II
Era el tiempo de la Pascua Florida, y a los días de ayuno sucedieron los días de
regocijo. Se había terminado el nuevo templo, que se alzaba sobre las casas de
Besharrí, como el palacio de un príncipe en medio de las humildes moradas de sus
súbditos. La gente estaba reunida y esperaba la llegada del obispo, que iría a consagrar
el santuario y los altares. Y cuando ya se acercaba la hora de la llegada del prelado, la
gente salió de la aldea en procesión, y el dignatario entró con ellos en la aldea en
medio de cantos de -alabanza de los campesinos y de cánticos solemnes de los
sacerdotes, entre música de címbalos y tañer de campanas. Al apearse el obispo de su
caballo que llevaba una hermosa silla y brida de plata; salieron a recibirlo los religiosos
y los notables de la aldea, que le dieron la bienvenida con solemnes palabras y cantos
litúrgicos. Al llegar el obispo a la nueva iglesia lo revistieron con ropas talares bordadas
de oro, y le pusieron una corona incrustada de piedras preciosas. Luego le dieron el
báculo finamente tallado y lleno de gemas. Recorrió toda la iglesia, cantando en
compañía de los demás sacerdotes, mientras en el aire ascendían volutas de rico
incienso perfumado, y ardían muchas velas encendidas.
En aquella hora, Yuhanna estaba entre los pastores y campesinos, en un estrado
observando el espectáculo con mirada triste. Suspiraba amargamente al ver, por un
lado, ropas de seda y vasos de oro, incensarios y costosas lámparas de plata, y por
otro lado veía a los campesinos vestidos pobremente, que habían acudido de sus
pequeñas aldeas a regocijarse con el festival y con la ceremonia de la consagración. Por
un lado, veía a los poderosos vestidos de terciopelo y raso; por el otro, los miserables
iban cubiertos de lastimosos harapos. La riqueza y el poder daban lustre a la religión
con los cantos litúrgicos; y los pobres, humildes y debilitados, se regocijaban con los
misterios de la Resurrección. Las plegarias y los susurros que surgían de los corazones
rotos flotaban en el éter. Por un lado, los líderes y los notables estaban llenos de vida
como los cipreses lozanos. Por otro lado, allí estaban los campesinos, los que se
someten, cuya existencia es un barco capitaneado por la Muerte; aquellos cuyo timón
está roto por las olas y cuyas velas desgarra el viento; la gente pobre, que se debate
entre la angustia del abismo y el terror de la tormenta. Por un lado, la tiranía opresora;,
por otro, la ciega obediencia. ¿Acaso son parientes una y otra? ¿Acaso es la tiranía un
árbol fuerte que sólo crece en tierras bajjas? ¿No es acaso la sumisión un campo
abandonado en el que sólo crecen espinas?
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