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“Cada muerte en la UCI nos roba un trocito de alma, por Domingo Marchena y Xavier Cervera (La Vanguardia, 05-04-2020)
“Cada muerte en la UCI nos roba un trocito de alma”, explica Pedro Castro, reconfortado porque en plena tormenta le ha demostrado a su hijo mayor que estaba equivocado. El doctor Castro, de 45 años, responsable del área de vigilancia intensiva del Clínic, está casado con una doctora de este mismo hospital de Barcelona. Tienen dos hijos, de 10 y 13 años. Un día, el mayor se cansó de que sus padres estuvieran tan poco en casa y les dijo: “Tenéis la peor profesión del mundo”.
Hoy, él y su hermano saben que toda la ciudad aplaude cada noche a sus padres y a miles de profesionales, sanitarios o no. A todos nuestros escudos ante la enfermedad. Un poema de Luis Alberto de Cuenca dice: “Debajo de los parkings hay mundos subterráneos / que muy pocos conocen. Los habita una raza / de príncipes y reyes, de bardos y de brujos”. Hemos salido en busca de estos nobles subterráneos y los hemos hallado.
Están en hospitales, ambulancias, tanatorios, residencias, cuarteles de bomberos, quioscos y otros comercios. O en la calle, como Facundo Villegas, un repartidor en bicicleta. Algunos llevaban encima un estetoscopio, como Jordi Mancebo, de 61 años, director del servicio de medicina intensiva del hospital de Sant Pau. Otros, fregonas y lejía, como Abel Martínez y Joanna Hernández, que limpian un edificio de oficinas de la Diagonal.
“Ni héroes ni mártires. Estamos aquí porque este es nuestro sitio” , explica el doctor Mancebo, padre de dos treintañeros, ambos economistas. Palabras parecidas repiten los protagonistas de este reportaje. “Agradezco muchísimo el afecto de nuestros clientes, pero trabajo encantada”, añade Cristina Moreno, responsable de productos frescos en un Caprabo de La Garriga (Vallés Oriental). Ella y sus compañeros se dan ánimos antes de abrir, a veces con una canción, un baile…
Cristina, de 42 años, vive a 24 kilómetros del súper, en Palau-solità i Plegamans. Cada día aparca, cierra los ojos y respira hondo. Piensa en su abuela, Antonia, que reside en un geriátrico de Vielha, en la Val d’Aran. En su madre, Paquita, que cada día le pide que se quede en casa y a la que cada día contesta: “No puedo dejar de ir. No quiero dejar de ir”. Y luego piensa en su marido, que también trabaja en Caprabo, y en su hijo Derek, de 8 años.
Unos versos de Gustavo Adolfo Bécquer repiten en tres ocasiones, como una letanía: “¡Dios mío, que solos / se quedan los muertos!”. Lo más triste de esta pandemia, opinan Silvia Membrado Sánchez y Javi Rodríguez Hernández, de la dotación Bravo 602 del Servicio de emergencias sanitarias (SEM), es “la distancia social que nos impone justo cuando más necesitamos la cercanía”. Hasta los tanatorios están tan desbordados que ya ni siquiera se celebran velatorios. “Los difuntos van directamente a los cementerios o a los crematorios, en ceremonias donde solo puede haber tres familiares”, explica Fernando Sánchez, de 48 años y que desde hace 13 trabaja en la empresa de servicios funerarios Mémora. Fernando tampoco puede dejar de ir a trabajar, aunque estuvo unos días muy preocupado. Su madre, Maribel, de 75 años, dio positivo y acabó ingresada en la clínica Sagrada Familia. Por fortuna, ya está en casa. “Lo primero que nos pidió fue un cruasán y berberechos”. Esas fueron sus espinacas de Popeye, “la prueba de que somos el Ave Fénix y remontaremos el vuelo”.
Quienes hayan tenido la desgracia de perder a un familiar sin despedirse han de saber algo: no es verdad lo que decía Bécquer. Jordi Fernández, de 46 años, ha hecho llorar a los autores de este reportaje. Fue árbitro y es vicepresidente del comité técnico de la Federación Catalana de Fútbol. Tiene dos tesoros, Sofía, de 8 años, y Aleix, de 14. “Durante mucho tiempo les mentí sobre mi profesión y les dije que solo era árbitro hasta que el mayor descubrió la verdad”. Y parte de la verdad es que su padre también es tanaprotector. Prepara los cuerpos de quienes se van y les borra, si las hay, las señales de sufrimiento para que sus seres queridos les digan adiós de la mejor forma posible.
