Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua 23.10.24 8:31

    ***
    Aquella excursión por la hullera duró hasta el atardecer. Mi tío apenas
    podía contener la impaciencia que le causaba la horizontalidad de la ruta.
    Las tinieblas, que seguían siendo impenetrables a veinte pasos, impedían
    calcular la longitud de la galería, y yo comenzaba a creerla interminable
    cuando de repente, a las seis, un muro se presentó inopinadamente ante
    nosotros. A derecha, a izquierda, por arriba, por abajo: no había ningún
    pasaje. Habíamos llegado al fondo de un callejón sin salida.
    —¡Tanto mejor! —exclamó mi tío—. Al menos sé a qué atenerme. No
    estamos en la ruta de Saknussemm, y sólo nos queda volver atrás.
    Tomemos una noche de descanso, y antes de tres días habremos llegado al
    punto en que se bifurcan las dos galerías.
    —Sí —dije yo—, si tenemos fuerzas.
    —¿Y por qué no?
    —Porque mañana nos quedaremos sin agua.
    —¿Y también te quedarás sin valor? —preguntó el profesor
    mirándome con severidad.
    No me atreví a responderle.




    21



    Al día siguiente partimos muy temprano. Había que darse prisa.
    Estábamos a cinco días de marcha de la encrucijada.
    No insistiré en las penalidades de nuestra vuelta. Mi tío las soportó con
    la cólera de un hombre que ya no se siente el más fuerte. Hans, con la
    resignación de su naturaleza pacífica; yo, lo confieso, quejándome y
    desesperándome: no podía tener ánimo ante aquella mala fortuna.
    Como había previsto, el agua se acabó al final del primer día de
    marcha. Nuestra provisión líquida se redujo entonces a la ginebra, pero ese
    licor infernal quemaba el gaznate, y yo no podía siquiera soportar su vista.
    La temperatura me parecía asfixiante. El cansancio me paralizaba. Más de
    una vez estuve a punto de caer falto de movimiento; entonces se hacía un
    alto y mi tío y el islandés me reconfortaban lo mejor que podían. Pero yo
    veía ya que el primero reaccionaba penosamente a la extremada fatiga y
    las torturas motivadas por la falta de agua.
    Finalmente, el martes 7 de julio, arrastrándonos sobre nuestras rodillas
    y manos, llegamos medio muertos al punto de unión de las dos galerías.
    Allí permanecí como una masa inerte, tendido sobre el suelo de lava. Eran
    las dos de la mañana.
    Hans y mi tío, recostados en la pared, trataron de masticar algunos
    trozos de galleta. Largos gemidos se escapaban de mis labios tumefactos.
    Caí en un profundo sopor.
    Al cabo de cierto tiempo, mi tío se acercó a mí y me levantó entre sus
    brazos:
    —¡Pobre muchacho! —murmuró con verdadero acento de piedad.
    Me conmovieron estas palabras, por no estar habituado a las ternuras
    del huraño profesor. Cogí sus manos temblorosas entre las mías. Él se dejó
    hacer mirándome. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas.








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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 25 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 23.10.24 8:32

    ***
    Le vi entonces coger la cantimplora colgada a su lado. Con gran
    asombro por mi parte la acercó a mis labios.
    —¡Bebe! —dijo.
    ¿Había oído bien? ¿Estaba loco mi tío? Le miraba con aire alelado. No
    quería comprenderlo.
    —Bebe —repitió.
    Y alzando su cantimplora la vació completamente entre mis labios.
    Y alzando su cantimplora la vació completamente entre mis labios.
    ¡Oh, goce infinito! Un trago de agua vino a humedecer mi boca
    abrasada, uno solo, pero bastó para devolverme la vida que ya escapaba.
    Di las gracias a mi tío juntando mis manos.
    —¡Sí —dijo—, un trago de agua! ¡El último! ¿Oyes bien? ¡El último!
    Lo había guardado como un tesoro precioso en el fondo de mi cantimplora.
    Veinte veces, cien veces he tenido que resistir mi horrible deseo de
    beberla. Pero no, Axel, la reservaba para ti.
    —¡Tío! —murmuré, mientras dos gruesas lágrimas mojaban mis ojos.
    —Sí, pobre niño, sabía que al llegar a la encrucijada caerías medio
    muerto, y he guardado mis últimas gotas para reanimarte.
    —Gracias, gracias —exclamé.
    Aunque mi sed se hubiera aplacado muy poco, había recuperado sin
    embargo algunas fuerzas, y la inflamación de mis labios se había
    suavizado. Podía hablar.
    —Veamos —dije—, ahora sólo nos queda un partido que tomar;
    carecemos de agua, hemos de retroceder.
    Mientras yo hablaba así, mi tío evitaba mirarme; bajaba la cabeza, sus
    ojos rehuían los míos.
    —Hay que retroceder —exclamé—, y tomar de nuevo el camino del
    Sneffels. ¡Que Dios nos dé fuerzas para subir hasta la cima del cráter!
    —¡Volver! —dijo mi tío, como si se respondiera a sí mismo más que a
    mí.
    —Sí, volver, y sin perder un instante.
    Se produjo un silencio bastante largo.
    —Entonces, Axel —continuó el profesor en tono extraño—, ¿esas
    pocas gotas de agua no te han devuelto el valor y la energía?
    —¡El valor!
    —Te veo tan abatido como antes, y diciendo todavía palabras de
    desesperación.
    ¿Con qué hombre tenía que vérmelas y qué proyectos formaba todavía
    su audaz espíritu?
    —¡Cómo! ¿No quiere…?
    —¿Renunciar a esta expedición en el momento en que todo anuncia
    que puede triunfar? ¡Jamás!






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    Mensaje por Maria Lua 23.10.24 8:33

    ***

    —Entonces, ¿hemos de resignarnos a perecer?
    —No, Axel, no. Vete. No quiero tu muerte. Que Hans te acompañe.
    Déjame solo.
    —¿Abandonarle?
    —Déjame, te digo. Yo he comenzado este viaje y lo llevaré hasta el
    final o no volveré. Vete, Axel, vete.
    Mi tío hablaba con una sobreexcitación extrema. Su voz, hacía un
    instante tierna, se volvía dura, amenazadora. Luchaba con una sombría
    energía contra lo imposible. Yo no quería abandonarle en el fondo de aquel
    abismo, y, por otro lado, el instinto de conservación me impulsaba a huir
    de él.
    El guía seguía esta escena con su acostumbrada indiferencia. Sin
    embargo, comprendía lo que pasaba entre sus dos compañeros. Nuestros
    gestos indicaban suficientemente la vía diferente por la que cada uno de
    nosotros quería arrastrar al otro; pero Hans parecía interesarse poco por
    aquella cuestión en la que su existencia se hallaba en juego, dispuesto a
    partir si se daba la señal de partir, resuelto a quedarse a la menor voluntad
    de su amo.
    ¡Y que en aquel instante no pudiera yo hacerme entender por él! Mis
    palabras, mis lamentos, mi acento habrían dominado aquella fría
    naturaleza. Yo le habría hecho comprender y tocar con las manos aquellos
    peligros que él no parecía sospechar. Y quizá los dos juntos habríamos
    convencido al obstinado profesor. Llegado el caso, le habríamos obligado a
    dirigirse hacia las alturas del Sneffels.
    Me acerqué a Hans. Puse mi mano en la suya. Él no se movió. Le
    mostré el camino del cráter. Permaneció inmóvil. Mi cara jadeante hablaba
    de todos mis sufrimientos. El islandés movió suavemente la cabeza y,
    señalando tranquilamente a mi tío, dijo:
    —Master.
    —¡El amo! —exclamé yo—. ¡Insensato, no, él no es el amo de tu vida!
    ¡Hay que huir! ¡Tenemos que llevárnoslo de aquí! ¿Me oyes? ¿Me
    comprendes?
    Yo había cogido a Hans del brazo. Quería obligarlo a levantarse.
    Luchaba con él. Mi tío intervino.

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    Mensaje por Maria Lua 23.10.24 8:34

    ***

    —Calma, Axel —dijo—. No conseguirás nada de este servidor
    impasible. Por tanto, escucha lo que voy a proponerte.
    Me crucé de brazos, mirando a mi tío directamente a la cara.
    —La falta de agua es el único obstáculo para el cumplimiento de mis
    proyectos —dijo—. En esa galería del este hecha de lava, de esquistos, de
    hullas, no hemos encontrado una sola molécula líquida. Es posible que
    seamos más afortunados siguiendo el túnel del oeste.
    Moví la cabeza con profunda incredulidad.
    —Escúchame hasta el final —continuó el profesor forzando la voz—.
    Mientras tú yacías ahí sin movimiento, he ido a reconocer la conformación
    de esta galería. Se hunde directamente en las entrañas del globo, y dentro
    de pocas horas nos conducirá al macizo granítico. En ella debemos
    encontrar manantiales abundantes. Así lo quiere la naturaleza de la roca, y
    el instinto está de acuerdo con la lógica en apoyo de mi convicción. Ahora
    bien, lo que tengo que proponerte es esto: cuando Colón pidió tres días a
    sus marineros para dar con las nuevas tierras, su tripulación, enferma y
    espantada, accedió a su demanda, y él descubrió el Nuevo Mundo. Yo, el
    Colón de estas regiones subterráneas, sólo te pido un día. Si transcurrido
    ese tiempo no he encontrado el agua que nos hace falta, te juro que
    volveremos a la superficie de la Tierra.
    A pesar de mi irritación, quedé conmovido por aquellas palabras y por
    la contención que mi tío empleaba para hablar con semejante lenguaje.
    —¡Bien —exclamé—, que sea lo que usted desea, y que Dios
    recompense su energía sobrehumana! Sólo tiene usted unas pocas horas
    para tentar al destino. ¡En marcha!





