Gracias por traer este autor vasco, Pascual.
Añado algunos poemas a lo que ya figura en el tema.
Un abrazo.
Pedro
*
Algunos poemas más de Harkaitz Cano:
SARDINAS VIEJAS PARA CONSUMO INMEDIATO
Un buen libro de poemas ha de ser
como una caja de pescado.
Nutritiva y fresca, fuente de fósforo y calcio.
O descarga hedionda
que nos impulse a salir huyendo
de ella, presos del pánico,
una caja de pescado podrido y cabezas calcinadas
de dientes y ojos afilados.
Una de dos.
Y así habría de ser,
como un buen libro de poemas,
nuestra vida.
TEILATUETAN LAN EGITEN DUEN JENDEA
Zure agendan egonagatik sekula
ezagutu ez duzun jende hori da.
Gogoratzen saiatu arren arrotzak zaizkizun
izen eta zenbaki horiek guztiak.
Teilatuetan lan egiten duen jendeak
ez dizu sekula aitortuko, baina badaki
zerua ez dela urdina,
samuraien izarekin egindako banderen zurrumurrua
bereizten badaki
haizearen menera dagoenean.
Teilatuetan lan egiten duen jendeak, jende horrek du
benetako bertigoa.
Teilatuetan lan egiten duen jendeak ezingo luke
gau-club batean edo
kafetxe bateko hormen artean lan egin.
Teilaren bat aske egon daitekeen susmoa dutenean
trazatu keinuak adierazten du
teilatuetan lan egiten duen jendea tango zalantzatien
irakasle izan zela
ez hain aspaldiko bizitza batean.
Teilatuetan lan egiten duen jendeak presa-orduak eta
jende pilaketak saihesten ditu;
jendetzak eta autobusek eta leuzemiaren usainak eta
gehiegi hitzak
mundua bere buztinezko artesietatik
amilarazteko arriskua balego bezala.
Teilatuetan lan egiten duen jendea ez da fido
goizeko bostetan kale hutsez ere,
eta teilatuetatik jaisten den apurretan,
espaloia utziz errepideko zebrabidea
zapaldu aurretik,
oin bakar batez ziurtatzen du lehenbizi
asfaltuaren gogortasuna, zer gerta ere,
oinen pean ibai izoztu bat
hondoratuko zaion beldurrez.
*
GENTE QUE TRABAJA EN LOS TEJADOS
Es esa gente que, si bien figura en tu agenda,
no reconoces.
Todos esos números y nombres que te son extraños,
aunque intentes recordar.
Ellos, la gente que trabaja en los tejados,
jamás lo confesarán, pero conocen
el color del cielo.
Saben que no es azul sobre las aves.
La gente que trabaja en los tejados, esa gente sí
tiene verdadero vértigo.
La gente que trabaja en los tejados
no podría trabajar en un club nocturno
ni entre las cuatro paredes de un café.
Del gesto que dibujan
al sospechar que una teja puede estar suelta,
intuimos que, en una vida no tan lejana,
fueron indecisos profesores de tango.
La gente que trabaja en los tejados odia
las horas punta, evita aglomeraciones,
como si la multitud, los autobuses, el olor a leucemia
o la palabra demasiado tuviesen la culpa del sobrepeso,
de que el mundo se despeñe poco a poco
por sus rendijas de arcilla.
La gente que trabaja en los tejados no se fía
ni de las calles vacías a las cinco de la mañana,
y las pocas veces que se aventura a descender de los tejados,
antes de pisar el paso de cebra abandonando la acera,
tantea con un pie la consistencia del asfalto,
por si acaso, no vaya a ser que un río helado
se resquebraje bajo sus pies.
GITANOS
Aquellos gitanos siempre
bailando sobre los tejados planos de las casas;
algo incomprensible,
porque aquellas casas no tenían por dónde subir,
ni siquiera tenían tejados.
Los gitanos vivían en Urbate,
al otro lado del cementerio de bicicletas,
acaracolados entre los esqueletos raquíticos
de los edificios.
Las obras llevaban paralizadas muchos años,
meras estructuras grises que dejaban entrever
cajas de escalera, vigas al vuelo, pilares retranqueados.
Todas las noches encendían la hoguera,
y llegaba hasta el pueblo
el olor a camisa de labor y a neumáticos calcinados.
