EPISTOLARIO
Los padres de Gabriel y Galán
(cont.)
Mi querido Crotontilo2: También me quedé sin padre. Se me murió hace doce días casi repentinamente, cuando estaba viviendo una vida llena de energía y de salud. De los consuelos humanos, sólo he tenido uno, pero grande, como todos los que nos da nuestro Dios: el consuelo de abrazar aquellos restos queridos antes de ser sepultados; el consuelo infinito de tener entre mis manos aquella cabeza blanca; el consuelo de tener muchas lágrimas, ríos de lágrimas que cayeron sobre ella, que la empaparon... Mi padrecito ha ido a la sepultura ungido con lágrimas de hijos buenos, ungidas sus manos, sus pies, su pecho, su cabeza... Le tuvieron dos días sin enterrar, porque el padre de los cuatro hijos -dos ausentes- merecía aquel semidivino embalsamamiento, aquel baño purísimo de lágrimas con que todos nuestros amigos presentes allí sabían que nosotros habíamos de preparar aquellos restos queridos para llevarlos a la tierra bendecida, bendecida por Dios y santificada ya por aquellos otros restos venerados de nuestra madre, de nuestra santa.
Ya quedaron allí juntos, en aquella capillita venerada, en tierra de Dios, mis padrecitos queridos, los que supieron criar hijos que han sabido llorar sobre sus cadáveres a la manera cristiana, porque abajo cayeron tantas lágrimas como oraciones subieron a los Cielos.
¡Qué buenos fueron, qué buenos fueron!... Si tú lo supieras bien... Yo, al dejarlos en aquella tierra santa, al salir de aquella casa, al dejar aquel pueblo de mis ya muertos amores, creí que me ahogaba de ansia. Estuve un rato olvidado de lo que tengo en el mundo -¡Dios me perdone!-, y me vi solo: sin padre, sin madre, sin patria. Y nunca podré decir todo lo que tuve el valor de padecer cuando, parando el caballo, cara a cara con toda mi vida, que se veía desde la cumbre de aquel monte que recogió mis miradas de niño y de adolescente feliz, le di a todo un adiós de aquellos que no se pueden repetir sin peligro de morirse.
¡Y mira tú lo que es Dios! Al dejar de verlo todo y descender la cuesta del otro lado de aquel monte, cuya subida me parecía mi calvario, su cumbre la muerte y la bajada de la opuesta pendiente un descendimiento a la sepultura, me hizo explosión a la cabeza el recuerdo de mis hijitos y de su madre, que decía: ¿Y nosotros?
Te digo que me sentí resucitar. Y al darle las gracias a Dios, me dije: ¿Y Dios?
Y mira tú qué misterios, porque otra cosa no es: se había acabado la cuesta, y ya iba yo por un valle que me hizo recordar lo del «valle de lágrimas» que decimos en la Salve y pensar de esta manera: Sí, un valle de lágrimas, pero en él están mis hijos con su madre, y después de él está Dios.
Y así es de bueno Dios, que pone detrás de cada pena un consuelo humano, y luego se nos da Él mismo como supremo consuelo.
Y aquí me tienes, rezando y llorando a mis muertos queridos y arrancándoles a mis pequeñuelos unos besos que son gotas de bálsamo milagroso...
Mil veces más que tus cariñosas palabras de consuelo, y eso que me valen mucho, os agradezco una oración por el alma de mis padres. Dios os pagaría mejor que yo esa merced.
Todas estas intimidades tristes, bien sé yo que no suele nadie contarlas a los demás, porque los demás llevan todos también una cruz sobre los hombros y un poema dentro del alma.
Pero a ti quiero contártelas: me hace un bien muy grande.
Te abraza tu amigo,
JOSÉ MARÍA.
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