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    Mensaje por Maria Lua 23.10.24 8:35

    ***

    22
    Reemprendimos el descenso, esta vez por la nueva galería. Hans
    marchaba delante, según su costumbre. No habíamos dado cien pasos
    cuando el profesor, paseando su lámpara a lo largo de las paredes,
    exclamó:
    —¡Son terrenos primitivos! ¡Estamos en el buen camino! ¡Adelante,
    adelante!
    Cuando la Tierra se fue enfriando poco a poco en los primeros días del
    mundo, la disminución de su volumen produjo en la corteza dislocaciones,
    rupturas, contracciones. Aquel pasadizo era una fisura de este tipo, por la
    que en otro tiempo se derramaba el granito eruptivo. Sus mil recovecos
    formaban un inextricable laberinto a través del suelo primordial.
    A medida que descendíamos, la sucesión de capas que componían el
    terreno aparecía con mayor nitidez. La ciencia geológica considera este
    terreno primigenio la base de la corteza mineral, y ha reconocido que se
    compone de tres capas diferentes, los esquistos, los gneis, los
    micaesquistos, sustentados en esa roca inquebrantable que se llama
    granito.
    Pero jamás mineralogista alguno se había encontrado en circunstancias
    tan maravillosas para estudiar la naturaleza en directo. Lo que la sonda,
    máquina inteligente y brutal, no podía sacar a la superficie del globo de su
    textura interna, íbamos a estudiarlo nosotros con nuestros ojos y a tocarlo
    con nuestras manos.
    A través del suelo de esquistos coloreados por bellas irisaciones
    verdes, serpenteaban filones metálicos de cobre y de manganeso con
    algunos rasgos de platino y de oro. Pensaba yo en aquellas riquezas
    hundidas en las entrañas de la Tierra, de las que la avidez humana nunca
    podrá gozar. Estos tesoros los enterraron las perturbaciones de los
    primeros días a tales profundidades que ni la piqueta ni el pico podrían
    arrancarlas de su tumba.
    A los esquistos sucedieron los gneis, de estructura estratiforme,
    notables por la regularidad y el paralelismo de sus hojas, luego los
    micaesquistos dispuestos en grandes láminas realzadas a la vista por los
    centelleos de la mica blanca.
    La luz de los aparatos, reflejada por las pequeñas facetas de la masa
    rocosa, entrecruzaba sus chorros de fuego desde todos los ángulos, y yo
    me imaginaba viajando a través de un diamante hueco, en el que los rayos
    se quebraban en mil destellos.











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    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:33

    ***
    Hacia las seis, aquella fiesta de luz comenzó a disminuir
    sensiblemente, casi a cesar; las paredes adoptaron un tinte cristalizado,
    pero sombrío; la mica se mezcló con mayor intensidad al feldespato y al
    cuarzo, para formar la roca por excelencia, la piedra más dura de todas, la
    que soporta, sin ser aplastada, los cuatro pisos de terrenos del planeta.
    Estábamos encerrados en la inmensa prisión de granito.
    Eran las ocho de la tarde. El agua no aparecía. Yo sufría de modo
    horrible. Mi tío marchaba en cabeza. No quería detenerse. Prestaba oído
    para sorprender los murmullos de algún manantial. Pero ¡nada!
    Mis piernas se negaban ya a sostenerme. Resistía la tortura para no
    obligar a mi tío a detenerse. Para él habría sido el golpe de gracia, porque
    acababa el día, el último que le correspondía.
    Finalmente me abandonaron las fuerzas. Lancé un grito y caí:
    —¡Ayuda! ¡Me muero!
    Mi tío volvió sobre sus pasos. Me miró cruzándose de brazos; luego
    salieron de sus labios estas palabras sordas:
    —¡Todo ha terminado!
    Un espantoso gesto de cólera sacudió mi mirada por última vez, y
    cerré los ojos.
    Cuando los abrí de nuevo vi a mis dos compañeros inmóviles y
    envueltos en sus mantas. ¿Dormían? Por lo que a mí respecta, yo no podía
    encontrar un instante de sueño. Sufría demasiado, sobre todo ante la idea
    de que mi mal no tendría remedio. Las últimas palabras de mi tío
    resonaban en mis oídos: «¡Todo ha terminado!», porque en semejante
    estado de debilidad no podía pensarse siquiera en volver a la superficie del
    globo.
    ¡Había legua y media de corteza terrestre! Me parecía que aquella
    masa reposaba con todo su peso sobre mis hombros. Me sentía aplastado,
    y me agotaba en violentos esfuerzos para darme la vuelta sobre mi cama
    de granito.
    Pasaron algunas horas. Un silencio profundo reinaba a nuestro
    alrededor, un silencio de tumba. Nada llegaba a través de aquellas
    murallas, la más delgada de las cuales medía cinco millas de espesor.
    Sin embargo, en medio de mi sopor, creí oír un ruido. La oscuridad
    reinaba en el túnel. Miré más atentamente, y me pareció ver al islandés
    que desaparecía con la lámpara en la mano.
    «¿Por qué aquella partida? ¿Nos abandonaba Hans?». Mi tío dormía.
    Quise gritar. Mi voz no pudo hallar paso entre mis labios resecos. La
    oscuridad se hacía más profunda, y los últimos ruidos acababan de
    apagarse.
    «¡Hans nos abandona! —pensé—. ¡Hans, Hans!».




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    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:35

    ***

    Gritaba estas palabras dentro de mí. No iban más lejos. Sin embargo,
    tras el primer instante de terror, sentí vergüenza de mi suspicacia contra
    un hombre cuya conducta hasta entonces nada tenía de sospechosa. Su
    marcha no podía ser una fuga. En lugar de remontar la galería, la bajaba.
    Un propósito falaz le hubiera arrastrado hacia arriba, no hacia abajo. Este
    razonamiento me calmó un poco, y volví a otro orden de ideas. Sólo un
    motivo grave había podido sacar a Hans, aquel hombre pacífico, de su
    reposo. ¿Iba a la aventura? ¿Había oído durante la silenciosa noche algún
    murmullo cuya percepción no había llegado hasta mí?



    23



    Durante una hora, imaginé en mi cerebro delirante todas las razones
    que habían podido mover al tranquilo cazador. Por mi cabeza pasaron las
    ideas más absurdas. ¡Creí que iba a volverme loco!
    Pero, por fin, se produjo un ruido en las profundidades del abismo.
    Hans regresaba. La luz incierta comenzaba a deslizarse sobre las paredes,
    luego desembocó por el orificio del corredor. Apareció Hans.
    Se acercó a mi tío, le puso la mano en el hombro y le despertó
    suavemente. Mi tío se levantó.
    —¿Qué pasa? —dijo.
    —Vatten —respondió el cazador.
    Debo creer que bajo la inspiración de violentos dolores todo el mundo
    se convierte en políglota. Yo no sabía ni una palabra de danés, y sin
    embargo comprendí por instinto la palabra de nuestro guía.
    —¡Agua! ¡Agua! —exclamé yo, batiendo las manos, gesticulando
    como un insensato.
    —¡Agua! —repetía mi tío—. Hvar? —le preguntó al islandés.
    —Nedat —respondió Hans.
    ¿Dónde? ¡Abajo! Lo comprendí todo. Yo había cogido las manos del
    cazador y las estrechaba con fuerza mientras él me miraba con calma.
    Los preparativos de marcha no fueron largos, y pronto caminábamos
    por el pasadizo cuya pendiente alcanzaba los dos pies por toesa.
    Una hora más tarde habíamos caminado unas mil toesas y descendido
    dos mil pies.
    En aquel momento oí nítidamente un sonido inusual correr por los
    flancos de la muralla granítica, una especie de mugido sordo, como un
    trueno lejano. Durante la primera media hora de marcha, al no encontrar el
    manantial anunciado, sentía que la angustia se apoderaba de nuevo de mí;
    pero entonces mi tío me informó sobre el origen de los ruidos que se
    producían.
    —Hans no se ha equivocado —dijo—, lo que oyes es el mugido de un
    torrente.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 25 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:35

    ***

    —¿Un torrente? —pregunté.
    —Es indudable. Un río subterráneo circula a nuestro alrededor.
    Apresuramos el paso, sobreexcitados por la esperanza. Ya no sentía
    fatiga. Me refrescaba aquel ruido de agua murmurante. Aumentaba de
    modo sensible. El torrente, tras haberse mantenido por encima de nuestras
    cabezas durante mucho tiempo, corría ahora por la pared de la izquierda,
    mugiendo y saltando. Yo pasaba a menudo mi mano sobre la roca,
    esperando encontrar en ella huellas de humedad. Pero fue en vano.
    Todavía pasó media hora y recorrimos media legua más.
    Entonces resultó evidente que durante su ausencia el cazador no había
    podido continuar su búsqueda más allá. Guiado por un instinto particular
    de los montañeses y los zahoríes, «sintió» aquel torrente a través de la
    roca, pero, desde luego no había visto el precioso líquido; no había
    apagado su sed en él.
    Pronto quedó claro que si continuábamos caminando, nos alejaríamos
    de la corriente, cuyo murmullo tendía a disminuir.
    Desanduvimos el camino. Hans se detuvo en el lugar preciso en que el
    torrente parecía estar más cercano.
    Me senté junto al muro, mientras las aguas corrían a dos pies de mí
    con extrema violencia. Pero todavía nos separaba de ella un muro de
    granito.
    Sin reflexionar, sin preguntarme si había algún medio para conseguir
    aquella agua, en un primer momento me dejé llevar por la desesperación.
    Hans me miró y creí ver aparecer sobre sus labios una sonrisa.
    Se levantó y cogió la lámpara. Yo le seguí. Se dirigió hacia la pared.
    Yo le miraba hacer. Pegó su oído a la piedra seca y lo paseó lentamente,
    escuchando con gran atención. Comprendí que buscaba el punto preciso en
    que el torrente se dejaba oír con mayor claridad. Encontró aquel punto en
    el muro lateral de la izquierda, a tres pies por encima del suelo.
    ¡Qué emoción sentía! ¡No me atrevía a adivinar lo que el cazador
    pretendía hacer! Pero tuve que comprenderlo y aplaudirle, y abrumarle con
    mis caricias, al verle coger su pico para atacar a la roca misma.
    —¡Salvados! —exclamé.
    —Sí —repetía mi tío frenético—. Hans tiene razón. ¡Ah, el valiente
    cazador! Nosotros no habríamos encontrado esto.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 25 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:36