Un amigo nos dijo una vez que sudaban oscuro,
que el sudor de los gitanos era como la tinta,
descendientes como eran de los caníbales.
Nosotros lo creímos.
Contaban las malas lenguas
que eran diablos a cientos, aves de rapiña que la alcaldesa
había traído al pueblo para ganar de nuevo las elecciones,
dándoles cobijo contra la tormenta a cambio de sus votos.
Parían a sus hijos al otro lado del cementerio de bicicletas,
allí enterraban a los muertos de noche
en grescas afiladas con puñal y espada;
allí enterraban a los hijos de los muertos,
que tenían los mismos nombres que sus hijos vueltos,
allí los enterraban, en un cuadrilátero de ceniza,
a espaldas del mundo, entre ladridos y sueños
de perro.
Nosotros los temíamos.
Robaban nuestras bicicletas
y las pintaban de un negro caníbal,
para que ya nunca más pudiésemos volver
a reconocerlas.
Eran Los Gitanos.
Había uno llamado Federico García,
al que sin embargo todos llamaban Agoacao,
y quería ser bailarín de claqué.
Había otro de carrillos rojizos, conocido
como Tonetti,
y también otro, de mirada esquiva, que se hacía llamar
El Malasnoticias,
porque esa era su forma de saludar:
—Amigos, traigo malas noticias—,
bien para añadir a renglón seguido entre sollozos:
—Pronto la va a diñar el hermano Pepe—,
o bien para decir preso de enajenada alegría:
—Se va a casar la Carmencita, vayámonos de romería.
Empecé a quererlos
(demasiado tarde, lo reconozco)
cuando El Malasnoticias, calado hasta los huesos,
se acercó despacio hasta mí
y preguntó, tras aquel traigo malas noticias de rigor,
si era yo de verdad el payito de la zapatería.
Así le habían dicho, así había oído.
Era un día lluvioso
y El Malasnoticias quería un par de zapatos
para enterrar al Agoacao.
—Para que los perros no le muerdan los sueños, payito.
Para que los perros no le muerdan los sueños.
CONEY ISLAND NIGHTMARE
Algo te echaron al vino mientras mirabas sus ojos.
Una casa enorme y blanca.
Un cuarto de baño claustrofóbico en el que te encerraste,
escurriendo una y otra vez tu camisa empapada de sangre.
Buscabas con los dedos la herida, pero nada te dolía.
Palpabas en vano tus costillas, con ansia.
No faltaba ninguna.
La camisa, empapada de sangre,
por mucho que la escurrieses,
no parecía posible limpiarla.
Amaneciste tirado en el paseo de Coney Island.
Una galería de lisiados giraba
alrededor de la noria de freaks de la playa.
La euforia te invadió por estar vivo.
Por no haberte despertado
sumergido en una bañera entre cubitos de hielo,
acaso en un hotel suburbial,
con una despedida de carmín en el espejo y una cicatriz en la ingle.
No era tu sangre ni la de otro:
simplemente, vestías una camisa roja.
Eso era todo.
Era incomprensible, pero habías pasado por alto aquel detalle.
Algo te echaron al vino mientras mirabas sus ojos.
TELEFONOZ DEITZEN DIODAN JENDEA
Badago garai batean asko maitatu eta orain
urtebetetze egunean soilik deitzen diozun jendea.
Lan kontuak haizatu eta mesede eske deitzen diozuna.
Fakultateko inozoren bat, zure frakasoaren tenperatura berritzeko
hots egiten dizuna: “ni ez, baina bera… inoiz ez”.
Badago emazteak utzi zaituenean soilik deitzen diozun jendea
(senarrak utzi duenean soilik deitzen dizuna, bestalde).
Badago gertuago balego hainbeste deituko ez zeniokeenik.
Badago kontu hartzeko deitzen diozun jendea,
kargu hartzeko hots egiten dizuna.
Badago lau urtean behin deitu arren, masailez masail
eta arimaz arima izpiritua epeldu eta zurekin dagoela
sentiarazten dizun jendea.
Badaude basamortuko ispilukeria diren deiak,
komertzial zapuztuak; le interesaría si, le ha tocado un.
Badago jendea, “deituko diat nik berehala”.
beti norbait garrantzitsuagoa duena beste adarrean,
—eta gero ez du deitzen—.
Badago jendea, hari whisky bat ez ordaintzeagatik deitu
eta azkenean deia tragoa bera baino garestiago ordainarazten dizuna.