Jordi sigue haciendo hoy igual que ayer, aunque ya no hay velatorios ni miradas al otro lado del cristal. Sale de casa a las 6 de la mañana y llega pasadas las 9 de la noche. Lo sorprendimos una jornada especialmente dura, aunque todas lo son. El volumen de trabajo, que un martes se ha multiplicado por cinco con respecto al año pasado, se sextuplica el miércoles y crece un poco más al día siguiente. Acababa de recibir un cuerpo, lo preparó y cuando salió de la cámara, alzó la mirada al vacío. “En ese momento pensaba en la injusticia de todo. Era un chico muy joven. Si eres creyente, estas cosas te llevan a preguntarte: “Dios mío, ¿por qué?” Lo dejé allí, en la bolsa sudario, pensando en el dolor de los suyos”. Por eso decíamos que Aleix descubrió solo parte de la verdad. Su padre no es tanatopractor, además de árbitro. Es, sobre todo, una buena persona. Los deudos de aquel joven deberían aferrarse al cariño con el que Jordi le trató para consolarse.
Todos nos aferramos a algo. Facundo Villegas, catalán, hijo de argentinos, es políglota y trabajó en un hotel. Cuando se quedó en paro, se formó como técnico de transporte sanitario, pero como no encontraba trabajo se apuntó a una empresa de reparto a domicilio, Stuart, a la que ha demandado por un contencioso laboral. El juicio será en junio y de momento el repartidor, de 28 años, sigue pedaleando para esta y otras empresas. Le entusiasma que los aplausos de las 20 horas le pillen en la calle. Participó en triatlones y sueña con que esos aplausos son para él. Y lo son. Para él y para quienes siguen trabajando, aunque sea para llevar unas delicias veganas o unos nachos con queso perfectamente prescindibles “desde Gracia al Carmel”, como le ha pasado. A veces recorre 60 kilómetros con su bici de piñón fijo. La desinfecta cuando llega a casa.
Otro al pie del cañón es Joan López, vendedor de prensa y concejal de Olérdola (Alt Penedès). Su quiuosco está en la avenida Gaudí, junto a una Sagrada Familia increíblemente desierta. La facturación de Joan López, que habitualmente se beneficia de su estratégica ubicación y de las riadas del turismo, se ha desplomado un 95 %. Pero allí sigue él. Se lo debe a sus clientes habituales y a sus raíces. Joan, de 39 años, es hijo y nieto de quiosqueros. Su abuela tuvo uno de madera en la Diagonal con Pau Claris, el quiosco de la calva. El anterior propietario era calvo y con el quiosco le traspasó el mote. A mitad de la entrevista, una clienta compra un ejemplar de La Vanguardia en castellano.
- Muchas gracias. Se las daría igual si se llevara El Periódico, El País, El Mundo, El Punt Avui- le confesó uno de los cronistas.
-¡Yo te conozco! Aprendí el oficio hace años en La Vanguardia con maestros como Escudero, Galeote, Madueño, Rius, Caballero…
La clienta resultó ser Isabel Grifoll Gali, cofundadora y vicepresidenta de la consultora Atrevia. Va a cuidar a sus padres, María y José, que está superando una neumonía “y necsita su diario tanto como el respirar”. El quiosquero asiente y dice: “Me preguntabas por qué sigo levantando cada día la persiana. ¿Lo ves? Por personas así y por respeto a mi abuela y a mi padre".
No es la fatalidad. Es el destino. “Yo no elegí la enfermería. La enfermería me eligió a mí”, asegura Silvia Membrado Ibañez, que cuando se publique este reportaje estará de guardia en una unidad de soporte vital avanzado medicalizado del SEM. “Lo peor es acudir a casas de ancianos que viven solos. La soledad es una enfermedad. Necesitan calidez y no se la podemos dar por su bien”. En la Bravo 602, la ambulancia de Silvia, son tres: ella, un médico y un técnico en emergencias sanitarias. Si pueden, dos se quedan en la puerta y solo entra uno. “Cuando nos vamos y nos dicen adiós con la mano, nos hemos de anclar para no abrazarlos”.
Javi Rodriguez Hernández, de 49 años, conduce la Bravo 602, pero no es solo un conductor. Los técnicos de emergencias sanitarias son la tercera pata del taburete del SEM. Ellos se ocupan de la seguridad de la dotación, del material asistencial, de inmovilizar a los pacientes y de ayudar en todo lo que puedan. “Aunque los riesgos están controlados, estamos preocupados. Si contraemos el virus es que algo hemos hecho mal. Corremos más peligro en la calle que en el trabajo”, dice Javi. Su mujer, Mireia, también es del SEM. Tienen un niño de tres añitos, Bruno. Ver a diario tanto sufrimiento y soledad pasa factura. En ocasiones, cuando toca fondo, Javi saca el móvil y repasa las fotos de Bruno. Luego arranca.