    ***

    ¡Estoy seguro! Un medio semejante, por simple que fuese, no se nos
    habría ocurrido. Nada más peligroso que dar un golpe de pico en aquella
    armazón del globo. ¿Y si se produjera algún desprendimiento que pudiera
    aplastarnos…? ¿Y si el torrente, al salir a través de la roca, nos
    invadiera…? Estos peligros no tenían nada de quiméricos; pero en ese
    momento los temores de desprendimiento o inundación no podían
    detenernos: nuestra sed era tan intensa que por aplacarla hubiéramos
    cavado en el lecho mismo del océano.
    Hans se puso a la tarea que ni mi tío ni yo hubiéramos hecho.
    Si la impaciencia hubiera guiado nuestra mano, la roca habría volado
    en mil pedazos bajo sus golpes precipitados. El guía, por el contrario,
    tranquilo y ponderado, desgastó poco a poco la roca con una serie de
    pequeños golpes repetidos, cavando una abertura de seis pulgadas de
    ancho. Yo oía crecer el ruido del torrente, y ya creía sentir el agua
    bienhechora refrescando mis labios.
    Pronto el pico se hundió dos pies en la muralla de granito. El trabajo se
    prolongaba desde hacía más de una hora. Yo me retorcía de impaciencia.
    Mi tío quería echar mano de los grandes remedios. A duras penas hubiera
    podido detenerle, y ya cogía su pico cuando de repente se dejó oír un
    silbido. Un chorro de agua se disparó de la muralla y fue a estrellarse en la
    pared opuesta.

    Hans, medio derribado por el choque, no pudo contener un grito de
    dolor. Lo comprendí cuando, hundiendo mis manos en el chorro líquido,
    lancé a mi vez una violenta exclamación. El manantial estaba hirviendo.
    —¡Agua a cien grados! —exclame.
    —Bueno, ya se enfriará —respondió mi tío.
    El corredor se llenaba de vapores mientras se formaba un riachuelo
    que iba a perderse en las sinuosidades subterráneas; pronto tomamos
    nuestro primer trago.
    ¡Qué placer! ¡Qué incomparable voluptuosidad! ¿Qué era aquel agua?
    ¿De dónde venía? Importaba poco. Era agua, y por caliente que estuviese,
    devolvía al corazón la vida a punto de escaparse. Yo la bebía sin parar, sin
    saborearla siquiera.
    Sólo tras un minuto de delectación exclamé:
    —Pero ¡si es agua ferruginosa!
    —Excelente para el estómago y de alta mineralización —replicó mi tío
    —. Este viaje vale tanto como ir a Spa o a Toeplitz.
    —¡Ah, qué buena!
    —Buenísima, agua sacada a dos leguas bajo tierra. Tiene un gusto a
    tinta que no resulta nada desagradable. ¡Buen manantial el que Hans nos
    ha procurado! Por eso propongo dar su nombre a este riachuelo salutífero.
    —De acuerdo —asentí













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    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:37

    ***

    Y pronto quedó adoptado el nombre de Hans-bach.
    Hans no se sintió más orgulloso por ello. Tras haberse refrescado con
    moderación, se recostó en un rincón con su calma acostumbrada.
    —Ahora —dije—, no deberíamos dejar que esta agua se perdiera.
    —¿Por qué? —respondió mi tío—; supongo que la fuente es
    inagotable.
    —¡Qué importa! Llenemos el odre y las cantimploras y tratemos luego
    de tapar el hueco.
    Se siguió mi consejo. Hans trató de taponar el corte hecho en la pared
    con pedazos de granito y de estopa. No fue fácil. Se quemaba las manos
    sin conseguirlo; la presión era demasiado considerable y nuestros
    esfuerzos resultaban infructuosos.
    —A juzgar por la fuerza del chorro, es evidente que las capas
    superiores de este curso de agua están situadas a gran altura —dije.
    —Sin duda —replicó mi tío—; si esta columna de agua tiene treinta y
    dos mil pies de altura, habrá ahí mil atmósferas de presión. Pero se me
    ocurre una idea.
    —¿Cuál?
    —¿Por qué obstinarnos en tapar esa abertura?
    —Pues porque…
    Me encontraba en apuros para hallar un motivo.
    —¿Estamos seguros de poder llenar nuestras cantimploras cuando
    estén vacías?
    —No, evidentemente.
    —Pues dejemos correr el agua. Bajará naturalmente y guiará a
    aquellos a los que refrescará en el camino.
    —Eso está bien pensado —exclamé—, y con ese riachuelo por
    compañero, no hay ninguna razón para no realizar nuestros proyectos.
    —Ah, muchacho, ya te convences —dijo el profesor riendo.
    —Hago algo más que convencerme, estoy seguro.
    —¡Un momento! Empecemos tomándonos unas horas de descanso.
    Me olvidaba realmente de que fuera de noche. El cronómetro se
    encargó de decírmelo. Pronto los tres, suficientemente reconfortados y
    refrescados, nos dormimos profundamente.












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    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:38

    ***

    24
    Al día siguiente ya habíamos olvidado nuestros pasados sufrimientos.
    Lo que más me asombró fue no tener sed ya, y me pregunté el motivo. El
    riachuelo que corría a mis pies murmurando se encargó de responderme.
    Desayunamos y bebimos aquella excelente agua ferruginosa. Me sentía
    completamente reanimado y decidido a ir lejos. ¿Por qué un hombre tan
    seguro como mi tío no había de tener éxito con un guía industrioso como
    Hans y un sobrino «decidido» como yo? ¡Ésas eran las hermosas ideas que
    se deslizaban por mi cerebro! Si me hubieran propuesto subir a la cima del
    Sneffels, me habría negado con indignación.
    Pero por suerte sólo se trataba de bajar.
    —Sigamos —exclamé, despertando con mis entusiastas acentos los
    viejos ecos del globo.
    Reanudamos la marcha el jueves a las ocho de la mañana. El corredor
    de granito, de sinuosos recovecos, presentaba recodos inesperados y
    parecía el imbroglio de un laberinto; pero, en resumidas cuentas, su
    dirección principal era siempre hacia el sureste. Mi tío no cesaba de
    consultar su brújula con la mayor atención, para saber el camino recorrido.
    La galería avanzaba casi sin inclinación, únicamente dos pulgadas por
    toesa como máximo. El riachuelo corría sin precipitación murmurando a
    nuestros pies. Yo lo comparaba a un genio familiar que nos guiaba a través
    de la Tierra, y con la mano acariciaba a la tibia náyade cuyos cantos
    acompañaban nuestros pasos. Mi buen humor adoptaba un giro mitológico.
    En cuanto a mi tío, echaba pestes contra la horizontalidad del camino;
    él, el «hombre de las verticales». Su recorrido se alargaba
    indefinidamente, y en lugar de deslizarse a lo largo del radio terrestre,
    utilizando su expresión, se iba por la hipotenusa. Pero no podíamos elegir,
    y mientras avanzásemos hacia el centro, por poco que fuese, no había que
    quejarse.
    Además, de vez en cuando las pendientes descendían; la náyade se
    ponía a rodar mugiendo, y nosotros descendíamos a mayor profundidad
    con ella.
    En suma, aquel día y el siguiente hicimos mucho camino horizontal y
    relativamente poco vertical.
    La noche del viernes 10 de julio, realizados nuestros cálculos,
    estimamos que debíamos estar a treinta leguas al sudeste de Reikiavik y a
    una profundidad de dos leguas y media.






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    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:39

    ***
    Bajo nuestros pies se abría entonces un pozo bastante espantoso. Mi tío
    no pudo contenerse al calcular lo agudo de sus pendientes, y empezó a
    batir palmas.
    —Éste sí que nos llevará lejos —exclamó—, y con facilidad, porque
    los salientes de la roca forman una auténtica escalera.
    Las cuerdas fueron dispuestas por Hans de tal manera que prevenían
    cualquier accidente. Comenzó el descenso. No me atrevo a calificarlo de
    peligroso, porque ya me había familiarizado con aquella clase de ejercicio.
    Aquel pozo era una grieta estrecha practicada en el macizo, del tipo de
    esas que se llaman «fallas». Evidentemente la contracción de la armazón
    terrestre se había producido en la época de su enfriamiento. Si en otro
    tiempo sirvió de paso a las materias eruptivas vomitadas por el Sneffels,
    no me explicaba yo cómo éstas no dejaron ninguna huella. Descendíamos
    por una especie de tornillo giratorio que parecía estar hecho por la mano
    del hombre.

    Cada cuarto de hora teníamos que detenernos para tomar el descanso
    necesario y devolver a los músculos su elasticidad. Nos sentábamos
    entonces sobre algún saliente, con las piernas colgando, y hablábamos
    mientras comíamos y calmábamos nuestra sed en el riachuelo.
    Lógicamente, en aquella falla el Hans-bach se convertía en cascada,
    con detrimento de su volumen; pero bastaba y sobraba para apagar nuestra
    sed; además, en los declives menos acusados volvía a recuperar su curso
    apacible. En aquel momento me recordaba a mi digno tío con sus
    impaciencias y rabietas, mientras que en las pendientes suaves parecía la
    calma del cazador islandés.
    El 11 y el 12 de julio seguimos las espirales de aquella grieta,
    penetrando aún dos leguas más en la corteza terrestre, lo que suponía unas
    cinco leguas por debajo del nivel del mar. Pero el 13, hacia mediodía, la
    hendidura giró en dirección sureste, con una inclinación mucho más suave,
    de unos cuarenta y cinco grados.
    El camino se volvió entonces fácil y de una monotonía total. Era difícil
    que fuera de otro modo. El viaje no podía ser variado por las incidencias
    del paisaje.
    Por último, el miércoles 15 ya estábamos a siete leguas bajo tierra y a
    unas cincuenta aproximadamente del Sneffels. Aunque estuviéramos algo
    fatigados, nuestra salud se mantenía en un estado tranquilizador, y el
    botiquín de viaje todavía se hallaba intacto.









