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“Cómo volver a salvar la democracia” por Xavier Mas de Xaxàs (La Vanguardia, 02-05-2020)
La democracia parece que nos cansa y se nos va de las manos, que perdemos la fe en el gobierno del pueblo porque no todo hombre tiene derecho a un voto y no todos los votos son iguales. Sufrimos la decadencia de un sistema que empezó a deteriorarse cuando pensamos que lo tenía todo ganado.
El muro de Berlín cayó en noviembre de 1989, la Unión Soviética se descompuso en el día de Navidad de 1991 y dos años después, en diciembre de 1993, sobre los pañales de las nuevas democracias centroeuropeas, Silvio Berlusconi creó Forza Italia, un partido personalista de derechas que abrió la puerta al neofascismo y al nacionalpopulismo en uno de los países fundadores de la Unión Europea.
El pasado nos atrapaba de nuevo, y el futuro quedó para otro momento. La crisis financiera del 2008 abrió una década de austeridad y neoliberalismo que aceleró la decadencia de los dos pilares que han sostenido la hegemonía de Occidente durante 500 años: el capitalismo democrático y la democracia liberal.
El capitalismo y la democracia mantienen una relación de amor y odio. Mientras la democracia aspira a la igualdad, el capitalismo del laissez-faire provoca desigualdad. Ahora, además, parece que hemos llegado al final de una era. No solo por la eclosión del virus y la digitalización de todo lo útil sino también por el colapso de la democracia en un nuevo ecosistema de autoridad, información y aceleración.
La buena noticia es que las democracias ya estuvieron allí, sufriendo la eclosión de los totalitarismos, del antisemitismo y el racismo. Fue en los años treinta del siglo pasado, y cómo salieron de aquel pozo es una lección que cabría recordar.
Al final de la Primera Guerra Mundial, el fascismo y el comunismo ocuparon parte del espacio que dejaron los imperios derrotados y las naciones en construcción. Lenin ganó la revolución de octubre de 1917, Mussolini marchó sobre Roma en octubre de 1922 y el crac económico de 1929 acentuó las dudas sobre el capitalismo y la democracia en EE.UU. El historiador Arnold Toynbee reconoció que en 1931 todo el mundo pensaba en la posibilidad de que el sistema occidental se hundiera. Mussolini vaticinó en 1932 que el Estado liberal estaba condenado, y en 1933 Hitler llegó al poder.
Como la historia amenaza con repetirse, hoy abundan los ensayos sobre la erosión de las democracias contemporáneas: Cómo mueren las democracias, de Daniel Ziblatt y Steven Levitsky (Ariel); ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, de Patrick Deneen (Rialp); Así termina la democracia, de David Rundman (Paidós); Para combatir esta era, de Rob Riemen (Taurus); El camino hacia la libertad, de Timothy Snyder (Galaxia Gutenberg), y, para no alargar más la lista, La neo-inquisición, de de Axel Kaiser (Deusto), un estudio sobre la decadencia cultural, fruto de la persecución y la censura en este inicio de siglo. La Vanguardia Dossier, en enero de 2016, casi un año antes de que Trump llegara a la Casa Blanca, ya planteó si la democracia liberal estaba en declive.
La respuesta, en gran medida, sigue siendo la misma. La decadencia se acentúa cuando el hombre común abandona el establishment democrático, desocupa el centro en el que había prosperado y se instala en la periferia autoritaria que promete devolverle el paraíso perdido.
Las democracias liberales no arraigan en los países sin clase media, donde no hay una mayoría de hombres comunes que se benefician del sistema.
Franklin Delano Roosevelt salvó la democracia estadounidense con el new deal. Aquel programa de reconstrucción pública (1933-1938) rescató a la economía y, de rebote, a la democracia porque ofreció una salida a millones de ciudadanos que no tenían nada. Roosevelt cimentó un Estado protector, con derechos sindicales y beneficios sociales, un capitalismo con rostro humano que el hiperliberalismo de la última década ha dinamitado.