Jordi Mancebo y Pedro Castro son dos ejemplos de la excelencia de la universidad y la sanidad públicas. Prefieren callar cuántas horas llevan en danza: “Somos servidores públicos y no hacemos más que devolver la deuda contraída con la sociedad. El problema no son las insuficiencias respiratorias agudas o graves, sino la cantidad colosal de casos”, coinciden.
Al doctor Mancebo, director del servicio de medicina intensiva de Sant Pau, le sobrecoge ver “a jóvenes de 29 años respirando como peces fuera del agua. Tenemos conocimientos para afrontar esta emergencia, pero no damos abasto por la saturación”. Pedro Castro, del área de vigilancia intensiva del Clínic, añade: “Siempre nos desgasta mucho emocionalmente dar malas noticias a las familias, pero ahora todavía muchísimo más”.
De almas rotas, sabe mucho Cristina Carretero, de 40 años. Cada día la suya se rompe un poquito cuando llega al geriátrico Sophos, de Barberà del Vallès. Una de cada cuatro víctimas mortales de la pandemia en Barcelona vivía en un geriátrico. La situación es tal que soldados y bomberos han sido movilizados. “Es una de nuestras tareas más gratificantes”, afirma Josep, que participó en la limpieza de un centro de Sant Andreu. Elegimos para este reportaje la residencia Sophos porque era una de las pocas de Catalunya a salvo de contagios.
Pero eso fue hasta el lunes. La caja de Pandora se ha abierto. Ya hay casos entre residentes y trabajadores. “Cuando me preguntan “¿dónde está Manuel?”, “¿por qué no vienen mis hijos?”, o “¿qué está pasando?” se me parte el corazón”, dice Cristina Carretero. Esta cuidadora denuncia que “muchos parecen haberse olvidado de los ancianos. Y ellos nunca olvidan lo principal. ¿Sabes cuales suelen ser sus últimas palabras? “¡Mamá, mamá, mamá”. Eso dicen cuando se van incluso los que tienen alzheimer y no recuerdan ni su nombre.
Domingo Marchena y Xavier Cervera (La Vanguardia, 05-04-2020)
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“Cada muerte en la UCI nos roba un trocito de alma, por Domingo Marchena y Xavier Cervera (La Vanguardia, 05-04-2020)
“Cada muerte en la UCI nos roba un trocito de alma”, explica Pedro Castro, reconfortado porque en plena tormenta le ha demostrado a su hijo mayor que estaba equivocado. El doctor Castro, de 45 años, responsable del área de vigilancia intensiva del Clínic, está casado con una doctora de este mismo hospital de Barcelona. Tienen dos hijos, de 10 y 13 años. Un día, el mayor se cansó de que sus padres estuvieran tan poco en casa y les dijo: “Tenéis la peor profesión del mundo”.
Hoy, él y su hermano saben que toda la ciudad aplaude cada noche a sus padres y a miles de profesionales, sanitarios o no. A todos nuestros escudos ante la enfermedad. Un poema de Luis Alberto de Cuenca dice: “Debajo de los parkings hay mundos subterráneos / que muy pocos conocen. Los habita una raza / de príncipes y reyes, de bardos y de brujos”. Hemos salido en busca de estos nobles subterráneos y los hemos hallado.
Están en hospitales, ambulancias, tanatorios, residencias, cuarteles de bomberos, quioscos y otros comercios. O en la calle, como Facundo Villegas, un repartidor en bicicleta. Algunos llevaban encima un estetoscopio, como Jordi Mancebo, de 61 años, director del servicio de medicina intensiva del hospital de Sant Pau. Otros, fregonas y lejía, como Abel Martínez y Joanna Hernández, que limpian un edificio de oficinas de la Diagonal.
“Ni héroes ni mártires. Estamos aquí porque este es nuestro sitio” , explica el doctor Mancebo, padre de dos treintañeros, ambos economistas. Palabras parecidas repiten los protagonistas de este reportaje. “Agradezco muchísimo el afecto de nuestros clientes, pero trabajo encantada”, añade Cristina Moreno, responsable de productos frescos en un Caprabo de La Garriga (Vallés Oriental). Ella y sus compañeros se dan ánimos antes de abrir, a veces con una canción, un baile…
Cristina, de 42 años, vive a 24 kilómetros del súper, en Palau-solità i Plegamans. Cada día aparca, cierra los ojos y respira hondo. Piensa en su abuela, Antonia, que reside en un geriátrico de Vielha, en la Val d’Aran. En su madre, Paquita, que cada día le pide que se quede en casa y a la que cada día contesta: “No puedo dejar de ir. No quiero dejar de ir”. Y luego piensa en su marido, que también trabaja en Caprabo, y en su hijo Derek, de 8 años.