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    Mensaje por Maria Lua 24.10.24 9:40

    ***
    Mi tío anotaba hora a hora los datos de la brújula, del cronómetro, del
    manómetro y del termómetro, los mismos que ha publicado en el relato
    científico de su viaje. Podía, pues, darse fácilmente cuenta de su situación.
    Cuando me informó que estábamos a una distancia horizontal de cincuenta
    leguas, no pude contener una exclamación.
    —¿Qué te pasa? —preguntó.
    —Nada, sólo que se me ocurre una idea.
    —¿Cuál, muchacho?
    —Si sus cálculos son exactos, ya no estamos en Islandia.
    —¿Eso crees?
    —Es muy fácil comprobarlo.
    Tomé mis medidas con el compás en el mapa.
    —No me engañaba —dije—. Hemos pasado el cabo Portland, y estas
    cincuenta leguas hacia el sureste nos adentran en pleno mar.
    —Bajo pleno mar —replicó mi tío frotándose las manos.
    —Eso es —asentí—. El océano se extiende por encima de nuestras
    cabezas.
    —¡Bah, Axel, nada más lógico! ¿No hay en Newcastle minas de carbón
    que se adentran bajo el mar?
    Al profesor podía parecerle esta situación muy simple, pero la idea de
    pasearme bajo la masa de las aguas no dejó de preocuparme. Y, sin
    embargo, que estuvieran suspendidas sobre nuestras cabezas las llanuras y
    las montañas de Islandia o las olas del Atlántico, en última instancia, la
    diferencia era mínima, desde el momento en que la armadura granítica era
    sólida. Por lo demás, me habitué rápidamente a esta idea, porque el
    corredor, tan pronto recto como sinuoso, tan caprichoso en sus pendientes
    como en sus recovecos, pero siempre en dirección sureste, y siempre
    hundiéndose cada vez más, nos llevó rápidamente a grandes
    profundidades.
    Cuatro días más tarde, la noche del sábado 18 de julio, llegamos a una
    especie de gruta bastante amplia; mi tío entregó a Hans sus tres rixdales
    semanales, y se decidió que el día siguiente sería de descanso.







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    Mensaje por Maria Lua 26.10.24 8:49

    ***


    25
    De manera que el domingo por la mañana me desperté sin la
    preocupación habitual de una partida inmediatamente. Y aunque fuera en
    el más profundo de los abismos, no dejaba de ser agradable. Además,
    estábamos hechos a aquella existencia de trogloditas. Apenas pensé en el
    sol, las estrellas, la luna, los árboles, las casas, las ciudades y todas esas
    bagatelas terrestres que el ser sublunar ha convertido en necesidad. En
    nuestra calidad de fósiles, hacíamos poco caso de esas inútiles maravillas.
    La gruta formaba una amplia sala. Sobre su suelo granítico corría
    suavemente el fiel riachuelo. A tanta distancia de su fuente, el agua sólo
    tenía la temperatura ambiente y se dejaba beber sin dificultad.
    Después del desayuno, el profesor quiso dedicar algunas horas a poner
    en orden sus notas cotidianas.
    —Ante todo —dijo—, voy a hacer unos cálculos para saber
    exactamente nuestra situación; al regreso quiero poder trazar un mapa de
    nuestro viaje, una especie de sección vertical del globo, que dará el perfil
    de la expedición.
    —Será muy curioso, tío; pero ¿tendrán las observaciones un grado
    suficiente de precisión?
    —Sí. He anotado cuidadosamente los ángulos y las pendientes. Estoy
    seguro de no equivocarme. Veamos primero dónde estamos. Coge la
    brújula y observa la dirección que indica.
    Miré el instrumento, y tras un examen atento respondí:
    —Este-cuarto-sur-este.
    —¡Bien! —dijo el profesor anotando la observación y realizando
    algunos cálculos rápidos—. De lo que deduzco que hemos hecho ochenta y
    cinco millas desde nuestro punto de partida.
    —¿O sea que viajamos bajo el Atlántico?
    —Exacto.
    —¿Y en este momento quizá está desencadenándose una tempestad en
    él, y hay navíos sacudidos sobre nuestras cabezas por las olas y el
    huracán?
    —Puede ser.
    —¿Y las ballenas van a golpear con su cola los muros de nuestra
    prisión?
    —Tranquilízate, Axel, no conseguirán romperlos. Pero volvamos a
    nuestros cálculos. Estamos en el sureste, a ochenta y cinco leguas de la
    base del Sneffels, y, según mis notas anteriores, estimo en dieciséis leguas
    la profundidad alcanzada.
    —¡Dieciséis leguas! —exclamé.
    —Claro.
    —Pero ése es el límite máximo asignado por la ciencia al espesor de la
    corteza terrestre.
    —No digo que no.




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    Mensaje por Maria Lua 26.10.24 9:12

    ***


    —Y aquí, según la ley del aumento de la temperatura, debería existir
    un calor de mil quinientos grados.
    —«Debería», muchacho.
    —Y todo este granito no podría mantenerse en estado sólido y se
    hallaría en plena fusión.
    —Ya ves que no ocurre nada de eso y que los hechos, siguiendo su
    costumbre, vienen a desmentir a las teorías.
    —Me veo obligado a admitirlo, pero me asombra.
    —¿Qué indica el termómetro?
    —Veintisiete grados y seis décimas.
    —Faltan, por tanto, mil cuatrocientos setenta grados y cuatro décimas
    para que los sabios tengan razón. De manera que el incremento
    proporcional de la temperatura es un error. Humphry Davy no se
    equivocaba. Está claro que no hice mal escuchándole. ¿Qué tienes que
    responder?
    —Nada.
    En verdad, habría tenido muchas cosas que decir. Yo no admitía en
    modo alguno la teoría de Davy, seguía sosteniendo la del calor central,
    aunque no sintiera sus efectos. Realmente, prefería admitir que aquella
    chimenea de un volcán apagado, recubierta por las lavas con un barniz
    refractario, no permitía que la temperatura se propagara a través de sus
    paredes.
    Me limité a tomar la situación tal como venía, sin pararme a buscar
    argumentos nuevos.
    —Tío —proseguí—, me parecen exactos sus cálculos, pero permítame
    sacar de ellos una consecuencia rigurosa.
    —Como quieras, muchacho.
    —En el punto en que estamos, a la latitud de Islandia, el radio terrestre
    es de mil quinientas ochenta y tres leguas aproximadamente.
    —Mil quinientas ochenta y tres leguas y un tercio.
    —Pongamos mil seiscientas leguas en números redondos. De un viaje
    de mil seiscientas leguas, hemos hecho doce.
    —Exacto.
    —Y esto ha supuesto ochenta y cinco leguas de diagonal.
    —Perfectamente.
    —¿Y en unos veinte días?
    —En veinte días
    tinuar así, tardaremos más de dos mil días, o sea casi cinco años y
    medio en bajar.
    El profesor no contestó.
    —Sin contar con que, si una vertical de dieciséis leguas exige una
    horizontal de ochenta, el conjunto sumará ocho mil leguas en dirección
    sureste, y será preciso que antes de alcanzar el centro hayamos salido por
    un punto de la circunferencia.
    —¡Al diablo con tus cálculos! —replicó mi tío con un gesto de cólera
    —. ¡Al diablo con tus hipótesis! ¿En qué se apoyan? ¿Quién te dice que
    este pasadizo no va directamente a nuestra meta? Además, tengo un
    precedente. Lo que yo hago, ya lo ha hecho otro, y si él ha tenido éxito, yo
    también lo tendré.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 25 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 27.10.24 13:09

    ***

    —Eso espero, pero, en fin, me está permitido…
    —Te está permitido callarte, cuando quieras desbarrar de esa forma,
    Axel.
    Comprendí que el terrible profesor amenazaba con reaparecer bajo la
    piel del tío, y me di por avisado.
    —Ahora —continuó—, consulta el manómetro. ¿Qué indica?
    —Una presión considerable.
    —Bien. Como ves, al descender suavemente nos habituamos poco a
    poco a la densidad de esta atmósfera y no sufrimos nada.
    —Nada, salvo algún dolor de oídos.
    —Eso no es nada, y conseguirás hacer desaparecer ese malestar
    poniendo en comunicación rápidamente el aire del exterior con el aire
    contenido en tus pulmones.
    —De acuerdo —respondí, completamente decidido a no llevar la
    contraria a mi tío—. Se siente, incluso, un verdadero placer en zambullirse
    en esta atmósfera más densa. ¿Ha notado usted con qué intensidad se
    propaga en ella el sonido?
    —Desde luego. Un sordo terminaría por oír aquí de maravilla.
    —Pero sin duda esta densidad aumentará.
    —Sí, siguiendo una ley no bien determinada. Es cierto que la
    intensidad de la gravedad disminuirá a medida que descendamos. Ya sabes
    que es en la superficie misma de la Tierra donde su acción se deja sentir
    más vivamente, y que en el centro del globo los objetos ya no pesan.
    —Lo sé; pero dígame, ¿este aire no terminará por adquirir la densidad
    del agua?
    —Sin duda, a una presión de setecientas diez atmósferas.
    —¿Y más abajo?
    —Más abajo esa densidad continuará aumentando.
    —¿Cómo descenderemos entonces?
    —Nos meteremos piedras en los bolsillos.
    —Desde luego, tío, tiene usted respuestas para todo.
    No me atreví a seguir más tiempo en el campo de las hipótesis, porque
    habría chocado con alguna imposibilidad que haría saltar al profesor.
    Era evidente, sin embargo, que el aire, a una presión que podía
    alcanzar millares de atmósferas, terminaría por pasar al estado sólido, y
    entonces, admitiendo que nuestros cuerpos resistieran, tendríamos que
    detenernos a pesar de todos los razonamientos del mundo.
    Pero no hice valer este argumento. Mi tío me habría contestado con su
    eterno Saknussemm, precedente sin valor, porque aun dando por sentado el
    viaje del islandés, había una respuesta sencilla: en el siglo XVI, ni el
    barómetro ni el manómetro estaban inventados; por tanto, ¿cómo había
    podido determinar Saknussemm su llegada al centro del globo?
    Pero me guardé esta observación para mí, y esperé acontecimientos.
    El resto del día transcurrió en cálculos y conversación. Di siempre la
    razón al profesor Lidenbrock, y envidié la perfecta indiferencia de Hans
    que, sin buscar efectos ni causas, se dejaba ir ciegamente donde le llevaba
    el destino.



