caí en la
    vida. Y me gustó porque soy una persona muy cariñosa y tenía cariño por
    todos los hombres. Además de eso, en el barrio era divertido porque
    conversábamos mucho entre las compañeritas. Nosotras éramos muy
    unidas y sólo de vez en cuando yo me agarraba con alguna. Pero eso
    también era bueno, porque yo era muy fuerte y me gustaba pegar, tirar de
    los pelos y morder. Hablando de morder, no te podés imaginar qué dientes
    lindos que tenía: todos blanquitos y brillantes. Pero se arruinaron tanto
    que hoy uso dentadura postiza. ¿Se nota que son postizos?
    —No, señora.
    —Mirá, yo era muy limpia y no me agarraba enfermedades malignas.
    Sólo una vez me pesqué una sífilis pero la penicilina me curó. Yo era más
    tolerante que las otras porque soy bondadosa y finalmente estaba dando lo
    que era mío. Tenía un hombre que me gustaba de verdad y que mantenía
    porque él era fino y no quería desperdiciarse en ningún trabajo. Él era mi
    lujo y yo hasta lo protegía. Cuando él me daba una paliza yo veía que él
    gustaba de mí y a mí me gustaba protegerlo. Con él era amor; con los
    otros, trabajo. Después que él desapareció, yo, para no sufrir, me divertía
    en amoríos con mujeres. El cariño de la mujer es muy bueno en serio, yo
    hasta lo aconsejo porque si sos demasiado delicada para soportar la
    brutalidad de los hombres y conseguís una mujer vas a ver cómo es
    placentero, entre mujeres el cariño es mucho más sutil. ¿Vos tenés
    chances de estar con una mujer?
    —No, señora.
    —Pero también vos no te cuidás. Quien no se cuida a sí misma se
    arruina. ¡Ay qué nostalgia del Mangue! Yo agarré el mejor tiempo del
    Mangue, cuando lo frecuentaban verdaderos caballeros. Además del precio
    fijo, muchas veces me daban propina. Ahora escuché decir que el Mangue
    se está acabando, que la zona sólo tiene media docena de casas. En mi
    época había unas doscientas. Yo me quedaba de pie, recostada en la
    puerta y vistiendo sólo bragas y corpiño de encajes transparentes.
    Después, cuando ya me estaba poniendo más gorda y comencé a perder los
    dientes, es que me volví proxeneta. ¿Sabés lo que quiere decir proxeneta?
    Yo uso la palabra porque nunca le tuve miedo a las palabras. Hay personas
    que se asustan con el nombre de las cosas. ¿Vos tenés miedo de las
    palabras, linda?
    —Sí señora, tengo.
    —Entonces voy a cuidarme para que no se me escabulla ninguna
    mala palabra, quedate tranquila. Escuché decir que en el Mangue hay un
    olor insoportable. En mi época la gente ponía incienso para darle un aire
    limpio a la casa. Hasta había olor a iglesia. Todo era muy respetuoso y con
    mucha religión. Cuando yo era mujer-dama ya iba juntando mi dinerito y,
    claro, dándole un porcentaje a la jefa. De vez en cuando había tiros pero
    nadie se metía conmigo. Mi florcita, ¿te estoy aburriendo con mi historia?
    ¿Ah, no? ¿Tenés paciencia como para esperar por las cartas?
    —Sí señora, tengo.
    Entonces madame Carlota le contó que allá en el Mangue, en su
    alcoba, había lindos adornos en las paredes.
    —¿Sabías que el olor a hombre es bueno? Hace bien a la salud. ¿Ya
    sentiste olor a hombre?
    —No, señora.
    Finalmente, después de lamerse los dedos, madame Carlota le ordenó
    cortar las cartas con la mano izquierda, escuchaste, ¿mi adoradita?
    Macabea separó una parte del mazo con la mano trémula: por primera
    vez iba a tener un destino. Madame Carlota (explosión) era un punto
    elevado en su existencia. Era el vórtice de su vida y ésta se había
    arremolinado toda para desembocar en la gran dama cuyo rouge brillante
    le daba a la piel una lisura de material plástico. La madame de repente
    abrió mucho los ojos.
    —¡Pero, Macabeíta, qué vida horrible la tuya! ¡Que mi amigo Jesús te
    tenga compasión, hijita! ¡Pero qué horror!
    Macabea empalideció: nunca se le había ocurrido que su vida fuera
    tan mala.
    Madame acertó todo sobre su pasado, hasta le dijo que ella apenas
    había conocido a su padre y a su madre y que había sido criada por una
    pariente que era como una madrastra mala. Macabea se asombró con la
    revelación: hasta ahora siempre había juzgado que lo que la tía le había
    hecho era educarla para que ella se volviese una muchacha más fina.
    Madame agregó:
    —En cuanto a tu presente, queridita, también está horrible. Perderás
    el empleo y ya perdiste a tu novio, pobrecita de vos. Si no puedes, no me
    pagues la consulta, soy una madame de recursos.
    Macabea, poco habituada a recibir cosas gratis, rechazó la dádiva
    aunque su corazón estaba todo agradecido.
    Y he aquí que (explosión) de repente sucedió: el rostro de la madame
    se encendió todo iluminado:
    —¡Macabea! ¡Tengo grandes noticias para darte! Prestá atención, mi
    flor, porque es de la mayor importancia lo que voy a decirte. Algo muy serio
    y muy alegre: ¡tu vida va a cambiar completamente! Y digo más: ¡va a
    cambiar a partir del momento en que salgas de mi casa! Te sentirás otra.
    Podés estar segura, mi florcita, de que hasta tu pareja, que está
    arrepentido, va a volver para pedirte casamiento. ¡Y tu jefe te va a avisar
    que lo pensó mejor y que no te va a despedir!
    Macabea nunca había tenido el coraje de tener esperanza.
    Pero ahora la escuchaba a la madame como si oyese trompetas
    salidas de los cielos —mientras soportaba una fuerte taquicardia. Madame
    tenía razón: Jesús, finalmente, se fijaba en ella. Sus ojos estaban bien
    abiertos por una súbita voracidad de futuro (explosión). Y yo también estoy
    esperanzado, al fin.
    —¡Y hay más! Un dinero grande va entrar en tu casa por la puerta en
    horas de la noche traído por un hombre extranjero. ¿Conocés a algún
    extranjero?
    —No señora —dijo Macabea ya desanimándose.
    —Pues lo conocerás. Él es rubio y tiene los ojos azules o verde o
    castaños o negros. ¡Y si no fuese porque te gusta tu ex-novio, ese gringo
    sería tu pareja! ¡No! ¡No! ¡No! Ahora estoy viendo otra cosa (explosión) y a
    pesar de no ver muy claro estoy también oyendo la voz de mi guía: este
    extranjero parece que se llama Hans, y es él quien se va a casar contigo.
    Tiene mucho dinero, todos los gringos son ricos. Si no me equivoco, y
    nunca me equivoco, él te va a dar mucho amor y vos, desprolijita mía, ¡te
    vestirás con terciopelo y satén y hasta vas a tener un tapado de piel!
    Macabea comenzó (explosión) a temblequear toda a causa del lado
    penoso que hay en la excesiva felicidad. Sólo se le ocurrió decir:
    —Pero tapado de piel no es necesario con el calor que hace en Río...
    —Pues sólo lo tendrás para engalanarte. Hace tiempo que no tiro
    cartas tan buenas. Y yo soy siempre sincera: por ejemplo, acabo de tener la
    franqueza de decirle a esa joven que salió de aquí que ella iba a ser
    atropellada y se puso a llorar: ¿viste sus ojos enrojecidos? Y ahora te voy a
    dar un amuleto para que guardes dentro de este corpiño que casi no tenés
    senos, pobrecita, bien en contacto con la piel. No tenés busto pero vas a
    engordar y a tener más cuerpo. Mientras no engordes, ponete dentro del
    corpiño almohadillas de algodón para fingir que tienes. Mira, mi queridita,
    ese amuleto estoy obligada a cobrártelo por Jesús porque todo el dinero
    que recibo de las cartas lo dono a un orfanato. Pero si no puedes, no me
    pagues, solamente cuando todo te suceda, puedes venir y pagarme.
    —No, yo pago, la señora acertó todo, la señora es...







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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Dic 2024, 20:22

    ***

    Estaba como ebria, no sabía lo que pensaba y parecía que le habían
    dado un fuerte coscorrón en los cabellos ralos. Se sentía tan desorientada
    como si le hubiese sucedido una infelicidad.
    Sobre todo estaba descubriendo por primera vez lo que los otros
    llaman pasión: estaba apasionada por Hans.
    —¿Y qué puedo hacer para tener más cabello? —se atrevió a
    preguntar, porque ya se sentía otra.
    —Estás pretendiendo demasiado. Pero está bien: lavate la cabeza con
    jabón Aristolino y no uses jabón amarillo en barra. Este consejo no lo
    cobro.
    ¿También eso? (explosión) le latió el corazón, ¿también tener más
    cabello? Se había olvidado de Olímpico y sólo pensaba en el gringo: era
    tener demasiada suerte conseguir un hombre de ojos azules o verdes o
    castaños o negros, no había cómo equivocarse, el campo de posibilidades
    era vasto.
    —Y ahora —dijo la madame— puedes irte para tu maravilloso destino.
    ¡Y sólo porque tengo a otra cliente esperando! ¡Me demoré mucho con vos,
    mi angelito, pero valió la pena!
    En un ímpetu súbito (explosión) de vivo impulso, Macabea, entre feroz
    y desmañada, le dio un ruidoso beso en el rostro de la madame. Y sintió de
    nuevo que su vida ya estaba mejorando: pues era bueno besar. Cuando
    ella era pequeña, como no tenía a quien besar, besaba la pared. Al
    acariciar, ella se acariciaba a sí misma.
    Madame Carlota había acertado en todo. Macabea estaba asombrada.
    Sólo entonces advirtió que su vida era una miseria. Tuvo ganas de llorar al
    ver su lado opuesto, ella que hasta entonces, como dije, se juzgaba feliz.
    Salió de la casa de la cartomante a los tropiezos y se detuvo en el
    callejón oscurecido por el crepúsculo; el crepúsculo, que es la hora de
    nadie. Pero ella estaba con los ojos alucinados como si el último final de la
    tarde fuese una mancha de sangre y oro casi negro. Tanta riqueza de
    atmósfera la recibió con la primera mueca de la noche que, sí, sí, era
    profunda y fastuosa. Macabea se quedó un poco aturdida sin saber si
    atravesaría la calle pues su vida ya había cambiado. Había cambiado por
    las palabras —desde Moisés se sabe que la palabra es divina. Hasta para
    cruzar la calle ella ya era otra persona. Una persona grávida de futuro.
    Sentía en sí una esperanza tan violenta como jamás había sentido una
    desesperación tan grande. Si ella ya no era más ella misma, eso significaba
    una pérdida que valía como una ganancia. Así como había sentencia de
    muerte, la cartomante le había decretado sentencia de vida. Todo de
    repente era abundante y abundante y tan amplio que sintió ganas de
    llorar. Pero no lloró: sus ojos resplandecían como el sol que moría.
    Entonces, al dar el paso con el que bajaba de la vereda a la calle para
    atravesarla, el Destino (explosión) le susurró veloz y goloso: ¡es ahora, es
    ya, llegó mi turno!

    Y enorme como un transatlántico el Mercedes amarillo la atropelló; y
    en ese mismo instante, en algún lugar único del mundo, un caballo como
    respuesta se empinó en una carcajada de relincho.
    Al caer, Macabea todavía tuvo tiempo de ver, antes de que el auto se
    diese a la fuga, que ya comenzaban a cumplirse las predicciones de
    madame Carlota, pues el auto era muy lujoso. Es una caída de nada,
    pensó, apenas un empujón. Había golpeado con la cabeza en el borde de la
    vereda y quedó caída, su cara mansamente vuelta hacia la cuneta. Y de la
    cabeza un hilo de sangre inesperadamente rojo y sabroso. Lo que quería
    decir que a pesar de todo ella pertenecía a una resistente raza enana
    obstinada que un día tal vez reivindique el derecho al grito.
    (Yo todavía podría volver atrás de retorno a los minutos previos y
    recomenzar con alegría en el punto en que Macabea estaba de pie en la
    vereda, pero no depende de mí decir que el hombre rubio y extranjero la
    había mirado. Es que fui demasiado lejos y ahora no puedo retroceder. Por
    suerte por lo menos no hablé ni hablaré de muerte y sí, apenas, de que la
    atropellaron.)
    Quedó inerme en un rincón de la calle, tal vez descansando de las
    emociones y vio entre las piedras del desagüe la rala hierba de un verde de
    la más tierna esperanza humana. Hoy, pensó ella, hoy es el primer día de
    mi vida: nací.
    (La verdad siempre es un contacto interior inexplicable. La verdad es
    irreconocible. ¿Por lo tanto no existe? No, para los hombres no existe.)
    Volviendo a la hierba. Para tal criatura exigua llamada Macabea la
    gran naturaleza se daba solamente en forma de hierba de cuneta. Si le
    fuese dado el inmenso mar o los picos altos de las montañas, su alma, más
    virgen todavía que el cuerpo, se alucinaría y le explotaría el organismo,
    brazos para acá, intestinos para allá, cabeza rodando redonda y hueca a
    sus pies como se desmonta un maniquí de cera.
    De repente, se prestó un poco de atención a sí misma. ¿Lo que estaba
    sucediendo era un terremoto secreto? Se había abierto en grietas la tierra
    de Alagoas. Contemplaba, sólo por contemplar, la hierba. Hierba en la gran
    Ciudad de Río de Janeiro. En vano. ¿Quién sabe si Macabea ya habría
    sentido alguna vez que ella también estaba en vano en la ciudad
    inconquistable? El Destino había elegido para ella un callejón en la
    oscuridad y una cuneta. ¿Ella sufría? Creo que sí. Como una gallina con el
    pescuezo mal cortado que corre despavorida goteando sangre. Sólo que la
    gallina huye, como se huye del dolor, en cacareos despavoridos. Y Macabea
    luchaba muda.
    Voy a hacer lo posible para que ella no muera. Qué ganas de hacerla
    dormir y de yo también ir para la cama a dormir.
    Entonces comenzó levemente la llovizna. Olímpico tenía razón: ella lo
    único que sabía era llover. Los finos hilos de agua helada de a poco le
    empapaban la ropa y eso no era confortable.








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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Dic 2024, 09:59

    ***
    Pregunto: ¿todas las historias que ya se escribieron en el mundo son
    historias de amarguras?
    Algunas personas aparecieron en el callejón no se sabe de dónde y se
    agruparon alrededor de Macabea sin hacer nada, así como antes las
    personas no habían hecho nada por ella, sólo que ahora al menos la
    espiaban, lo que le daba una existencia.
    (¿Pero quién soy yo para censurar a los culpables? Lo peor es que
    necesito perdonarlos. Es necesario llegar a una nada tal que se ame o no
    se ame con indiferencia lo criminal que nos mata. Pero no estoy seguro de
    mí mismo: necesito preguntar, aunque no sepa a quién, si debo incluso
    amar a aquel que me masacra y preguntar quién de ustedes me masacra. Y
    mi vida, más fuerte que yo, responde que quiere porque quiere venganza y
    responde que debo luchar como quien se ahoga, aunque yo muera
    después. Si así es; que así sea.)
    ¿Macabea entonces va a morir? ¿Como puedo saber? Tampoco las
    personas allí presentes lo sabían. Aunque un vecino, por las dudas, había
    puesto una vela encendida junto a su cuerpo. El lujo de la fértil llama
    parecía cantar gloria.
    (Escribo sobre lo parco mínimo adornándolo con púrpura, joyas y
    esplendor. ¿Así se escribe? No; no es acumulando y sí desnudando. Pero
    tengo miedo de la desnudez, pues ella es la palabra final.)
    Mientras tanto, Macabea en el piso parecía volverse cada vez más
    Macabea, como si llegase a sí misma.
    ¿Esto es un melodrama? Lo que sé es que el melodrama era el ápice
    de su vida, todas las vidas son un arte y el suyo tendía para el gran llanto
    inconsolable como lluvia y rayos.
    Apareció entonces un hombre delgado de chaleco pulido tocando el
    violín en la esquina. Debo explicar que a este hombre lo vi una vez al
    anochecer cuando yo era niño en Recife y el sonido extenuado y agudo
    subrayaba con una línea dorada el misterio de la calle oscura. Junto al
    hombre escuálido había una latita de zinc donde hacían un ruido seco las
    monedas de los que oían con gratitud porque él les sollozaba la vida. Sólo
    ahora entiendo y sólo ahora brotó en mí el sentido secreto: el violín es un
    aviso. Sé que cuando yo muera voy a oír el violín del hombre y pediré
    música, música, música.
    Macabea, Ave María, llena eres de gracia, tierra serena de promisión,
    tierra del perdón, tiene que llegar el tiempo, ora pro nobis, y yo me uso
    como forma de conocimiento. Yo te conozco hasta la médula por intermedio
    de un encantamiento que viene de mí hacia vos. Nos desparramamos
    salvajemente y, así y todo, detrás de las cosas late una geometría inflexible.
    Macabea recordó los muelles del puerto. El muelle llegaba al corazón de su
    vida.
    ¿Macabea pedir perdón? Porque siempre se pide. ¿Por qué?
    Respuesta: es así porque así es. ¿Siempre fue? Siempre será. ¿Y si no fue?
    57
    Pero yo estoy diciendo que es. Así es.
    Se veía perfectamente que estaba viva por el pestañear constante de
    sus ojos grandes, por el pecho magro que se levantaba y bajaba en una
    respiración tal vez difícil. ¿Pero quién sabe si ella no estaría necesitando
    morir? Pues hay momentos en los que la persona está necesitando de una
    pequeña muertecita sin ni siquiera saberlo. En cuanto a mí, sustituyo el
    acto de la muerte por un símbolo suyo. Símbolo éste que se puede resumir
    en un profundo beso pero no en la pared áspera y sí boca a boca en la
    agonía del placer que es la muerte. Yo, que simbólicamente muero varias
    veces sólo para experimentar la resurrección.
    Descubro con alegría que todavía no llegó la hora de estrella de cine
    en la que Macabea muera. Por lo menos todavía no consigo adivinar si algo
    sucede con el hombre rubio y extranjero. Recen por ella y que todos
    interrumpan lo que están haciendo para insuflarle vida, pues Macabea está
    por ahora librada al azar como la puerta que se balancea al viento en el
    infinito. Yo podría resolverlo por el camino más fácil, matar a la niñainfante, pero quiero lo peor: la vida. Los que me lean, así, se llevarían un
    puñetazo en el estómago para ver si es bueno. La vida es un puñetazo en el
    estómago.
    Mientras tanto Macabea no pasaba de un vago sentimiento en las
    baldosas sucias. Podría dejarla en la calle y simplemente no terminar la
    historia. Pero no: iré hasta donde el aire termina, iré hasta donde el gran
    vendaval se libera aullando, iré hasta donde el vacío hace una curva, iré
    hasta donde me lleve mi aliento. ¿Mi aliento me lleva a Dios? Estoy tan
    purificado que no sé nada. Sólo sé una cosa: no necesito tener piedad de
    Dios. ¿O necesito?
    Tan viva estaba que se movió lentamente y acomodó su cuerpo en
    posición fetal. Grotesca como siempre había sido. Aquella resistencia a
    ceder y también aquellas ansias del gran abrazo. Ella se abrazaba a sí
    misma con deseos de un gran abrazo. Ella se abrazaba a sí misma con
    deseos de una dulce nada. Era una maldita y no lo sabía. Se agarraba a
    una hilacha de conciencia y se repetía mentalmente sin cesar: yo soy, yo
    soy, yo soy. Quién era es lo que no sabía. Fue a buscar en el propio,
    profundo y negro centro de sí misma el soplo de vida que Dios nos da.
    Entonces, allí acostada, tuvo una húmeda felicidad suprema, pues
    ella había nacido para el abrazo de la muerte. La muerte que es, en esta
    historia, mi personaje favorito. ¿Iría ella a darse el adiós a sí misma? Creo
    que ella no va a morir porque tiene muchas ganas de vivir. Y había cierta
    sensualidad en el modo en cómo se había encogido. ¿O es porque la premuerte se parece al intenso deseo sensual? Es que su rostro recordaba un
    gesto de deseo. Las cosas son siempre vísperas del morir, perdónenme por
    recordarles porque en cuanto a mí, no me perdono la clarividencia.
    Un gusto suave, que da escalofríos, gélido y agudo como en el amor.
    ¿Esta es la gracia que ustedes llaman Dios? ¿Sí? Si fuese a morir, pasaría
    58
    en la muerte de virgen a mujer. No, no era la muerte pues no la quiero
    para la muchacha: sólo la habían atropellado lo que no significaba ni
    siquiera un desastre. Su esfuerzo por vivir parecía algo que, si nunca había
    experimentado, virgen que era, al menos había intuido pues sólo ahora
    entendía que mujer nace mujer desde el primer vagido. El destino de una
    mujer es ser mujer. Había intuido el instante casi dolorido y
    resplandeciente del desmayo de amor. Sí, doloroso reflorecer tan difícil que
    ella emplea en él el cuerpo y esa otra cosa que ustedes llaman alma y que
    yo llamo, ¿cómo?
    Ahí Macabea dijo una frase que ninguno de los transeúntes entendió.
    Lo dijo con buena pronunciación y claramente:
    —En cuanto al futuro.
    ¿Habrá tenido nostalgias del futuro? Oigo la música antigua de
    palabras y palabras, sí, es así. En esta hora exacta Macabea sintió unas
    profundas náuseas en el estómago y casi vomitó, quería vomitar lo que no
    es cuerpo, vomitar algo luminoso. Estrella de mil puntas.
    ¿Qué es lo que estoy viendo ahora que me asusta? Veo que ella vomitó
    un poco de sangre, vasto espasmo, en fin, lo medular tocando lo medular:
    ¡victoria!
    Y entonces —entonces el súbito grito estertóreo de una gaviota, de
    repente el águila voraz irguiendo hacia los aires elevados a una tierna
    oveja, el gato suave despedazando a cualquier ratón inmundo: la vida se
    come a la vida.
    ¡¿También tú, Bruto?!
    Sí, fue éste el modo como yo quise anunciar que... que Macabea
    murió. Venció el Príncipe de las Tinieblas. Finalmente, la coronación.
    ¿Cuál fue la verdad de mi Maca? Basta descubrir la verdad para que
    ella enseguida ya no lo sea más: pasó el momento. Pregunto: ¿existe la
    verdad? Respuesta: no.
    Pero que no se lamenten los muertos: ellos saben lo que hacen.
    Estuve en la tierra de los muertos y después del terror tan negro reviví en
    el perdón. ¡Soy inocente! ¡No me consuman! ¡No soy vendible! Ay de mí,
    todo en la perdición y es como si la gran culpa fuese mía. Quiero que me
    laven las manos y los pies y después —después que los unten con óleos
    santos de mucho perfume. Ah qué deseo de alegría. Estoy ahora
    esforzándome para reír en una gran carcajada. Pero no sé por qué no me
    río. La muerte es un encuentro con uno mismo. Acostada y muerta, era tan
    grande como un caballo muerto. El mejor negocio es todavía el siguiente:
    no morir, pues morir es insuficiente, a mí, que tanto lo necesito, no me
    completa.
    Macabea me mató.
    Ella estaba finalmente libre de sí y de nosotros. No se asusten, morir
    59
    es un instante, pasa enseguida, lo sé porque acabo de morir con la
    muchacha. Discúlpenme esta muerte. Es que no pude evitarla, la gente
    acepta todo porque ya besó la pared. Pero he aquí que, de repente, siento
    mi último gesto de rebelión y aúllo: ¡¡¡los palomos son mortales!!! Vivir es
    un lujo.
    Listo, pasó.
    Muerta, las campanas repicaban pero sin que sus bronces sonaran.
    Ahora entiendo esta historia. Ella es la inminencia que hay en las
    campanas que casi-casi repican.
    La grandeza de cada uno.
    Silencio.
    Si un día Dios viene a la tierra habrá un silencio enorme. El silencio
    es tal que ni el pensamiento piensa. ¿El final fue demasiado grandilocuente
    para las necesidades de ustedes? Al morir, ella se volvió aire. ¿Aire
    enérgico? No lo sé. Murió en un instante. El instante es aquel momento de
    tiempo en que el neumático del auto corriendo a alta velocidad toca el
    suelo, después no toca y después vuelve a tocar. Etc., etc., etc. En el fondo
    ella no había pasado de ser una cajita de música medio desafinada.
    Yo les pregunto:
    —¿Cuál es el peso de la luz?
    Y ahora, ahora sólo me queda prender un cigarrillo e irme a casa.
    Dios mío, sólo ahora me acordé de que la gente muere. Pero, ¡¿pero yo
    también?!
    No olvidar que, mientras tanto, es tiempo de frutillas.
    Sí.



