Gloria estaba muy satisfecha consigo misma: se daba un gran valor.
Sabía que el hábito perezoso de mulata, una manchita cerca de la boca —
sólo para cautivar— y un bozo compacto al que ponía agua oxigenada. Su
boca quedaba rubia. Parecía hasta un bigote. Era una atrevida astuta pero
tenía fuerza de corazón. Se apenaba con Macabea pero que ella se arregle,
¿quién la había mandado a ser tonta? Gloria pensaba: no tengo nada que
ver con ella.
Nadie puede entrar en el corazón de nadie. Macabea hablaba mucho
con Gloria pero nunca con el corazón al desnudo.
Gloria tenía un trasero alegre y fumaba cigarrillos mentolados para
mantener el buen aliento en sus besos interminables con Olímpico. Ella
estaba muy satisfecha: tenía todo lo que sus pocos anhelos le daban. Y
había en ella un desafío que se resumía en “nadie manda sobre mí”. Pero
un día se puso a mirar y a mirar y a mirar a Macabea. De repente no
aguantó más y con un acento levemente portugués le dijo:
—Mujer, ¿no tenés cara?
—Sí tengo. Lo que pasa es que tengo la nariz achatada, soy alagoana.
—Pero decime una cosa: ¿vos no pensás en tu futuro?
La pregunta quedó ahí, porque la otra no supo qué responder.
Muy bien. Volvamos a Olímpico.
Él, para impresionar a Gloria y mostrarse enseguida como un gallito,
compró pimienta malagueta de las más picantes en la feria de los
nordestinos y para mostrarle a su nueva conquista lo robustón que era
masticó la misma pulpa de esa fruta del diablo. Ni siquiera tomó un vaso
de agua para apagar el fuego de las entrañas. El ardor casi intolerable, sin
embargo, lo endureció, sin contar que Gloria asustada pasó a obedecerle.
Él pensó: ¿acaso no soy un ganador? Y se agarró de Gloria con la fuerza de
un zángano, ella le daría miel de abejas y hartas carnes. No se arrepintió ni
un solo instante de haber roto con Macabea pues su destino era el de
ascender para, algún día, entrar en el mundo de los otros. Tenía hambre
de ser otro. En el mundo de Gloria, por ejemplo, él iba a enriquecerse, el
frágil machito. Dejaría finalmente de ser lo que siempre había sido y que
escondía hasta de sí mismo por tener vergüenza de tales debilidades: es
que en verdad desde niño no pasaba de ser un corazón solitario latiendo
con dificultades en el espacio. El sertanejo es, antes que nada, una víctima
resignada. Yo lo perdono.
Gloria, que quería compensar el robo que le había hecho a la otra, la
invitó a tomar la merienda, una tarde de domingo, en su casa. ¿Soplar
después de morder? (Ah qué historia banal, apenas soporto escribirla.)
Y ahí (pequeña explosión) Macabea abrió grandes los ojos. En el sucio
desorden de una burguesía de tercera clase existía, sin embargo, el tibio
confort de quien gasta todo el dinero en comida. En el suburbio se comía
mucho. Gloria vivía en la calle General no sé qué, muy contenta de vivir en
calle de militar porque se sentía más protegida. En su casa tenía hasta
teléfono. Fue tal vez esa una de las pocas veces en las que Macabea vio que
no había para ella lugar en el mundo y, justamente, por todo lo que le daba
Gloria. Esto es, un vaso lleno de chocolate espeso de verdad mezclado con
leche y muchos tipos de roscas azucaradas, sin hablar de una pequeña
torta. Macabea, mientras Gloria salía del comedor, se robó a escondidas
una galletita. Después le pidió perdón al Ser abstracto que daba y quitaba.
Se sintió perdonada. El Ser le perdonaba todo
Al día siguiente, un lunes, no sé si por causa de que el hígado fue
afectado por el chocolate o por causa del nerviosismo por haber bebido
cosas de ricos, la pasó mal. Pero terca no vomitó para no desperdiciar el
lujo del chocolate. Días después, al recibir su salario, tuvo la audacia, por
primera vez en su vida (explosión), de buscar al médico barato que le había
aconsejado Gloria. La examinó, la examinó y una vez más la examinó.
—¿Usted hace régimen para adelgazar?
Macabea no supo qué responder.
—¿Qué es lo que usted come?
—Panchos.
—¿Sólo panchos?
—A veces como sándwich de mortadela.
—¿Y qué bebe? ¿Leche?
—Sólo café y gaseosas.
—¿Qué gaseosa? — le preguntó sin saber qué decir. Le preguntó al
azar:
—¿Usted tiene a veces crisis de vómitos?
—¡Ah, nunca! —exclamó muy espantada, pues no era loca por
desperdiciar comida, como ya dije.
El médico la miró y se dio cuenta de que ella no hacía régimen para
adelgazar. Pero le era más cómodo insistirle en decir que no hiciese
ninguna dieta. Sabía que era así y que era médico de pobres. Fue lo que
dijo mientras le recetaba un tónico que ella después ni compró. Creía que
ir al médico ya de por sí curaba. Él, irritado sin acertar el por qué de su
súbita irritación y bronca, agregó:
—Esta historia de hacer un régimen con panchos es pura neurosis y
lo que está necesitando usted es un buen psicoanalista.
Ella no entendió nada pero pensó que el médico esperaba que ella
sonriese. Entonces sonrió.
El médico, muy gordo y transpirado, tenía un tic nervioso que le
hacía, de cuando en cuando, estirar los labios periódicamente. El resultado
era que parecía que estaba haciendo pucheritos como un cuando un bebé
está por llorar.
Ese médico no tenía ningún objetivo. Las medidas eran solamente
para ganar dinero y nunca por amor a la profesión ni a los enfermos. Era
desatento y creía que la pobreza era una cosa fea. Trabajaba para los
pobres pero detestaba lidiar con ellos. Ellos eran para él el desperdicio de
una sociedad muy elevada a la cual él tampoco pertenecía. Él sabía que
estaba desactualizado en medicina y en las novedades clínicas pero que
para atender a los pobres bastaba. Su sueño era tener dinero para hacer
exactamente lo que quería: nada.
Cuando le dijo que iba a examinarla, ella dijo:
—Oí decir que en el médico la gente se saca la ropa pero yo no pienso
sacarme nada.
La pasó por los rayos X y le dijo:
—Usted está con un comienzo de tuberculosis pulmonar.
Ella no sabía si eso era algo bueno o malo. Pero como era una persona
muy educada, dijo:
—Muchas gracias, ¿sí?
El médico simplemente se negó a tener piedad. Y agregó: cuando
usted no sepa qué comer, hágase unos espaghettis bien italianos.
Y agregó con un mínimo de bondad que se permitió, ya que también
consideraba que la suerte no había sido justa con él:
—No es tan caro...
—Ese nombre de comida que usted dijo yo nunca lo comí en mi vida
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cont.
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