Unos versos de Gustavo Adolfo Bécquer repiten en tres ocasiones, como una letanía: “¡Dios mío, que solos / se quedan los muertos!”. Lo más triste de esta pandemia, opinan Silvia Membrado Sánchez y Javi Rodríguez Hernández, de la dotación Bravo 602 del Servicio de emergencias sanitarias (SEM), es “la distancia social que nos impone justo cuando más necesitamos la cercanía”. Hasta los tanatorios están tan desbordados que ya ni siquiera se celebran velatorios. “Los difuntos van directamente a los cementerios o a los crematorios, en ceremonias donde solo puede haber tres familiares”, explica Fernando Sánchez, de 48 años y que desde hace 13 trabaja en la empresa de servicios funerarios Mémora. Fernando tampoco puede dejar de ir a trabajar, aunque estuvo unos días muy preocupado. Su madre, Maribel, de 75 años, dio positivo y acabó ingresada en la clínica Sagrada Familia. Por fortuna, ya está en casa. “Lo primero que nos pidió fue un cruasán y berberechos”. Esas fueron sus espinacas de Popeye, “la prueba de que somos el Ave Fénix y remontaremos el vuelo”.
Quienes hayan tenido la desgracia de perder a un familiar sin despedirse han de saber algo: no es verdad lo que decía Bécquer. Jordi Fernández, de 46 años, ha hecho llorar a los autores de este reportaje. Fue árbitro y es vicepresidente del comité técnico de la Federación Catalana de Fútbol. Tiene dos tesoros, Sofía, de 8 años, y Aleix, de 14. “Durante mucho tiempo les mentí sobre mi profesión y les dije que solo era árbitro hasta que el mayor descubrió la verdad”. Y parte de la verdad es que su padre también es tanaprotector. Prepara los cuerpos de quienes se van y les borra, si las hay, las señales de sufrimiento para que sus seres queridos les digan adiós de la mejor forma posible.
Jordi sigue haciendo hoy igual que ayer, aunque ya no hay velatorios ni miradas al otro lado del cristal. Sale de casa a las 6 de la mañana y llega pasadas las 9 de la noche. Lo sorprendimos una jornada especialmente dura, aunque todas lo son. El volumen de trabajo, que un martes se ha multiplicado por cinco con respecto al año pasado, se sextuplica el miércoles y crece un poco más al día siguiente. Acababa de recibir un cuerpo, lo preparó y cuando salió de la cámara, alzó la mirada al vacío. “En ese momento pensaba en la injusticia de todo. Era un chico muy joven. Si eres creyente, estas cosas te llevan a preguntarte: “Dios mío, ¿por qué?” Lo dejé allí, en la bolsa sudario, pensando en el dolor de los suyos”. Por eso decíamos que Aleix descubrió solo parte de la verdad. Su padre no es tanatopractor, además de árbitro. Es, sobre todo, una buena persona. Los deudos de aquel joven deberían aferrarse al cariño con el que Jordi le trató para consolarse.
Todos nos aferramos a algo. Facundo Villegas, catalán, hijo de argentinos, es políglota y trabajó en un hotel. Cuando se quedó en paro, se formó como técnico de transporte sanitario, pero como no encontraba trabajo se apuntó a una empresa de reparto a domicilio, Stuart, a la que ha demandado por un contencioso laboral. El juicio será en junio y de momento el repartidor, de 28 años, sigue pedaleando para esta y otras empresas. Le entusiasma que los aplausos de las 20 horas le pillen en la calle. Participó en triatlones y sueña con que esos aplausos son para él. Y lo son. Para él y para quienes siguen trabajando, aunque sea para llevar unas delicias veganas o unos nachos con queso perfectamente prescindibles “desde Gracia al Carmel”, como le ha pasado. A veces recorre 60 kilómetros con su bici de piñón fijo. La desinfecta cuando llega a casa.
