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“Pandemias: ¿un riesgo existencial para la humanidad?”, por Mariano Marzo (La Vanguardia, 14-04-2020)
(Mariano Marzo, Catedrático de Ciencias de la Tierra (UB), Director de la cátedra de Transición Energética UB-Fundación Repsol)
Nada ha matado más seres humanos a lo largo de la historia que los virus, bacterias y parásitos causantes de enfermedades. Ni los desastres naturales como los terremotos o volcanes, ni incluso las guerras. Según una estimación, la mitad de los seres humanos que han existido murieron de una de estas enfermedades, como la malaria, que todavía hoy abate a casi medio millón de personas por año. Las epidemias han sido las causantes de mortandades masivas, a una escala que hoy en día no podemos ni tan siquiera imaginar. Una plaga en tiempos del emperador Justiniano, en el siglo sexto, mató alrededor de cincuenta millones de personas, una cifra que, quizás, represente la mitad de la población mundial de aquella época, mientras que la peste negra del siglo XIV -posiblemente causada por el mismo patógeno- podría haber causado la muerte de unos 200 millones de personas. La viruela podría haber matado alrededor de 300 millones de personas tan solo en el siglo XX, aunque se disponía de una vacuna efectiva -la primera del mundo- desde 1976. Y., como mínimo, 25 millones de personas, tal vez muchas más, murieron en 1918 por la epidemia de gripe, un número que empequeñece el peaje de muertes de la Primera Guerra Mundial, que se libraba al mismo tiempo. La epidemia de gripe de 1918 infectó a una de cada tres personas en el planeta. El VIH, una pandemia que todavía está entre nosotros y contra la cual aún no disponemos de vacuna, ha matado a 33 millones de personas e infectado a 77 millones, un número que sigue creciendo cada día que pasa.
Si estas cifras sorprenden, probablemente sea porque muy raramente las epidemias sean objeto de análisis en las clases de historia, y porque parecen borrarse más rápidamente de nuestra memoria que las catástrofes meteorológicas y las guerras. No hay muchos monumentos dedicados a las víctimas de las enfermedades. El historiador Alfred Crosby, autor de America’s forgotten pandemic, uno de los grandes libros sobre la epidemia de gripe de 1918, únicamente se sintió motivado a investigar a fondo la pandemia tras percatarse del hecho de que la esperanza de vida de los ciudadanos de EE.UU. había caído bruscamente de 51 años en 1917 a 39 años en 1918, antes de volver a incrementarse al año siguiente, lo que significaba que el desplome de 1918 había sido causado por la gripe.
Los patógenos son tan efectivos para perpetrar tales mortandades masivas porque se autorreplican. La mayoría de los desastres naturales están constreñidos a un área, salvo las extremadamente raras catástrofes planetarias, capaces de matar globalmente al provocar cambios del clima. Un terremoto que golpee China no puede afectarte directamente en EE.UU. Cada bala que mata en una guerra debe ser disparada y debe encontrar su objetivo. Pero cuando un virus -como els SARS o la gripe- infecta a un huésped, las células del huésped se convierten en una fábrica que manufactura más virus (las bacterias, por su parte, son capaces de replicarse por sí mismas en el ambiente adecuado). Los propios síntomas creados por un patógeno infeccioso -estornudos, tos, sangrado- sirven para transmitirlo a otro huésped y después a otro, etcétera. Y como los humanos nos movemos -al mismo tiempo que interaccionamos con otros seres humanos de mil maneras que van desde estrechar la mano a las relaciones sexuales- transportamos los microorganismos con nosotros. No es raro que los militares hayan tratado desde hace mucho tiempo de aprovechar la enfermedad como un arma de guerra. No es extraño que hasta no hace mucho murieran muchos más soldados por enfermedad que en combate. Un patógeno es un arma muy económica, capaz de convertir a su víctima en su mecanismo de transmisión.
Sin embargo, a pesar de una epidemia tras otra, a pesar de mortandades masivas, como las causadas por la viruela y la gripe de 1918, en ningún momento en el pasado la enfermedad ha amenazado a la humanidad con su extinción. Incluso la peste negra, probablemente la epidemia más “mortíferamente concentrada” de todos los tiempos, hoy nos parece poco más que una interrupción menor en lo que ha sido una continua tendencia al crecimiento de la población humana a largo plazo. Y lo mismo sucede con los animales. La International Union for Conservatio of Nature informa que del total de las 833 extinciones de animales y plantas documentadas desde 1500, menos de un 4% pueden ser atribuidas a enfermedades infecciosas. Aquellas especies que fueron erradicadas por enfermedades tendían a ser pequeñas en número y geográficamente aisladas, muy diferente a lo que ocurre con los seres humanos que son numerosos y se han dispersado por todos los rincones del mundo.