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    Mensaje por Maria Lua 27.10.24 13:11

    ***
    26


    Debo confesarlo: hasta aquel momento las cosas iban bien, y yo no
    tenía derecho a quejarme. Si la «media» de dificultades no aumentaba, no
    había razón para que no pudiéramos alcanzar nuestra meta. Y entonces,
    ¡qué gloria! Había llegado a hacerme estos razonamientos a lo Lidenbrock.
    En serio. ¿Se debía al medio extraño en que vivía? Puede ser.
    Durante algunos días, pendientes más rápidas, algunas incluso de una
    verticalidad horrible, nos adentraron profundamente en el macizo interno.
    En ciertas jornadas avanzábamos de legua y media a dos leguas hacia el
    centro. Eran descensos peligrosos, durante los cuales la destreza de Hans y
    su maravillosa sangre fría nos fueron muy útiles. Aquel impasible islandés
    se sacrificaba con una despreocupación incomprensible, y gracias a él
    conseguimos superar más de un mal paso del que nosotros no habríamos
    salido solos.

    Su mutismo aumentaba día a día. Creo que incluso nos iba invadiendo
    a nosotros. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro.
    Quien se encierra entre cuatro paredes termina por perder la facultad de
    asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos prisioneros encerrados en una
    celda se han vuelto imbéciles, si no locos, por falta de ejercicio de las
    facultades mentales!
    Durante las dos semanas que siguieron a nuestra última conversación,
    no se produjo ningún incidente digno de ser referido. Sólo encuentro en mi
    memoria, y con razón, un acontecimiento de gravedad extrema del que me
    hubiera resultado difícil olvidar el menor detalle.
    El 7 de agosto nuestros continuos descensos nos habían llevado a una
    profundidad de treinta leguas, es decir: sobre nuestra cabeza había treinta
    leguas de rocas, océano, continentes y ciudades. En aquel momento
    debíamos estar a doscientas leguas de Islandia.
    Ese día el túnel seguía un plano poco inclinado.
    Yo marchaba en cabeza. Mi tío llevaba uno de los dos aparatos de
    Ruhmkorff y yo el otro. Yo examinaba las capas de granito.
    De pronto, al volverme, me di cuenta de que estaba solo.
    «Bueno —pensé—, quizás he caminado demasiado deprisa, o bien
    Hans y mi tío se han detenido en el camino. Vamos, tengo que reunirme
    con ellos. Afortunadamente el camino no es demasiado empinado».
    Volví sobre mis pasos. Caminé durante un cuarto de hora. Busqué:
    nadie; llamé: no hubo respuesta; mi voz se perdió en medio de los ecos
    cavernosos que súbitamente despertó.
    Empecé a sentirme inquieto. Un estremecimiento recorrió todo mi
    cuerpo.
    —Hay que tener calma —dije en alta voz—. Estoy seguro de volver a
    encontrar a mis compañeros. ¡No hay otro camino! Por tanto, si yo iba
    delante, volvamos hacia atrás.
    Subí durante una media hora. Escuché por si me buscaban, ya que en
    aquella atmósfera tan densa, su llamada podía llegarme desde muy lejos.
    Un silencio extraordinario reinaba en la inmensa galería.
    Me detuve. No podía creer en mi soledad. Prefería estar extraviado, no
    perdido. Al primero se le encuentra.




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    Mensaje por Maria Lua 27.10.24 13:12

    ***

    dido. Al primero se le encuentra.
    —Veamos —repetí—, puesto que sólo hay un camino y ellos lo siguen,
    debo alcanzarlos. Bastará con seguir subiendo. A menos que, al no verme,
    y olvidando que yo iba delante, se les haya ocurrido la idea de retroceder.
    Pues bien, en tal caso, dándome prisa, los encontraré. ¡Es evidente!
    Repetí estas últimas palabras como un hombre que no está convencido.
    Además, para asociar estas ideas tan simples y reunirlas en forma de
    razonamiento, hube de emplear un tiempo muy largo.
    Entonces una duda se apoderó de mí. ¿Iba yo delante? Desde luego,
    Hans me seguía, precediendo a mi tío. Se había detenido incluso durante
    algunos instantes para colocarse sus bultos a las espaldas. Me acordé de
    ese detalle. En ese mismo momento yo había continuado mi camino.
    «Además —pensé—, tengo un medio seguro de no extraviarme; un
    hilo para guiarme en este laberinto y que no podría romperse: mi fiel
    riachuelo. No tengo más que remontar su curso, y forzosamente encontraré
    las huellas de mis compañeros».
    Este razonamiento me reanimó, y resolví ponerme de nuevo en marcha
    sin perder un instante.
    ¡Cómo bendije entonces la previsión de mi tío al impedir al cazador
    taponar el agujero hecho en la pared de granito! De este modo, aquel
    manantial bienhechor, después de haber apagado nuestra sed durante el
    camino, iba a guiarme a través de las sinuosidades de la corteza terrestre.
    Antes de seguir subiendo, pensé que una ablución me proporcionaría
    algún bienestar.
    Me agaché, pues, para hundir mi frente en el agua del Hans-bach.
    ¡Y cuál no sería mi estupefacción!
    ¡Estaba pisando un granito seco y pedregoso! ¡El riachuelo ya no
    corría a mis pies.










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    Mensaje por Maria Lua 28.10.24 10:09

    ***



    27



    No puedo pintar mi desesperación. Ninguna palabra de la lengua
    humana podría traducir mis sentimientos. Me hallaba enterrado vivo, con
    la perspectiva de morir en medio de las torturas del hambre y la sed.
    Maquinalmente paseé mis manos ardientes sobre el suelo. ¡Qué reseca
    me pareció aquella roca!
    Pero ¿cómo había abandonado el curso del riachuelo? Porque, desde
    luego, ¡ya no estaba allí! Entonces comprendí la razón de aquel silencio
    extraño, cuando escuché por última vez si alguna llamada de mis
    compañeros llegaba a mi oído. Así, en el momento en que mi primer paso
    se adentró por la ruta imprudente, no observé la ausencia del riachuelo. Es
    evidente que en ese momento se abrió delante de mí una bifurcación de la
    galería, mientras el Hans-bach, obediente a los caprichos de otra
    pendiente, se iba con mis compañeros hacia profundidades desconocidas.
    ¿Cómo volver? En cuanto a huellas, no las había. Mi pie no dejaba
    rastro alguno sobre aquel granito. Me rompía la cabeza tratando de buscar
    la solución de aquel insoluble problema. Mi situación se resumía en una
    sola palabra: ¡perdido!
    ¡Sí! Perdido a una profundidad que me parecía inconmensurable.
    Aquellas treinta leguas de corteza terrestre pesaban sobre mis hombros
    como una carga espantosa. Me sentía aplastado.
    Traté de orientar mis pensamientos hacia las cosas de la tierra. Apenas
    si pude conseguirlo. Hamburgo, la casa de Königstrasse, mi pobre
    Graüben, todo aquel mundo bajo el que yo me extraviaba pasó
    rápidamente ante mi memoria asustada. En una viva alucinación volví a
    ver los incidentes del viaje, la travesía, Islandia, el señor Fridriksson, el
    Sneffels. Me dije que si en mi situación aún conservaba la sombra de una
    esperanza, eso sería un signo de locura, y que más valía desesperar.
    En efecto, ¿qué poder humano podía devolverme a la superficie del
    globo y separar aquellas bóvedas enormes que se arqueaban por encima de
    mi cabeza? ¿Quién podía ponerme de nuevo en el camino de vuelta y hacer
    que me reuniera con mis compañeros?
    —¡Oh, tío! —exclamé con el acento de la desesperación.
    Ésa fue la única palabra de reproche que subió a mis labios, porque
    comprendí lo que el desventurado hombre debía estar sufriendo
    buscándome.
    Cuando me vi así, sin posibilidad de cualquier ayuda humana, incapaz
    de intentar nada para lograr mi salvación, pensé en la ayuda del cielo. Los
    recuerdos de mi infancia, los de mi madre, a la que sólo había conocido en
    la época de los besos, volvieron a mi memoria. Recurrí a la plegaria, por
    pocos que fueran los derechos que tuviera a ser oído por Dios, al que me
    dirigía tan tarde, y le imploré con fervor


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    Mensaje por Maria Lua 28.10.24 10:10