Las grandes compañías tecnológicas desarrollaron la economía de la atención. Nos pusieron el mundo al alcance de nuestros dedos y prometieron no cobrarnos nada si a cambio les regalábamos nuestra atención. Nosotros éramos el producto. Cuanto más tiempo permaneciéramos navegando por sus redes, más tiempo tendrían ellas para obtener datos sobre nuestra manera de ser y de pensar, datos que luego venderían al mejor postor. Estos clientes, que empezaron siendo empresas con ganas de vendernos de todo, pronto fueron políticos con ganas de obtener nuestro voto.
Shoshanna Zuboff explica en su último libro que Google, Facebook y Amazon saben más de nosotros que nosotros mismos y así pueden modificar nuestro comportamiento. Su beneficio depende del control de la naturaleza humana. Para este nuevo capitalismo, nosotros somos el recurso más preciado, y la gran paradoja es que le hemos entregado las herramientas y la legitimación para explotarnos, para alterar nuestro comportamiento y hacernos creer lo que creíamos imposible, como que “el futuro no es de los globalistas, sino de los patriotas” (Putin).
Trump y el capitalismo de la vigilancia
Facebook hizo presidente a Donald Trump en el 2016 contra la voluntad de la mayoría de los electores, y Trump ha puesto patas arriba la democracia estadounidense. Lo ha hecho alimentando el odio contra el establishment democrático, las élites intelectuales, científicas y mediáticas, dando dinero a los ricos y reconocimiento al hombre corriente, un ciudadano empobrecido económica y culturalmente, que se siente inseguro y anhela un káiser nacionalista que proteja su identidad y su modus vivendi, aunque sea demagogo y racista.
Ahora que el mundo se puebla de líderes autoritarios -Trump, Xi, Putin, Erdogan, Orbán, Kaczynski, Bolsonaro, Maduro, Duterte, Jamenei, Asad, Al Sisi...-, el capitalismo encuentra un filón en la vigilancia mediante las cámaras con reconocimiento facial y los aparatos electrónicos que nos facilitan la vida. Las viejas leyes de la gravedad democrática quedan obsoletas ante la velocidad del cambio que impulsa una tecnología de la información que durante la última década ha alumbrado una nueva plutocracia.
Bajo su peso, las democracias liberales abandonan principios tan fundamentales como la igualdad, la justicia universal y la responsabilidad de proteger a las poblaciones y minorías en peligro.
Si la democracia ha de preservar los principios de la Ilustración y volver a salvarse, debería repetir la estrategia de los años treinta. Primero con un new deal verde que, al menos, en Europa, ya está en marcha y que se unirá a la reconstrucción económica que exige el virus. Después deberá prohibirse la vigilancia, limitando la tecnología de la información. Y por último habrá que firmar un nuevo contrato social que devuelva el poder al hombre corriente. Hélène Landemore, de Yale, plantea una democracia abierta. Si confiamos en los ciudadanos para que sirvan en jurados y mesas electorales, ¿por qué no implicarlos también en la gestión de los asuntos públicos? Al fin y al cabo, los políticos profesionales también aprenden sobre la marcha cuando llegan al poder.
Este planteamiento, sin embargo, no funcionará si no reforzamos la educación cívica. Jill Lepore, de Harvard, recuerda que durante la Gran depresión, en las horas más bajas de la democracia, cuando el fascismo y el comunismo parecían más modernos y prometedores, grupos anónimos de ciudadanos norteamericanos -ciudadanos corrientes, como diría Camus, dispuestos a hacer cosas extraordinarias por mera decencia- organizaron debates sobre la democracia, los deberes y libertades que comporta. Eran asambleas ciudadanas en escuelas, bibliotecas y gimnasios. Algunas se retransmitían por la radio. El director del diario The Nation organizó una con un comunista, un economista conservador, un columnista ruso y un exiliado español de la Guerra Civil que, cuando tuvo que definir la democracia, dijo “es el lugar donde puede celebrarse una reunión como esta”.
Así de simple y así de complicado es el reto, porque la democracia, al fin y al cabo, siempre será un proceso en construcción, imperfecto e insuperable.