    FIN



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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Dic 2024, 10:36

    UNA LECTURA HISTÓRICA
    DE CLARICE LISPECTOR



    POR FLORENCIA GARRAMUÑO



    Mas já que se há de escrever, que ao menos
    não se esmaguem com palavras as entrelinhas.

    Clarice Lispector, Para não esquecer


    Afortunadamente, la iconografía de Clarice Lispector es copiosa: las
    fotos —gran parte de las cuales hoy pueden verse en el Archivo del
    Instituto Moreira Salles en la Gávea, en Río de Janeiro, donde se conservan
    también algunos de sus manuscritos—, multiplican el increíblemente bello
    e inquietante rostro de Clarice Lispector en fotografías de la escritora con
    su perro Ulyses, en su departamento de la zona sur en Río, en Italia, en
    sus viajes por Europa, con sus niños en la nieve en Washington, con su
    máquina de escribir sobre la falda —como solía escribir, y eso sí que era
    escribir realmente con el cuerpo—, con sus amigos, y sola, de perfil, de
    frente, sentada, en posturas de lo más variadas. En esa riquísima
    colección, hay una foto que siempre me pareció incitante. He vuelto a ella
    una y otra vez, y cada vez que pienso en la escritura de Clarice Lispector —
    por alguna razón oscura que hasta ahora nunca me había propuesto
    dilucidar— me viene a la cabeza esa foto. Se trata de una fotografía de la
    manifestación que realizaron en 1968 más de 100.000 personas para
    reclamar por la muerte del estudiante Edson Luís asesinado por la
    dictadura militar brasileña que se había iniciado en 1964 y que
    recrudecería a partir de ese año fatídico para la historia brasileña. En ésa
    que fue conocida para la historia como “a passeata dos cem mil”, en la que
    participaron un Caetano Veloso con sus largos rulos desordenados al
    viento —sem lenço e sem documento, como en su canción “Alegría,
    Alegría”—, un Vinícius de Moraes con su desajeito característico, y un
    también joven y medio hippie Chico Buarque, Clarice Lispector avanza con
    paso decidido y mirada al mismo tiempo desafiante y huidiza, tan
    desafiante y huidiza como siempre fue su mirada, vestida con un vestido
    61
    de un floreado muy sobrio, casi intemporal, anteojos de sol y collar
    elegante.1
    Si en casi todos los otros participantes de la manifestación la
    historia se encuentra inscripta de forma evidente en sus vestidos y
    actitudes corporales, Clarice, en cambio, parece flotar en una suerte de
    atemporalidad e idiosincrasia semejante a la que tantas veces se le ha
    adjudicado a su escritura. Y sin embargo, allí está: en medio de la
    multitud, participando activamente en un acto de protesta política,
    inmiscuida hasta la médula en la contingencia histórica.
    La fotografía no es significativa sólo porque muestra como agente
    histórico a una de las escritoras más fuertemente asociadas dentro de la
    tradición brasileña a una literatura psicologizante y experimental que poco
    habría tenido que ver con su contexto histórico y social, sino porque tiene
    la capacidad de congelar algo así como “el inconsciente óptico” de la
    literatura de Clarice. Creo que la fotografía exhibe la historia que atraviesa
    la escritura de Clarice Lispector por caminos que no son sin dudas los más
    tradicionales, pero que sin embargo aparecen, con consecuencias bastante
    dramáticas, en toda la escritura de Lispector.2
    Y hago hincapié en toda
    porque, como intentaré desarrollar en estas breves líneas, no es sólo la
    última Clarice, la Clarice de lo que ella misma llamó “a hora do lixo”, la que
    se encuentra inserta en la contingencia histórica, sino toda su escritura,
    aun la anterior y la más “psicologizante” e individualista.3
    No es que la foto traiga una información novedosa o desconocida, o
    que no se corresponda con lo que ya, para entonces, se sabía de Clarice
    Lispector. Para quienes la leyeron exhaustivamente —y parece que es la
    única forma de leerla—, y a pesar de su literatura claramente
    experimentalista e “individualista”, su actuación en contra de la dictadura
    militar ya era, para 1968, suficientemente conocida: las crónicas que por
    esa época publicaba en el diario carioca Jornal do Brasil contienen varias
    referencias en contra de algunas de las leyes dictadas por la dictadura, su
    visita al Palacio de Guanabara para reclamar por justicia frente a la
    represión, y sus diversas intervenciones y participación en reuniones
    semiclandestinas ya la habían identificado, si no como una activista, sí
    como un actor histórico que había participado, públicamente, de esa
    contingencia histórica.4
    Uno de los textos más conmovedores de la
    escritora, el que ella misma eligió como el texto que más le gustaba, es
    precisamente una queja por la muerte de un criminal marginal,
    Mineirinho, ocurrida a manos de la policía carioca.5
    No es, por lo tanto,
    simplemente el hecho de que en su escritura pueda o no leerse una
    preocupación social lo que me parece revela la foto. Es algo más
    inapresable e indefinible que tiene que ver con esa paradójica inscripción
    intemporal de la historia —contextual, social, exterior— que anida en sus
    textos, lo que me parece dice esa foto de una Clarice que está en medio de
    la manifestación aun cuando nada en sus gestos o vestimenta pueda
    hacerla valer como índice histórico. Podemos retirar la foto de Gil, o de
    Caetano, del contexto de la manifestación, y sus rostros —sus cabellos, sus
    vestidos, pero también sus gestos, las líneas de expresión que marcan sus
    caras— nos hablarán de la rebeldía, de la protesta, de los años sesenta. No
    es tan fácil hacer lo mismo, en cambio, con la figura de Clarice Lispector.
    Lo que en la foto me instiga compulsivamente a volver hacia ella una y
    otra vez es que parece abrigar, en ese inconsciente óptico, la misma
    pregunta con la que la escritura de Clarice Lispector me interpela una y
    otra vez: ¿cómo describir la presencia palpitante de la experiencia en esa
    escritura despojada de acontecimientos, concentrada en la psiquis
    individual, y diseñada en un lenguaje cada vez más único e irrepetible?
    Desde sus primeros textos y hasta por lo menos precisamente esos
    años sesenta, la escritura de Clarice Lispector, extremadamente exitosa, es
    reconocida como una literatura originalísima, como ejemplo de una
    escritura muy innovadora que no podría inscribirse en ninguna tradición
    de la literatura brasileña. Las primeras y muy perceptivas lecturas que se
    hicieron de ella, una tan temprana como su primera novela, de Antonio
    Candido, de los años cuarenta. “No raiar de Clarice Lispector”, y una de
    Roberto Schwarz, de 1959, se concentraron en las innovaciones que la
    escritura de Clarice habría traído, en tanto técnica literaria, al campo de la
    literatura brasileña. Esas lecturas señalaban que la escritura de Clarice
    Lispector era una escritura sumamente experimental en la que podía leerse
    una gran exploración vocabular, y una aventura de la expresión
    concentradas en la investigación del psiquismo de sus personajes. A partir
    de esa gran exploración experimental, la historia, la realidad social, y los
    problemas del contexto habrían quedado claramente excluidos. La mayoría
    de las críticas y reseñas publicadas durante esos primeros años insisten en
    esas características que se convertirán en la marca de identificación de la
    literatura de Clarice Lispector: “o lirismo, o universo femenino, o interior e
    as sensações” que la distinguen como escritora original y solitaria en el
    contexto de la literatura brasileña de los años cuarenta y cincuenta.6
    Frente a esa soledad, en los años de 1970 Clarice Lispector no sólo se
    ha convertido en una escritora consagrada, leída dentro y fuera de Brasil y
    referencia obligatoria cuando se habla de literatura brasileña. Lo que más
    llama la atención es la constante presencia que su escritura tiene en el
    paisaje literario de la década de 1970, la fuerte influencia que su literatura
    ejerce en los escritores más jóvenes que apenas se están estrenando en el
    ámbito de la cultura brasileña por esos años: Caio Fernando Abreu, entre
    muchas otras referencias, utiliza como epígrafe de uno de sus cuentos una
    frase de A hora da estrela: “Quanto a escrever, mais vale um cachorro
    vivo”; Ana Cristina César siembra sus poemas de referencias cifradas y
    ocultas a Clarice Lispector robándole títulos que se convierten en versos —
    “a imitação da rosa”, por ejemplo— y le dedica un poema, aunque no llega
    a publicarlo7
    ; y hasta la cantante Cássia Eller compone, unos años más
    tarde, con la colaboración de Cazuza, una canción de rock —bien pesado,
    por increíble que pueda parecer— con versos retirados de las obras de
    Clarice Lispector.8
    João Gilberto Noll, que comienza a escribir también
    durante los años setenta y se convertirá posteriormente en uno de los
    escritores brasileños contemporáneos más traducidos y conocidos
    internacionalmente reconoce, también, a Clarice como una de sus
    inspiraciones más importantes. ¿Qué podría haber en común entre estos
    jóvenes recién iniciados en la literatura y la cultura, participantes del
    desbunde que acompañó a la dictadura, y la señora madura, burguesa y
    consagrada que ya es Clarice Lispector —una Clarice que incluso en una
    entrevista realizada por esa época en el programa TV Cultura dice, “eu
    morri”?9


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Dic 2024, 10:24

    ***


    Se ha planteado un progresivo cambio en la literatura de Clarice
    Lispector, como si hubiera habido una paulatina preocupación social en
    sus textos a partir de los años sesenta. Como si el ejercicio de la escritura
    de las crónicas —que comienza a publicar en el Jornal do Brasil— y la
    violencia arrasadora de la historia hubieran hecho mella en esa superficie
    opaca que habrían sido sus novelas y cuentos anteriores transformando su
    escritura en un medio un tanto más sensible a los embates de lo social.10
    Aunque muchos de esos textos publicados como crónicas en el diario no
    sólo son tan opacos como sus textos anteriores sino que son, además,
    posteriormente reutilizados y republicados en libros como “cuentos” e
    incluso forman parte, cosidos a otros textos, de algunas de sus “novelas”.11
    Pero ¿son novelas o cuentos esos textos extraños, en los que la ficción está
    reducida a su más mínima expresión? Los textos que Clarice Lispector
    comienza a publicar a partir de mediados de los años sesenta exhiben una
    implosión formal muy intensa en donde toda una idea de construcción
    formal y perfeccionamiento técnico resulta conscientemente rechazada,
    insistentemente abandonada en busca de lo que, en Agua Viva, Clarice va
    a denominar “o instante-já”:



    “Pero el instante ya es una luciérnaga que se enciende y se apaga. El
    presente es el instante en que la rueda de un automóvil a gran
    velocidad toca mínimamente el suelo. Y la parte de la rueda que aún
    no lo ha tocado, lo tocará en un futuro inmediato que absorbe el
    instante presente y hace de él pasado. Yo, viva y centellante como los
    instantes, me enciendo y me apago, me enciendo y me apago, me
    enciendo y apago. Pero aquello que capto en mí tiene, ahora que está
    siendo transpuesto a la escritura, la desesperación de que las
    palabras ocupen más instantes que la mirada. Más que un instante
    historia inscripta en el lenguaje, no la historia que relatan los
    acontecimientos sino la historia en tanto experiencia que no posee sin
    embargo ninguna clara positividad e incluso puede abrigar la locura y,
    sobre todo, la inconmensurabilidad de lo incomprensible."





    En la literatura brasileña de los años setenta estas búsquedas son
    comunes —de allí, tal vez, también, la referencia insistente en esos
    escritores a Clarice Lispector.
    En esos textos de Clarice, la ausencia de una trama narrativa y la
    incorporación de referencias biográficas tienden a construir una intriga
    que parece desnudarse de sus constricciones formales y ficcionales, como
    si se escribiera, como ella misma lo propuso, “sin trucos”:

    “Pero es que me sorprende un poco la discusión sobre si una novela
    es o no una novela. [...] ¿Qué es ficción? Es, en suma, supongo, la
    creación de seres y acontecimientos que no existieron en la realidad
    pero que podrían existir de tal forma que se tornan vivos. Ahora, que
    el libro obedezca a una determinada forma de novela, sin ninguna
    irritación, je m’ en fiche. Sé que la novela se volvería mucho más
    novela de concepción clásica si yo la volviera más atractiva, con la
    descripción de algunas de las cosas que adornan una vida, una
    novela, un personaje, etc. Pero exactamente lo que no quiero es el
    adorno. Hacer un libro atractivo es un truco perfectamente legítimo.
    Prefiero, sin embargo, escribir con un mínimo de trucos.”13




    Si a partir de esa implosión de la forma en la última Clarice Lispector
    ese intento por acercarse a lo real incomprensible se hace más evidente, es
    posible decir que ese impulso estuvo también presente en la literatura más
    temprana de Clarice Lispector. Que ese experimentalismo técnico que sus
    primeros y lúcidos críticos percibieron tempranamente no era sólo un
    nuevo intento modernizador por transformar el lenguaje literario, sino una
    forma de hacer que éste se acercara con mayor intensidad a lo que en la
    vida más se acercaba a la experiencia pero que no se confundía con el
    acontecimiento.
    Silviano Santiago percibe algo semejante en la Clarice Lispector
    “primitiva”, en la Lispector que todavía no es la Clarice Lispector de La
    hora de la Estrella, pero que sí, quizás, sólo puede ser leída desde la
    perspectiva de la literatura brasileña posterior a 1970. Dice Santiago:
    “a grande contribuição de Clarice à literatura brasileira (e ao
    desenvolvimento do conhecimento filosófico no Brasil) é a de ter
    questionado o conceito de ‘experiência’, tal qual defendido por Kant e
    os neokantianos. Ao demarcar o territorio da experiência pela redução
    do real ao racional, e vice-versa, Kant configurou e nos transmitiu um
    conceito tacanho, cegó à religião e ao irracional. A conceituação de
    Kant criou um vazio que só poderia ser redimido por um conceito
    mais alto e mais amplo de experiência. Nesse sentido, esclarecedora
    para se compreender a originalidade da proposta filosófica de Clarice
    é a leitura do ensaio do jovem Walter Benjamin, intitulado “Programa
    para a Filosofía futura” (1918). Nele o filósofo aponta para a
    necessidade de conceber a experiência como algo que também
    incorpora o pré-racional, o mágico e até mesmo a loucura. (...) Esse
    enriquecimento do conceito de experiência propiciou uma nefasta
    atitude conservadora por parte da crítica marxista ortodoxa no Brasil.
    Ela foi incapaz de compreender a política revolucionária do texto de
    Clarice, presa que se encontrava aos condicionamentos históricos
    impostos pelas verdades iluministas no nosso pensamento político.”14
    En A Hora da Estrela —libro de 1977— la construcción del personaje
    de Macabea y su historia recuerda e inscribe la preocupación social que
    marcó a una zona importantísima de la tradición de la literatura brasileña
    —y no sólo en el regionalismo de los años 30, sino aún desde el siglo
    diecinueve pasando por la gran bisagra que será en este sentido Los
    sertones, de Euclides da Cunha— de una manera que parece poner en
    primer plano una suerte de referencia social que desconcertaba a los
    críticos de Clarice.15 Pero lo cierto es que también en esta novela —como en
    las anteriores— esa referencia aparece interrumpida por la percepción que
    de esa “realidad” tiene un sujeto narrador cuya historia también forma
    parte de la narrativa y la narrativa misma construye. Por eso, la referencia
    a la historia y a lo social aparece a través de dispositivos que nada tienen
    que ver con los dispositivos de la representación, que, más bien,
    interrumpen constantemente la historia de Macabea con la historia de la
    escritura de esa historia.16 Se trata, por lo tanto, de una “presentación” o
    referencia a un orden social, a un cierto “real”, a través de la consciencia
    de sus personajes (lo que se ha leído como psicologismo), que funciona a
    su vez desplazando esa tradición social de la literatura brasileña,
    señalando precisamente la ausencia de ese “real” que supuestamente se
    estaría representando.

    En la reducción de lo inmediatamente social a ese intento de captar la
    fluencia de la experiencia, esa última literatura de Clarice Lispector no sólo
    parece estar respondiendo a la acusación de literatura individualista y
    psíquica que se le había adjudicado a su literatura anterior, sino
    proponerse incluso como una suerte de prótesis ocular que permite leer
    sus textos previos, haciendo evidente que esa importancia de la historia y
    de lo social —pero desde esta concepción que abandona el
    acontecimiento— también estaba presente en Perto do Coração Salvagem,
    Laços de Família, o A Paixão Segundo G. H. Si su virtuosismo y
    experimentación técnica se convirtieron, por la novedad, en aquello que
    llamó más la atención desde el comienzo, lo cierto es que también desde el
    comienzo habría habido una preocupación social cifrada en esa
    reconceptualización del concepto de experiencia. Porque aun cuando todas
    sus novelas tratan de la consciencia de sus personajes, lo que de esa
    consciencia importa es siempre el efecto que sobre ella produce lo real, y,
    en general, lo real en tanto cadenas y constricciones sociales
    general, lo real en tanto cadenas y constricciones sociales.

    La hora de la estrella, al utilizar estas técnicas de fragmentación y de
    interrupción de la linealidad incorporando una temática social, muestra
    que esas técnicas ya estaban de alguna manera planteando en el comienzo
    una forma de resistir ciertas representaciones de lo social como las únicas
    que permitirían pensar la experiencia a partir de una elaboración
    imaginaria. Evidencia, además, cómo a través de un lenguaje refractario,
    casi aporético, pueden colocarse problemas sociales como los del Nordeste,
    cómo la escritura de la conciencia y de la interioridad de los personajes
    puede ser también una forma de revulsión o de cuestionamiento social, tal
    vez incluso más radical —desde un punto de vista estético y ético— que las
    tradicionales representaciones de la literatura “social”.17

    Es por eso que esa foto de Clarice Lispector, no casualmente una foto
    de un año tan cargado de significación histórica para el contexto brasileño
    como lo es el año de 1968, continúa interpelándome. Clarice caminando
    con su paso, sin duda original, en medio del tumulto de la historia: allí se
    cifra, creo, lo más atractivo de la escritura de Clarice Lispector, sobre todo
    para la literatura brasileña de los años setenta y ochenta. Y esa cifra es a
    su vez reveladora de lo que siempre fue su literatura, y del legado que esas
    dos décadas convulsivas de la literatura brasileña hicieron posible leer
    La artista norteamericana Roni Horn realizó, inspirada en Água Viva
    —y sobre todo, en la lectura que la escritora feminista Hélène Cixous
    realizara de ella— una instalación con baldosas de goma en las que, en
    espirales, se encuentran escritos fragmentos de frases retirados de la
    novela de Lispector. En Rings of Lispector, el espectador es invitado a
    descalzarse para sentir con los pies la superficie de goma de las baldosas y
    percibir a través de ese contacto las rugosidades de una escritura
    espiralada. Algo como esa sensibilidad arquitectónica y contextual es lo
    que creo genera la intemporalidad histórica —valga el oximoron— de la
    escritura de Lispector: la construcción de un ambiente de desamparo que
    nos obliga a considerar el paso del tiempo y las condiciones cambiantes —
    inapresables— de la existencia.18







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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Dic 2024, 15:21

    LA HORA DE LA BASURA*


    POR ÍTALO MORICONI


    Escrito en 1976, publicado un mes antes de la internación que
    culminó con su muerte en diciembre de 1977, La hora de la estrella forma
    parte de un grupo de textos que, en el contexto de la obra de Clarice
    Lispector, ponen en escena el final, sobre todo como disolución. Final de la
    vida, final de la carrera, final de la obra. Una etapa de su escritura que
    Clarice misma llamó “la hora de la basura”, cuando respondió a las críticas
    hechas al libro de cuentos El vía crucis del cuerpo (1974), críticas que
    condenaron el carácter esquemático de sus relatos y una supuesta crudeza
    en el tratamiento de las temáticas sexuales. Hora de la estrella, hora de la
    basura.
    La “hora de la basura” cubre un período relativamente corto de la
    obra de Clarice Lispector e incluye sus últimos escritos posteriores a Agua
    viva (1973), hasta el póstumo Un soplo de vida (escrito entre 1974 y 1977),
    que ahora se traduce al castellano. Representa un momento de
    radicalización en una trayectoria leída desde el comienzo por todas las
    vertientes de la moderna crítica literaria brasileña como radical o
    idiosincrática.
    Como inflexión radical, los textos de “la hora de la basura” mantienen
    estrecha vinculación con Agua viva y forman parte del mismo gesto estético
    que establece una dialéctica paradójica o ambivalente entre lo sublime y la
    desublimación. Si Agua viva todavía puede ser leído en la clave de un
    “sublime femenino”, asociado a la valorización de los actos sublimes de
    pintar y/o escribir —rasgo decisivo ya en el primer libro de Clarice (Cerca
    del corazón salvaje, 1944)—, en La hora de la estrella se verifica una
    inversión total de ese juego. El narrador y/o protagonista femenino es
    sustituido por la brutal y sádica voz (a pesar de su apariencia titubeante)
    de un narrador masculino. El acto narrativo hace concesiones mínimas a
    lo que no sea sarcástico o grotesco. El propio carácter del juego dialéctico
    entre sublime/desublimado, tan evidente en Agua viva, con su apelación
    frecuente a lo meramente orgánico y visceral, está aquí por completo
    ausente. “La hora de la basura” es el rechazo de cualquier sublimación. En
    ese sentido —valiéndonos de la ingeniosa ecuación concretista— podría
    decirse que Agua viva representa el momento de lujo (luxo) imprescindible
    en la configuración de la basura (lixo) como categoría estética.




