Después de haber contado dos mil
trescientos rublos, los he puesto en una cartera que me he guardado en el
bolsillo. Sobre la mesa han quedado alrededor de quinientos rublos, entre los
que había tres billetes de cien. Entonces ha llegado usted, llamada por mí, y
durante todo el tiempo que ha durado su visita ha dado usted muestras de una
agitación extraordinaria, hasta el extremo de que se ha levantado tres veces, en
su prisa por marcharse, aunque nuestra conversación no había terminado.
Andrés Simonovitch es testigo de que todo cuanto acabo de decir es exacto.
Creo que no lo negará usted, señorita. La he mandado llamar por medio de
Andrés Simonovitch con el exclusivo objeto de hablar con usted sobre la triste
situación en que ha quedado su segunda madre, Catalina Ivanovna (cuya
invitación me ha sido imposible atender), y tratar de la posibilidad de ayudarla
mediante una rifa, una suscripción o algún otro procedimiento semejante…Le
doy todos estos detalles, en primer lugar, para recordarle cómo han ocurrido
las cosas, y en segundo, para que vea usted que lo recuerdo todo
perfectamente…Luego he cogido de la mesa un billete de diez rublos y se lo
he entregado, haciendo constar que era mi aportación personal y el primer
socorro para su madrastra…Todo esto ha ocurrido en presencia de Andrés
Simonovitch. Seguidamente la he acompañado hasta la puerta y he podido ver
que estaba tan trastornada como cuando ha llegado. Cuando usted ha salido,
yo he estado conversando durante unos diez minutos con Andrés Simonovitch.
Finalmente, él se ha retirado y yo me he acercado a la mesa para recoger el
resto de mi dinero, contarlo y guardarlo. Entonces, con profundo asombro, he
visto que faltaba uno de los tres billetes. Comprenda usted, señorita. No puedo
sospechar de Andrés Simonovitch. La simple idea de esta sospecha me parece
un disparate. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis cuentas,
porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su
exactitud. Comprenda que la agitación que usted ha demostrado, su prisa en
marcharse, el hecho de que haya tenido usted en todo momento las manos
sobre la mesa, y también, en fin, su situación social y los hábitos propios de
ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no
sin cierto horror, a concebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero
legítimas. Quiero añadir y repetir que, por muy convencido que esté de su
culpa, sé que corro cierto riesgo al acusarla. Sin embargo, no vacilo en
hacerlo, y le diré por qué. Lo hago exclusivamente por su ingratitud. La llamo
para hablar de una posible ayuda a su infortunada segunda madre, le entrego
mi óbolo de diez rublos, y he aquí el pago que usted me da. No, esto no está
nada bien. Necesita usted una lección. Reflexione. Le hablo como le hablaría
su mejor amigo, y, en verdad, no puede usted tener en este momento otro
amigo mejor, pues, si no lo fuese, procedería con todo rigor e inflexibilidad.
Bueno, ¿qué dice usted?
—Yo no le he quitado nada —murmuró Sonia, aterrada—. Usted me ha
dado diez rublos. Mírelos. Se los devuelvo.
cont
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