Xavier Mas de Xaxàs (La Vanguardia, 02-05-2020)
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“Cómo volver a salvar la democracia” por Xavier Mas de Xaxàs (La Vanguardia, 02-05-2020)
La democracia parece que nos cansa y se nos va de las manos, que perdemos la fe en el gobierno del pueblo porque no todo hombre tiene derecho a un voto y no todos los votos son iguales. Sufrimos la decadencia de un sistema que empezó a deteriorarse cuando pensamos que lo tenía todo ganado.
El muro de Berlín cayó en noviembre de 1989, la Unión Soviética se descompuso en el día de Navidad de 1991 y dos años después, en diciembre de 1993, sobre los pañales de las nuevas democracias centroeuropeas, Silvio Berlusconi creó Forza Italia, un partido personalista de derechas que abrió la puerta al neofascismo y al nacionalpopulismo en uno de los países fundadores de la Unión Europea.
El pasado nos atrapaba de nuevo, y el futuro quedó para otro momento. La crisis financiera del 2008 abrió una década de austeridad y neoliberalismo que aceleró la decadencia de los dos pilares que han sostenido la hegemonía de Occidente durante 500 años: el capitalismo democrático y la democracia liberal.
El capitalismo y la democracia mantienen una relación de amor y odio. Mientras la democracia aspira a la igualdad, el capitalismo del laissez-faire provoca desigualdad. Ahora, además, parece que hemos llegado al final de una era. No solo por la eclosión del virus y la digitalización de todo lo útil sino también por el colapso de la democracia en un nuevo ecosistema de autoridad, información y aceleración.
La buena noticia es que las democracias ya estuvieron allí, sufriendo la eclosión de los totalitarismos, del antisemitismo y el racismo. Fue en los años treinta del siglo pasado, y cómo salieron de aquel pozo es una lección que cabría recordar.
Al final de la Primera Guerra Mundial, el fascismo y el comunismo ocuparon parte del espacio que dejaron los imperios derrotados y las naciones en construcción. Lenin ganó la revolución de octubre de 1917, Mussolini marchó sobre Roma en octubre de 1922 y el crac económico de 1929 acentuó las dudas sobre el capitalismo y la democracia en EE.UU. El historiador Arnold Toynbee reconoció que en 1931 todo el mundo pensaba en la posibilidad de que el sistema occidental se hundiera. Mussolini vaticinó en 1932 que el Estado liberal estaba condenado, y en 1933 Hitler llegó al poder.
Como la historia amenaza con repetirse, hoy abundan los ensayos sobre la erosión de las democracias contemporáneas: Cómo mueren las democracias, de Daniel Ziblatt y Steven Levitsky (Ariel); ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, de Patrick Deneen (Rialp); Así termina la democracia, de David Rundman (Paidós); Para combatir esta era, de Rob Riemen (Taurus); El camino hacia la libertad, de Timothy Snyder (Galaxia Gutenberg), y, para no alargar más la lista, La neo-inquisición, de de Axel Kaiser (Deusto), un estudio sobre la decadencia cultural, fruto de la persecución y la censura en este inicio de siglo. La Vanguardia Dossier, en enero de 2016, casi un año antes de que Trump llegara a la Casa Blanca, ya planteó si la democracia liberal estaba en declive.
La respuesta, en gran medida, sigue siendo la misma. La decadencia se acentúa cuando el hombre común abandona el establishment democrático, desocupa el centro en el que había prosperado y se instala en la periferia autoritaria que promete devolverle el paraíso perdido.
Las democracias liberales no arraigan en los países sin clase media, donde no hay una mayoría de hombres comunes que se benefician del sistema.
Franklin Delano Roosevelt salvó la democracia estadounidense con el new deal. Aquel programa de reconstrucción pública (1933-1938) rescató a la economía y, de rebote, a la democracia porque ofreció una salida a millones de ciudadanos que no tenían nada. Roosevelt cimentó un Estado protector, con derechos sindicales y beneficios sociales, un capitalismo con rostro humano que el hiperliberalismo de la última década ha dinamitado.
