LA ODISEA
CANTO V
ODISEO LLEGA A ESQUERIA
DE LOS FEACIOS. CONT.
«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido
inesperadamente ver tierra y he terminado
de surcar este abismo, no encuentro por dónde
salir del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas,
y alrededor las olas se levantan estrepitosamente,
y la roca se yergue lisa y el mar es
profundo en la orilla, sin que sea posible poner
allí los pies y escapar del mal. Temo que al salir
me arrebate una gran ola y me lance contra
pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo
nadando más allá por si encuentro una playa
donde rompe el mar oblicuamente o un puerto
marino, temo que la tempestad me arrebate de
nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras
yo gimo profundamente, o una divinidad
lance contra mí un gran monstruo marino de
los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé
que el ilustre, el que sacude la tierra, está irritado
conmigo.»
Mientras meditaba esto en su mente y en su
corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada
orilla, y allí se habría desgarrado la
piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos
brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo
siguiente: lanzóse, asió la roca con ambas manos
y se mantuvo en ella gimiendo hasta que
pasó una gran ola. De este modo consiguió evitarla,
pero al refluir ésta lo golpeó cuando se
apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto.
Como cuando al sacar a un pulpo de su escondrijo
se pegan infinitas piedrecitas a sus tentáculos,
así se desgarró en la roca la piel de sus
robustas manos.
Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría
muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto
por el destino si Atenea, la diosa de ojos
brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así
que emergiendo del oleaje que rugía en dirección
a la costa, nadó dando cara a la tierra por
si encontraba orillas batidas por las olas o puertos
de mar. Y cuando llegó nadando a la boca
de un río de hermosa corriente, aquél le pareció
el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del
viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su
ánimo:
«Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego
a ti, muy deseado, huyendo del ponto y de las
amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales
respetan al hombre que llega errante
como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas
después de sufrir mucho. Compadécete,
soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»
Así dijo; hizo éste cesar al punto su corriente,
retirando las olas, e hizo la calma delante de él,
llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y
dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos
brazos, pues su corazón estaba sometido por el
mar. Tenía todo el cuerpo hinchado, y de su
boca y nariz fluía mucho agua salada: así que
cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un terrible
cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó
su ánimo, desató el velo de la diosa y lo
echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se
lo llevó una gran ola con la corriente y luego la
recibió Ino en sus manos. Alejóse del río, se
echó delante de una junquera y besó la fértil
tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me
sobrevendrá por fin? Si velo junto al río durante
la noche inspiradora de preocupaciones,
quizá la dañina escarcha y el suave rocío venzan
al tiempo mi agonizante ánimo a causa de
mi debilidad, pues una brisa fría sopla antes del
alba desde el río. Pero si subo a la colina y
umbría selva y duermo entre las espesas matas,
si me dejan el frío y el cansancio y me viene el
dulce sueño, temo convertirme en botín y presa
de las fieras.»
Después de pensarlo, le pareció que era mejor
así, y echó a andar hacia la selva y la encontró
cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó
debajo de dos matas que habían nacido del
mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo.
No llegaba a ellos el húmedo soplo de los vientos
ni el resplandeciente sol los hería con sus
rayos, ni la lluvia los atravesaba de un extremo
a otro (tan apretados crecían entrelazados uno
con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y
luego preparó ancha cama con sus manos, pues
había un gran montón de hojarasca como para
acoger a dos o tres hombres en el invierno por
riguroso que fuera. Al verla se alegró el divino
Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y se
echó encima un montón de hojas. Como el que
esconde un tizón en negra ceniza en el extremo
de un campo (y no tiene vecinos) para conservar
un germen de fuego y no tener que ir a encenderlo
a otra parte, así se cubrió Odiseo con
las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño
para que se le calmara rápidamente el penoso
cansancio, cerrándole los párpados.
FIN DEL CANTO V.
CONT.
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