Badago deitu ezin diozun jendea, haserre dagoelako zurekin,
edo kartzelan, edo zutaz ahaztuta, edo hilik; faena bat.
Badago zurekin hitz egiten duen bitartean
sudurzuloa haztatzen duela gehiegi nabaritzen zaionik.
Badago jendea sekula telefonorik hartu ez
baina beti hor dagoena txirrin-hotsak zenbatzen gela ilunean,
—edo, xanpaina kopa eskuan,
mahats ale bana irensten txirrin-hots bakoitzeko—.
Badago jendea ez dizuna deitzen,
badakielako beste norbaitek hartuko duela agian;
badago jendea geratzeko deitzen dizuna
eta badago bere geratzeko modua
telefonoz mintzatzea bera dena.
Badago hilaren hamahiruan deitzen dizuna beti,
malenkonia esoteriko apur batez, beharbada.
Dakizuna berresteko deitzen diozuna.
Kontra egin diezazun deitzen diozuna.
Edo markatzen hasi eta bere telefonoaren azken zenbakia
jada inoiz gogoan ez duzuna.
Eta gero dago, zu bezala,
oso bakanetan deitzen diodan jendea:
adibidez su-eten bat eman, edo apurtu,
edota elurra ari duenean kanpoan,
esateko: “eta orain zer?”,
edo, “elurra ari din hor ere?”,
eta zuk: “bai, ari dik”.
*
GENTE A QUIEN LLAMO POR TELÉFONO
Hay gente con quien tanto quisiste y a la que ahora
apenas llamas el día de su cumpleaños.
Gente a la que llamas para ventilar cuestiones de trabajo
o para pedirle un favor.
Algún inútil de la facultad,
a quien telefoneas para renovar la temperatura de tu fracaso:
“Yo no, pero él… él nunca”.
Hay gente a quien llamas sólo cuando te ha dejado tu mujer
(gente que sólo te llama cuando ha dejado a su marido, por otra parte).
Hay gente a quien no osarías telefonear tan a menudo
si estuviese más cerca.
Hay gente a la que llamas sólo para reprocharle algo,
gente que te llama para leerte la cartilla.
Hay a quien llamas cada cuatro años y te hace sentir la añoranza
de sus mejillas en las tuyas,
gente que te renueva el espíritu y cuyo pálpito sientes cerca.
Hay llamadas que son espejismos en medio del desierto,
enojosos llamados comerciales: le interesaría si, le ha tocado un.
Hay gente “te llamo en un minuto”,
que siempre tiene a alguien más importante en espera,
y luego se le olvida llamar; gente a la que telefoneas
por no pagarle un whisky,
y al final la llamada acaba costándote más que ir de copas.
Hay gente a quien no puedes llamar, porque está enfadada contigo,
o en la cárcel, o no te recuerda, o está muerta —una faena—.
Hay a quien se le nota demasiado
cómo se hurga la nariz mientras charla contigo.
Gente que jamás descuelga el teléfono,
pero permanece ahí acurrucada en la estancia oscura,
contando uno por uno los timbrazos;
incluso hay quien, copa de champán en mano,
se introduce en la boca una uva con cada tono.
Por no hablar de la gente que no te llama jamás,
porque sabe que quizá no seas tú quien coja el teléfono;
gente que te llama para quedar
y gente cuya manera de quedar es ponerse al aparato.
Está el que, no sin cierta melancolía esotérica, telefonea puntualmente
el día trece de cada mes;
gente que te llama para confirmarte lo que ya sabes,
amigos a quienes recurres para que te lleven la contraria,
o a los que no acabas de llamar porque nunca recuerdas
el último dígito al marcar.
Y luego está la gente a quien, como a ti,
llamo de ciento en viento,
cuando una tregua se declara o se rompe, o nieva ahí fuera,
sólo para preguntarte: “¿y ahora, qué?”
o quizá: “¿nieva también ahí?”
sólo por oírte decir:
“Sí, nieva”.
SEPARACIÓN
Comenzó, quizá, el mismo día en que nos conocimos,
o con la cuidadosa elección del estampado de flores,
o el color liso para las paredes;
acordamos, finalmente, la cocina de tonos planos, apagados,
concediéndote yo un horrible perchero japonés
en el que colgarías un sombrero regalo de tu tía.