    Una chica difícil




    El diagnóstico del “caso Clarice” como radical o idiosincrático se
    explica, en un primer momento, por su inadecuación a la hegemonía de los
    valores nacionalistas, historicistas y referencialistas hegemónicos en la
    valoración crítica de la literatura en el canon modernista. Clarice Lispector
    aparece en el escenario literario en 1944 proponiendo una ficción
    subjetivista y una retórica no mimética, llena de metaforizaciones, desvíos
    violentos, extrañamientos provocados por un sistema narrativo dominado
    por las descripciones alusivas y fundado en una intensa atención a lo
    sensible y al detalle. Lispector abría para la literatura brasileña la puerta
    de una vertiente sofisticada, que mostraba cómo a partir de la
    introspección podía constituirse una mirada moral o existencial.
    Distinguiéndose de las novelas de sus contemporáneos —Cornelio
    Pena, Otavio de Faria, Lucio Cardoso, entre otros—, Cerca del corazón
    salvaje, la primera publicación de Clarice, fue leída como sorprendente
    sobre todo por su carácter experimental, sumado a un explícito (aunque no
    total) compromiso de la escritura (y del arte en general) con el costado
    sombrío de la existencia: el mal, el pecado, el crimen.
    Con el correr del tiempo, ese componente experimental se acentuó,
    sufriendo inflexiones diversas y configurando una evolución que, si por un
    lado apeló a la dimensión lineal y previsible, por el otro apuntó hacia un
    ordenamiento alrededor de la repetición. Tal dinámica se intensificó
    después de Una manzana en la oscuridad (1961), mediante la
    radicalización de los elementos autorreflexivos propios de la lógica textual
    vanguardista. Ejemplos cabales son La pasión según G. H. (1964) y Un
    aprendizaje, o Libro de los placeres (1969). El primero reescribe en clave
    femenina el mito kafkiano del hombre-insecto. En cuanto a Un aprendizaje,
    basta recordar que el texto comienza con una coma, señalando de entrada
    su carácter de pura escritura
    Cómo decir
    En cierto sentido, los textos producidos durante el período que
    llamamos La hora de la basura ponen en escena los límites y la
    extenuación de un proyecto de progresiva radicalización de la escritura
    autorreflexiva. Desde el punto de vista estético, plantean el más
    espectacular de los finales, que probablemente determina todos los demás:
    el fin del modernismo.
    Desde un punto de vista descriptivo, los textos de “la hora de la
    basura”, desde Agua viva hasta Un soplo de vida, se caracterizan por el
    fragmentarismo extremo. Los libros se vuelven cortos; los relatos,
    esquemáticos y nerviosos. Los títulos de esta etapa son, en última
    instancia, montajes de fragmentos unidos por algún (a veces tenue) hilo
    conductor.
    Ese fragmentarismo radical es correlativo de una intensa actividad
    periodística. Clarice publica fragmentos de sus libros y relatos como parte
    de las crónicas que escribe para el diario Jornal do Brasil, con el cual
    colabora semanalmente entre 1967 y 1973. Por otro lado, las crónicas
    periodísticas que publica asumen frecuentemente un tono “literario” y
    filosofante, con las reflexiones, meditaciones, metáforas y juegos irónicos
    típicos de sus textos literarios. Se crea, así, una porosidad entre dos
    géneros, un sistema de intercambios erráticos, que se asocian en la
    permanente reescritura que Clarice practica.
    Lo hora de la basura se fundamenta, pues, en una dualidad entre lo
    literario y lo periodístico, entre lo erudito-vanguardista y lo kitsch, entre el
    buen y el mal gusto, entre lo alto y lo bajo, entre la poesía y el cliché, entre
    lo irónico y lo sentimental. Es que, tradicionalmente, la crónica es un
    género paraliterario dirigido, en la cultura brasileña de los años 50/60, a
    lectores “sensibles”.
    La hora de la basura desarrolla, entonces, sus dos caras. El costado
    popular en la crónica “meditativa”: en la década del setenta, amar a Clarice
    se volvió un mito de la cultura brasileña, porque significaba declararse
    sensible (o también: sensitivo). Por otro lado, el costado literario
    experimental-vanguardista en los libros, en los cuales lo “bajo” del cliché
    sentimental-existencial se entrelaza con el extrañamiento provocado por la
    complejidad de un lenguaje autorreferencial, propio del alto modernismo.





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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 10:11

    ***

    La disolución




    En Agua viva, La hora de la estrella y Un soplo de vida domina el
    deseo del narrador por crear efectos de simultaneidad entre los hechos
    narrados y la escritura, que se propone como una inscripción simultánea
    del proceso por el cual un pensar/sentir se hace efectivo. Para usar la
    expresión acuñada en Agua viva, una escritura del instante-já.
    Una simultaneidad semejante entre escritura y
    pensamiento/sentimiento es correlativa de una filosofía sobre la
    subjetividad. En las obras previas a Agua viva la narración avanza a través
    del juego clásico entre un narrador y los personajes. En los textos de este
    período, por el contrario, el escenario aparece completamente dislocado. La
    filosofía de la subjetividad en Clarice pasa a concentrarse exclusivamente
    en un yo que es un ego scriptor, se trate de un yo naif, como en el caso de
    la pintora que resuelve dedicarse a escribir en Agua viva, o de un autor
    experimentado —femenino en La hora de la estrella, masculino y femenino
    en Un soplo de vida


    .
    Escribir es morir un poco



    En la escena final de La hora de la estrella, un auto marca Mercedes
    Benz atropella a Macabea, su protagonista. Esa muerte acentúa la victoria
    de la artificiosidad de la escritura sobre la piedad social como móvil de la
    creación artística. “¿El final fue suficientemente dramático para vuestras
    necesidades?”, pregunta al lector el más cínico de los narradores creados
    por Clarice Lispector. En la cuneta, el cuerpo muerto de Macabea alegoriza
    no sólo un cierto concepto de ego scriptor sino, sobre todo, una imagen
    impiadosa de la misma Clarice, en la hora final. El mismo narrador, el
    sadomasoquista Rodrigo, bien puede ser una imagen travestida de la
    autora, cuando dice:
    Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: sobro, y no hay
    lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por desesperación y por
    cansancio. No soporto más la rutina de ser yo mismo, y si no fuese por la
    novedad que siempre representa escribir, moriría simbólicamente todos los
    días. Pero estoy preparado para salir discretamente por la puerta del fondo.
    Experimenté casi todo, incluso la pasión y la desesperación. Ahora sólo
    querría tener lo que pude haber sido y no fui.



    Casi un libro



    De todos los textos de la etapa final de Clarice, Un soplo de vida es el
    más intensamente fragmentario. En primer término, el libro, tal como lo
    conocemos, existe gracias a la intervención de Olga Borelli, la amiga de
    Clarice que la acompañó de cerca en la enfermedad y en la muerte y a
    quien la autora confió la tarea de organizar el manuscrito. Se podría
    sostener, pues, la hipótesis de que Clarice nunca quiso que Un soplo de
    vida se totalizara bajo la forma clásica de unidad dada por la firma autoral.
    La misma noción moderna de “libro de literatura” se desmorona con la
    transferencia de la responsabilidad autoral a otra persona. Desde el punto
    de vista operativo, hay un cierto paralelo entre Agua viva y Un soplo de
    vida, pues el primer título también fue producido a partir de una masa
    semicaótica de papeles que Clarice ordenó sólo después de escuchar las
    sugerencias de los primeros lectores a los que mostró el manuscrito.
    Si bien es cierto que por un lado Un soplo de vida encuentra un
    principio básico de estructuración en la confrontación entre dos figuras de
    escritor llamadas “Autor” y “Angela Pralini”, por el otro elimina
    completamente cualquier tipo de dimensión narrativa o dramática,
    cualquier vislumbre de sentido totalizador. No hay enredo narrativo, no
    hay clímax (y debe tenerse en cuenta que fue precisamente en la
    construcción de clímax que la narradora Clarice fue maestra) y, sobre todo,
    no hay siquiera coherencia o rigor en la diferenciación entre “Autor” y
    “Angela”, a no ser el hecho de que el primero ocupa siempre una posición
    metanarrativa y la segunda una posición más enfáticamente ambigua entre
    el narrador y el personaje —reduplicando de otra forma el experimento
    realizado con la figura de Rodrigo S.M. en La hora de la estrella.
    Al igual que ese penúltimo texto, Un soplo de vida se apoya en un
    gesto radicalmente desublimador y opta por la caricatura. Sólo que aquí la
    caricatura, además de menos evidente, no es una estrategia que sirva para
    revelar el absurdo de la relación entre intelectuales y pobreza en Brasil. En
    Un soplo, a través de la figura de Angela Pralini se caricaturiza el tipo de
    escritora que había proporcionado el modelo mismo sobre el cual Clarice
    construyó su reputación, su propia personalidad literaria: la mujer que,
    asaltada desde el fondo de su soledad por fantasmas pulsionales, escribe
    maníacamente, movida por la obsesión, desde siempre predestinada al
    fracaso, a perseguir sin éxito la esencia intangible del ser en general. En
    ese sentido, buena parte de lo que Angela Pralini escribe pone en escena de
    manera exasperada e impúdica el núcleo extremadamente kitsch y
    subliterario que fundamenta aquella imagen y aquel proyecto, en una
    parodia, por exageración, del sublime femenino, en lo que tiene tanto de
    egocentrismo cuanto de apelación a alguna de las formas de “Dios” para
    legitimar algo que no es sino el ejercicio de una grafomanía. O sea: la
    escritura como doble gráfico de los movimientos afectivos.



    Pulso. Latido



    Más allá de la grafomanía sin la cual ningún ser alfabetizado puede
    existir para sí, la escritura responde a una demanda de piedad social, o a
    una demanda de lucro del mercado, o es lenguaje espurio que satisface las
    demandas de buenos sentimientos y de mitos sorprendentes en el interior
    de los circuitos de suceso y consagración. Es así que la ficción de Clarice
    define el espacio literario en su hora de la basura. Si el juego de espejos
    entre Autor y Angela Pralini proporciona la estructura básica de Un soplo
    de vida, podemos también decir que, con este cuasi-libro, Clarice pretende
    romper el espejo en el que se proyectaba su imagen de gran escritora.
    Clarice no quiso morir presa de esa imagen. Tal como el Autor declara a
    cierta altura:
    Quiero reinventarme. Y para eso tengo que abdicar de toda mi obra y
    comenzar humildemente, sin endiosamientos. Un comienzo en el que no
    haya residuos de ningún hábito, tic o habilidad. Tengo que dejar de lado el
    know-how. Para eso, me expongo a un nuevo tipo de ficción, que todavía no
    sé cómo manejar.


    FIN
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 10:16

    Felicidad clandestina




    Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio
    amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía
    éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba
    de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña
    devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una
    librería.
    No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los
    cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una
    postal de la tienda del padre. Encima siempre era algún paisaje de Recife, la
    ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con
    letra elaboradísima palabras como «fecha natalicia» y «recuerdos».
    Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo
    chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa
    niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de
    cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi
    ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me
    imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
    Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china.
    Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro
    Lobato.
    Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con
    él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis
    posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo
    prestaría.
    Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma
    esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me
    transportaban de un lado a otro.
    Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un
    apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija
    en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a
    buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato
    la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por
    la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de
    Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día
    siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor
    por el mundo, y no me caí una sola vez.
    Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño
    de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la
    puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la
    tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al
    día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el
    drama del «día siguiente» iba a repetirse para mi corazón palpitante otras
    veces como aquélla.
    Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel
    no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido.
    Yo había empezado a sospechar, es algo que sospecho a veces, que me había
    elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto,
    como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo
    sufra.
    ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces
    ella decía: «Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no
    has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña». Y yo, que no era
    propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos
    sorprendidos.
    Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo
    silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle
    la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió
    explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de
    palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el
    hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió
    hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: «¡Pero si ese libro no ha salido
    nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!»
    Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía
    de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en
    silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de
    pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces
    cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: «Vas a prestar
    ahora mismo ese libro». Y a mí: «Y tú te quedas con el libro todo el tiempo
    que quieras. ¿Entendido?». Eso era más valioso que si me hubiesen regalado
    el libro: «el tiempo que quieras» es todo lo que una persona, grande o
    pequeña, puede tener la osadía de querer.
    ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el
    libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando
    como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso
    libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también
    cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
    Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente
    para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas
    líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué
    más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había
    guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los
    obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí
    la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera.
    ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era
    una reina delicada.
    A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en
    el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
    Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante.





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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 16:12

    Los obedientes




    Se trata de una situación simple, un hecho para contar y olvidar.
    Pero si alguien comete la imprudencia de detenerse en él un instante más
    de lo que debe, un pie se le hunde dentro y queda comprometido. Desde ese
    instante en que también nosotros nos arriesgamos, ya no se trata de un hecho
    a contar, empiezan a faltar las palabras capaces de no traicionarlo. A esas
    alturas, demasiado hundidos, el hecho ha dejado de ser un hecho para
    convertirse apenas en su difusa repercusión. Que, de verse demasiado
    retrasada, acaba por explotar un día como en esta tarde de domingo, cuando
    hace semanas que no llueve y cuando, como hoy, la belleza reseca persiste, no
    obstante, como belleza. Frente a la cual asumo una gravedad como la que se
    asume frente a un túmulo. A estas alturas, ¿por dónde anda el hecho inicial?
    Se ha convertido en la tarde esta. Sin saber cómo lidiar con ella, dudo entre
    ser agresiva o replegarme, un poco herida. El hecho inicial está suspendido en
    la soleada polvareda de este domingo… Hasta que suena el teléfono y,
    agradecida, voy de un salto a lamer la mano de quien me ama y me libera.
    Cronológicamente, la situación era como sigue: un hombre y una mujer
    estaban casados.

    Con sólo constatar este hecho hundí el pie. Me vi obligada a pensar en
    algo. Aun si no hubiese dicho nada más, y hubiese cerrado la historia con esta
    constatación, ya me habría comprometido con los pensamientos más
    irreconocibles. Ya sería como si hubiese visto, trazo negro sobre fondo
    blanco, a un hombre y una mujer. Y en ese fondo blanco fijaría los ojos con
    bastante por ver, pues toda palabra tiene una sombra.
    Aquel hombre y aquella mujer empezaron —sin propósito alguno de ir
    demasiado lejos, y llevados por no se sabe qué necesidad que tiene la gente—,
    empezaron a intentar vivir más intensamente. ¿La búsqueda del destino que
    nos precede? ¿Y al cual el instinto quiere llevarnos? ¡¿El instinto?!

    A su vez, en una especie de verificación constante del debe y el haber, el
    intento de vivir más intensamente los condujo a tratar de sopesar qué era
    importante y qué no. Esto lo hacían a su modo: sin habilidad ni experiencia,
    con modestia. Tanteaban. Debido a un vicio descubierto por ambos
    demasiado tarde en la vida, continuamente cada cual intentaba diferenciar por
    su lado lo que era esencial de lo que no lo era, si bien ellos nunca hubieran
    usado la palabra esencial, que no pertenecía a su ambiente. Pero el vago
    esfuerzo casi obligado que hacían no los llevaba a ninguna parte: diariamente
    la trama se les escapaba. Sólo mirando para el día anterior, por ejemplo, les
    daba la impresión —de algún modo y, por decir así, contra su voluntad, y por
    lo tanto sin mérito—, la impresión de haber vivido. Pero entonces era de
    noche, se ponían las pantuflas y era de noche.

    Para la pareja todo esto no llegaba a formar una situación. Quiero decir,
    algo que cada uno pudiera incluso contarse a sí mismo a la hora en que cada
    uno se volvía para un lado en la cama y, por un segundo antes de dormirse,
    permanecía con los ojos abiertos. Y las personas necesitan tanto contarse las
    historias de sí mismas. Ellos no tenían qué contarse. Con un suspiro de
    satisfacción, cerraban los ojos y dormían agitados. Y cuando hacían el
    balance de sus vidas, ni siquiera podían incluir el intento de vivir más
    intensamente y descontarlo, como en una declaración de renta. Balance que
    poco a poco empezaban a hacer con mayor frecuencia, incluso sin el bagaje
    técnico de una terminología adecuada a los pensamientos. Si se trataba de una
    situación, no se trataba de una situación de la cual vivir ostensiblemente.
    Pero no sólo así eran las cosas. En realidad, también estaban tranquilos
    porque «no conducir», «no inventar», «no equivocarse» era para ellos mucho
    más que un hábito, una cuestión de honra tácitamente asumida. Ellos nunca se
    acordarían de desobedecer.
    Tenían la compenetración altiva proporcionada por la noble conciencia de
    ser dos personas entre millones iguales. «Ser un igual» era el papel que les
    había cabido, y la tarea que se les había asignado. Condecorados, graves, los
    dos respondían grata y cívicamente a la confianza que los iguales les habían
    dispensado. Pertenecían a una casta. El papel que cumplían, con cierta
    emoción y con dignidad, era el de personas anónimas, el de hijos de Dios,
    como en un club de personas.

    Debido quizás al mero paso insistente del tiempo todo esto había
    empezado, no obstante, a tornarse diario, diario, diario. A veces sofocante.
    (Tanto el hombre como la mujer ya habían entrado en la edad crítica). Abrían
    las ventanas y decían que hacía mucho calor. Si bien no vivían propiamente
    en el tedio, era como si nunca les enviasen noticias. El tedio, con todo,
    formaba parte de una vida de sentimientos honestos.
    Pero, en fin, como todo esto no les resultaba comprensible, y se
    encontraba muchos peldaños por encima de ellos, y si se hubiese expresado
    en palabras no lo habrían reconocido, todo aquello, reunido y considerado ya
    como pretérito, se parecía a la vida irremediable. A la cual ellos se sometían
    con un silencio de multitud y con el aire un poco dolido que tienen los
    hombres de buena voluntad. Se parecía a la vida irremediable para la cual nos
    quiere Dios.
    Vida irremediable, pero no concreta. En realidad, era una vida de sueño.
    A veces, cuando hablaban de alguien excéntrico, decían con la benevolencia
    que exhibe una clase hacia otra: «Ah, ése lleva una vida de poeta». Acaso
    podría decirse, aprovechando las pocas palabras que conocía la pareja, podría
    decirse que ambos llevaban, salvo por la extravagancia, que ambos llevaban
    una vida de mal poeta: una vida de sueño.

    No, no es verdad. No era una vida de sueño, pues el sueño no los había
    orientado jamás. Pero era una vida de irrealidad. Aunque hubiese momentos
    en que, por un motivo u otro, se sumergieran en la realidad. Y entonces les
    parecía haber tocado un fondo más allá del cual no podía ir nadie.
    Por ejemplo, cuando el marido volvía a casa más temprano que de
    costumbre y la mujer aún no había regresado de hacer una compra o una
    visita. En esas ocasiones, para el marido se interrumpía una corriente. Se
    sentaba con cuidado a leer el periódico, en un silencio tan callado que hasta
    un muerto puesto al lado suyo lo habría roto. Con severa honestidad fingía
    prestar al periódico una atención minuciosa, los oídos atentos. Era en tales
    momentos cuando, con pies sorprendidos, el marido tocaba fondo. No hubiera
    podido permanecer mucho tiempo así sin riesgo de ahogarse, pues tocar fondo
    significa también tener agua encima de la cabeza. Así eran sus momentos
    concretos. Lo que hacía que él, lógico y concreto, se zafara en seguida. Se
    zafaba en seguida, si bien curiosamente a disgusto; pues la ausencia de la
    esposa era tal promesa de placer peligroso, que experimentaba lo que debía de
    ser la desobediencia. Se zafaba a disgusto pero sin discutir, obedeciendo a lo
    que se esperaba de él. No era un desertor que fuese a traicionar la confianza
    de los demás. Además, si la realidad era eso, no había cómo vivir en ella o de
    ella.

    La esposa tocaba la realidad con mayor frecuencia, porque tenía más
    tiempo libre y menos a lo que pudiese llamar hechos, como también menos
    compañeros de trabajo, autobuses llenos y palabras administrativas. Se
    sentaba a zurcir la ropa y la realidad iba viniendo poco a poco. Era intolerable
    mientras duraba la sensación de estar sentada zurciendo ropa. El modo súbito
    en que el punto caía sobre la i, esa manera de caber algo enteramente en lo
    que existía, de quedar todo tan nítidamente en ello mismo, le parecía
    intolerable. Pero una vez que había pasado, era como si la esposa hubiese
    bebido de un futuro posible. Poco a poco, el futuro de la mujer pasó a
    convertirse en algo que ella traía al presente, algo meditativo y secreto.
    Era sorprendente, por ejemplo, cómo no les tocaban a los dos la política,
    los cambios de gobierno, la evolución en general, por mucho que a veces,
    como todo el mundo, hablaran de esas cosas. En realidad, eran personas tan
    reservadas que se habrían sorprendido, halagadas, si alguien les hubiera dicho
    que eran reservadas. Nunca se les habría ocurrido que podían ser tal cosa. Tal
    vez habrían entendido más si les hubiesen dicho: «Ustedes simbolizan nuestra
    reserva militar». Después de que sucediera todo, algunos conocidos suyos
    dijeron: eran buena gente. Y no había nada más que decir, porque lo eran.
    No había nada más que decir. Les faltaba el peso de un error grave, que
    tantas veces es lo que por azar abre una puerta. Cierta vez se habían tomado
    algo muy en serio. Eran obedientes.

    Tampoco por simple sumisión: como en un soneto, era una obediencia por
    amor a la simetría. La simetría era para ellos el arte posible.
    Cómo fue que cada uno llegó a la conclusión de que solo, sin el otro,
    viviría más, sería camino largo de reconstruir y trabajo inútil, pues varios ya
    habían llegado al mismo punto partiendo de otros lugares.
    La esposa, bajo una fantasía continua, no sólo llegó temerariamente a
    aquella conclusión sino que la vida, por obra de ella, se le volvió más
    alargada y perpleja, más rica y hasta supersticiosa. Cada cosa parecía el signo
    de otra cosa, todo era simbólico, e incluso un poco espiritista dentro de lo que
    permitía el catolicismo. No sólo se dedicó temerariamente a aquello, sino que
    —incitada por el solo hecho de ser mujer— empezó a pensar que otro hombre
    la salvaría. Lo cual no alcanzaba a ser absurdo. Ella sabía que no lo era. Tener
    razón a medias la dejaba confundida, la sumía en la meditación.
    El marido, influido por el ambiente de afligida masculinidad que lo
    rodeaba, y por su propia condición, tímida pero efectiva, dio en pensar que
    muchas aventuras amorosas serían la vida.
    Soñadoramente, empezaron a sufrir soñadoramente, soportar era heroico.
    Callando ambos lo que cada uno había vislumbrado, discrepando respecto de
    la hora más conveniente para cenar, sirviendo cada uno de sacrificio para el
    otro: el amor es sacrificio.

    Así llegamos al día en que, tragada desde hacía mucho por el sueño, la
    mujer, al morder una manzana, sintió que se le rompía un diente delantero.
    Con la manzana en la mano todavía, mirándose desde demasiado cerca en el
    espejo del cuarto de baño —y perdiendo así la perspectiva por completo—,
    vio una cara pálida, de mediana edad, con un diente roto, y sus propios ojos.
    Habiendo tocado fondo, y con el agua ya al cuello, con cincuenta y tantos
    años, sin dejar una nota, en vez de ir al dentista se tiró por la ventana del
    apartamento; una persona por la cual se podría sentir tanta gratitud, reserva
    militar y sustento de nuestra obediencia.
    En cuanto a él, una vez seco el lecho del río y sin agua que lo ahogase,
    caminaba por el fondo sin mirar hacia abajo, rápido como si usase bastón.
    Inesperadamente seco el lecho del río, andaba perplejo y sin peligro por el
    fondo con la jovialidad de quien más adelante caerá de bruces.