Otro al pie del cañón es Joan López, vendedor de prensa y concejal de Olérdola (Alt Penedès). Su quiuosco está en la avenida Gaudí, junto a una Sagrada Familia increíblemente desierta. La facturación de Joan López, que habitualmente se beneficia de su estratégica ubicación y de las riadas del turismo, se ha desplomado un 95 %. Pero allí sigue él. Se lo debe a sus clientes habituales y a sus raíces. Joan, de 39 años, es hijo y nieto de quiosqueros. Su abuela tuvo uno de madera en la Diagonal con Pau Claris, el quiosco de la calva. El anterior propietario era calvo y con el quiosco le traspasó el mote. A mitad de la entrevista, una clienta compra un ejemplar de La Vanguardia en castellano.
- Muchas gracias. Se las daría igual si se llevara El Periódico, El País, El Mundo, El Punt Avui- le confesó uno de los cronistas.
-¡Yo te conozco! Aprendí el oficio hace años en La Vanguardia con maestros como Escudero, Galeote, Madueño, Rius, Caballero…
La clienta resultó ser Isabel Grifoll Gali, cofundadora y vicepresidenta de la consultora Atrevia. Va a cuidar a sus padres, María y José, que está superando una neumonía “y necsita su diario tanto como el respirar”. El quiosquero asiente y dice: “Me preguntabas por qué sigo levantando cada día la persiana. ¿Lo ves? Por personas así y por respeto a mi abuela y a mi padre".
No es la fatalidad. Es el destino. “Yo no elegí la enfermería. La enfermería me eligió a mí”, asegura Silvia Membrado Ibañez, que cuando se publique este reportaje estará de guardia en una unidad de soporte vital avanzado medicalizado del SEM. “Lo peor es acudir a casas de ancianos que viven solos. La soledad es una enfermedad. Necesitan calidez y no se la podemos dar por su bien”. En la Bravo 602, la ambulancia de Silvia, son tres: ella, un médico y un técnico en emergencias sanitarias. Si pueden, dos se quedan en la puerta y solo entra uno. “Cuando nos vamos y nos dicen adiós con la mano, nos hemos de anclar para no abrazarlos”.
Javi Rodriguez Hernández, de 49 años, conduce la Bravo 602, pero no es solo un conductor. Los técnicos de emergencias sanitarias son la tercera pata del taburete del SEM. Ellos se ocupan de la seguridad de la dotación, del material asistencial, de inmovilizar a los pacientes y de ayudar en todo lo que puedan. “Aunque los riesgos están controlados, estamos preocupados. Si contraemos el virus es que algo hemos hecho mal. Corremos más peligro en la calle que en el trabajo”, dice Javi. Su mujer, Mireia, también es del SEM. Tienen un niño de tres añitos, Bruno. Ver a diario tanto sufrimiento y soledad pasa factura. En ocasiones, cuando toca fondo, Javi saca el móvil y repasa las fotos de Bruno. Luego arranca.
Jordi Mancebo y Pedro Castro son dos ejemplos de la excelencia de la universidad y la sanidad públicas. Prefieren callar cuántas horas llevan en danza: “Somos servidores públicos y no hacemos más que devolver la deuda contraída con la sociedad. El problema no son las insuficiencias respiratorias agudas o graves, sino la cantidad colosal de casos”, coinciden.
Al doctor Mancebo, director del servicio de medicina intensiva de Sant Pau, le sobrecoge ver “a jóvenes de 29 años respirando como peces fuera del agua. Tenemos conocimientos para afrontar esta emergencia, pero no damos abasto por la saturación”. Pedro Castro, del área de vigilancia intensiva del Clínic, añade: “Siempre nos desgasta mucho emocionalmente dar malas noticias a las familias, pero ahora todavía muchísimo más”.
De almas rotas, sabe mucho Cristina Carretero, de 40 años. Cada día la suya se rompe un poquito cuando llega al geriátrico Sophos, de Barberà del Vallès. Una de cada cuatro víctimas mortales de la pandemia en Barcelona vivía en un geriátrico. La situación es tal que soldados y bomberos han sido movilizados. “Es una de nuestras tareas más gratificantes”, afirma Josep, que participó en la limpieza de un centro de Sant Andreu. Elegimos para este reportaje la residencia Sophos porque era una de las pocas de Catalunya a salvo de contagios.
Pero eso fue hasta el lunes. La caja de Pandora se ha abierto. Ya hay casos entre residentes y trabajadores. “Cuando me preguntan “¿dónde está Manuel?”, “¿por qué no vienen mis hijos?”, o “¿qué está pasando?” se me parte el corazón”, dice Cristina Carretero. Esta cuidadora denuncia que “muchos parecen haberse olvidado de los ancianos. Y ellos nunca olvidan lo principal. ¿Sabes cuales suelen ser sus últimas palabras? “¡Mamá, mamá, mamá”. Eso dicen cuando se van incluso los que tienen alzheimer y no recuerdan ni su nombre.
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