    ***

    Aquel recuerdo a la Providencia me devolvió un poco la calma, y
    entonces pude concentrar todas las fuerzas de mi inteligencia sobre mi
    situación.
    Tenía víveres para tres días y la cantimplora estaba llena. Sin embargo,
    no podía quedarme solo más tiempo. Pero ¿debería subir o bajar?
    ¡Subir, evidentemente! ¡Seguir subiendo!
    Debía llegar al punto en que había abandonado la fuente, al punto de la
    funesta bifurcación. Una vez con el riachuelo a mis pies, siempre podría
    retornar a la cima del Sneffels.
    ¡Cómo no lo había pensado antes! Evidentemente había una
    oportunidad de salvación. Por lo tanto, lo más urgente era encontrar de
    nuevo el curso del Hans-bach.
    Me levanté y, apoyándome en mi bastón, comencé a subir por la
    galería. La pendiente era bastante empinada. Caminaba con esperanza y
    sin nerviosismo, como quien no puede elegir el camino a seguir.
    Durante media hora ningún obstáculo detuvo mis pasos. Traté de
    reconocer mi ruta por la forma del túnel, por el saliente de ciertas rocas,
    por la disposición de las anfractuosidades. Pero ningún signo particular
    sorprendía mi espíritu, y pronto comprobé que aquella galería no podía
    llevarme a la bifurcación. No tenía salida. Choqué contra un muro
    impenetrable, y caí sobre la roca.
    ¡Qué espanto, qué desesperación se apoderó de mí entonces! No podría
    describirlo. Quedé anonadado. Mi última esperanza acababa de estrellarse
    contra aquella muralla de granito.
    Perdido en aquel laberinto cuyas sinuosidades se cruzaban en todos los
    sentidos, no tenía siquiera la posibilidad de la huida. Fallecería de la más
    espantosa de las muertes. Y, cosa extraña, me vino al pensamiento de que
    si algún día mi cuerpo fosilizado era encontrado, su hallazgo a treinta
    leguas en el interior de las entrañas de la Tierra plantearía graves
    problemas científicos.
    Quise hablar en voz alta, pero lo único que logró pasar entre mis labios
    resecos fueron roncos sonidos. Jadeaba.
    En medio de aquellas angustias, un nuevo terror vino a apoderarse de
    mi espíritu. Mi lámpara se había estropeado al caer. No tenía ningún
    medio de repararla. Su luz palidecía y pronto iba a reducirse a nada.
    Vi la corriente luminosa disminuir en el serpentín del aparato. Una
    procesión de sombras movedizas se deslizó por las paredes sombrías. No
    me atreví a cerrar los párpados por temor a perder el menor átomo de
    aquella claridad fugitiva. A cada instante me parecía que iba a
    desvanecerse y que «lo negro» me invadiría.




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    Mensaje por Maria Lua 28.10.24 10:11

    ***


    esvanecerse y que «lo negro» me invadiría.
    Por último un postrer resplandor tembló en la lámpara. Yo lo seguí, lo
    aspiré con la mirada, concentré sobre él toda la fuerza de mis ojos, como
    si fuera la última sensación de luz que les fuera dado captar, y permanecí
    sumido en las inmensas tinieblas.
    ¡Qué grito terrible se escapó de mí! En tierra, en medio de las noches
    más profundas, la luz nunca abandona por entero sus derechos. Es difusa,
    es sutil, pero a poca que quede la retina del ojo termina por percibirla.
    Aquí, nada. La sombra absoluta hacía de mí un ciego en toda la acepción
    de la palabra.
    Entonces mi cabeza enloqueció. Me levanté con los brazos extendidos
    delante de mí, intentando tantear dolorosamente. Empecé a huir, corriendo
    al azar en aquel inextricable laberinto, bajando siempre, corriendo a través
    de la corteza terrestre como un habitante de las grutas subterráneas,
    llamando, gritando, aullando, pronto magullado por los salientes de las
    rocas, cayendo y volviendo a levantarme ensangrentado, tratando de beber
    aquella sangre que me inundaba el rostro, y esperando que algún muro
    viniese a presentar a mi cabeza un obstáculo en el que se rompiera.
    ¿Adónde me condujo aquella carrera insensata? Lo ignoraré siempre.
    Tras muchas horas, al límite de mis fuerzas sin duda, caí como una masa
    inerte a lo largo de la pared, y perdí toda noción de existencia


    28


    Cuando volví a la vida, mi rostro estaba mojado, pero de lágrimas.
    ¿Cuánto duró aquel estado de insensibilidad? No sabría decirlo. Ya no
    tenía medio alguno de darme cuenta del tiempo. Nunca hubo soledad
    semejante a la mía, jamás abandono tan completo.
    Después de mi caída, había perdido mucha sangre. ¡Me sentía
    empapado en ella! ¡Ay, cuánto lamentaba no haber muerto, «y que todavía
    tuviese que hacer eso»! No quería pensar más. Abandoné cualquier idea, y
    vencido por el dolor, me acurruqué junto a la pared opuesta.
    Ya sentía que el desvanecimiento se apoderaba de nuevo de mí y con él
    el aniquilamiento supremo, cuando un ruido violento vino a golpear en
    mis oídos. Se parecía al ruido prolongado del trueno, y oí las ondas
    sonoras perderse poco a poco en las lejanas profundidades del abismo.
    ¿De dónde provenía aquel ruido? De algún fenómeno, sin duda, que se
    operaba en el seno del macizo terrestre. La explosión de un gas, o la caída
    de algún potente asentamiento del globo.
    Seguí escuchando. Quise saber si aquel ruido se repetiría. Pasó un
    cuarto de hora. El silencio reinaba en la galería. Oía incluso los latidos de
    mi corazón.
    De pronto mi oído, aplicado por casualidad sobre el muro, creyó
    sorprender palabras vagas, imperceptibles, lejanas. Me estremecí.
    «¡Es una alucinación!» pensé.
    Pero no. Escuchando con más atención, oí realmente un murmullo de
    voz. Pero comprender lo que se decía fue lo que no me permitió mi
    debilidad. Sin embargo, hablaban. Estaba seguro.


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    Mensaje por Maria Lua 28.10.24 10:12

    ***
    Por un instante sentí el temor de que aquellas palabras fuesen mías,
    devueltas por un eco. Quizá sin saberlo yo mismo había gritado. Apreté los
    labios con fuerza y arrimé de nuevo el oído a la pared.
    —Sí, es cierto, están hablando, están hablando.
    Y avanzando algunos pies a lo largo de la muralla escuché con toda
    claridad. Logré captar palabras inciertas, extrañas, incomprensibles. Me
    llegaban como si fueran pronunciadas en voz baja, murmuradas por así
    decir. La palabra forloräd era repetida varias veces con un acento de dolor.
    ¿Qué significaba? ¿Quién la pronunciaba? Evidentemente mi tío o
    Hans. Pero si yo las oía, ellos podrían escucharme.
    —¡A mí! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Socorro!
    Escuché, aceché una respuesta en la sombra, un grito, un suspiro. No se
    oyó nada. Pasaron algunos minutos. Todo un mundo de ideas se había
    abierto en mi espíritu. Pensé que mi voz debilitada no podía llegar hasta
    mis compañeros.
    —Porque son ellos —repetía—. ¿Qué otros hombres se habrían metido
    a treinta leguas bajo tierra?
    Me puse a escuchar de nuevo. Paseando mi oído sobre la pared,
    encontré un punto exacto en que las voces parecían alcanzar su máxima
    intensidad. La palabra forloräd volvió de nuevo a mi oído; y luego aquel
    ruido de trueno que me había sacado de mi torpor.
    —No —dije—. No es a través del macizo por donde se dejan oír esas
    voces. La pared está hecha de granito, y no permitiría que la atravesase ni
    siquiera la detonación más fuerte. ¡Ese ruido llega por la galería misma!
    Es preciso que ahí se produzca un efecto acústico muy particular.
    Escuché de nuevo, y aquella vez sí, aquella vez sí oí mi nombre
    nítidamente lanzado a través del espacio.
    Era mi tío quien lo pronunciaba. Hablaba con el guía, y la palabra
    forloräd era una palabra danesa.
    Entonces comprendí todo. Para hacerme oír, había que hablar
    precisamente a lo largo de aquella muralla que serviría para conducir mi
    voz como el hilo conduce la electricidad.
    No había tiempo que perder. Si mis compañeros se alejaban algunos
    pasos, el fenómeno acústico quedaría destruido. Me acerqué, pues, a la
    muralla, y pronuncié estas palabras lo más claramente que pude:
    —¡Tío Lidenbrock!

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    Mensaje por Maria Lua 29.10.24 14:39

    ***
    Esperé con la mayor ansiedad. El sonido no tiene una rapidez
    extremada. La densidad de las capas de aire no aumenta siquiera su
    velocidad; sólo su intensidad. Algunos segundos, siglos, transcurrieron, y
    por fin llegaron a mi oído estas palabras:
    —¡Axel, Axel!, ¿eres tú?
    —¡Sí, sí! —respondí.
    ..............
    —Hijo mío, ¿dónde estás?
    ..............
    —¡Perdido, en la más completa oscuridad!
    ..............
    —¿Y tu lámpara?
    ..............
    —Apagada.
    ..............
    —¿Y el riachuelo?
    ..............
    —Desaparecido.
    ..............
    —¡Axel, mi pobre Axel, ten ánimo!
    ..............
    —¡Espere un poco, estoy agotado. No tengo ya fuerzas para responder!
    ¡Pero hábleme!
    ..............
    —Valor —continuó mi tío—. No hables, escúchame. Te hemos
    buscado subiendo y bajando la galería. Ha sido imposible encontrarte. ¡Ah,
    cuánto te he llorado, muchacho! En fin, suponiéndote siempre en el
    camino del Hans-bach, hemos vuelto a bajar disparando los fusiles. Ahora,
    si nuestras voces pueden reunirse es un puro efecto de acústica. ¡Nuestras
    manos no pueden tocarse! Pero no desesperes, Axel. Ya es algo oírse.
    ..............
    Durante este tiempo, yo había reflexionado. Cierta esperanza, vaga
    todavía, volvía de nuevo a mi corazón. Ante todo, había algo que me
    importaba conocer. Acerqué, pues, mis labios al muro, y dije:
    —¿Tío?
    ..............
    —Dime, muchacho —me respondieron tras algunos instantes.
    ..............
    —Lo primero que hay que saber es qué distancia nos separa.
    —Eso es fácil.
    ..............
    ¿Tiene el cronómetro?
    ..............
    —Sí.
    ..............
    —Pues bien, cójalo. Pronuncie mi nombre anotando exactamente el
    segundo en que hable. Yo lo repetiré en cuanto me llegue, y usted anotará
    igualmente el momento preciso en que le llegue mi respuesta.
    ..............
    —Bien, y la mitad del tiempo comprendido entre mi pregunta y la
    respuesta indicará lo que mi voz tarda en llegar hasta ti.
    ..............
    —Eso es, tío.
    ..............
    —¿Estás listo?
    ..............
    —Sí.
    ..............
    —Pues bien, pon atención, voy a pronunciar tu nombre.
    ..............
    Apliqué mi oído a la pared, y cuando la palabra «Axel» me llegó,
    respondí inmediatamente: «Axel»; luego esperé.
    ..............
    —Cuarenta segundos —dijo entonces mi tío—. Son cuarenta segundos
    los que han transcurrido entre las dos palabras; por tanto, el sonido tarda
    veinte segundos en subir. Ahora bien, a milla y veinte pies por segundo,
    suman veinte millas cuatrocientos pies, o legua y media y un octavo.
    ..............
    —¡Legua y media! —murmuré.
    ..............
    —Eso se recorre, Axel.
    ..............
    —Pero ¿hay que subir o bajar?