    71
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Jue 19 Dic 2024, 20:35

    El reparto de los panes




    Era sábado y estábamos invitados al almuerzo de agradecimiento. Pero a
    cada uno de nosotros le gustaba demasiado el sábado para gastarlo con quien
    no queríamos. Cada cual había sido feliz alguna vez y conservaba la marca
    del deseo. Yo, yo lo quería todo. Y allí estábamos, presos, como si nuestro
    tren hubiese descarrilado y nos viésemos obligados a pasar la noche entre
    desconocidos. Allí nadie me quería, yo no quería a nadie. En cuanto a mi
    sábado —que al otro lado de la ventana se balanceaba entre acacias y sombras
    —, prefería, en vez de malgastarlo, encerrarlo fuertemente en la mano, donde
    lo estrujaba como si fuese un pañuelo. A la espera de la comida, bebíamos sin
    placer, a la salud del resentimiento: mañana ya sería domingo. No es contigo
    con quien quiero estar, decía nuestra mirada sin humedad, y soplábamos
    despacio el humo del cigarrillo seco. La avaricia de no repartir el sábado iba
    royendo y avanzando poco a poco como herrumbre, hasta llegar al punto en
    que cualquier alegría era un insulto a la alegría mayor.
    Sólo la dueña de casa parecía no economizar el sábado para utilizarlo un
    jueves a la noche. Ella, sin embargo, cuyo corazón ya había conocido otros
    sábados. ¿Cómo había podido olvidar que siempre se desea más? Ni siquiera
    se impacientaba con el grupo heterogéneo, soñador y resignado que en su casa
    no hacía sino esperar como si esperase la partida del primer tren, cualquiera
    con tal de no quedarse en aquella estación vacía, con tal de no tener que estar
    refrenando el caballo que, con el corazón palpitante, se iría detrás de otros, de
    otros caballos.
    Al fin pasamos a la sala para un almuerzo que no tenía la bendición del
    hambre. Y entonces fue cuando, sorprendidos, nos encontramos con la mesa.
    No podía ser para nosotros…
    Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado
    que realmente esperaban y no había acudido? Sin embargo, éramos nosotros.
    ¿De modo que aquella mujer daba lo mejor sin importarle a quién? Y lavaba
    contenta los pies del primer forastero. Avergonzados, mirábamos.
    Habían cubierto la mesa con una solemne abundancia. Sobre el mantel
    blanco se amontonaban espigas de trigo. Y manzanas rojas, enormes
    zanahorias amarillas, redondos tomates de piel a punto de estallar, calabazas
    de un verde líquido, piñas malignas en su salvajismo, naranjas anaranjadas y
    serenas, machuchas erizadas como puercoespines, pepinos que se cerraban
    duramente sobre la propia carne acuosa, pimientos huecos y rojizos que
    hacían arder los ojos; todo enmarañado en barbas y más barbas húmedas de
    maíz, pelirrojas como las de junto a una boca. Y los granos de uva. Las uvas
    negras más violetas, que apenas podían esperar el instante de ser aplastadas.
    Y sin importarles por quién. Los tomates eran redondos para nadie; para el
    aire redondo. El sábado era de quien fuese. Y la naranja endulzaría la lengua
    del que llegase primero. Junto al plato de cada mal invitado, la mujer que
    lavaba los pies de los forasteros había puesto —aun sin habernos elegido, aun
    sin amarnos— un ramo de trigo o un manojo de rábanos ardientes o una roja
    tajada de sandía de alegres semillas. Todo cortado por la acidez española que
    se adivinaba en los limones verdes. En las jarras estaba la leche, como si
    hubiese atravesado con las cabras el desierto de los peñascos. Un vino casi
    negro de tan macerado se estremecía en vasijas de barro. Todo ante nosotros.
    Todo limpio del retorcido deseo humano. Todo tal como es, no como
    quisiéramos. Existiendo, nada más, y todo. Tal como existe en el campo. Tal
    como las montañas. Tal como los hombres y las mujeres, y no como nosotros,
    los ávidos. Tal como un sábado. Tal como simplemente existe. Existe.
    En nombre de nada, era hora de comer. En nombre de nadie, estaba bien.
    Sin sueño alguno. Y nosotros poco a poco a la par del día, poco a poco
    anonimizados, creciendo, mayores, a la altura de la vida posible. Entonces,
    como campesinos hidalgos, aceptamos la mesa.
    No era un holocausto: todo aquello quería ser comido tanto como
    queríamos nosotros comerlo. Sin guardarme nada para el día siguiente, allí
    mismo ofrecí lo que sentía a aquello que me hacía sentir. Era un vivir que yo
    no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que
    nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos
    hambre, hambre entera que cobijaba el todo y las migajas. El que bebía vino
    se apoderaba con los ojos de la leche. El que bebía leche lentamente sentía
    con los ojos el vino que bebía otro. Allá fuera, Dios en las acacias. Que
    existían. Comíamos. Como quien da de beber al caballo. Se distribuyó la
    carne trinchada. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie
    porque nadie habló bien de nadie. Era reunión de cosecha, y se hizo una
    tregua. Comíamos. Como una horda de seres vivos, cubríamos gradualmente
    la tierra. Ocupados como el que labra la existencia, y planta, y recoge, y mata,
    y vive, y muere, y come. Comí con la honestidad del que no engaña a lo que
    come: comí la comida aquella y no su nombre. Nunca fue Dios tan tomado
    sólo por lo que es. Ruda, feliz, austera, la comida decía: come, come y
    reparte. Todo aquello me pertenecía, la mesa era la de mi padre. Comí sin
    ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí
    sin ninguna nostalgia. Y bien valía yo aquella comida. Porque no siempre
    puedo ser la guardiana de mi hermano, y ya no puedo ser mi propia
    guardiana, ah, ya no me quiero. Y no quiero dar forma a la vida porque la
    existencia ya existe. Existe como un suelo por donde todos nosotros
    avanzábamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer
    entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan y amor entre desconocidos.




    75
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    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 16:55

    Macacos



    La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo.
    Estábamos sin agua y sin empleada, había que hacer cola para la carne y el
    calor había estallado; y entonces, muda de perplejidad, vi entrar el regalo en
    casa, ya comiéndose un plátano, ya examinándolo todo con gran rapidez y un
    largo rabo. Parecía más bien un macaco no crecido aún, tenía unas
    potencialidades tremendas. Trepaba por la ropa colgada de la soga, y desde
    arriba lanzaba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de plátano donde fuese. Y
    yo exhausta. Cuando me olvidaba y, distraída, entraba en el patio de servicio,
    el gran sobresalto: allí estaba aquel hombre alegre. Mi hijo menor sabía que
    me desharía del gorila mucho antes de saberlo yo: «Y si te prometo que un día
    el mono va a enfermarse y morir, ¿lo dejarás quedarse? ¿Y si supieras que de
    todos modos un día se va a caer por la ventana y va a morir allá abajo?». Mis
    sentimientos desviaban la mirada. La feliz e inmunda inconsciencia del gran
    mono pequeño me hacía responsable de su destino, ya que él mismo no
    aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi
    aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me
    salvó: muchachos de la favela aparecieron con un rumor feliz, se llevaron al
    hombre que reía y, en el desvitalizado Año Nuevo, conseguí al menos tener
    una casa sin mono.
    Un año después acababa de recibir una alegría cuando en Copacabana vi
    la aglomeración. Un hombre vendía monitos. Pensé en los niños, en las
    alegrías gratuitas que me daban, nada relacionadas con las preocupaciones
    también gratuitas que me daban, e imaginé una cadena de la alegría: «Aquel
    que reciba ésta, que la pase a otro», y éste a otro más, como el siseo en un
    rastro de pólvora. Y allí mismo compré a la que se llamaría Lisette.
    Cabía casi en la mano. Tenía falda, pendientes, collar y pulsera de
    bahiana. Y un aire de inmigrante que desembarca llevando aún el traje típico
    de su tierra. De inmigrante eran también los ojos redondos.
    En cuanto a ella, era una mujer en miniatura. Estuvo con nosotros tres
    días. Era tan delicada de huesos. Tenía una dulzura tan extremada. Más que
    sus ojos, era su mirada lo redondo. A cada movimiento se le agitaban los
    pendientes; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho,
    pero para comer era sobria y cansada. Sus raros cariños no eran sino leves
    mordidas que no dejaban marca.
    Página 78
    Al tercer día estábamos en el patio de servicio admirando a Lisette y el
    modo en que era nuestra. «Un poco demasiado suave», pensé yo con nostalgia
    del gorila. Y de repente mi corazón respondió con mucha dureza: «Pero si
    esto no es dulzura. Esto es muerte». La sequedad del mensaje me dejó
    paralizada. Después les dije a los niños: «Lisette se está muriendo». Al
    mirarla comprendí hasta qué grado del amor habíamos llegado. Envolví a
    Lisette en una servilleta, fui con los niños hasta el servicio de urgencias,
    donde el médico no pudo atendernos porque estaba operando a un cachorro.
    Otro taxi —Lisette se cree que está paseando, mamá—, otro hospital. Allí le
    dieron oxígeno.
    Y con el soplo de vida se reveló súbitamente una Lisette que
    desconocíamos. De ojos mucho menos redondos, más secretos, más risueños,
    y con una cierta altivez irónica en el rostro burdo y prognato; un poco más de
    oxígeno y le entraron tales ganas de hablar que mal parecía una mona; pero lo
    era, y tenía mucho que contar. No obstante, en seguida volvía a sucumbir,
    exhausta. Más oxígeno, y esta vez una inyección de suero a cuya aguja
    reaccionó con un golpecito colérico de pulsera que tintinea. El enfermero
    sonrió: «Lisette, cariño mío, ¡cálmate!».
    El diagnóstico: no viviría a menos que tuviese oxígeno a mano, y aun así
    era improbable: «No hay que comprar monos en la calle —me censuró el
    enfermero meneando la cabeza—. A veces ya vienen enfermos». No, había
    que comprar monas determinadas, conocer el origen, exigir por lo menos
    cinco años de garantía de amor, saber lo que Había hecho y deshecho como si
    una fuese a casarse. Consulté un instante con los niños. Y dije al enfermero:
    «Lisette le ha gustado a usted mucho. Pues si la deja pasar unos días al lado
    del oxígeno, en cuanto se cure es suya». Pero él cavilaba. «¡Lisette es muy
    guapa!», imploré. «Es linda, sí —aceptó él, pensativo. Después dejó escapar
    un suspiro y dijo—: Si curo a Lisette, será suya». Nos fuimos con la servilleta
    vacía.
    Al día siguiente telefonearon y yo avisé a los niños que Lisette había
    muerto. El menor me preguntó: «¿Crees que habrá muerto con los pendientes
    puestos?». Le contesté que sí. Una semana más tarde el mayor me dijo:
    «¡Cómo te pareces a Lisette!». «A mí tú también me gustas», le respondí.




    78
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 17:52

    Niño dibujado a pluma




    ¿Cómo llegar alguna vez a conocer al niño? Para conocerlo tengo que
    esperar a que se deteriore; sólo entonces estará a mi alcance. Helo allí, un
    punto en el infinito. Nadie conocerá su hoy. Ni siquiera él mismo. En cuanto a
    mí, miro, y es inútil: no consigo comprender algo que sólo es actual,
    totalmente actual. Lo que conozco de él es la situación: el niño es aquél a
    quien acaban de nacerle los primeros dientes y es el mismo que será médico o
    carpintero. Mientras tanto, allí está él sentado en el suelo, con una realidad
    que he de llamar vegetativa para poder entenderla. Treinta mil niños sentados
    en el suelo, ¿tendrían la posibilidad de construir otro mundo, que tuviese en
    cuenta la memoria de la actualidad absoluta a la cual ya pertenecemos? La
    unión haría la fuerza. Allí está sentado, empezando todo de nuevo pero para
    su propia defensa futura, sin ninguna posibilidad verdadera de empezar
    realmente.
    No sé cómo dibujar al niño. Sé que es imposible dibujarlo a carbón, pues
    hasta la pluma mancha el papel más allá de la finísima línea de actualidad
    extrema en que él vive. Un día lo domesticaremos hasta hacerlo humano, y
    entonces podremos dibujarlo. Pues eso hemos hecho con nosotros mismos y
    con Dios. El propio niño contribuirá a su domesticación; es voluntarioso y
    coopera. Coopera sin saber que la ayuda que le pedimos está destinada a su
    autosacrificio. En los últimos tiempos incluso se ha entrenado mucho. Y así
    seguirá progresando hasta que, poco a poco —por la bondad necesaria
    mediante la que nos salvamos—, haya pasado del tiempo actual al tiempo
    cotidiano, de la meditación a la expresión, de la existencia a la vida.
    Realizando el gran sacrificio de no ser un loco. No soy loco por
    solidaridad con los millares de nosotros que, para construir lo posible,
    también han sacrificado esa verdad que sería la locura.
    Pero entretanto helo allí sentado en el suelo, inmerso en un profundo
    vacío.
    Desde la cocina la madre se tranquiliza: ¿sigues allí quietecito?
    Convocado al trabajo, el niño se levanta con dificultad. Se tambalea sobre las
    piernas, con toda la atención vuelta hacia dentro: su equilibrio entero es
    interno. Conseguido esto, observa lo que el acto de levantarse ha provocado.
    Pues el incorporarse ha tenido consecuencias y más consecuencias: el suelo se
    mueve incierto, una silla lo supera, la pared lo delimita. En la pared está el
    retrato de El Niño. Es difícil mirar ese retrato alto sin apoyarse en un mueble,
    para eso todavía no se ha entrenado. Pero he aquí que su propia dificultad le
    sirve de apoyo: lo que le mantiene de pie es justamente la atención que pone
    en el retrato alto, mirar para arriba le sirve de grúa. Pero comete un error:
    parpadea. Pestañear lo desliga por una fracción de segundo del retrato que lo
    estaba sustentando. Se deshace el equilibrio: en un único gesto total, el niño
    cae sentado. De la boca entreabierta por el esfuerzo de vida escapa una baba
    clara que chorrea hasta el suelo. Mira el charco muy de cerca, como si fuera
    una hormiga. El brazo se alza, avanza en arduo mecanismo de etapas. Y de
    golpe, como para aferrar un inefable, con inesperada violencia aplasta la baba
    con la palma de la mano. Parpadea, espera. Finalmente, pasado el tiempo
    necesario de espera de las cosas, aparta cuidadosamente la mano y examina
    en el parqué el fruto del experimento. El suelo está vacío. En una nueva y
    brusca etapa se mira la mano: el chorro de baba está colgado de la palma.
    Ahora también de esto sabe. Entonces, con los ojos bien abiertos, lame la
    baba que pertenece al niño. Piensa en voz alta: niño.
    —¿A quién llamas? —pregunta la madre desde la cocina.
    Con esfuerzo y gentileza él mira la sala, busca a quien la madre dice que
    está llamando, se gira y cae hacia atrás. Mientras llora, ve la sala
    distorsionada y refractada por las lágrimas, el volumen blanco crece y se le
    acerca —¡mamá!—, lo absorbe con brazos fuertes, y he aquí que el niño está
    de pronto muy alto en el aire, muy en lo caliente y lo bueno. Ahora el techo
    está más cerca; la mesa, debajo. Y, como no puede más de cansancio,
    empieza a desviar las pupilas hasta que las va hundiendo bajo la línea del
    horizonte de los ojos. Los cierra sobre la última imagen, los barrotes de la
    cama. Se adormece agotado y sereno.
    El agua se ha secado en la boca. La mosca aletea en el cristal. El sueño del
    niño está surcado de claridad y calor, el sueño vibra en el aire. Hasta que, en
    repentina pesadilla, sobreviene una de las palabras que ha aprendido: se
    estremece violentamente, abre los ojos. Y para su terror no ve más que esto:
    el vacío caliente y claro del aire, sin madre. Lo que piensa se propaga en
    llanto por toda la casa. Mientras llora va reconociéndose, transformándose en
    el que la madre reconocerá. Casi desfallece de tanto sollozar, tiene que
    transformarse urgentemente en algo que pueda ser visto y oído porque si no se
    quedará solo, tiene que volverse comprensible porque si no nadie lo
    comprenderá, si no nadie se acercará a su silencio, si no dice y cuenta nadie lo
    reconoce, haré todo lo necesario para ser de los otros y que los otros sean
    míos, me alzaré por encima de mi felicidad real, que sólo me procuraría
    Página 107
    abandono, y seré popular, regateo para que me amen, es totalmente mágico
    esto de llorar para recibir a cambio: mamá.
    Hasta que el ruido familiar entra por la puerta y el niño, mudo de interés
    por lo que es capaz de provocar el poder de un niño, para de llorar: mamá. Es
    mamá, no se ha muerto. Y su seguridad consiste en saber que tiene un mundo
    para traicionar y vender, y que lo venderá.
    Es mamá, sí, mamá, con un pañal en la mano. No bien ve el pañal, él se
    echa a llorar de nuevo.
    —¡Pero si estás todo mojado!
    La noticia lo sorprende, se renueva la curiosidad, pero ahora es una
    curiosidad cómoda y garantizada. Mira con ceguera la humedad propia, en
    una segunda etapa mira a la madre. Pero de pronto se estira y escucha con
    todo el cuerpo, el corazón latiendo pesado en la barriga: ¡Babáu!, reconoce de
    golpe con un grito de victoria y de terror. ¡El niño acaba de reconocer!
    —¡Claro que sí! —dice orgullosa la madre—. Claro que sí, amor mío, es
    el babáu que ha pasado por la calle, le contaré a papá que ya lo has aprendido.
    Y vaya si no se dice así: ¡babáu, amor mío! —dice la madre moviéndolo de
    arriba abajo y después de abajo arriba, levantándolo por las piernas,
    echándolo hacia atrás, volviendo a levantarlo.
    En todas las posiciones el niño conserva los ojos bien abiertos. Secos
    como el pañal limpio.




    FIN


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    108


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    Mensaje por Maria Lua Dom 22 Dic 2024, 17:12

    Una historia de tan grande amor





    Érase una vez una niña que observaba tanto a las gallinas que les conocía
    el alma y las ansiedades íntimas. La gallina es ansiosa, en tanto que el gallo
    tiene una angustia casi humana: carece de un amor verdadero por su harén, y
    encima tiene que vigilar toda la noche para no perderse la primera de las más
    remotas claridades y cantar con la mayor sonoridad posible. Tal es su deber y
    su arte. Pero volviendo a las gallinas, la niña tenía dos sólo de ella. Una se
    llamaba Pedrina y la otra Petronilha.
    Cuando a la niña le parecía que una de las gallinas estaba enferma del
    hígado, le olía debajo de las alas, con una sencillez de enfermera, lo que
    consideraba que era el máximo síntoma de enfermedad, pues el olor de gallina
    viva no es cosa de broma. Entonces le pedía una medicina a su tía. Y la tía:
    «Tú no estás mala del hígado». Entonces, aprovechando la intimidad que
    tenía con aquella tía preferida, la niña le explicó para quién era la medicina.
    Le pareció de buen juicio dársela tanto a Pedrina como a Petronilha para
    evitar contagios misteriosos. Pero era casi inútil darles la medicina porque
    Pedrina y Petronilha seguían pasándose el día picoteando el suelo y
    comiendo porquerías que les hacían daño al hígado. Y el olor debajo de las
    alas era justamente por la enfermedad. No se le ocurrió ponerles desodorante
    porque en Minas Gerais, donde vivía el grupo, los desodorantes no se usaban,
    como no se usaban prendas íntimas de nilón y sí de cambray. La tía seguía
    dándole la medicina, un líquido que la niña sospechaba que no era sino agua
    con un chorro de café; y luego venía el infierno de tratar de abrir el pico de las
    gallinas para administrarles lo que las curaría de ser gallinas. La niña no había
    comprendido aún que no puede curarse a los hombres de ser hombres ni a las
    gallinas de ser gallinas; tanto el hombre como las gallinas tienen miserias y
    grandezas (la de la gallina consiste en poner perfectamente un huevo blanco)
    inherentes a sus respectivas especies. La niña vivía en el campo y no tenía
    cerca una farmacia donde consultar.
    Otro infierno de dificultad era cuando la niña encontraba a Pedrina y
    Petronilha flacas bajo las plumas erizadas pese a que se habían pasado el día
    comiendo. La niña no entendía que engordarlas significaba precipitarles un
    destino en la mesa. Y reanudaba el trabajo más difícil: abrirles el pico. La
    niña se convirtió en una gran conocedora intuitiva de las gallinas de aquel
    inmenso huerto de Minas Gerais. Y cuando se hizo mayor le sorprendió
    enterarse de que, en el argot de los rufianes, el término gallina tenía otra
    acepción. Sin notar la cómica seriedad que cobraba la cuestión, dijo:
    —¡Pero si es el gallo, que es un nervioso, el que quiere! ¡Ellas no lo hacen
    demasiado! ¡Y es tan rápido que apenas se ve! ¡Es el gallo el que trata de
    amar a una sola y no lo consigue!
    Un día la familia decidió llevar a la niña a pasar el día a la casa de un
    pariente que vivía muy lejos. Y cuando regresó ya no existía aquella que en
    vida se había llamado Petronilha. La tía le dio la noticia:
    —Nos hemos comido a Petronilha.
    La niña era una criatura con gran capacidad de amar: las gallinas no
    corresponden al amor que se les da, y sin embargo la niña seguía amándolas
    sin esperar reciprocidad alguna. Cuando supo lo que le había pasado a
    Petronilha odió a todos los que vivían en la casa, menos a su madre, a quien
    comer gallina no le gustaba, y a los empleados, que habían comido carne de
    vaca o de buey. Al padre, a duras penas podía mirarlo: era a él a quien más le
    gustaba comer gallina. La madre se dio cuenta de todo y le explicó:
    —Cuando comemos animales, los animales se vuelven más parecidos a
    nosotros, porque están dentro nuestro. De esta casa sólo somos nosotras dos
    las que no tenemos dentro a Petronilha. Es una pena.
    Pedrina, secretamente preferida de la niña, murió de simple muerte
    muerta, pues siempre había sido un ente frágil. La niña, al ver a Pedrina
    temblando en el corral candente de sol, la envolvió en un paño oscuro y, una
    vez bien abrigadita, la colocó encima de uno de esos grandes hornos de
    ladrillos que hay en las granjas de Minas Gerais. Todos le advirtieron que
    estaba acelerando la muerte de Pedrina, pero la niña era obstinada y sin hacer
    caso puso a Pedrina sobre los ladrillos calientes. Sólo al día siguiente, cuando
    Pedrina amaneció dura de tan muerta, la niña se convenció, entre lágrimas
    interminables, de que había apresurado la muerte del ser querido.
    Ya un poco mayorcita, la niña tuvo una gallina llamada Eponina.
    El amor por Eponina: esta vez era un amor más realista, nada romántico;
    era el amor de aquel que ya ha sufrido por amor. Y cuando a Eponina le llegó
    el día de ser comida, la niña ni siquiera supo cómo llegó a comprender que
    ése era el destino final de quien nacía gallina. Las gallinas parecían tener una
    suerte de presciencia de su destino y no aprendían a amar a sus dueños ni al
    gallo. Las gallinas están solas en el mundo.
    Pero la niña no olvidó lo que su madre le había dicho respecto de comer
    animales queridos: comió más de Eponina que todo el resto de la familia,
    comió sin hambre pero con un placer casi físico, porque ahora sabía que de
    aquel modo Eponina se incorporaría a ella y sería más suya que en vida.
    Habían guisado a Eponina a la salsa parda. De forma que la niña, en un ritual
    pagano que se le había transmitido cuerpo a cuerpo a través de los siglos, le
    comió la carne y le bebió la sangre. Durante la comida tuvo celos de los que
    también se estaban comiendo a Eponina. La niña era un ser hecho para amar,
    hasta que se hizo muchacha y aparecieron los hombres






    111
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    Mensaje por Maria Lua Lun 23 Dic 2024, 18:05