La sala de estar, estampada de lis,
apuntada en tu lista de debe y haber.
Separamos en dos desde el principio
los metros sutiles del apartamento.
Últimamente, también el sueño iba disociado,
dormíamos por turnos, cual centinela en un castillo.
Armarios, cajones, estantes, baldosas,
gélida isósceles geométrica, compases desacompasados,
cada cual sus territorios, cada cual sus cojines,
cada cual sus decímetros cúbicos de oxígeno en el sofá,
cada cual su respectiva proporción para infligir celos,
cada cual sus amantes, cada cual sus horas sin hijos,
cada cual sus días para atender a sus vínculos de sangre,
cada cual sus viejos colegas, sus ridículas discusiones bizantinas,
cada cual sus límites a la hora de aplaudir
las inocuas bromas de los amigos del cónyuge,
cada cual su oportunidad ocasional de humillar al otro
flirteando con sus más íntimo amigo.
Pero luego quedan los discos, los libros, luego quedan las cartas,
un derecho a veto implícito a merodear ciertos barrios,
la obligación de repartirse la agenda de direcciones como hacíamos
con el periódico los fines de semana:
"Babelia, El Viajero, Motor, cuál quieres tú?"
Los amigos, ni para ti ni para mí, sorteados a cara o cruz;
titánica labor, tratar de partir en dos las Páginas Amarillas:
imposible misión, despídete de tus uñas.
La división es siempre asimétrica e irregular,
los enseres van desparejados y son impares:
"Si eliges a Edurne,
ve olvidándote de la colección de vinilos de los 70, ¿está claro?".
Está claro. No es fácil separarse.
Por no hablar de todas esas cosas
que nadie desea ya en su nueva casa,
y que si tuviésemos una chimenea serían pasto de las llamas:
mi correspondencia, tus cartas,
las fotos de nuestra hija (llovía),
las fotos de nuestra hija contigo (tú no sabes que las tengo),
las fotos de nuestro hijo conmigo (yo no sé que las tienes),
tus regalos a nuestro hijo,
mis regalos a nuestra hija,
lo que yo te regalé,
lo que tú me regalaste;
obsequios que no está claro
quién regaló a quién
-en caso de duda quemarlo todo:
siempre puede quedar algún bacilo de Koch
en las prendas del tuberculoso-;
aún después de curado, se sigue con la quimio otras tres semanas,
si el paciente es lo suficientemente joven lo aguantará,
saldrá adelante; por si acaso, por si las moscas.
Acaso, las moscas. Repártelas también.
El televisor, el frigorífico, las sillas de tijera (tres),
dividir y separa también nuestros horarios.
"¡Viva Churchill! ¡Ni siquiera en el reparto final
de la Segunda Guerra Mundial desempeñaron tan ardua tarea!".
Y aún no hemos hecho sino comenzar, esto parece no acabar nunca:
cortar, separarse, atajar y finiquitar, repartirse
las estaciones de metro
en las que nos evitaremos a partir de mañana;
nuestros restaurantes favoritos, el teléfono del dermatólogo,
el perro pequinés,
los peces dorados Tom y Jerry,
la edición crítica de Jean Vigo,
los gemelos,
las paradas de taxi,
las tres playas de la ciudad,
el recetario de postre banana Split;
los arcanos del Tarot: el sol y la cárcel,
la perentoria necesidad, al fin, de repartirse las calles
y los bares que frecuentaremos
durante los próximos treinta años.
Resultaría mucho más sencillo partirse en dos,
tornarse vizconde demediado,
ya fuese mediante psicofármacos o con un sable toledano,
triangularmente partirse
con la fría geometría del hielo.
VERDAD QUE FLUYE
No la defiendas tan enardecidamente.
No la pongas en un altar.
No adornes tanto la cosa y confiesa la verdad:
esa gran verdad tuya, esa certidumbre que predicas,
no es sino una pequeña evidencia que has elegido
entre el manojo de todas las demás verdades que barajas.
Una verdad que huye.
Una verdad corriente, como todas las demás,
tiene bien a la vista su fecha de caducidad.
Las verdades, siempre diferentes, fluyen.
No puedes, ya lo dijo Heráclito, mojarte dos veces
en la misma.
HARKAITZ CANO, Gente que trabaja en los tejados. Antología, traducción del autor, Fundación Ortega Muñoz, 2019.
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