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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 25 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 29.10.24 14:40

    ***

    ***


    ..............
    —Bajar, y he aquí por qué. Hemos llegado a un amplio espacio en el
    que desembocan gran número de galerías. La que has seguido tiene que
    conducirte aquí, porque parece que todas estas hendiduras, estas fracturas
    del globo, irradian en torno de la inmensa caverna que ocupamos.
    Levántate, pues, y sigue tu ruta. Camina, arrástrate si es preciso, déjate
    deslizar en las pendientes rápidas, y encontrarás nuestros brazos para
    recibirte al final del camino. ¡En marcha, muchacho, en marcha!
    ..............
    Estas palabras me reanimaron.
    —Adiós, tío —exclamé—. Ya voy. Nuestras voces no podrán
    comunicarse entre sí en el momento en que abandone este lugar. Adiós,
    pues.
    ..............
    —Hasta luego, Axel, hasta luego.
    ..............
    Ésas fueron las últimas palabras que oí.
    Aquella sorprendente conversación mantenida a través de la masa
    terrestre, intercambiada a más de una legua de distancia, concluyó con
    esas esperanzadoras palabras. Elevé una plegaria de gratitud a Dios porque
    me había conducido entre aquellas inmensidades sombrías al único punto
    quizás en que la voz de mis compañeros podía llegarme.
    Este efecto acústico tan sorprendente se explica con facilidad por
    medio de las leyes físicas; provenía de la forma del corredor y de la
    conductibilidad de la roca. Hay muchos ejemplos de esta propagación de
    sonidos no perceptibles en los espacios intermedios. Recuerdo que este
    fenómeno ha sido observado en muchos lugares, entre otros en la galería
    interior de la catedral de San Pablo, en Londres, y sobre todo en esas
    curiosas cavernas de Siracusa, de las que la llamada Oreja de Dionisio es
    la más maravillosa de este género.
    Me vinieron a la mente estos recuerdos, y vi claramente que, dado que
    la voz de mi tío llegaba hasta mí, no había ningún obstáculo entre
    nosotros. Siguiendo el camino de su voz, lógicamente debía llegar junto a
    él si las fuerzas no me faltaban.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 25 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 29.10.24 14:46

    ***
    Por tanto me levanté. Me arrastré más que anduve. La pendiente era
    bastante pronunciada. Me dejé resbalar por ella.
    Enseguida la velocidad de mi descenso aumentó en espantosa
    proporción y amenazaba con parecerse a una caída. Yo no tenía fuerzas
    para detenerme.
    De pronto, el terreno faltó bajo mis pies. Me sentí rodar rebotando
    sobre la asperezas de una galería vertical, un verdadero pozo. Mi cabeza
    chocó contra una roca aguda, y perdí el conocimiento.





    29




    Cuando volví en mí, me hallaba medio en penumbra, tumbado sobre
    gruesas mantas. Mi tío me velaba, acechando en mi rostro algún resto de
    vida. A mi primer suspiro, me cogió la mano; a mi primera mirada lanzó
    un grito de alegría.
    —¡Vive! ¡Vive! —exclamó.
    —Sí —respondí yo con voz débil.
    —Hijo mío —dijo mi tío estrechándome contra su pecho—, ya estás a
    salvo.
    Quedé vivamente conmovido por el acento con que pronunció estas
    palabras, y más aún por las atenciones que las acompañaron. Pero ¡se
    precisaban pruebas como aquélla para provocar en el profesor semejante
    expansión!
    En ese momento llegó Hans. Vio mi mano en la de mi tío; me atrevo a
    afirmar que sus ojos expresaron un vivo contento.
    —God dag —dijo.
    —Buenos días, Hans, buenos días —murmure—. Y ahora, tío, dígame
    dónde estamos en este momento.
    —Mañana, Axel, mañana; hoy estás todavía demasiado débil; te he
    puesto en la cabeza unas compresas que no hay que mover; duerme, pues,
    muchacho, y mañana lo sabrás todo.
    —Pero al menos —continué yo— ¿qué hora es, qué día?
    —Las once de la noche, hoy es domingo, nueve de agosto, y no te
    permito hacerme más preguntas antes del diez del presente mes.
    Realmente me encontraba muy débil, y mis ojos se cerraron
    involuntariamente. Necesitaba una noche de reposo; por eso me dejé
    adormecer con la idea de que mi soledad había durado cuatro largos días.
    Cuando me desperté al día siguiente miré a mi alrededor. Mi cama,
    hecha con todas las mantas de viaje, se hallaba instalada en una gruta
    encantadora, adornada de magníficas estalagmitas, cuya suelo estaba
    cubierto de arena fina. Reinaba en ella la penumbra. Ninguna lámpara ni
    antorcha estaba encendida y, sin embargo, ciertos inexplicables
    resplandores procedían del exterior, penetrando por una estrecha abertura
    de la gruta. Oía también un murmullo vago e indefinido, semejante al
    gemido de las olas que rompen contra una playa, y a veces los silbidos de
    la brisa.





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    Mensaje por Maria Lua 29.10.24 14:47

    ***
    Me pregunté si estaba bien despierto, si todavía soñaba, si mi cerebro,
    lesionado en la caída, no percibía ruidos puramente imaginarios. Sin
    embargo, ni mis ojos ni mis oídos podían engañarse hasta ese punto.
    «Es un rayo de luz —pensé— que se desliza por la hendidura de las
    rocas. ¡Eso es el murmullo de las olas! ¡Y eso el silbido de la brisa! ¿Me
    equivoco o hemos vuelto a la superficie de la Tierra? ¿Ha renunciado mi
    tío a su expedición o la habrá terminado felizmente?».
    Me planteaba estas cuestiones insolubles cuando el profesor entró.
    —Buenos días, Axel —dijo jovialmente—. Apostaría que ya estás
    bien.
    —Por supuesto —dije, incorporándome sobre las mantas.
    —Así debía ser, porque has dormido tranquilamente. Hans y yo nos
    hemos relevado para velarte, y hemos visto que tu curación hacía sensibles
    progresos.
    —En efecto, me siento revigorizado, y la prueba es que haré honor al
    desayuno que tenga a bien servirme.
    —¡Comerás, muchacho! Ya no tienes fiebre. Hans te ha frotado las
    heridas con no sé qué ungüento cuyo secreto poseen los islandeses, y han
    cicatrizado a las mil maravillas. Nuestro cazador es un gran hombre.
    Mientras hablaba, mi tío preparaba algunos alimentos que me apresuré
    a devorar a pesar de sus recomendaciones. Durante este tiempo le abrumé
    a preguntas, que me respondió al momento.
    Supe entonces que mi providencial caída me había llevado
    precisamente al final de una galería casi perpendicular; como había
    llegado en medio de un torrente de piedras, la menor de las cuales hubiera
    bastado para aplastarme, había que concluir que una parte del macizo se
    había deslizado conmigo. Aquel espantoso vehículo me transportó así
    hasta los brazos de mi tío, en los que caí sangrante e inanimado.
    —En verdad —me dijo—, es sorprendente que no te hayas matado mil
    veces. Pero ¡por Dios!, no volvamos a separarnos, porque correríamos el
    riesgo de no vernos más.
    «No separarnos más». Así, pues, ¿no había concluido el viaje? Abrí los
    ojos desmesuradamente, lo cual provocó de inmediato la siguiente
    pregunta:
    —¿Qué te ocurre, Axel?
    —Quiero hacerle una pregunta. Dice usted que estoy sano y salvo.
    —Desde luego.
    —¿Tengo todos mis miembros intactos?
    —Desde luego.
    —¿Y mi cabeza?
    —Tu cabeza, salvo algunas contusiones, está perfectamente puesta
    sobre tus hombros.




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    Mensaje por Maria Lua 29.10.24 14:48

    ***

    —Pues bien, tengo miedo de que mi cerebro se haya perturbado.
    —¿Perturbado?
    —Sí. ¿No hemos vuelto a la superficie del globo?
    —No, por supuesto.
    —Entonces debo estar loco, porque percibo la claridad del día, oigo el
    ruido del viento que sopla y del mar que se riza.
    —¡Ah! ¿No es más que eso?
    —Explíqueme entonces…
    —No te explicaré nada, porque es inexplicable; pero lo verás tú mismo
    y comprenderás que la ciencia geológica todavía no ha dicho su última
    palabra.
    —Salgamos, pues —exclamé yo, levantándome bruscamente.
    —No, Axel, no, el aire libre podría hacerte daño.
    —¿El aire libre?
    —Sí, el viento es bastante violento. No quiero que te expongas de esta
    forma.
    —Pero le aseguro que me encuentro de maravilla.
    —Un poco de paciencia, muchacho. Una recaída nos traería problemas,
    y no podemos perder tiempo, porque la travesía puede ser larga.
    —¿La travesía?
    —Sí, descansa todavía hoy, y mañana embarcaremos.
    —¿Embarcar?
    Esta última palabra me hizo dar un brinco.
    ¡Cómo! ¿Embarcar? ¿Teníamos, por tanto, un río, un lago, un mar ante
    nosotros? ¿Algún barco fondeado en algún puerto interior?
    Mi curiosidad estaba excitada hasta el máximo grado. Mi tío trató en
    vano de contenerme. Cuando vio que mi impaciencia me haría más daño
    que la satisfacción de mis deseos, cedió.
    Me vestí rápidamente. Para mayor precaución me envolví en una de las
    mantas y salí de la gruta.