    Las aguas del mundo






    Allí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y
    aquí está, de pie en la playa, la mujer, el más ininteligible de los seres vivos,
    Desde que un día se hizo la pregunta sobre sí mismo, el ser humano se
    convirtió en el más ininteligible de los seres vivos. Ella y el mar.
    Sus misterios sólo podrían encontrarse si uno se entregara al otro: la
    entrega de dos mundos incognoscibles hecha con la confianza con que se
    entregarían dos comprensiones.
    Ella mira el mar, es lo que puede hacer. Él sólo está delimitado por la
    línea del horizonte, es decir, por la incapacidad humana que a ella le impide
    ver la curvatura de la tierra.
    Son las seis de la mañana. Sólo un perro libre titubea en la playa, un perro
    negro. ¿Por qué son tan libres los perros? Porque es el misterio vivo que no se
    indaga. La mujer titubea porque va a entrar.
    El cuerpo se le consuela con su propia exigüidad en relación con la
    vastedad del mar, porque es la exigüidad del cuerpo la que le permite
    conservarse tibio, y es esa exigüidad la que lo hace pobre y libre de la gente,
    con una parte de libertad de perro en la arena. Este cuerpo entrará en el frío
    ilimitado que ruge sin rabia en el silencio de las seis horas. La mujer no lo
    sabe: pero está realizando un acto de coraje. Vacía la playa a estas horas de la
    mañana, le falta el ejemplo de otros humanos que transforman la entrada al
    mar en simple, liviano juego de vida. Está sola. El mar salado no está solo
    porque es salado y grande, y esto es una realización. A esta hora ella se
    conoce menos todavía de lo que conoce al mar. Su coraje consiste en
    continuar aunque no se conozca. Es fatal no conocerse, y no conocerse exige
    coraje.
    Va entrando. El agua salada está tan fría que ritualmente le eriza las
    piernas. Pero una alegría fatal —la alegría es una fatalidad— ya la ha
    invadido, si bien ni siquiera sonríe. Al contrario, está muy seria. El olor es
    como el de una marejada vertiginosa que la despierta de sus más adormecidos
    sueños seculares. Y ahora ella está alerta, aun sin pensar, como está alerta sin
    pensar el cazador. La mujer es ahora compacta y leve y aguda, y se abre
    camino en la gelidez que, líquida, se le opone y sin embargo la deja entrar,
    igual que en el amor, donde la resistencia puede ser un pedido.
    Página 112
    La lentitud del camino aumenta su coraje secreto. Y de repente se deja
    cubrir por la primera ola. La sal, el yodo, el líquido todo, la enceguecen por
    un instante, chorreando, de pie y sorprendida, fertilizada.
    Ahora el frío se vuelve glacial. Avanzando, ella parte el mar por la mitad.
    Ya no le hace falta el coraje, ahora está inmersa, antigua, en el ritual. Hunde
    la cabeza en el brillo del mar y se echa atrás una cabellera que, al salir,
    chorrea sobre los ojos salados y ardientes. Pausada, la mano juega con el
    agua; los cabellos, al sol, ya están casi endurecidos de sal. Con el cuenco de
    las manos hace lo que siempre ha hecho en el mar, y con la arrogancia de los
    que nunca darán explicaciones ni siquiera a sí mismos: con el cuenco de las
    manos lleno de agua, bebe a tragos grandes, buenos.
    Y era eso lo que estaba echando de menos: el mar por dentro como el
    líquido espeso de un hombre. Ahora está completamente igual a sí misma. La
    garganta alimentada se encoge por la sal, los ojos enrojecen por la sal secada
    al sol, las olas suaves la golpean y se van porque ella es una muralla
    compacta.
    Vuelve a zambullirse, de nuevo bebe agua, ahora sin voracidad pues no
    necesita más. Es la amante que sabe que volverá a tenerlo todo. El sol se abre
    más y, al secarla, le da escalofríos; ella se zambulle de nuevo: se siente cada
    vez menos ávida y menos afilada. Ahora sabe lo que quiere. Quiere quedarse
    parada en el mar. Y entonces así se queda. Como contra los costados de un
    navío, el agua golpea, se aleja, golpea. La mujer no recibe mensajes. No le
    hace falta la comunicación.
    Después vuelve a la playa caminando dentro del agua. No camina sobre
    las aguas —ah, nunca haría eso cuando hace ya milenios que alguien caminó
    sobre las aguas—, pero esto no puede quitárselo nadie: caminar dentro del
    agua. A veces el mar le opone resistencia y la empuja con fuerza hacia atrás,
    pero entonces la proa de la mujer se vuelve un poco más dura y más áspera y
    sigue avanzando.
    Y ahora pisa la arena. Sabe que brilla de agua, de sal y de sol. Aunque
    dentro de unos minutos lo olvide, nunca podrá perder todo esto. Y de algún
    modo oscuro sabe que sus cabellos chorreantes son de náufrago. Porque
    sabe… sabe que ha sorteado un peligro. Un peligro tan antiguo como el ser
    humano.






    113
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    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 15:44


    Dos historias a mi manera





    Una vez que no tenía nada que hacer hice, para divertirme, una especie de
    ejercicio de escribir. Y me divertí. Tomé como tema una doble historia de
    Marcel Aymé. Hoy he encontrado el ejercicio, y es así:
    Buena historia de vino es la del hombre a quien el vino no le gustaba, y
    Félicien Guérillot, precisamente dueño de viñedos, era su nombre (inventados
    los nombres, el del hombre y el de la historia, por Marcel Aymé, y tan bien
    inventados que sólo la verdad les faltaba para ser verdaderos).
    Habría vivido Félicien —si hubiese vivido— en Arbois, tierra de Francia,
    y casado con mujer que no era ni más bonita ni mejor hecha que lo necesario
    para la tranquilidad de un hombre honrado. Era de buena familia, pese a que
    no le gustaba el vino. Y sin embargo, sus viñas, por ser, eran las mejores del
    lugar. Ningún vino le gustaba, y en vano se habría afanado aquel que hubiese
    querido librarlo de la maldición de no amar la excelencia de lo excelente.
    Puesto que, aun en la sed, que es la hora de aceptar el vino, el mejor trago le
    sabía a cosa mala. Leontina, la esposa que no era ni mucho ni poco, ocultaba
    ante él la vergüenza de todos.
    La historia, ahora reescrita enteramente por mí, continuaría muy bien (y
    aún mejor si su núcleo nos perteneciera, dadas las buenas ideas que tengo
    acerca de cómo concluirla). Parece sin embargo que Marcel Aymé, que la
    había comenzado, en este punto de la descripción del hombre que no amaba el
    vino se enfadó con la historia misma. E intervino en persona para decir: Pero
    de pronto esta historia me fastidia. Y para huir de ella, como el que bebe vino
    para olvidar, he aquí que el autor se pone a hablar de todo lo que podría
    inventar respecto de Félicien, pero que no inventará porque no quiere. Y
    mucho lo lamenta, pues hasta llegaría a hacer que Félicien fingiese temblores
    alcohólicos para ocultar ante los demás la falta de temblores. Buen autor, este
    Marcel Aymé. Tan bueno que ocupa varias páginas en lo que inventaría de
    haber sido Félicien una persona que le interesase. La verdad es que Aymé,
    mientras va contando lo que inventaría, aprovecha para contar de todos
    modos; sólo que nosotros sabemos que no es así, pues lo que sería no vale
    hasta que no es inventado.
    Y es al llegar a este punto cuando Aymé pasa a otra historia. No
    queriendo saber más de la historia del vino triste, se traslada a París, donde
    toma a un hombre llamado Duvilé.
    Página 118
    Y en París es al contrario: a Etienne Duvilé le gustaba el vino, pero no
    tenía. La botella es cara, y Etienne es funcionario del Estado. Bien que le
    gustaría corromperse, pero la ocasión de vender o traicionar al Estado no se
    presenta todos los días. La ocasión de todos los días era una casa llena de
    hijos, y un suegro que vivía comiendo sin parar. La familia soñando con la
    mesa llena, y Duvilé con el vino.
    Y resulta que un día Etienne sueña realmente, con lo cual queremos decir
    que esta vez soñaba mientras dormía. Pero justo ahora que deberíamos contar
    el sueño —puesto que Marcel Aymé lo hace ampliamente—, es cuando a
    nosotros ça vraiment nos fastidia. Escamoteamos lo que el autor quiso narrar,
    tal como a nosotros nos escamoteó el autor lo que de Félicien queríamos oír.
    Sólo diremos aquí que, tras el sueño de un sábado por la noche, a Duvilé
    le empeoró mucho la sed. Y el odio hacia el suegro parecía una sed más. Y
    tanto se fue complicando todo, siempre con la causa de la originaria falta de
    vino, que por causa de la sed casi mata al padre de su esposa, de la cual Aymé
    no explica si era o no bien plantada, por lo visto ni sí ni no, sólo el vino
    importa en la historia. De soñar dormido pasó a soñar despierto, que ya es
    enfermedad. Y quería Duvilé beberse el mundo entero, y en la comisaría
    manifestó el deseo de beberse al comisario.
    Hasta hoy permanece Duvilé en el asilo de alienados, y no se ve que le
    llegue la hora de salir, pues los médicos, no entendiéndole el espíritu, lo
    someten a cura de excelente agua mineral, que sacia las sedes pequeñas pero
    no la grande.
    Mientras tanto Aymé, tal vez invadido él mismo de sed y de piedad,
    espera que la familia de Duvilé lo envíe a la buena tierra de Arbois, donde
    aquel primer hombre, Félicien Guérillot, después de aventuras que merecerían
    ser contadas, le ha tomado gusto al vino. Y como no nos dicen de qué modo,
    aquí nos plantamos nosotros también, con dos historias no muy bien contadas,
    ni por Aymé ni por nosotros, que de querer el vino poco se ha de hablar, y
    mucho en cambio del vino.




    119
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    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 14:43

    El primer beso




    Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance
    había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae
    aparejado: celos.
    —Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero
    dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
    —Sí, ya había besado a una mujer.
    —¿Quién era? —preguntó ella dolorida.
    Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.
    El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los
    muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca
    le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin
    peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin
    pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la
    barahúnda de los compañeros.
    Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello,
    más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir… ¡Caray! Cómo
    se secaba la garganta.
    Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo.
    Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez
    más, y otra.
    Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más
    grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.
    La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora
    árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva
    que había juntado pacientemente.
    ¿Y si se tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del
    desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era
    esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed
    que él tenía era de años.
    No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la
    presentía más próxima, y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo
    la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.
    El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una
    inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de donde
    Página 120
    brotaba un hilillo del agua soñada.
    El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a
    la fuente de piedra, antes que nadie.
    Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio
    de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el
    pecho hasta el estómago.
    Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso
    hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
    Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban
    fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la
    mujer de donde el agua salía. Se acordó de que al primer sorbo había sentido
    realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
    Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la
    estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia
    otra.
    Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es
    de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la
    vida… Miró la estatua desnuda.
    La había besado.
    Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy
    adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.
    Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo.
    Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes
    siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había
    ocurrido nunca.
    Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás, con
    el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba
    el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un
    sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.
    Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él
    chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo
    que no había sentido nunca. Se había…
    Se había hecho hombre.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 17:15

    ***

    Desvanecimiento




    No es que fuéramos amigos desde hacía mucho tiempo. Nos conocimos
    sólo en el último año de la escuela. Desde ese momento, estábamos juntos a
    cualquier hora. Hacía tanto tiempo que los dos necesitábamos de un amigo
    que no había nada que no confiásemos el uno al otro. Llegamos a un punto de
    amistad tal, que no podíamos guardarnos un pensamiento: uno telefoneaba al
    otro, conveníamos enseguida una cita. Después de la conversación nos
    sentíamos tan contentos como si nos hubiésemos presentado a nosotros
    mismos. Ese estado de comunicación continua llegó a tal exaltación que el día
    en que nada teníamos que contarnos, buscábamos con aflicción un tema. Sólo
    que el tema tenía que ser grave, pues con cualquiera no podría ejercitarse la
    vehemencia de una sinceridad experimentada por primera vez.
    Ya en ese tiempo aparecieron las primeras señales de perturbación entre
    nosotros. A veces uno telefoneaba, nos encontrábamos y no teníamos nada
    que decirnos. Éramos muy jóvenes y no sabíamos quedarnos callados. Al
    principio, cuando empezó a faltar tema, intentamos hablar de la gente. Pero
    bien sabíamos que ya estábamos adulterando el núcleo de la amistad. Intentar
    hablar de nuestras respectivas novias también estaba fuera de cuestión, pues
    un hombre no habla de sus amores. Tratamos de permanecer callados, pero
    nos inquietábamos, después de separarnos.
    Mi soledad, al regreso de esos encuentros, era grande y árida. Llegué a
    leer libros sólo para poder hablar de ellos. Pero una amistad sincera quería la
    sinceridad más pura. En busca de ésta, comencé a sentirme vacío. Nuestros
    encuentros eran cada vez más decepcionantes. Mi sincera pobreza se revelaba
    lentamente. También él, yo lo sabía, llegaba al límite de sí mismo.
    Fue cuando, habiéndose mi familia mudado a São Paulo, y viviendo él
    solo, pues su familia era de Piauí, lo convidé a vivir en nuestro apartamento,
    que quedaba bajo mi cuidado. Qué agitación en el alma. Radiantes,
    arrastrábamos nuestros libros y discos, preparábamos un ambiente perfecto
    para la amistad. Cuando todo estuvo listo, nos encontramos dentro de la casa,
    con los brazos caídos, mudos, llenos sólo de amistad.
    Queríamos tanto salvarnos uno al otro. La amistad es materia de
    salvación.
    Pero todos los problemas ya habían sido tocados, todas las posibilidades
    estudiadas. Teníamos sólo esa cosa que habíamos buscado sedientos hasta
    entonces, y al fin encontrado: una amistad sincera. Único modo, lo sabíamos,
    y con qué amargura lo sabíamos, de salir de la soledad que un espíritu tiene
    en el cuerpo.
    Pero qué sintética se nos revelaba la amistad. Como si quisiéramos
    esparcir en un largo discurso una verdad que una palabra agotaría. Nuestra
    amistad era tan insoluble como la suma de dos números: inútil intentar
    desenvolver por más de un instante la certeza de que dos y tres son cinco.
    Intentamos organizar algunas fiestas en el apartamento, pero no sólo los
    vecinos protestaron, sino que además, no sirvió de nada.
    Si al menos hubiéramos podido hacernos favores el uno al otro. Pero no
    había oportunidad, ni creíamos en una amistad que necesitara pruebas. Lo
    más que podíamos hacer era lo que hacíamos: saber que éramos amigos. Lo
    que no alcanzaba para llenar los días, sobre todo durante las largas
    vacaciones.
    Comienza con esas vacaciones la verdadera aflicción.
    Él, a quien yo nada podía dar, salvo mi sinceridad, él pasó a ser una
    acusación de mi pobreza. Además, la soledad de uno al lado de otro,
    escuchando música o leyendo, era mucho mayor que cuando estábamos solos.
    Y más que mayor, incómoda. No había paz. Cada uno se iba para su cuarto,
    con alivio de no tener que mirarnos.
    Es verdad que hubo una pausa en el curso de los acontecimientos, una
    tregua que nos dio más esperanzas de las que en realidad había. Fue cuando
    mi amigo tuvo un pequeño problema con la Prefectura. No era grave, pero lo
    exageramos para usarlo mejor. Porque entonces ya habíamos caído en la
    facilidad de hacernos favores. Recorrí entusiasmado los despachos de los
    conocidos de mi familia buscando enchufes para mi amigo. Y cuando
    comenzó la etapa de sellar papeles, corrí por toda la ciudad: puedo decir en
    conciencia que no hubo firma reconocida que no pasara por mi mano.
    En esa época nos encontrábamos a la noche en casa, exhaustos y
    animados: nos contábamos las hazañas del día, planeábamos los ataques
    siguientes. No profundizábamos mucho en lo que estaba ocurriendo, bastaba
    con que todo tuviera el sello de la amistad. Me pareció comprender por qué
    los novios se presentían, por qué el marido intenta dar comodidades a la
    esposa, y ésta le prepara afanada el alimento, por qué la madre exagera los
    cuidados del hijo. Fue entonces, cuando, con algún sacrificio, le regalé un
    pequeño broche de oro a la que hoy es mi esposa. Sólo mucho después iba a
    comprender que estar también es dar.
    Concluida la cuestión con la Prefectura —todo sea dicho, con victoria
    nuestra—, continuamos uno al lado del otro, sin encontrar aquella palabra que
    cediera el alma. ¿Cediera el alma? Pero, a fin de cuentas, ¿quién quería ceder
    el alma? ¡Dónde vamos a parar!
    Pero, al fin, ¿qué queríamos? Nada. Estábamos fatigados, desilusionados.
    Con el pretexto de las vacaciones de mi familia, nos separamos. Además,
    él también iba a Piauí. Un apretón de manos conmovido fue nuestro adiós en
    el aeropuerto. Sabíamos que no nos íbamos a ver más, salvo por azar.
    Sabíamos más: que no queríamos volver a vernos. Y sabíamos también que
    éramos amigos. Amigos sinceros.






    179
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    Mensaje por Maria Lua Miér 01 Ene 2025, 14:05

    ***

    Una tarde plena





    El saguino
    [14] es tan pequeño como un ratón, y del mismo color.
    La mujer, después de sentarse en el autobús y de lanzar una mirada
    tranquila de propietaria sobre los asientos, ahogó un grito: a su lado, en la
    mano de un hombre gordo, estaba lo que parecía un ratón inquieto y que en
    verdad era un vivísimo saguino. Los primeros momentos de la mujer versus el
    saguino se consumieron en intentar sentir que no se trataba de un ratón
    disfrazado.
    Cuando hubo llegado a eso, comenzaron momentos deliciosos e intensos:
    la observación del animal. Todo el autobús, además, no hacía otra cosa.
    Pero era privilegio de la mujer estar al lado del personaje principal. Desde
    donde estaba podía, por ejemplo, reparar en la pequeñez de la lengua del
    saguino: un trazo de lápiz rojo.
    Y estaban los dientes, también: casi se podían contar millares de dientes
    dentro de la raya de la boca, y cada pedacito menor que el otro, y más blanco.
    El saguino no cerró la boca ni un instante.
    Los ojos eran redondos, hipertiroideos, combinando con un ligero
    prognatismo, y esa mezcla, que le daba un aire extrañamente impúdico,
    formaba una cara medio desvergonzada de niño de calle, de esos que están
    permanentemente resfriados y que al mismo tiempo chupan un caramelo y
    sorben la nariz.
    Cuando el saguino dio un brinco sobre el cuello de la señora, ésta contuvo
    un frisson, y el placer escondido de haber sido elegida.
    Pero los pasajeros la miraron con simpatía, aprobando el acontecimiento,
    y, un poco ruborizada, ella aceptó ser la tímida favorita. No lo acarició porque
    no sabía si ése era el gesto que debía hacer.
    Y sin embargo, el animal sufría de la falta de cariño. En verdad su dueño,
    el hombre gordo, sentía por él un amor sólido y severo, de padre a hijo, de
    amo a mujer. Era un hombre que, sin una sonrisa, tenía el llamado corazón de
    oro. La expresión de su rostro era hasta trágica, como si él tuviera una misión.
    ¿La misión de amar? El saguino era su cachorro en la vida.
    El autobús, en la brisa, como embanderado, avanzaba. El saguino comió
    un bizcocho. El saguino se rascó rápidamente la redonda oreja con la pierna
    fina de atrás. El saguino gritó. Se colgó de la ventana, y espió lo más
    Página 181
    rápidamente que pudo, despertando en el autobús opuesto caras que se
    espantaban y que no tenían tiempo de averiguar lo que habían visto.
    Mientras tanto, cerca de la mujer, una señora contó a otra señora que tenía
    un gato. Que el gato tenía actitudes amorosas, contó.
    Fue en ese ambiente de familia feliz cuando un camión quiso adelantar al
    autobús, y casi ocurrió un accidente fatal. Hubo gritos. Todos saltaron
    deprisa. La mujer, retrasada, a punto de llegar tarde, cogió un taxi.
    Sólo en el taxi se acordó de nuevo del saguino.
    Y lamentó con una sonrisa sin gracia que, estando los días que corrían tan
    llenos de noticias en los diarios que no la concernían, los acontecimientos se
    distribuyeran tan mal, al punto de que un saguino y casi un accidente
    sucedieran al mismo tiempo.
    «Apuesto —pensó— a que nada más me ocurrirá durante mucho tiempo,
    apuesto a que ahora voy a entrar en la época de las vacas flacas». Que era, en
    general, su tiempo.
    Pero ese mismo día sucedieron otras cosas. Todas en la categoría de
    bienes declarables. Sólo que no eran comunicables. Esa mujer era, además, un
    poco silenciosa consigo misma y no se entendía muy bien a sí misma.
    Pero así es. Y nunca se supo de un saguino que haya dejado de nacer,
    vivir y morir, sólo por no entenderse o no ser entendido.
    De todos modos fue una tarde embanderada.





    CARTA A ERICO VERÍSSIMO




    No estoy de acuerdo con usted que dice: «Disculpen, pero no soy
    profundo».
    Usted es profundamente humano; y ¿qué más se puede pedir de una
    persona? Usted tiene grandeza de espíritu. Un beso para usted, Erico








    182
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    Mensaje por Maria Lua Jue 02 Ene 2025, 18:52

    Tempestad de almas





    Ah, si lo hubiera sabido, no nacía, ah, si lo hubiera sabido, no nacía. La
    locura es vecina de la más cruel sensatez. Devoro la locura porque ella me
    alucina calmosamente. El anillo que tú me diste era de vidrio y se quebró y el
    amor no terminó, pero, en lugar de él, el odio de los que aman. La silla es un
    objeto. Inútil mientras la miro. Dime, por favor, qué hora es, para que yo sepa
    que estoy viviendo en esta hora. La creatividad es desencadenada por un
    germen y yo no tengo hoy ese germen, pero tengo incipiente la locura que en
    sí misma es creación válida. Nada más tengo que ver con la validez de las
    cosas. Estoy libre o perdida. Voy a contarles un secreto: la vida es mortal.
    Mantenemos ese secreto en mutismo cada uno frente a sí mismo porque
    conviene, si no, sería volver cada instante mortal. El objeto silla siempre me
    interesó. Miro ésta que es antigua, comprada en un anticuario, y estilo
    imperio; no se podría imaginar mayor simplicidad de líneas, contrastando con
    el asiento de fieltro rojo. Amo a los objetos en la medida en que ellos no me
    aman. Pero si no comprendo lo que escribo no es mi culpa. Tengo que hablar,
    pues hablar salva. Pero no tengo una sola palabra que decir. Las palabras ya
    dichas me amordazan la boca. ¿Qué es lo que una persona le dice a otra?
    Además del «Hola, ¿qué tal?». Si tuvieran la locura de la franqueza, ¿qué se
    dirían las personas, unas a otras? Y lo peor sería lo que se diría una persona a
    sí misma, pero sería la salvación, aunque la franqueza esté determinada por el
    nivel consciente y el terror de la franqueza venga de la parte que está en el
    vastísimo inconsciente que me liga al mundo y a la creadora inconsciencia del
    mundo. Hoy es día de mucha estrella en el cielo, por lo menos así promete
    esta tarde triste que una palabra humana salvaría.
    Abro bien los ojos, y no cambia: sólo veo. Pero el secreto, no lo veo ni lo
    siento. La victrola está rota y vivir sin música es traicionar la condición
    humana que está rodeada de música. Además, la música es una abstracción
    del pensamiento, hablo de Bach, de Vivaldi, de Haendel. Sólo puedo escribir
    si estoy libre, y libre de censura, si no, sucumbo. Miro la silla estilo imperio y
    entonces es como si ella también me hubiera mirado y visto. El futuro es mío
    en tanto vivo. En el futuro se va a tener más tiempo de vivir, y de paso,
    escribir. En el futuro: si lo llego a saber, yo no hubiera nacido. Marli de
    Oliveira, yo no te escribo cartas porque sólo sé ser íntima. Además, sólo sé
    ser íntima en todas las circunstancias, por eso, soy muy callada. Todo lo que
    Página 190
    nunca se hizo, ¿se hará un día? El futuro de la tecnología amenaza destruir
    todo lo que es humano en el hombre, pero la tecnología no alcanza a la locura,
    y en ella es donde lo humano del hombre se refugia. Veo las flores en el
    jarrón: son flores del campo, nacidas sin ser plantadas, son lindas y amarillas.
    Pero mi cocinera dice: qué flores tan feas. Sólo porque es difícil comprender
    y amar lo que es espontáneo y franciscano. Entender lo difícil no es mérito,
    pero amar lo fácil de amar es un gran paso en la escala humana. Cuántas
    mentiras estoy obligada a decir. Pero me gustaría no estar obligada a mentir
    conmigo misma. Si no, ¿qué me queda? La verdad es el residuo final de todas
    las cosas, y en mi inconsciente está la verdad que es la misma del mundo. La
    Luna está, como diría Paul Eluard, éclatante de silence. Hoy no sé si vamos a
    tener Luna visible, pues ya es tarde y no la veo en el cielo. Lina vez miré de
    noche el cielo, con la cabeza echada para atrás, y me quedé tonta de tantas
    estrellas que se ven en el campo, pues el cielo del campo es limpio. No hay
    lógica, si se piensa un poco, en la ilogicidad perfectamente equilibrada de la
    naturaleza. De la naturaleza humana también. Qué sería del mundo, del
    cosmos, si el hombre no existiera. Si yo pudiera escribir siempre así, como
    estoy escribiendo ahora, estaría en plena tempestad del cerebro, que es lo que
    significa brainstorm. ¿Quién habrá inventado la silla? Alguien con amor a sí
    mismo. Inventó, entonces, una mayor comodidad para su cuerpo. Después los
    siglos se sucedieron y nadie más prestó realmente atención a una silla, pues
    usarla es casi automático. Es preciso tener valor para hacer un brainstorm:
    nunca se sabe lo que puede venir a asustarnos. El monstruo sagrado murió: en
    su lugar nació una niña que estaba sola. Bien sé que tengo que parar, no por
    causa de falta de palabras, sino porque estas cosas, y sobre todo las que sólo
    pensé escribir, no suelen publicarse en periódicos.