Con la excepción del VIH -que en la actualidad puede ser gestionado con medicamentos antivirales como una enfermedad crónica-, cada una de las grandes epidemias mencionadas con anterioridad tuvieron lugar antes del advenimiento de la medicina moderna, antes del desarrollo de los antibióticos y el uso generalizado de las vacunas. La viruela fue incluso completamente erradicada de la naturaleza en 1980. Los únicos ejemplos conocidos del virus están guardados en equipamientos gubernamentales de muy alta seguridad en Atlanta (EE.UU.) y Koltsovo (Rusia). Las plagas son hoy en día tan raras que cuando se produce un brote en países tales como Madagascar constituye una noticia de alcance mundial, incluso aunque los informes hablan de que entre el 2010 y el 2015 dicho brote se saldó con menos de 600 muertos. Los estudios han mostrado que muchas de las muertes de la epidemia de gripe de 1918 fueron en realidad causadas por infecciones secundarias de origen bacteriano que hoy en día podrían ser controladas con antibióticos que fueron introducidos hace menos de un siglo. Las pandemias gripales siguen constituyendo la principal fuente de temor para los expertos en enfermedades infecciosas, aunque la más reciente de tales pandemias en el 2009 acabó con solo 284.000 muertos en todo el mundo. Un número menor al de las víctimas causadas por las gripes estacionales en años normales.
La ciencia moderna ha hecho menos dañinas la mayoría de las enfermedades infecciosas, al menos fuera del mundo en desarrollo -donde, por cierto, se han realizado grandes progresos en los últimos años- pero las reglas básicas de la evolución también juegan un papel a la hora de limitar el potencial catastrófico de las enfermedades naturales. Cada patógeno enfrenta un dilema. En general, cuanto más rápido mata, más difícil lo tiene para ampliar el alcance de su expansión, ya que una enfermedad extremadamente virulenta se quedaría sin víctimas lo que la llevaría a un callejón sin salida epidemiológico. Los patógenos que son altamente transmisibles, como la gripe, raramente matan, incluso en ausencia de las contramedidas de la medicina moderna. La gripe de 1918 tuvo una tasa de mortandad cercana al 2,5%, un porcentaje tremendamente alto para los estándares de la gripe, pero que, aún así, nos dice que más de 97 de cada 100 pacientes sobrevivieron. Incluso un virus como el VIH -que mata lentamente y es asintomático durante años permitiendo que el infectado disponga de mucho tiempo para transmitirlo- se ve obstaculizado porque la transmisión requiere del contacto directo mediante sangre o fluidos corporales. La autorreplicación que hace que la enfermedad infecciosa sea un arma tan efectiva también previene de que se convierta en una verdadera amenaza existencial. Lo que los virus y bacterias quieren -si pudiera decirse que los grupos de genes y los organismos unicelulares quieren algo- es sobrevivir y replicarse. Y no pueden hacerlo si matan a todos los humanos.
Mariano Marzo (La Vanguardia, 14-04-2020)
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“Pandemias: ¿un riesgo existencial para la humanidad?”, por Mariano Marzo (La Vanguardia, 14-04-2020)
(Mariano Marzo, Catedrático de Ciencias de la Tierra (UB), Director de la cátedra de Transición Energética UB-Fundación Repsol)
Nada ha matado más seres humanos a lo largo de la historia que los virus, bacterias y parásitos causantes de enfermedades. Ni los desastres naturales como los terremotos o volcanes, ni incluso las guerras. Según una estimación, la mitad de los seres humanos que han existido murieron de una de estas enfermedades, como la malaria, que todavía hoy abate a casi medio millón de personas por año. Las epidemias han sido las causantes de mortandades masivas, a una escala que hoy en día no podemos ni tan siquiera imaginar. Una plaga en tiempos del emperador Justiniano, en el siglo sexto, mató alrededor de cincuenta millones de personas, una cifra que, quizás, represente la mitad de la población mundial de aquella época, mientras que la peste negra del siglo XIV -posiblemente causada por el mismo patógeno- podría haber causado la muerte de unos 200 millones de personas. La viruela podría haber matado alrededor de 300 millones de personas tan solo en el siglo XX, aunque se disponía de una vacuna efectiva -la primera del mundo- desde 1976. Y., como mínimo, 25 millones de personas, tal vez muchas más, murieron en 1918 por la epidemia de gripe, un número que empequeñece el peaje de muertes de la Primera Guerra Mundial, que se libraba al mismo tiempo. La epidemia de gripe de 1918 infectó a una de cada tres personas en el planeta. El VIH, una pandemia que todavía está entre nosotros y contra la cual aún no disponemos de vacuna, ha matado a 33 millones de personas e infectado a 77 millones, un número que sigue creciendo cada día que pasa.
Si estas cifras sorprenden, probablemente sea porque muy raramente las epidemias sean objeto de análisis en las clases de historia, y porque parecen borrarse más rápidamente de nuestra memoria que las catástrofes meteorológicas y las guerras. No hay muchos monumentos dedicados a las víctimas de las enfermedades. El historiador Alfred Crosby, autor de America’s forgotten pandemic, uno de los grandes libros sobre la epidemia de gripe de 1918, únicamente se sintió motivado a investigar a fondo la pandemia tras percatarse del hecho de que la esperanza de vida de los ciudadanos de EE.UU. había caído bruscamente de 51 años en 1917 a 39 años en 1918, antes de volver a incrementarse al año siguiente, lo que significaba que el desplome de 1918 había sido causado por la gripe.