Las grandes compañías tecnológicas desarrollaron la economía de la atención. Nos pusieron el mundo al alcance de nuestros dedos y prometieron no cobrarnos nada si a cambio les regalábamos nuestra atención. Nosotros éramos el producto. Cuanto más tiempo permaneciéramos navegando por sus redes, más tiempo tendrían ellas para obtener datos sobre nuestra manera de ser y de pensar, datos que luego venderían al mejor postor. Estos clientes, que empezaron siendo empresas con ganas de vendernos de todo, pronto fueron políticos con ganas de obtener nuestro voto.
Shoshanna Zuboff explica en su último libro que Google, Facebook y Amazon saben más de nosotros que nosotros mismos y así pueden modificar nuestro comportamiento. Su beneficio depende del control de la naturaleza humana. Para este nuevo capitalismo, nosotros somos el recurso más preciado, y la gran paradoja es que le hemos entregado las herramientas y la legitimación para explotarnos, para alterar nuestro comportamiento y hacernos creer lo que creíamos imposible, como que “el futuro no es de los globalistas, sino de los patriotas” (Putin).
Trump y el capitalismo de la vigilancia
Facebook hizo presidente a Donald Trump en el 2016 contra la voluntad de la mayoría de los electores, y Trump ha puesto patas arriba la democracia estadounidense. Lo ha hecho alimentando el odio contra el establishment democrático, las élites intelectuales, científicas y mediáticas, dando dinero a los ricos y reconocimiento al hombre corriente, un ciudadano empobrecido económica y culturalmente, que se siente inseguro y anhela un káiser nacionalista que proteja su identidad y su modus vivendi, aunque sea demagogo y racista.
Ahora que el mundo se puebla de líderes autoritarios -Trump, Xi, Putin, Erdogan, Orbán, Kaczynski, Bolsonaro, Maduro, Duterte, Jamenei, Asad, Al Sisi...-, el capitalismo encuentra un filón en la vigilancia mediante las cámaras con reconocimiento facial y los aparatos electrónicos que nos facilitan la vida. Las viejas leyes de la gravedad democrática quedan obsoletas ante la velocidad del cambio que impulsa una tecnología de la información que durante la última década ha alumbrado una nueva plutocracia.
Bajo su peso, las democracias liberales abandonan principios tan fundamentales como la igualdad, la justicia universal y la responsabilidad de proteger a las poblaciones y minorías en peligro.
Si la democracia ha de preservar los principios de la Ilustración y volver a salvarse, debería repetir la estrategia de los años treinta. Primero con un new deal verde que, al menos, en Europa, ya está en marcha y que se unirá a la reconstrucción económica que exige el virus. Después deberá prohibirse la vigilancia, limitando la tecnología de la información. Y por último habrá que firmar un nuevo contrato social que devuelva el poder al hombre corriente. Hélène Landemore, de Yale, plantea una democracia abierta. Si confiamos en los ciudadanos para que sirvan en jurados y mesas electorales, ¿por qué no implicarlos también en la gestión de los asuntos públicos? Al fin y al cabo, los políticos profesionales también aprenden sobre la marcha cuando llegan al poder.
Este planteamiento, sin embargo, no funcionará si no reforzamos la educación cívica. Jill Lepore, de Harvard, recuerda que durante la Gran depresión, en las horas más bajas de la democracia, cuando el fascismo y el comunismo parecían más modernos y prometedores, grupos anónimos de ciudadanos norteamericanos -ciudadanos corrientes, como diría Camus, dispuestos a hacer cosas extraordinarias por mera decencia- organizaron debates sobre la democracia, los deberes y libertades que comporta. Eran asambleas ciudadanas en escuelas, bibliotecas y gimnasios. Algunas se retransmitían por la radio. El director del diario The Nation organizó una con un comunista, un economista conservador, un columnista ruso y un exiliado español de la Guerra Civil que, cuando tuvo que definir la democracia, dijo “es el lugar donde puede celebrarse una reunión como esta”.
Así de simple y así de complicado es el reto, porque la democracia, al fin y al cabo, siempre será un proceso en construcción, imperfecto e insuperable.
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