    Vida al natural





    Pues en el río había algo como el fuego del hogar. Y cuando ella advirtió
    que, además del frío, llovía en los árboles, no podía creer que tanto le fuese
    dado. Y el acuerdo del mundo con aquello que ella ni siquiera sabía que
    precisaba como el pan. Llovía, llovía. El fuego encendido guiñaba hacia ella y
    hacia él. Él, el hombre, se ocupaba de aquello que ella ni siquiera agradecía;
    él atizaba el fuego, lo cual era su deber de nacimiento. Y ella, que siempre
    estaba inquieta, haciendo cosas y experimentando, curiosa, ella no se
    acordaba de atizar el fuego: no era su papel, pues tenía a su hombre para eso.
    No siendo doncella, el hombre tenía que cumplir su misión. Lo más que ella
    hacía era instigarlo, a veces: «Aquel leño —decía—, aquél todavía no
    encendió». Y él, un instante antes de que ella acabara la frase que lo advertía,
    él ya había notado el leño, era su hombre, ya estaba atizando el leño. No le
    daba órdenes, porque era la mujer de un hombre que perdería su estado, si ella
    le daba órdenes. La otra mano de él, libre, está al alcance de ella. Ella lo sabe,
    y no la coge. Quiere la mano de él, sabe que la quiere, y no la coge. Tiene
    exactamente lo que necesita: poder tener.
    Ah, y decir que esto va a acabar, que por sí mismo no puede durar. No,
    ella no se está refiriendo al fuego, se refiere a lo que siente. Lo que siente
    nunca dura, lo que siente siempre acaba, y puede no volver nunca. Se
    encarniza entonces sobre el momento, se traga el fuego, y el fuego dulce arde,
    arde, flamea. Entonces, ella, que sabe que todo va a acabar, coge la mano
    libre del hombre, y la enlaza con la suya, ella dulce arde, arde, flamea





    190
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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Vie 03 Ene 2025, 01:11

    UNO NACE PESE A SABER QUE VA A SER CRUCIFICADO


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    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 15:07

    Gracias, Pascual.



    **************************


    Una esperanza





    En casa se ha posado una esperanza. No la clásica, la que tantas veces se
    revela ilusoria, por mucho que así nos sostenga siempre. Sino la otra, bien
    concreta y verde: el insecto.
    Hubo un grito sofocado de uno de mis hijos:
    —¡Una esperanza! ¡Y justo encima de tu silla!
    Emoción de él, además, que unía las dos esperanzas en una sola, ya tiene
    edad para eso. Antes, mi asombro: la esperanza es algo secreto y suele
    posarse directamente en mí, sin que nadie lo sepa, y no en una pared encima
    de mi cabeza. Pequeño desorden: pero era indudable, allí estaba, y más flaca y
    verde no podía ser.
    —Pero si casi no tiene cuerpo —me quejé.
    —Sólo tiene alma —explicó mi hijo; y como los hijos son para nosotros
    una sorpresa, descubrí sorprendida que hablaba de las dos esperanzas.
    Por entre los cuadros de la pared, ella caminaba despacio sobre las
    hilachas de las largas patas. Tres veces, obstinada, intentó salir entre dos
    cuadros; tres veces tuvo que desandar el camino. Le costaba aprender.
    —Es tontita —comentó el niño.
    —De eso yo sé bastante —respondí, un poco trágica.
    —Ahora busca otro camino. Mira cómo duda.
    —Ya lo sé, así es.
    —Parece que las esperanzas no tienen ojos, mamá. Se guían con las
    antenas.
    —Lo sé —continué yó, cada vez más desdichada.
    Nos quedamos mirando no sé cuánto tiempo. Vigilándola como en Grecia
    o Roma se vigilaba el fuego del hogar para que no se apagase.
    —Ha olvidado cómo se vuela, mamá, y cree que sólo puede andar así,
    despacio.
    Andaba realmente despacio; ¿estaría herida, tal vez? Ah, no; si hubiese
    sido así, de un modo u otro perdería sangre, conmigo siempre ha sido así.
    Fue entonces cuando, presintiendo el mundo comible, de detrás de un
    cuadro salió una araña. Más que una araña, parecía «la» araña. Caminando
    por su tela invisible, parecía trasladarse blandamente por el aire. Quería la
    esperanza. ¡Pero nosotros también la queríamos, vaya! Dios mío, la
    queríamos y no para comérnosla. Mi hijo fue a buscar la escoba. Yo, sincera,
    Página 76
    confundida, sin saber si no había llegado la segura hora de perder la
    esperanza, dije:
    —Es que no se matan las arañas. Me han dicho que trae mala suerte…
    —¡Pero ésta va a matar la esperanza! —respondió mi hijo con ferocidad.
    —Tengo que hablar con la empleada para que limpie detrás de los cuadros
    —dije, sintiendo la frase descolocada y oyendo el cansancio cierto que había
    en mi voz. Después fantaseé un poco sobre cómo sería de lacónica y
    misteriosa con la empleada; tan sólo le diría: haga usted el favor de facilitar el
    camino de la esperanza.
    Muerta la araña, el niño inventó un juego de palabras con nuestra
    esperanza y el insecto. Mi otro hijo, que estaba mirando la televisión, lo oyó y
    se echó a reír de placer. No había duda: en casa se había posado la esperanza
    en cuerpo y alma.
    Pero qué bonito es el insecto: se posa más de lo que vive, es un esqueletito
    verde y tiene una forma tan delicada que explica por qué yo, que tengo la
    costumbre de agarrar las cosas, nunca he intentado agarrarla.
    Por otra parte, una vez, ahora lo recuerdo, se me posó en el brazo una
    esperanza mucho más pequeña que ésta. De tan leve que era no sentí nada,
    sólo visualmente me di cuenta de su presencia. Permanecí absorta en la
    delicadeza. Sin mover el brazo, pensé: «¿Y ahora? ¿Qué debo hacer?». En
    realidad, no hice nada. Me quedé extremadamente quieta, como si me hubiese
    brotado una flor. Después ya no recuerdo lo que pasó. Y creo que no pasó
    nada.




    **********************



    La criada




    Se llamaba Eremita. Tenía diecinueve años. Rostro seguro de sí, algunas
    espinas. ¿Dónde estaba su belleza? Había belleza en ese cuerpo que no era
    bello ni feo, en ese rostro cuyo signo de vida era una dulzura ansiosa de
    dulzuras mayores.
    No sé si belleza. Posiblemente no la había, por mucho que los rasgos
    indecisos atrayesen como atrae el agua. Había, sí, sustancia viva, uñas, carne,
    dientes, mezcla de resistencias y flaquezas, constituyendo una presencia vaga
    que no obstante se concretaba de inmediato, en una cabeza interrogativa y ya
    servicial, no bien se pronunciaba un nombre: Eremita. Los ojos castaños eran
    intraducibies, faltos de correspondencia con el conjunto del rostro. Tan
    independientes como si hubiesen sido plantados en la carne de un brazo y
    desde allí nos miraran, húmedos, abiertos.
    A veces contestaba con mala educación de verdadera criada. Explicó que
    había sido así desde pequeña. Sin que fuese un rasgo de carácter. Pues en su
    espíritu no había ningún endurecimiento, ninguna ley perceptible. «Tuve
    miedo», decía con naturalidad. «Me entró un hambre…», decía y, no se sabe
    por qué, lo que decía era incontestable. «Él me respeta mucho», decía del
    novio y, pese a la expresión obsecuente y convencional, la persona que oía
    entraba en un mundo delicado de insectos y aves donde el respeto mutuo era
    general. «Me da vergüenza», decía, y enredada en sus propias sombras
    mostraba la sonrisa. Si el hambre era de pan —que comía de prisa, como si
    fueran a quitárselo—, el miedo era de los truenos, la vergüenza era de hablar.
    Era gentil, honrada. «Dios me libre, ¿no?», decía ausente.
    Porque tenía sus ausencias. La cara se perdía en una tristeza impersonal y
    sin arrugas. Una tristeza más antigua que su espíritu. Los ojos se tornaban
    vacíos; diría que incluso un poco ásperos. El que estaba al lado de ella sufría
    y no podía hacer nada. Unicamente esperar.
    Pues en algo estaba absorta, la misteriosa criatura. En aquellos momentos
    nadie se hubiese atrevido a tocarla. Una debía esperar, un poco grave, con el
    corazón encogido y velándola. Nada era posible hacer por ella sino esperar a
    que pasara el peligro. Hasta que en un movimiento sin prisas, casi un suspiro,
    se levantaba como un cabrito recién nacido que se asentase en sus patas.
    Había regresado del descanso en la tristeza.
    Página 93
    Regresaba, no se podría decir que más rica, pero sí más segura después de
    haber bebido en vaya a saberse qué fuente. Lo que se sabe es que la fuente
    debía de ser pura y antigua. Sí, había en ella profundidad. Pero nadie habría
    encontrado nada si hubiese bajado a esas profundidades; nada salvo la
    profundidad misma, como en lo oscuro se encuentra oscuridad. Es posible que
    alguien, de haberse adentrado más, tras muchas leguas por las tinieblas
    hubiese encontrado el indicio de un camino, guiado tal vez por un batir de
    alas, por el rastro de algún insecto. Y, de repente, el bosque.
    Ah, entonces el misterio debía de ser ése: ella había descubierto un atajo
    para llegar al bosque. Seguro que era allí adonde iba durante sus ausencias.
    Para regresar con ojos llenos de blandura e ignorancia, ojos completos.
    Ignorancia tan vasta que en ella podía caber y perderse toda la sabiduría del
    mundo.
    Así era Eremita. La que hubiese subido a la superficie con todo lo hallado
    en el bosque habría sido quemada en la hoguera. Y lo que había visto —las
    raíces que había mordido, las espinas que la habían hecho sangrar, las aguas
    en donde se había mojado los pies, la oscuridad y la luz que la habían
    envuelto no lo contaba—, porque no sabía: había captado todo en una sola
    mirada, demasiado rápido para que fuese algo más que un misterio.
    Cuando emergía, pues, era una criada. A quien continuamente apartaban
    de la oscuridad de su atajo para encargarle tareas menores, lavar ropa, fregar
    el suelo, servir a unos y otros.
    Pero ¿servía realmente? Pues si alguien hubiese prestado atención habría
    visto que ella lavaba ropa al sol, que fregaba el suelo mojado por la lluvia,
    que tendía sábanas al viento. Se las arreglaba para servir mucho más
    remotamente a otros dioses. Siempre con la entereza de espíritu que había
    traído del bosque. Sin un pensamiento: nada más que un cuerpo moviéndose
    con calma, rostro pleno de una esperanza suave que nadie da y nadie arrebata.
    La única huella del peligro que había atravesado era su fugitiva manera de
    comer pan. Por lo demás, era serena. Incluso cuando agarraba el dinero que la
    patrona había olvidado sobre la mesa, incluso cuando con discreto embrujo le
    llevaba al novio cosas de la despensa. A robar poca poca también había
    aprendido en sus bosques.





    84
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 04 Ene 2025, 20:18

    Macacos



    La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo.
    Estábamos sin agua y sin empleada, había que hacer cola para la carne y el
    calor había estallado; y entonces, muda de perplejidad, vi entrar el regalo en
    casa, ya comiéndose un plátano, ya examinándolo todo con gran rapidez y un
    largo rabo. Parecía más bien un macaco no crecido aún, tenía unas
    potencialidades tremendas. Trepaba por la ropa colgada de la soga, y desde
    arriba lanzaba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de plátano donde fuese. Y
    yo exhausta. Cuando me olvidaba y, distraída, entraba en el patio de servicio,
    el gran sobresalto: allí estaba aquel hombre alegre. Mi hijo menor sabía que
    me desharía del gorila mucho antes de saberlo yo: «Y si te prometo que un día
    el mono va a enfermarse y morir, ¿lo dejarás quedarse? ¿Y si supieras que de
    todos modos un día se va a caer por la ventana y va a morir allá abajo?». Mis
    sentimientos desviaban la mirada. La feliz e inmunda inconsciencia del gran
    mono pequeño me hacía responsable de su destino, ya que él mismo no
    aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi
    aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me
    salvó: muchachos de la favela aparecieron con un rumor feliz, se llevaron al
    hombre que reía y, en el desvitalizado Año Nuevo, conseguí al menos tener
    una casa sin mono.
    Un año después acababa de recibir una alegría cuando en Copacabana vi
    la aglomeración. Un hombre vendía monitos. Pensé en los niños, en las
    alegrías gratuitas que me daban, nada relacionadas con las preocupaciones
    también gratuitas que me daban, e imaginé una cadena de la alegría: «Aquel
    que reciba ésta, que la pase a otro», y éste a otro más, como el siseo en un
    rastro de pólvora. Y allí mismo compré a la que se llamaría Lisette.
    Cabía casi en la mano. Tenía falda, pendientes, collar y pulsera de
    bahiana. Y un aire de inmigrante que desembarca llevando aún el traje típico
    de su tierra. De inmigrante eran también los ojos redondos.
    En cuanto a ella, era una mujer en miniatura. Estuvo con nosotros tres
    días. Era tan delicada de huesos. Tenía una dulzura tan extremada. Más que
    sus ojos, era su mirada lo redondo. A cada movimiento se le agitaban los
    pendientes; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho,
    pero para comer era sobria y cansada. Sus raros cariños no eran sino leves
    mordidas que no dejaban marca.
    Página 78
    Al tercer día estábamos en el patio de servicio admirando a Lisette y el
    modo en que era nuestra. «Un poco demasiado suave», pensé yo con nostalgia
    del gorila. Y de repente mi corazón respondió con mucha dureza: «Pero si
    esto no es dulzura. Esto es muerte». La sequedad del mensaje me dejó
    paralizada. Después les dije a los niños: «Lisette se está muriendo». Al
    mirarla comprendí hasta qué grado del amor habíamos llegado. Envolví a
    Lisette en una servilleta, fui con los niños hasta el servicio de urgencias,
    donde el médico no pudo atendernos porque estaba operando a un cachorro.
    Otro taxi —Lisette se cree que está paseando, mamá—, otro hospital. Allí le
    dieron oxígeno.
    Y con el soplo de vida se reveló súbitamente una Lisette que
    desconocíamos. De ojos mucho menos redondos, más secretos, más risueños,
    y con una cierta altivez irónica en el rostro burdo y prognato; un poco más de
    oxígeno y le entraron tales ganas de hablar que mal parecía una mona; pero lo
    era, y tenía mucho que contar. No obstante, en seguida volvía a sucumbir,
    exhausta. Más oxígeno, y esta vez una inyección de suero a cuya aguja
    reaccionó con un golpecito colérico de pulsera que tintinea. El enfermero
    sonrió: «Lisette, cariño mío, ¡cálmate!».
    El diagnóstico: no viviría a menos que tuviese oxígeno a mano, y aun así
    era improbable: «No hay que comprar monos en la calle —me censuró el
    enfermero meneando la cabeza—. A veces ya vienen enfermos». No, había
    que comprar monas determinadas, conocer el origen, exigir por lo menos
    cinco años de garantía de amor, saber lo que Había hecho y deshecho como si
    una fuese a casarse. Consulté un instante con los niños. Y dije al enfermero:
    «Lisette le ha gustado a usted mucho. Pues si la deja pasar unos días al lado
    del oxígeno, en cuanto se cure es suya». Pero él cavilaba. «¡Lisette es muy
    guapa!», imploré. «Es linda, sí —aceptó él, pensativo. Después dejó escapar
    un suspiro y dijo—: Si curo a Lisette, será suya». Nos fuimos con la servilleta
    vacía.
    Al día siguiente telefonearon y yo avisé a los niños que Lisette había
    muerto. El menor me preguntó: «¿Crees que habrá muerto con los pendientes
    puestos?». Le contesté que sí. Una semana más tarde el mayor me dijo:
    «¡Cómo te pareces a Lisette!». «A mí tú también me gustas», le respondí.



    77
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Lun 06 Ene 2025, 18:18

    Encarnación involuntaria




    A veces, cuando veo a una persona que no había visto antes y tengo
    tiempo para observarla, me encarno en ella y así doy un gran paso para
    conocerla. Y esta intrusión en una persona, quienquiera que sea, nunca
    termina en su autoacusación: al encarnarme en ella, comprendo sus razones y
    la perdono. Debo prestar atención para no encarnarme en una vida peligrosa y
    atractiva, que precisamente por esto me quite las ganas de regresar a mí
    misma.
    Un día, en el avión… «¡Oh, Dios mío —imploré—, esto no, no quiero ser
    esa misionera!».
    Pero era inútil. Sabía que, por haber estado tres horas en presencia de ella,
    yo iba a ser misionera durante varios días. La delgadez y la delicadeza
    extremadamente corteses de la misionera ya se habían apoderado de mí. Con
    curiosidad, algún deslumbramiento y cansancio previo sucumbo a la vida que
    experimentaré durante algunos días. Y, desde el punto de vista práctico, con
    alguna aprensión: en este momento ando demasiado ocupada con mis deberes
    y placeres para poder cargar el peso de una existencia que no conozco, pero
    cuya tensión evangélica empiezo a sentir. Ya en el avión advierto que he
    empezado a caminar con un paso de santa laica: entonces comprendo cómo es
    de paciente la misionera, cómo se apaga con este paso que apenas quiere tocar
    el suelo, como si pisar con más fuerza pudiese perjudicar a los demás. Ahora
    soy pálida, no me pinto los labios, tengo la cara fina y llevo esa suerte de
    sombrero de las misioneras.
    Cuando baje a tierra tendré ya, probablemente, ese aire de sufrimientosuperado-por-la-paz-de-tener-una-misión. Y mi rostro llevará impresa la
    dulzura de la esperanza moral. Porque sobre todo me he vuelto totalmente
    moral. Mientras que al subir al avión era muy saludablemente amoral. ¡Era,
    no: soy!, me grito rebelándome contra los preconceptos de misionera. Es
    inútil: toda mi fuerza está siendo empleada en la obtención de un ser frágil.
    Finjo leer una revista, mientras ella lee la Biblia.
    Vamos a hacer una breve escala. El asistente distribuye chicles. Y no bien
    el joven se acerca, ella enrojece.
    En tierra soy una misionera al viento del aeropuerto; me sujeto las
    imaginarias faldas largas y grisáceas contra la impudicia del viento. Entiendo,
    entiendo. Ah, cómo los entiendo, a ella y a su pudor de existir cuando está
    Página 116
    fuera de las horas en que cumple su misión. Al igual que la misionerita, acuso
    las faldas cortas de las mujeres, tentación de los hombres. Y, cuando no
    entiendo, dejo de hacerlo con el mismo fanatismo depurado de esa mujer
    pálida que enrojece fácilmente al acercarse el joven, quien nos avisa que
    hemos de continuar viaje.
    Ya sé que dentro de unos días lograré reanudar integralmente mi propia
    vida. Que, quién sabe, tal vez sólo haya sido en el momento de nacer, y por lo
    demás haya estado hecha de reencarnaciones. Pero no: soy una persona. Y
    cuando se apodera de mí el fantasma de mí misma, la alegría es tal, tan grande
    la fiesta, que por así decir lloramos una sobre el hombro de la otra. Después
    nos enjugamos las lágrimas, el fantasma se incorpora plenamente a mí y con
    cierta altivez salimos al mundo exterior.
    Una vez, también durante un viaje, encontré una prostituta perfumadísima
    que fumaba entrecerrando los ojos, mientras éstos miraban fijamente a un
    hombre que estaba por caer hipnotizado. Para comprender mejor,
    inmediatamente me puse a fumar con los ojos entrecerrados, mirando al único
    hombre que había al alcance de mi intencionada visión. Pero el hombre gordo
    que yo miraba para experimentar el alma de la prostituta, el gordo estaba
    enfrascado en el New York Times. Y mi perfume era demasiado discreto.
    Salió todo mal.