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    186


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    Mensaje por Maria Lua 30.10.24 9:36

    ***


    30
    Al principio no vi nada. Mis ojos desacostumbrados a la luz se
    cerraron bruscamente. Cuando pude abrirlos, quedé todavía más
    estupefacto que maravillado.
    —¡El mar! —exclamé.
    —Sí —respondió mi tío—, el mar Lidenbrock, y quiero creer que
    ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el
    derecho a bautizarlo con mi nombre.
    Una vasta capa de agua, el comienzo de un lago o de un océano, se
    extendía hasta perderse de vista. La orilla, muy recortada, ofrecía a las
    últimas ondulaciones de las olas una arena fina, dorada, sembrada de
    pequeñas conchas donde vivieron los primeros seres de la creación. Las
    olas rompían con ese peculiar murmullo sonoro de los medios cerrados e
    inmensos. Una ligera espuma volaba al soplo de un viento moderado, y
    algunas salpicaduras me llegaban al rostro. En aquella playa ligeramente
    inclinada, a cien toesas aproximadamente del límite de las olas, iban a
    morir contrafuertes enormes de rocas que subían ensanchándose a
    inconmensurable altura. Algunos, desgarrando la costa con su aguda arista,
    formaban cabos y promontorios roídos por el diente de la resaca. Más
    lejos, la mirada seguía su masa con nitidez perfilada en los fondos
    brumosos del horizonte.
    Era un verdadero océano, con el contorno caprichoso de las orillas
    terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje.
    Si mis miradas podían pasear a lo lejos por aquel mar era porque una
    luz «especial» iluminaba sus menores detalles. No se trataba de la luz del
    sol, con sus haces resplandecientes y la irradiación espléndida de sus
    rayos, ni la pálida y vaga del astro de las noches, que no es sino una
    reflexión sin calor. No. La intensidad de aquel resplandor, su difusión
    temblorosa, su blancura, su brillo, superior en realidad al de la luna,
    acusaban evidentemente un origen eléctrico. Era como una aurora boreal,
    un fenómeno cósmico continuo que llenaba aquella caverna capaz de
    contener un océano.
    La bóveda suspendida por encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere,
    parecía hecha de grandes nubes, vapores móviles y cambiantes, que por
    efecto de la condensación debían convertirse ciertos días en lluvias
    torrenciales. Habría creído que bajo una presión tan fuerte de la atmósfera
    la evaporación del agua no podía producirse, y, sin embargo, por una razón
    física que se me escapaba, había amplias nubes en el aire. Pero en aquel
    instante «hacía buen tiempo». Las capas eléctricas producían
    sorprendentes juegos de luz sobre las elevadísimas nubes, y a menudo,
    entre dos capas desunidas, un rayo se deslizaba hasta nosotros con notable
    intensidad. Pero, en resumidas cuentas, no era el sol, puesto que su luz
    carecía de calor. El efecto era triste, soberanamente melancólico. En lugar
    de un firmamento brillante de estrellas, sentía por encima de aquellas
    nubes una cúpula de granito que me aplastaba con todo su peso, y aquel
    espacio, por inmenso que fuera, no habría sido suficiente para el paseo del
    menos ambicioso de nuestros satélites.
    Me acordé entonces de la teoría de un capitán inglés
    [15] que
    consideraba la Tierra una vasta atmósfera hueca, en cuyo interior el aire
    era luminoso a consecuencia de su presión, mientras que dos astros, Plutón
    y Proserpina, trazaban por él sus misteriosas órbitas. ¿Sería verdad?
    Estábamos realmente aprisionados en una enorme excavación. No
    podía juzgarse su amplitud, puesto que la orilla iba alargándose hasta
    perderse de vista, ni su longitud, porque la mirada se detenía muy pronto
    en una línea de horizonte algo indecisa. En cuanto a la altura, debía
    sobrepasar varias leguas. La mirada no podía ver dónde se apoyaba aquella
    bóveda sobre sus contrafuertes de granito; pero suspendida en la atmósfera
    había alguna nube, cuya elevación podía estimarse en dos mil toesas,
    altitud superior a la de los vapores terrestres, y debida sin duda a la
    considerable densidad del aire.




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    Mensaje por Maria Lua 30.10.24 9:36

    ***
    Evidentemente, la palabra «caverna» no traduce mi pensamiento para
    pintar aquel inmenso lugar. Pero las palabras de la lengua humana no
    sirven a quien se aventura en los abismos del globo. Además, yo no sabía
    por qué hecho geológico explicar la existencia de semejante excavación.
    ¿Habría podido producirla el enfriamiento del globo? Por los relatos de los
    viajeros conocía de sobra ciertas cavernas célebres, pero ninguna
    presentaba tales dimensiones.
    Aunque la gruta de Guachara, en Colombia, visitada por el señor de
    Humboldt, no había revelado el secreto de su profundidad al sabio, que la
    recorrió durante dos mil quinientos pies, posiblemente no se extendía
    mucho más allá. La inmensa caverna del Mammouth, en Kentucky,
    ofrecía, desde luego, proporciones gigantescas, puesto que su bóveda se
    elevaba a quinientos pies por encima de un lago insondable, y hubo
    viajeros que la recorrieron durante más de diez leguas sin encontrar su
    final. Pero ¿qué eran esas cavidades comparadas con la que yo admiraba
    entonces, con su cielo de vapores, sus irradiaciones eléctricas y un vasto
    mar encerrado entre sus orillas? Mi imaginación se sentía impotente ante
    aquella inmensidad.
    Contemplaba en silencio todas aquellas maravillas. No tenía palabras
    para explicar mis sensaciones. Creía estar asistiendo en algún planeta
    lejano, Urano o Neptuno, a fenómenos de los que mi naturaleza «terrestre»
    no tenía conciencia. Para sensaciones nuevas hacían falta palabras nuevas,
    y mi imaginación no me las proporcionaba. Miraba, pensaba y admiraba
    con una estupefacción mezclada con ciertas dosis de pavor.
    Lo imprevisto de aquel espectáculo había devuelto a mi rostro los
    colores de la salud; estaba tratándome mediante la sorpresa y realizando
    mi curación con esta nueva terapia; además me reanimaba el frescor de un
    aire muy denso, que proporcionaba más oxígeno a mis pulmones.
    No será muy difícil imaginar que, tras un encierro de cuarenta y siete
    días en una estrecha galería, era un goce infinito aspirar aquella brisa
    cargada de húmedas emanaciones salinas.
    Así que no tuve que arrepentirme de haber abandonado mi oscura
    gruta. Mi tío, ya hecho a tales maravillas, no se extrañaba.
    —¿Te encuentras con fuerzas para pasear un poco? —me preguntó.
    —Sí, desde luego —contesté—; nada me resultará más agradable.
    —Pues bien, coge mi brazo, Axel, y sigamos las sinuosidades de la
    orilla.



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    Mensaje por Maria Lua 30.10.24 9:37

    ***


    Acepté con entusiasmo, y comenzamos a bordear aquel nuevo océano.
    A la izquierda, unas rocas abruptas que trepaban unas sobre otras,
    formaban un amontonamiento titánico de efecto prodigioso. Por sus
    flancos corrían innumerables cascadas que fluían en capas límpidas y
    sonoras. Algunos ligeros vapores, saltando de roca en roca, señalaban el
    lugar de las fuentes termales, y unos riachuelos se deslizaban suavemente
    hacia el depósito común, buscando en las pendientes ocasión para
    murmurar de modo más agradable.
    Entre aquellos riachuelos reconocí a nuestro fiel compañero de ruta, el
    Hans-bach, que iba a perderse tranquilamente en el mar, como si no
    hubiera hecho nunca otra cosa desde el comienzo del mundo.
    —Ya no vendrá con nosotros —dije en un suspiro.
    —¡Bah! —respondió el profesor—. Él u otro, ¿qué más da?
    La respuesta me pareció algo ingrata.
    Pero en aquel momento mi atención fue atraída por un espectáculo
    inesperado. A quinientos pasos, al rodear un alto promontorio, apareció
    ante nuestros ojos un bosque alto, tupido, espeso. Estaba formado por
    árboles de mediano tamaño, recortados en una especie de sombrillas
    regulares, de contornos nítidos y geométricos: las corrientes de la
    atmósfera no parecían ejercer ninguna influencia sobre su follaje, y
    permanecían inmóviles en medio de la brisa como un macizo de cedros
    petrificados.
    Apresuré el paso. No podía dar un nombre a aquellas especies
    singulares. ¿Formaban parte de las doscientas mil clases de vegetales
    conocidas hasta entonces, o había que otorgarles un lugar especial en la
    flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando llegamos bajo su umbría,
    mi sorpresa quedó por debajo de mi admiración.
    En efecto, me encontraba en presencia de productos de la tierra, pero
    cortados por un patrón gigantesco. Mi tío los llamó inmediatamente por su
    nombre.
    —Esto no es más que un bosque de hongos —dijo.
    Y no se equivocaba. Júzguese el desarrollo adquirido por estas plantas
    propias de los medios cálidos y húmedos. Sabía que, según Bulliard, el
    «lycoperdon giganteum» alcanza de ocho a nueve pies de circunferencia;
    pero aquí se trataba de hongos blancos, de una altura de treinta a cuarenta
    pies, con un casquete de un diámetro igual. Los había a millares. La luz no
    conseguía atravesar su espesa sombra, y una oscuridad completa reinaba
    bajo aquellas cúpulas, yuxtapuestas como los techos redondos de una
    ciudad africana.
    Sin embargo quise avanzar. Un frío mortal bajaba de aquellas bóvedas
    carnosas. Durante una media hora vagamos por aquellas húmedas
    tinieblas, y sentí verdadero bienestar cuando volví a encontrarme en la
    orilla del agua.



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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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