Los patógenos son tan efectivos para perpetrar tales mortandades masivas porque se autorreplican. La mayoría de los desastres naturales están constreñidos a un área, salvo las extremadamente raras catástrofes planetarias, capaces de matar globalmente al provocar cambios del clima. Un terremoto que golpee China no puede afectarte directamente en EE.UU. Cada bala que mata en una guerra debe ser disparada y debe encontrar su objetivo. Pero cuando un virus -como els SARS o la gripe- infecta a un huésped, las células del huésped se convierten en una fábrica que manufactura más virus (las bacterias, por su parte, son capaces de replicarse por sí mismas en el ambiente adecuado). Los propios síntomas creados por un patógeno infeccioso -estornudos, tos, sangrado- sirven para transmitirlo a otro huésped y después a otro, etcétera. Y como los humanos nos movemos -al mismo tiempo que interaccionamos con otros seres humanos de mil maneras que van desde estrechar la mano a las relaciones sexuales- transportamos los microorganismos con nosotros. No es raro que los militares hayan tratado desde hace mucho tiempo de aprovechar la enfermedad como un arma de guerra. No es extraño que hasta no hace mucho murieran muchos más soldados por enfermedad que en combate. Un patógeno es un arma muy económica, capaz de convertir a su víctima en su mecanismo de transmisión.
Sin embargo, a pesar de una epidemia tras otra, a pesar de mortandades masivas, como las causadas por la viruela y la gripe de 1918, en ningún momento en el pasado la enfermedad ha amenazado a la humanidad con su extinción. Incluso la peste negra, probablemente la epidemia más “mortíferamente concentrada” de todos los tiempos, hoy nos parece poco más que una interrupción menor en lo que ha sido una continua tendencia al crecimiento de la población humana a largo plazo. Y lo mismo sucede con los animales. La International Union for Conservatio of Nature informa que del total de las 833 extinciones de animales y plantas documentadas desde 1500, menos de un 4% pueden ser atribuidas a enfermedades infecciosas. Aquellas especies que fueron erradicadas por enfermedades tendían a ser pequeñas en número y geográficamente aisladas, muy diferente a lo que ocurre con los seres humanos que son numerosos y se han dispersado por todos los rincones del mundo.
Con la excepción del VIH -que en la actualidad puede ser gestionado con medicamentos antivirales como una enfermedad crónica-, cada una de las grandes epidemias mencionadas con anterioridad tuvieron lugar antes del advenimiento de la medicina moderna, antes del desarrollo de los antibióticos y el uso generalizado de las vacunas. La viruela fue incluso completamente erradicada de la naturaleza en 1980. Los únicos ejemplos conocidos del virus están guardados en equipamientos gubernamentales de muy alta seguridad en Atlanta (EE.UU.) y Koltsovo (Rusia). Las plagas son hoy en día tan raras que cuando se produce un brote en países tales como Madagascar constituye una noticia de alcance mundial, incluso aunque los informes hablan de que entre el 2010 y el 2015 dicho brote se saldó con menos de 600 muertos. Los estudios han mostrado que muchas de las muertes de la epidemia de gripe de 1918 fueron en realidad causadas por infecciones secundarias de origen bacteriano que hoy en día podrían ser controladas con antibióticos que fueron introducidos hace menos de un siglo. Las pandemias gripales siguen constituyendo la principal fuente de temor para los expertos en enfermedades infecciosas, aunque la más reciente de tales pandemias en el 2009 acabó con solo 284.000 muertos en todo el mundo. Un número menor al de las víctimas causadas por las gripes estacionales en años normales.
La ciencia moderna ha hecho menos dañinas la mayoría de las enfermedades infecciosas, al menos fuera del mundo en desarrollo -donde, por cierto, se han realizado grandes progresos en los últimos años- pero las reglas básicas de la evolución también juegan un papel a la hora de limitar el potencial catastrófico de las enfermedades naturales. Cada patógeno enfrenta un dilema. En general, cuanto más rápido mata, más difícil lo tiene para ampliar el alcance de su expansión, ya que una enfermedad extremadamente virulenta se quedaría sin víctimas lo que la llevaría a un callejón sin salida epidemiológico. Los patógenos que son altamente transmisibles, como la gripe, raramente matan, incluso en ausencia de las contramedidas de la medicina moderna. La gripe de 1918 tuvo una tasa de mortandad cercana al 2,5%, un porcentaje tremendamente alto para los estándares de la gripe, pero que, aún así, nos dice que más de 97 de cada 100 pacientes sobrevivieron. Incluso un virus como el VIH -que mata lentamente y es asintomático durante años permitiendo que el infectado disponga de mucho tiempo para transmitirlo- se ve obstaculizado porque la transmisión requiere del contacto directo mediante sangre o fluidos corporales. La autorreplicación que hace que la enfermedad infecciosa sea un arma tan efectiva también previene de que se convierta en una verdadera amenaza existencial. Lo que los virus y bacterias quieren -si pudiera decirse que los grupos de genes y los organismos unicelulares quieren algo- es sobrevivir y replicarse. Y no pueden hacerlo si matan a todos los humanos.
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