    **********************




    Las aguas del mar




    Ahí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y
    aquí está la mujer, de pie en la playa, el más ininteligible de los seres vivos.
    Como el ser humano hizo un día una pregunta sobre sí mismo, volviéndose el
    más ininteligible de los seres vivos. Ella y el mar.
    Sólo podría haber un encuentro de sus misterios si uno se entregara al
    otro: la entrega de dos mundos incognoscibles hecha con la confianza con que
    se entregan dos comprensiones.
    Ella mira el mar, es lo que puede hacer. Y su mirada está limitada por la
    línea del horizonte, es decir, por su incapacidad humana de ver la curvatura de
    la Tierra.
    Son las seis de la mañana. Sólo un perro suelto vaga por la playa, un perro
    negro. ¿Por qué un perro resulta tan libre? Porque él es el misterio vivo que
    no se indaga. La mujer vacila porque va a entrar.
    Su cuerpo se consuela con su propia exigüidad en relación con la vastedad
    del mar porque es la exigüidad del cuerpo lo que le permite mantenerse
    caliente y es esa exigüidad que la vuelve pobre y libre, con su parte de
    libertad de perro en las arenas. Ese cuerpo entrará en el ilimitado frío que sin
    rabia ruge en el silencio de las seis. La mujer no lo sabe, pero está realizando
    una hazaña. Con la playa vacía a esa hora de la mañana, ella no tiene el
    ejemplo de otros seres humanos que transforman la entrada en el mar en
    simple juego liviano de vivir. Ella está sola. El mar salado no está solo porque
    es salado y grande, y eso es una realización. A esa hora ella se conoce menos
    todavía de lo que conoce el mar. Su hazaña es, sin conocerse, entretanto,
    proseguir. Es fatal no conocerse, y no conocerse exige valor.
    Va entrando. El agua salada está tan fría que le eriza en ritual las piernas.
    Pero una alegría fatal —y la alegría es una fatalidad— ya la posee, aunque
    todavía no se le ocurra sonreír. Por el contrario, está muy seria. El olor es de
    una marejada atontadora que la despierta de sus más adormecidos sueños
    seculares. Y ahora ella está alerta, aun sin pensar. La mujer es ahora compacta
    y leve y aguda; se abre camino en la gelidez que, líquida, se opone a ella,
    mientras la deja entrar, como en el amor, en que la oposición puede ser una
    petición.
    El camino lento aumenta su valor secreto. Y de repente ella se deja cubrir
    por la primera ola. La sal, el yodo, todo líquido, la dejan por un instante ciega,
    Página 188
    escurriéndose (espantada, de pie, fertilizada).
    Ahora el frío se convierte en hielo. Avanzando, ella abre el mar por el
    medio. Ya no precisa valor, ahora ya es antigua en el ritual. Baja la cabeza
    dentro del brillo del mar, y retira una cabellera que sale escurriéndose sobre
    los ojos salados que arden. Brinca con la mano en el agua, pausada, los
    cabellos al sol, casi inmediatamente endurecidos por la sal. Con la concha de
    las manos hace lo que siempre hace en el mar, y con la altivez de 1 os que
    nunca dan explicaciones ni a ellos mismos: con la concha de las manos llenas
    de agua, bebe en grandes sorbos, buenos.
    Era eso lo que le faltaba: el mar por dentro como el líquido espeso de un
    hombre. Ahora ella está toda igual a sí misma. La garganta alimentada se
    contrae por la sal, los ojos enrojecen por el sol, las olas suaves la golpean y
    retroceden, pues ella es una muralla compacta.
    Se sumerge de nuevo, de nuevo bebe, más agua, ahora sin ansiedad, pues
    no precisa más. Ella es la amante que sabe que lo tendrá todo, otra vez. El sol
    se abre más y la eriza, al secarla, ella se sumerge de nuevo; está cada vez
    menos ansiosa y menos aguda. Ahora sabe lo que quiere. Quiere quedar de
    pie, parada en el mar. Así queda, pues. Como contra los costados de un navío,
    el agua bate, vuelve, bate. La mujer no recibe transmisiones. No precisa
    comunicación.
    Después camina dentro del agua, de regreso a la playa. No está caminando
    sobre las aguas —ah, nunca haría eso después de que hace miles de años ya
    alguien caminara sobre las aguas—, pero nadie le puede quitar eso: caminar
    dentro de las aguas. A veces el mar le opone resistencia, empujándola con
    fuerza hacia atrás, pero entonces la proa de la mujer avanza un poco más dura
    y áspera.
    Y ahora pisa en la arena. Sabe que está brillante de agua, y de sal, y de
    sol. Aunque lo olvide dentro de unos minutos, nunca podrá perder todo eso. Y
    sabe de algún modo oscuro que sus cabellos escurridos son de náufrago.
    Porque sabe que ha corrido un riesgo. Un riesgo tan antiguo como el ser
    humano.







    187
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    Mensaje por Maria Lua Mar 07 Ene 2025, 18:39

    Sin título (crónica) – Clarice Lispector


    Sin Título (Crónica)
    Clarice Lispector

    El texto que aquí presentamos forma parte de las crónicas publicadas por Lispector entre 1967 y 1973 en el Jornal do Brasil.

    Traducción de Micaela Paredes



    ¿Cómo es que osaron decirme que más que vivir vegeto? Solo porque llevo una vida un poco retirada de las luces del escenario. Yo, que vivo la vida en su elemento puro. Tan en contacto estoy con lo inefable. Respiro a Dios hondamente. Y vivo muchas vidas. No quiero enumerar cuántas vidas de los otros vivo. Pero las siento todas, todas respirando. Y tengo la vida de mis muertos. A ellos les dedico mucha meditación. Estoy en pleno corazón del misterio. A veces mi alma se retuerce entera. Tengo una amiga que tiene cálculos renales. Y, cuando una piedra quiere pasar, ella vive el infierno hasta que pasa.

    Espiritualmente, muchas veces una piedra quiere pasar, entonces me retuerzo toda. Después de que pasa, quedo pura por completo. Es mentira decir que no se puede ayudar a la gente. Soy ayudada por la mera presencia de una persona viviendo. Soy ayudada por la saudade mansa y dolorida de quien amé. Y soy ayudada por mi propia respiración. Y hay momentos de risa y de sonrisa. De alegría, la más alta. Una persona un día me escribió: te dejaría por Dios. Entiendo. ¿Será que esa persona puede dejarme ahora y me reemplaza por Dios? ¿O tiene saudade de mí? Creo que tiene saudade de mí y por momentos es poseída por Dios. En el momento en que escribo, mi desnudez es casta. Y es bueno escribir: es la piedra que pasa al fin. Me entrego entera a esos momentos. Poseo mi propia muerte. Ya tengo una gran saudade por los que dejaré. Pero estoy tan ligera. Nada me duele. Porque estoy viviendo el misterio. La eternidad antes de mí y después de mí. El símbolo del misterio es, en Vila Velha, Paraná: es de antes de la aparición del hombre en la Tierra. El silencio que debió haber en aquel tiempo no habitado. La energía silenciosa. Del tiempo que siempre existió. El tiempo es permanente. Nunca terminará. ¿No es lindo eso? También tengo otra piedra, todavía más antigua: los geólogos llegarán a la conclusión de que viene de la época de la formación de la Tierra. Brasil es muy antiguo. Sus volcanes ya están extintos. Paré un instante de escribir para tomar esa piedra y entrar en comunicación con ella. Me dieron también un pequeño diamante: parece una gota de luz en la palma de mi mano. Tengo fuertes tentaciones y fuertes deseos. Para superar todo eso, paso 40 días en el desierto. Tengo a mi lado un vaso de agua. De vez en cuando tomo un sorbo. Así estoy saciando todas mis sedes. Ahora voy a enseñar un modo hindú de alcanzar la paz. Parece broma pero es verdad. Es así: imaginarse un ramo de rosas blancas. Visualizar su blancura suave y perfumada. Después, pensar en un ramo de rosas rojas, príncipe negro: son encarnadas, apasionadas. Después, visualizar un ramo de rosas amarillas, que son, como ya escribí, un grito alegre de alarma. Después, imaginar un ramo de rosas rosadas, en su recato, pétalos gruesos y aterciopelados. Después, reunir mentalmente esos grandes ramos en una enorme cesta. Y, finalmente, tomar la color rosa, tal vez, por ser tan recatada en su palidez y por ser la rosa por excelencia, y llevarla mentalmente a un jardín y ponerla en su sitio. Los hindúes alcanzan paz con esa visualización. Pienso en la India, que probablemente nunca conoceré. Pero el hambre no espiritualiza a nadie. Solo el hambre deliberada. Está lloviendo, son las cuatro de la mañana. El viento sacude las puertas cerradas de mi terraza. Pero mi cuerpo está caliente. Está para sentir frío, pero estoy caliente y viva.

    Hoy por la tarde voy a tener un encuentro muy importante. Respeto profundamente al alma con que voy a reunirme. Y esa persona me respeta mucho. Tal vez sea un encuentro en silencio. Me mandaron una carta de Minas Gerais: en ella estaba dibujado mi rostro y el hombre decía que me amaba con mudo fervor. Le respondí diciendo que todo fervor es mudo. Y agradecí ser objeto de ese fervor. El dibujo es muy bueno. Me pregunto si ese hombre me conoció personalmente, cuando estuve en Belo Horizonte dando una conferencia. Es un dibujo más fiel que una fotografía. ¿Y quién es Gilberto? Que me mandó un dibujo en que aparezco de cuerpo entero, con un cigarro en la mano. Al lado, Gilberto escribió el título de algunos libros míos y dibujos alusivos a los títulos. Y, al lado derecho, muy adolescentemente, Gilberto escribió: “¡Linda! ¡Fascinante! ¡Fatal!”. Gilberto, no existe gente fatal, solo en el cine mudo. El dibujo también es muy bueno. ¿Tú me conoces personalmente, Gilberto? Perdón, pero no me acuerdo de ti. Y solo firmaste “Gilberto”, no pusiste ninguna dirección en el sobre, y por eso estoy respondiendo aquí. Para el encuentro de hoy por la tarde me voy a vestir y perfumar muy bien. Y, si hablamos, serán palabras de alegría. ¿Qué perfume usaré? Creo que ya sé cuál. No digo qué perfumes uso: son mi secreto. Uso perfume para mí misma. Me estoy acordado de mi papá: él decía que yo era muy perfumada. Es un don que Dios da al cuerpo. Humildemente lo agradezco. Y un día tal vez vaya a India. Pediré quizás un préstamo al banco y tendré dinero para estar una semana allá. ¿Tendré el coraje de ir sola? Necesitaré la dirección de alguien allá que me guíe. Me gustaría tanto ir… Voy a terminar ahora porque tengo un espacio determinado en este diario. Voy a leer un poco. Sobre diamantes. En una revista italiana que dice: “Tra le pietre prezíose é la piú bella, la piú ricercate, é l’idea stessa di pietra preziosa”.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 08:39

    «Agua viva», de Clarice Lispector (fragmentos)



    Es con una alegría tan profunda. Es un aleluya tal. Aleluya, grito, aleluya que se funde con el más oscuro alarido humano de dolor de separación pero que es un grito de felicidad diabólica. Porque ya nadie me ata. Sigo con capacidad de razonar –he estudiado matemáticas, que son la locura de la razón– pero ahora quiero el plasma, quiero alimentarme directamente de la placenta. Tengo un poco de miedo: miedo de entregarme, porque el próximo instante es lo desconocido. ¿El próximo instante está hecho por mí? ¿O se hace solo? Lo hacemos juntos con la respiración. Y con una desenvoltura de torero en la arena.

    Te digo: estoy intentando captar la cuarta dimensión del instante-ya, que de tan fugitivo ya no existe porque se ha convertido en un nuevo instante-ya que ahora tampoco existe. Quiero apoderarme del es de la cosa. Esos instantes que transcurren en el aire que respiro, como fuegos artificiales estallan mudos en el espacio. Quiero poseer los átomos del tiempo. Y quiero capturar el presente que, por su propia naturaleza, me está prohibido; el presente se me escapa, la actualidad huye, la actualidad soy yo siempre en presente. Sólo en el acto del amor –por la nítida abstracción de estrella de lo que se siente– se capta la incógnita del instante, que es duramente cristalina y vibra en el aire, y la vida es ese instante incontable, más grande que el acontecimiento en sí; en el amor el instante de júbilo impersonal refulge en el aire, gloria extraña del cuerpo, materia sensibilizada por el escalofrío de los instantes, y lo que se siente es al mismo tiempo inmaterial y tan objetivo que sucede como fuera del cuerpo, brillando en lo alto; alegría, la alegría es la materia del tiempo y es por excelencia el instante. Y en el instante está el es de sí mismo. Quiero captar mi es. Y canto un aleluya al aire como lo hace el pájaro. Y mi canto no es de nadie. Pero no hay pasión sufrida en el dolor y en el amor a la que no le siga un aleluya.

    ¿Mi tema es el instante? Mi tema de vida. Intento estar a su nivel, me divido millares de veces en tantas veces como los instantes que transcurren, tan fragmentaria soy y tan precarios los momentos, sólo me comprometo con la vida que nace con el tiempo y que crece con él; sólo en el tiempo hay espacio para mí.

    Te escribo entera y siento un sabor en ser y el sabor-a-ti es abstracto como el instante. También con todo el cuerpo pinto mis cuadros y en el lienzo fijo lo incorpóreo, yo cuerpo-a-cuerpo conmigo misma. No se comprende la música, se escucha. Escúchame entonces con todo tu cuerpo. Cuando llegues a leerme preguntarás por qué no me limito a la pintura y a mis exposiciones, por qué escribo tosco y sin orden. Es que ahora siento necesidad de palabras y es nuevo para mí lo que escribo porque mi verdadera palabra está hasta ahora intacta. La palabra es mi cuarta dimensión.

    Hoy he acabado el lienzo del que te hablé; líneas redondas que se entrecruzan con trazos finos y negros, y tú, que tienes la costumbre de querer saber por qué –el porqué no me interesa, la causa es la materia del pasado– te preguntarás ¿por qué los trazos negros y finos? Es por el mismo secreto que me hace escribir ahora como si fuese a ti, escribo redondo, enmarañado y tibio, pero a veces frío como los instantes frescos, agua del arroyo que tiembla siempre por sí misma. ¿Lo que he pintado en esa tela es susceptible de ser fraseado? Tanto como la palabra muda pueda estar implícita en el sonido musical.

    Veo que nunca te he dicho cómo escucho música: apoyo levemente la mano en el fonógrafo y la mano vibra y transmite ondas a todo el cuerpo: así oigo la electricidad de la vibración, sustrato último en el dominio de la realidad, y el mundo tiembla en mis manos.

    Entonces entiendo que quiero para mí el sustrato vibrante de la palabra repetida en canto gregoriano. Soy consciente de que todo lo que sé no lo puedo decir, sólo puedo pintando o pronunciando sílabas ciegas de sentido. Y si tengo que usar aquí palabras, tienen que tener un sentido casi únicamente corpóreo, estoy en guerra con la vibración última. Para decirte mi sustrato hago una frase de palabras hechas sólo de los instantes-ya. Lee entonces mi invento de pura vibración sin otro significado más que el de cada silbante sílaba, lee lo siguiente: «con el transcurrir de los siglos perdí el secreto de Egipto, cuando me movía en longitud, latitud y altitud por la acción energética de los electrones, protones, neutrones, en la fascinación que es la palabra y su sombra». Esto que te he escrito es un dibujo electrónico y no tiene pasado ni futuro: es simplemente ya.

    También tengo que escribirte porque tu campo está sembrado de palabras discursivas y no de la franqueza de mi pintura. Sé que mis frases son primarias, escribo con demasiado amor por ellas y ese amor compensa las faltas, pero demasiado amor perjudica el trabajo. Esto no es un libro porque no se escribe así. ¿Lo que escribo es un único clímax? Mis días son un único clímax; vivo al margen.

    Al escribir no puedo fabricar como en la pintura, cuando fabrico artesanalmente un color. Pero estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviarte una flecha que se hinque en el punto tierno y neurálgico de la palabra. Mi cuerpo incógnito te dice: dinosaurios, ictiosauros y plesiosauros, con un sentido tan sólo auditivo, sin que por eso se conviertan en paja seca, sino húmeda.  No pinto ideas, pinto el más inalcanzable «para siempre». O «para nunca», da igual. Antes que nada, pinto pintura. Y antes que nada te escribo dura escritura. Quiero como poder coger con la mano la palabra. ¿La palabra es un objeto? Y a los instantes les extraigo el zumo de la fruta; tengo que destituirme para alcanzar el meollo y la semilla de la vida. El instante es semilla viva.

    La armonía secreta de la desarmonía: quiero no lo que está hecho sino lo que tortuosamente aún se está haciendo. Mis desequilibradas palabras son el lujo de mi silencio. Escribo en acrobáticas y aéreas piruetas, escribo porque deseo hablar profundamente. Aunque escribir sólo me esté dando la gran medida del silencio.

    Y si digo «yo» es porque no me atrevo a decir «tú», o «nosotros» o «uno». Estoy obligada a personalizarme empequeñeciéndome pero soy el eres-tú.

    Sí, quiero la palabra última, que también es tan primera que ya se confunde con la parte intangible de lo real. Todavía tengo miedo de apartarme de la lógica porque caigo en lo instintivo y en lo directo y en el futuro; ya es futuro y cualquier hora es la hora marcada. Pero ¿qué mal hay, sin embargo, en que yo me aparte de la lógica? Estoy tratando con la materia prima. Estoy por detrás de lo que queda detrás del pensamiento. Es inútil querer clasificarme; simplemente no me dejo y me escabullo, tipo a que no me pillas. Estoy en un estado muy nuevo y verdadero, curioso de sí mismo, tan atractivo y personal que no puedo pintarlo o escribirlo. Se parece a momentos que viví contigo, cuando te amaba, más allá de lo cuales no pude ir porque fui hasta el fondo de los momentos. Es un estado de contacto con la energía circundante y me estremezco. Una especie de loca, loca armonía. Sé que mi mirada debe de ser la de una persona primitiva que se entrega por entero al mundo, primitiva como los dioses que sólo admiten vastamente el bien y el mal y no quieren conocer el bien enmarañado como cabellos en el mal, mal que es lo bueno.

    Fijo instantes repentinos que traen consigo su propia muerte y otros nacen; fijo los instantes de metamorfosis y su secuencia y su concomitancia son de una terrible belleza.

    Ahora está amaneciendo y la aurora es de neblina blanca en las arenas de la playa. Todo es mío entonces. Apenas toco los alimentos, no quiero despertarme más allá del despertar del día. Voy creciendo con el día que al crecer me mata cierta vaga esperanza y me obliga a mirar cara a cara al duro sol. El vendaval sopla y desordena mis papeles. Oigo ese viento de gritos, estertor de pájaro abierto en oblicuo vuelo. Y yo aquí me obligo a la severidad de un lenguaje tenso, me obligo a la desnudez de un esqueleto blanco que está libre de humores. Pero el esqueleto está libre de vida y mientras vivo me estremezco toda. No conseguiré la mudez final. Y todavía no la quiero, según parece.

    Ésta es la vida vista por la vida. Puedo no tener sentido pero es la misma falta de sentido que tiene la vena que late.

    Quiero escribirte como quien aprende. Fotografío cada instante. Profundizo en las palabras como si pintase, más que un objeto, su sombra. No quiero preguntar por qué se puede preguntar siempre por qué y seguir siempre sin respuesta: ¿consigo entregarme al expectante silencio que sigue a una pregunta sin respuesta? Aunque adivine que en algún lugar o en algún tiempo existe la gran respuesta para mí.

    Y después sabré cómo pintar y escribir, después de la extraña pero íntima respuesta. Escúchame, escucha el silencio. Lo que te digo nunca es lo que te digo y sí otra cosa. Capta esa cosa que se me escapa y sin embargo vivo de ella y estoy sobre su brillante oscuridad. Un instante me lleva insensiblemente a otro y el tema atemático se va desarrollando sin plan pero geométrico, como las figuras sucesivas en un calidoscopio. Entro lentamente en mi dádiva a mí misma, esplendor dilacerado por el cantar último que parece ser el primero.

    Entro lentamente en la escritura como he entrado en la pintura. Es un mundo enmarañado de lianas, sílabas, madreselvas, colores y palabras, umbral de entrada a la ancestral caverna que es el útero del mundo y del que voy a nacer.

    Y si muchas veces pinto grutas es porque ellas son mi zambullida en la tierra, oscuras pero aureoladas de claridad, y yo sangre de la naturaleza; grutas extravagantes y peligrosas, talismán de la tierra, donde se unen estalactitas, fósiles y piedras, y donde los animales que aman su propia naturaleza maléfica buscan refugio. Las grutas son mi infierno. Gruta siempre soñadora con sus nieblas, ¿recuerdo o nostalgia? Asombrosa, espantosa, esotérica, verde por el limo del tiempo. Dentro de la caverna oscura centellean colgados esos ratones con alas en forma de cruz, los murciélagos. Veo arañas peludas y negras. Ratones y ratas corren asustados por el suelo y por las paredes. Entre las piedras el escorpión. Cangrejos, iguales a sí mismos desde la prehistoria, a través de muertes y nacimientos, que parecerían bestias amenazadoras si fuesen del tamaño de un hombre. Cucarachas viejas se arrastran en la penumbra. Y todo eso soy yo. Todo está cargado de sueño cuando pinto una gruta o te escribo sobre ella; de fuera viene el tropel de decenas de caballos sueltos golpeando con sus cascos secos las tinieblas, y de la fricción de los cascos el júbilo se liberta en chispas; aquí estamos, la gruta y yo, en el tiempo que nos pudrirá.

    Quiero poner en palabras pero sin descripción la existencia de la gruta que pinté hace algún tiempo, y no sé cómo. Sólo repitiendo su dulce horror, caverna del terror y de las maravillas, lugar de las almas en pena, invierno e infierno, sustrato imprevisible del mal que está dentro de una tierra que no es fértil. Llamo a la gruta por su nombre y ella pasa a vivir con su miasma. Tengo miedo entonces de mí, que sé pintar el horror, yo, bicho de cavernas resonantes que soy, y me ahogo porque soy palabra y también su eco.

    Pero el instante-ya es una luciérnaga que se enciende y se apaga. El presente es el instante en que la rueda de un automóvil a gran velocidad toca mínimamente el suelo. Y la parte de la rueda que aún no lo ha tocado, lo tocará en un futuro inmediato que absorbe el instante presente y hace de él pasado. Yo, viva y centelleante como los instantes, me enciendo y me apago, me enciendo y me apago, me enciendo y me apago. Pero aquello que capto en mí tiene, ahora que está siendo transpuesto a la escritura, la desesperación de que las palabras ocupen más instantes que la mirada. Más que un instante quiero su fluencia.

    Nueva era esta mía, y ya se me anuncia. ¿Tengo valor? Por ahora lo tengo: porque vengo de lo sufrido lejos, vengo del infierno del amor pero ahora estoy libre de ti. Vengo de lejos, de una fuerte ancestralidad. Yo, que vengo del dolor de vivir. Y ya no lo quiero. Quiero la vibración de lo alegre. Quiero la neutralidad de Mozart. Pero también quiero la inconsecuencia. ¿Libertad?, es mi último refugio, me he obligado a la libertad y la soporto no como un don sino con heroísmo: soy heroicamente libre. Y quiero la fluencia.

    No es cómodo lo que te escribo. No hago confidencias. Más bien me metalizo. Y no te soy ni me soy cómoda; mi palabra estalla en el espacio del día. Lo que sabrás de mí es la sombra de la flecha que se ha clavado en el blanco. Sólo cogeré inútilmente una sombra que no ocupa lugar en el espacio, y lo único que importa es el dardo. Construyo algo fuera de mí y de ti, ésa es mi libertad, que lleva a la muerte.

    En este instante-ya estoy envuelta en un vago deseo difuso de maravilla y en millares de reflejos de sol en el agua que brota de la fuente de un jardín maduro de perfumes, jardín y sombras que invento ya y ahora y que son el medio concreto de hablar en este mi instante de vida. Mi estado es el de jardín con agua que fluye. Al describirlo intento mezclar palabras para que el tiempo se cumpla. Lo que te digo tiene que ser leído rápidamente, como cuando se mira. Ahora es ya pleno día y de repente otra vez domingo en erupción inesperada. El domingo es un día de ecos; cálidos, secos, y por todas partes el zumbido de abejas y avispas, gritos de pájaros y la lejanía de los martillazos acompasados, ¿de dónde vienen los ecos del domingo? Yo que detesto el domingo porque está hueco. Yo, que quiero la cosa más primordial porque es la fuente de la generación –yo que ambiciono beber agua en el manantial de la fuente–, yo que soy todo eso, debo por fatal y trágico destino conocer tan sólo y experimentar tan sólo los ecos de mí, porque no capto el mí propiamente dicho. Estoy en una expectativa estupefaciente, trémula, maravillada, de espaldas al mundo, y en alguna parte huye la inocente ardilla. Plantas, plantas. Me quedo dormitando bajo el calor estival del domingo lleno de moscas volando alrededor del azucarero. Alarde colorido, el del domingo, y esplendidez madura. Y todo eso lo he pintado hace algún tiempo y en otro domingo. Y he aquí aquel lienzo, antes virgen, ahora cubierto de colores maduros. Moscas azules brillan ante mi ventana abierta al aire de la calle adormilada. El día parece la piel estirada y lisa de una fruta que con una pequeña catástrofe los dientes rompen, su zumo escurre. Tengo miedo del domingo maldito que me liquida.

    Para rehacerme y rehacerte vuelvo a mi estado de jardín y de sombra, fresca realidad, apenas existo y si existo es con un delicado cuidado. Alrededor de la sombra hace un calor de sudor abundante. Estoy viva. Pero siento que aún no he alcanzado mis límites, ¿fronteras con qué?, sin fronteras, la aventura de la libertad peligrosa. Pero me arriesgo, vivo arriesgándome. Estoy llena de acacias que se balancean, amarillas, y yo que apenas he comenzado mi jornada, la empiezo con un sentido de tragedia, adivinando hacia qué océano perdido van mis pasos de vida. Y locamente me apodero de los desvanes de mí, mis desvaríos me asfixian de tanta belleza. Yo soy antes, yo soy casi, yo soy nunca. Y todo eso lo he obtenido al dejar de amarte.

    Te escribo como un esbozo antes de pintar. Veo palabras. Lo que digo es puro presente y este libro es una línea recta en el espacio. Es siempre actual, y el fotómetro de una máquina fotográfica se abre e inmediatamente se cierra, pero guardando en sí el flash. Aunque diga «he vivido» o «viviré» es presente porque yo lo digo ahora.

    He empezado estas páginas también con la finalidad de prepararme para pintar. Pero ahora estoy poseída por el gusto de las palabras, y casi me libero del dominio de las pinturas; siento una voluptuosidad al ir creando lo que te diré. Vivo la ceremonia de la iniciación de la palabra y mis gestos son hieráticos y triangulares.

    Sí, ésta es la vida vista por la vida. Pero de repente olvido cómo captar lo que sucede, no sé captar lo que existe más que viviendo aquí cada cosa que surge y no importa qué: estoy casi libre de mis errores. Dejo que el caballo libre corra fogoso. Yo, que troto nerviosa y sólo la realidad me delimita.

    Y cuando el día llega a su fin oigo los grillos y me vuelvo repleta e ininteligible. Después vivo la madrugada azulada que viene con sus entrañas llenas de pájaros; ¿te estoy dando una idea de lo que uno pasa en vida? Y cada cosa que se me ocurra yo la anoto para fijarla. Porque quiero sentir en las manos el nervio trémulo y vivaz del ya y que me reaccione ese nervio como una bulliciosa vena. Y que se rebele, ese nervio de vida, y que se retuerza y lata. Y que se derramen zafiros, amatistas y esmeraldas en el oscuro erotismo de la vida plena; porque en mi oscuridad tiembla por fin el gran topacio, la palabra que tiene luz propia.

    Clarice Lispector


    Fuente: Siruela



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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 09:22

    Cotinuación de Agua viva:



    Estoy escuchando ahora una música selvática, casi apenas el retumbar
    de tambores y el ritmo que viene de una casa vecina donde jóvenes drogados viven el presente. Un instante más de ritmo incesante, incesante, y algo
    terrible me sucede.
    Es que pasaré, gracias al ritmo en su paroxismo, pasaré al otro lado de la
    vida. ¿Cómo decírtelo? Es terrible y me amenaza. Siento que ya no puedo
    detenerme y me sobresalto. Trato de no pensar en el miedo. Pero ya hace
    mucho que el martilleo real se detuvo: estoy siendo el incesante martillar en
    mí. Del cual debo librarme. Pero no lo logro: el otro lado de mí me llama. Los
    pasos que oigo son los míos.
    Como si arrancara de las profundidades de la tierra las nudosas raíces de
    un árbol descomunal, así es como te escribo, y esas raíces son como poderosos tentáculos con voluminosos cuerpos desnudos de fuertes mujeres envueltas en serpientes y en carnales deseos de realización, y todo eso es una
    plegaria de misa negra, y una súplica arrastrada de amén: porque aquello
    que es execrable está desprotegido y necesita la anuencia del Dios: he aquí la
    creación.
    ¿Será que sin percatarme me pasé al otro lado? El otro lado es una vida
    palpitantemente infernal. Pero se transfi gura mi terror: entonces me entrego
    a una pesada vida, toda de símbolos pesados como frutas maduras. Escojo
    analogías equivocadas que me arrastran por lo enredado. Una parte mínima
    de la sensatez de mi pasado me mantiene todavía rozando el lado de acá.
    Ayúdame porque algo se aproxima y se ríe de mí. De prisa, sálvame.
    Pero nadie me puede dar la mano para ayudarme a salir: tengo que usar
    la gran fuerza —y en la pesadilla, en un arranque repentino, fi nalmente me
    voy de bruces en el lado de acá. Me quedo tirada en el suelo agreste, exhausta,
    mi corazón todavía salta enloquecido, respiro a borbotones—. ¿Estoy a salvo? Seco mi frente mojada. Me yergo despacio, trato de dar los primeros pasos de una convalecencia frágil. Estoy logrando equilibrarme.
    No, todo esto no sucede en hechos reales y sí en los terrenos de —¿de un
    arte? sí— un artifi cio por medio del cual surge una realidad delicadísima
    que empieza a existir en mí: sufrí una transfi guración.
    Sin embargo el otro lado, del cual por poco escapé, se volvió sagrado y a
    nadie le cuento mi secreto. Me parece que en sueños hice en el otro lado un
    juramento, un pacto de sangre. Nadie sabrá nada: lo que sé es tan volátil y
    casi inexistente que se queda entre mí y yo.
    ¿Soy uno de los débiles? ¿Debilidad que sufrió el arrebato de un ritmo
    incesante y loco? ¿Si yo fuera sólida y fuerte ni siquiera habría escuchado la
    cadencia? No encuentro respuesta: soy. Es sólo esto lo que me viene de la vida.
    Pero ¿qué soy? La respuesta es apenas: soy el qué. Aunque a veces grite: ¡ya
    no quiero ser yo! A pesar de eso me adhiero a mí y enmarañadamente se forma una estructura de vida.
    Quien me acompaña que me acompañe: la caminata es larga, es dolorosa
    pero es fructífera. Porque ahora te hablo en serio: no estoy jugando con las
    palabras. Me encarno en las frases voluptuosas e ininteligibles que se enredan más allá de las palabras. Y un silencio se desprende sutil del entrechoque de las frases.
    Así que escribir es la destreza de quien tiene la palabra como anzuelo: la
    palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no palabra —la entrelínea— muerde el anzuelo, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, uno podría con alivio deshacerse de la palabra. Pero entonces termina
    la analogía: la no palabra, al morder el anzuelo, lo incorporó. Lo que salva
    entonces es escribir distraídamente.
    No quiero tener la terrible limitación de quien vive simplemente de lo
    que es susceptible de tener sentido. Yo no: lo que quiero es una verdad inventada.
    ¿Qué es lo que te diré? Te diré los instantes. Me insolento y sólo entonces
    existo y de una manera febril. Qué fi ebre: ¿lograré un día dejar de vivir? Ay
    de mí, que tanto muero. Sigo el tortuoso camino de las raíces reventando la
    tierra, tengo por don la pasión, en el incendio del tronco seco me contorsiono
    entre las llamas. A la duración de mi existencia le doy un signifi cado oculto
    que me rebasa. Soy un ser concomitante: reúno en mí el tiempo pasado, el
    presente y el futuro, el tiempo que palpita en el tictac de los relojes.
    Para interpretarme y formularme necesito nuevas señales y articulaciones nuevas en formas que se localicen aquí y allá de mi historia humana.
    Transfi guro la realidad y entonces otra realidad, soñadora y sonámbula, me
    crea. Y yo entera ruedo y a medida que ruedo por el suelo voy creciendo en
    hojas. Yo, obra anónima de una realidad anónima sólo justifi cable mientras
    dura mi vida. ¿Y después?, después todo lo que viví será de una pobreza
    superfl ua.
    Pero de momento estoy en medio de lo que grita e irrumpe. Y es sutil
    como la realidad más intangible. Mientras el tiempo es lo que dura un pensamiento.
    Es de una pureza tal ese contacto con el invisible núcleo de la realidad.
    Sé lo que estoy haciendo aquí: cuento los instantes que gotean y están
    espesos de sangre.
    Sé lo que estoy haciendo aquí: estoy improvisando. Pero ¿qué tiene de
    malo?, improviso como en el jazz improvisan música, jazz con furia, improvisado frente el público.
    Resulta curioso haber remplazado las pinturas por esa cosa extraña que
    es la palabra. Palabras —me muevo con cuidado entre ellas porque pueden
    volverse amenazadoras; puedo tener la libertad de escribir lo siguiente: “Peregrinos, mercaderes y pastores guiaban sus caravanas rumbo al Tíbet, y los
    caminos eran difíciles y primitivos”. Con esta frase hice que una escena naciera, como en un fl ash fotográfi co.



    cont.
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 13:17

    ***
    ¿Qué es lo que dice este jazz que es improvisado?, dice brazos enredados
    en piernas, y las llamas subiendo, y yo pasiva como una carne que es devorada
    por el encorvado agudo de un águila que interrumpe su vuelo ciego. Te expreso a ti y a mí mis deseos más ocultos y creo con mis palabras una orgiástica
    belleza confusa. Me estremezco de placer entre lo novedoso de usar palabras
    que forman un tupido matorral. Lucho por conquistar más profundamente
    mi libertad de sensaciones y pensamientos, sin ningún sentido utilitario: estoy sola, yo y mi libertad. Es tan grande mi libertad que puede escandalizar
    a un primitivo pero sé que tú no te escandalizas con la plenitud que alcanzo
    y que no tiene fronteras perceptibles. Esta capacidad mía de vivir lo que es
    redondo y amplio —me cerco de plantas carnívoras y animales legendarios,
    todo bañado por la oscura y siniestra luz de un sexo mítico—. Avanzo de
    modo intuitivo y sin buscar una idea: soy orgánica. Y no me pregunto sobre
    mis motivos. Me sumerjo en el dolor de una intensa alegría —y para adornarme nacen entre mis cabellos hojas y ramajes.
    No sé sobre qué estoy escribiendo: soy oscura para mí misma. Simplemente vi un espejismo lunar y brillante, y entonces atrapé para mí el instante
    antes de que él muriera, pues perpetuamente muere. No es una comunicación de ideas lo que te transmito, y sí una instintiva voluptuosidad de aquello que está escondido en la naturaleza y que adivino. Y ésta es una fi esta de
    palabras. Escribo con signos que son más un gesto que una voz. Todo esto es
    lo que me habitué a pintar investigando en la naturaleza íntima de las cosas.
    Pero ya llegó el momento de suspender la pintura para re componerme, me
    recompongo en estas líneas. Tengo una voz. Así como me lanzo en el trazo
    de mi dibujo, éste es un ejercicio de vida sin planeación. El mundo no tiene
    orden visible, y yo sólo tengo la orden de la respi ración. Me dejo ser.
    Estoy dentro de los grandes sueños de la noche: pues el ahora-ya es de
    noche. Y canto al pasar del tiempo: soy todavía la reina de los medos y de los
    persas y soy también mi lenta evolución que se lanza como un puente levadizo sobre un futuro cuyas nieblas lechosas ya respiro hoy. Mi aura es misterio de vida. Me supero abdicando de mí y entonces soy el mundo: sigo la voz
    del mundo, yo misma de repente con voz única.
    El mundo: un enmarañado de líneas telegráfi cas erizadas. Empero la luminosidad es oscura: ésta soy yo ante el mundo.
    Equilibrio peligroso, el mío, peligro de muerte de alma. La noche de hoy
    me mira con letargo, herrumbre y muérdago. Quiero en esta noche que es
    más larga que la vida, quiero, en esta noche, una vida cruda y sangrienta y
    llena de saliva. Quiero la siguiente palabra: esplendidez, esplendidez es la
    fruta en su suculencia, fruta sin tristeza. Quiero lejanías. Mi salvaje intuición
    de mí misma. Pero mi centro está siempre escondido. Soy implícita. Y cuando
    me voy a explicitar pierdo la húmeda intimidad.
    ¿De qué color es el infi nito espacial? Es del color del aire.
    Nosotros —ante el espectáculo de la muerte.
    Escucha apenas superfi cialmente lo que digo y de la falta de sentido nacerá un sentido como de mí nace inexplicablemente la vida elevada y leve.
    La densa selva de palabras envuelve espesamente lo que siento y vivo, y
    transforma todo lo que soy en algo mío que se queda fuera de mí. La naturaleza es envolvente: ella me enreda completa y es sexualmente viva, simplemente esto: viva. También yo estoy truculentamente viva —y lamo mi hocico
    como el tigre después de haber devorado al venado—.
    Te escribo a la hora misma en sí misma. Sólo me desenvuelvo en lo actual. Hablo hoy —no ayer ni mañana sino hoy y en este mismo instante perecedero. Mi libertad pequeña y enmarcada me une a la libertad del mundo
    —¿y qué es una ventana sino el aire enmarcado en ángulos rectos?—. Estoy
    ásperamente viva. Ya me voy —dice la muerte sin agregar que me lleva con
    ella—. Y me estremezco con la respiración agitada por tener que acompañarla. Yo soy la muerte. Es en este mi propio ser que la muerte ocurre —¿cómo
    te explico?—, es una muerte sensual. Como muerta camino entre la hierba
    crecida a la luz verdosa de los tallos: soy la Diana Cazadora de oro y sólo
    encuentro osamentas. Vivo con una capa subyacente de sentimientos: estoy
    mal y apenas viva.
    Sin embargo estos días de crepitante verano infernal me infunden la necesidad de renunciar. Renuncio a tener un signifi cado, y entonces un dulce y
    doloroso quebranto me invade. Formas redondas se entrecruzan en el aire.
    Hace calor de verano. Navego en mi galeón enfrentando los vientos de un
    verano hechizado. Hojas aplastadas me recuerdan el suelo de mi infancia. La
    mano verde y los senos de oro —así pinto la marca de Satanás—. Aquellos
    que nos temían a nosotros y a nuestra alquimia desnudaban a hechiceras y a
    magos en busca de la marca escondida que era casi siempre encontrada aunque sólo se supiera de ella por la mirada, ya que esta marca era indescriptible e impronunciable incluso en la oscuridad de la Edad Media —la Edad
    Media es mi oscura subyacencia, y a la luz de las hogueras los marcados cabalgan en círculos en troncos y ramas, el símbolo fálico de la fertilidad—:
    hasta en las misas blancas se emplea la sangre, y ésta es bebida.
    Escucha: yo te dejo ser, déjame ser entonces.
    Pero eternamente es una palabra muy dura: tiene una “t” granítica a la
    mitad. Eternidad: pues todo lo que es nunca empezó. Mi pequeña cabeza tan
    limitada estalla al pensar en algo que no empieza y no termina —porque así
    es lo eterno—. Felizmente este sentimiento dura poco porque yo no soporto
    que se prolongue y si persistiera me llevaría al desvarío. Sin embargo la cabeza tam bién estalla al imaginar lo contrario: algo que hubiera empezado
    —¿por dónde empezaría?—. Y que terminara —¿qué vendría después de
    terminar?—. Como puedes ver, me es imposible profundizar y apropiarme
    de la vida, ella es aérea, es mi ligero aliento. Y bien sé lo que quiero aquí:
    quiero lo inconcluso. Quiero el profundo desorden orgánico que a pesar de
    todo permite presentir una orden subyacente. La gran potencia de la potencialidad. Estas mis frases balbuceadas son hechas a la misma hora en que
    están siendo escritas y crepitan de tan nuevas y todavía verdes. Ellas son el
    ya. Quiero la experiencia de una falta de construcción. Aunque este texto
    mío sea totalmente atravesado de punta a punta por un frágil hilo conductor
    —¿cuál es?, ¿el de la zambullida en la materia de la palabra?, ¿el de la pasión?—. Hilo lujurioso, soplo que calienta el transcurrir de las sílabas. La
    vida mal y de malas se me escapa aunque tenga la certeza de que la vida es
    otra y tiene un estilo oculto



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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 34 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:42

    ***

    Este texto que te doy no es para ser visto de cerca: logra su secreta redondez, antes invisible, cuando es visto desde un avión en alto vuelo. Entonces
    se adivina el juego de las islas y se ven canales y mares. Entiéndeme: te escribo una onomatopeya, convulsión del lenguaje. Te transmito no una historia
    sino sólo palabras que viven del sonido. Te digo así: “Tronco lujurioso”.
    Y me baño en él. Él está unido a la raíz que penetra en nosotros en la tierra. Todo lo que te escribo es tenso. Uso palabras sueltas que son en sí mis
    24 AGUA VIVA
    mas un dardo libre: “salvajes, bárbaros, nobles decadentes y marginales”.
    ¿Esto te dice algo? A mí me habla.
    Pero la palabra más importante de la lengua tiene sólo dos letras: es. es.
    Estoy en su centro.
    Todavía estoy.
    Estoy en su centro vivo y blando.
    Todavía.
    Palpita y es elástico. Como el andar de una negra pantera brillante que vi
    y que deambulaba suave, lenta y peligrosa. Pero enjaulada no —porque no
    quiero. En relación con lo imprevisible —la próxima frase me es imprevisible—. En el centro donde estoy, en el centro del es, no hago preguntas. Porque cuando es —es—. Estoy limitada únicamente por mi identidad. Yo, entidad elástica y separada de otros cuerpos.
    En realidad todavía no estoy viendo bien la hebra de la madeja de lo que
    te estoy escribiendo. Creo que nunca la veré —pero admito la oscuridad
    donde refulgen los dos ojos de la pantera suave. La oscuridad es mi caldo de
    cultivo. La oscuridad deslumbrante—. Te voy hablando y arriesgándome a
    la desconexión: soy subterráneamente inalcanzable por mi conocimiento.
    Te escribo porque no me entiendo.
    Pero me voy siguiendo. Elástica. Es tan grande el misterio de esa selva
    donde sobrevivo para ser. Y ahora creo que lo voy a hacer de verdad. Es decir: voy a entrar. Quiero decir: en el misterio. Yo misma, misteriosa, en el interior en el que me muevo nadando, protozoario. Un día dije infantilmente:
    lo puedo todo. Era el anuncio del día en que podría soltarme y caer en el
    abandono de cualquier ley. Elástica. La profunda alegría, el éxtasis secreto.
    Sé cómo inventar un pensamiento. Siento el alborozo de la novedad. Pero
    bien sé que lo que escribo es apenas un tono.
    En ese centro tengo la extraña impresión de que no pertenezco al género
    humano.
    Hay mucho que decir que no sé cómo decir. Faltan palabras. Pero me
    niego a inventar nuevas: las que existen ya deben decir lo que se puede decir
    y lo que está prohibido. Y lo que está prohibido yo lo adivino. Si tuviera
    fuerzas. Más allá del pensamiento no hay palabras: se es. Mi pintura no tiene
    palabras: queda más allá del pensamiento. En ese terreno del se es soy puro
    éxtasis cristalino. Se es. Me soy. Tú te eres.
    Estoy embrujada por mis fantasmas, por lo que es mítico, fantástico y
    gigantesco: la vida es sobrenatural. Y camino sujetando un paraguas abierto
    sobre una cuerda tensa. Camino hasta el límite de mi gran sueño. Veo la furia
    de los impulsos viscerales: vísceras torturadas me guían. No me gusta lo que
    acabo de escribir —pero estoy obligada a aceptar el fragmento entero porque
    me sucedió. Y yo respeto mucho lo que me sucede—. Mi esencia es inconsciente de sí misma, y por eso ciegamente me obedezco.
    Estoy siendo antimelódica. Me complazco con la armonía difícil de los
    ásperos contrarios. ¿Para dónde voy? La respuesta es: voy.
    Cuando muera nunca habré nacido ni vivido: la muerte borra las marcas
    de la espuma del mar en la playa.
    Ahora es un instante.
    Ya es otro ahora.
    Y otro. Mi esfuerzo: traer ahora el futuro. Me muevo dentro de mis instintos profundos que se cumplen a ciegas. Siento entonces que estoy en las
    proximidades de fuentes, lagunas y cascadas, todas de aguas abundantes. Y yo
    libre.
    Escúchame, escucha mi silencio. Lo que digo nunca es lo que digo y sí
    otra cosa. Cuando digo “aguas abundantes” estoy hablando de la fuerza de
    las aguas del mundo. Entiende esta otra cosa: en realidad hablo porque yo
    misma no puedo. Lee la energía que está en mi silencio. Ah tengo miedo del
    Dios y de su silencio.
    Me soy.
    Aunque existe también el misterio de lo impersonal, que es el it, yo tengo
    lo impersonal dentro de mí y no es infecto y corruptible por lo personal que
    a veces me empapa: pero me seco al sol y soy un impersonal de semilla seca
    y germinativa. Mi personal es humus en la tierra y vive de la podredumbre.
    Mi it es duro como una piedra rodada.
    La trascendencia dentro de mí es el it vivo y blando y tiene el pensamiento que una ostra tiene. ¿Será que la ostra cuando es arrancada de su raíz
    siente ansiedad? Se queda inquieta en su vida sin ojos. Yo solía poner gotas
    de limón sobre la ostra viva y veía con horror y fascinación cómo se retorcía
    toda. Me estaba comiendo el it vivo. El it vivo es el Dios.
    Voy a detenerme un poco porque sé que el Dios es el mundo. Es lo que
    existe. ¿Le rezo a lo que existe? No es peligroso acercarse a lo que existe. La
    plegaria profunda es una meditación sobre la nada. Es el contacto seco y
    eléctrico consigo mismo, un consigo impersonal.
    Lo que no me gusta es cuando echan gotas de limón en mis adentros y
    hacen que me retuerza entera. ¿Los hechos de la vida son el limón en la ostra? ¿Será que la ostra duerme?
    ¿Cuál es el elemento primordial?, claro que tuvieron que ser dos para
    que existiera el secreto movimiento íntimo del cual mana leche.
    Me dijeron que la gata después de parir se come su propia placenta y
    durante cuatro días no come nada más. Es hasta después que toma leche.
    Dé jame hablar únicamente de amamantar. Se habla de la leche que sube.
    ¿Cómo? Y de nada serviría explicarlo porque la explicación exige otra explicación que exigiría una explicación más y que derivaría nuevamente en misterio. Pero sé cosas it sobre amamantar niños.
    Estoy respirando. Para arriba y para abajo. Para arriba y para abajo.
    ¿Cómo respira la ostra desnuda? Si respira no lo veo. ¿Lo que no veo no existe? Lo que más me emociona es que a pesar de que no lo vea existe. Porque
    entonces tengo a mis pies todo un mundo desconocido que existe pleno y
    pletórico de rica saliva. La verdad está en alguna parte: pero es inútil pensar.
    No la descubriré y a pesar de eso vivo de ella.
    Lo que te escribo no viene despacito, subiendo poco a poco hasta la cúspide para después ir muriendo sosegado. No: lo que te escribo es de fuego,
    como ojos al rojo vivo.
    Hoy es noche de luna llena. Por la ventana la luna cubre mi cama y deja
    todo de un blanco lechoso azulado. La luz de la luna es tímida. Da del lado
    izquierdo de quien entra. Entonces huyo cerrando los ojos. Porque la luna
    me provoca un insomnio leve: aturde y adormece como después del amor. Y yo
    había decidido que me iría a dormir para poder soñar, sentía nostalgia de las
    novedades del sueño.




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