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Gerald Stern (Pittsburgh, 22 de febrero de 1925-Nueva York, 27 de octubre de 2022)1 fue un poeta, ensayista y profesor estadounidense.
Biografía
Stern se graduó por la Universidad de Pittsburgh y la Universidad de Columbia y estudió en la Universidad de París como postgraduado.
Fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía de Estados Unidos de 1998 por su poemario This Time: New and Selected Poems y finalista en 1991 del Premio Pulitzer de Poesía por Leaving Another Kingdom: Selected Poems. En 2000, la gobernadora de New Jersey Christine Todd Whitman eligió a Stern como primer poeta laureado del estado.
Autor de veinte libros de poesía y de cuatro ensayos, Stern impartió clases de literatura y de escritura creativa en la Universidad del Temple, la Universidad de Indiana de Pensilvania, el Colegio Universitario Raritan Valley y en el Iowa Writers' Workshop. Desde 2009, Stern ostenta el puesto de poeta residente y es miembro de facultad del programa de grado para el Máster en Bellas Artes en poesía de la Universidad Drew.
(Sacado de [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] )
*
Algunos poemas de Gerald Stern:
De Regocijos (1973);
EL MORDISCO
No empecé a tomarme en serio como poeta
hasta que el pelo blanco empezó a asomarme en la barbilla.
Antes todo era diversión y afecto;
ahora, como una liebre, una liebre, una liebre
veo a la tortuga alzar su horrenda pata
sobre el último escalón por subir antes de
volver a casa, henchida de ventaja.
......De pronto, todo parece venir de arriba, de la mente,
......la belleza de la carretera ha desaparecido
......y mi vida es apenas una alegoría.
De la Vida afortunada (1977):
96 VANDAM
Voy a llevar mi cama a Nueva York esta noche
con sus sábanas colgando y con sus mantas raídas;
la voy a empujar a través de tres avenidas oscuras
o voy a lo largo de la costa bajo 600.000 pálidas estrellas.
La quiero conmigo para no tener que pedir
demasiados favores a mis pobres amigos en apuros.
Quiero estar lo más cerca posible de mi almohada
no sea que me visiten un sueño o una fantasía.
Quiero quedarme dormido en mi propia escalera de incendios
y despertar aturdido y hambriento
con el sonido de la trituradora de la la basura abajo en la calle
y el aroma a café hirviendo que llega desde la ventana de arriba.
LA FUERZA DE LOS ARCES
Si quieres vivir en el campo tienes que entender la fuerza de los arces.
Tienes que verlos hundir sus dientes en las raíces de las viejas acacias.
Tienes que verlos ahogan a los sicomoros hasta dejarlos sin aliento.
Tienes que verlos llevar su gruesa cabellera hasta el sótano.
Y cuando cortes tu fabulosa vara verde para pescar
tienes que estar listo para verla brotar entre tus manos;
tienes que clavarla en la tierra como un trozo de sauce;
tienes que plantar tu mesa bajo sus hojas y empezar a comer.
De La brasa roja (1981):
RECUERDO A GALILEO
Recuerdo a Galileo describir la mente
como un trozo de papel que el viento arrastra,
y me encantó la imagen de este pegándose a un árbol
o saltando al asiento trasero de un coche,
y durante años he visto papeles volar a través de mis ciudades;
pero ayer vi que la mente era una ardilla atrapada al cruzar
la Ruta 80 entre las ruedas de un camión gigante,
bailando de un lado a otro como una delgada hoja,
o un hilo asustado, apenas dos segundos de vida
sobre el hormigón blanco antes de escapar,
la vida acortada por todo aquel terror, su cabeza
que tiembla, los dientes amarillos pulverizados.
Fue la velocidad de la ardilla y su cercanía al suelo,
su enorme resolución y la agilidad de su danza
lo que me enseñó la diferencia entre ella y el papel.
El papel será útil en teoría, cuando haya tiempo
de sentarse en una silla de metal a estudiar sombras;
pero para esta vida yo necesito una ardilla,
sus patas acabadas en garras extendidas, su alma trémula,
el viento cálido que corre por su pelo,
el fuerte ruido que la hace temblar de la cabeza a la cola.
Oh mente filosófica, oh mente de papel, necesito una ardilla
que con su salvaje carrera consiga cruzar la autopista,
que suba a toda prisa la verde ladera desgobernada.
SIN VIENTO
Hoy estoy sentado afuera de Duth Castle
en la Ruta 30 cerca del Bird in Hand y el Blue Ball,
veo a los amish chasquear sus tirantes ante las gafas de sol.
Sueño con mi traje negro otra vez
y con la tienda en Paradise donde seré vestido para toda la vida.
Una niña pequeña y yo nos reconocemos
de una vida anterior juntos en Córdoba.
Lloramos sobre los bolsos de plástico, los canutillos de manzana y las alegres armónicas
y caemos sobre la cálida moqueta
recordando el bosque de mármol
de la Mezquita
y las paredes color de leche
de la judería.
La volveré a ver dentro de 800 años
cuando lo tenga todo más claro.
Le concedo todo ese tiempo
teniendo en cuenta mi torpe memoria,
la suciedad del agua potable y el lento deterioro.
Le concedo al menos ese tiempo,
antes de acostarnos de nuevo sobre las lilas diminutas
y los paraísos de papel de la siguiente era.
De Poemas del paraíso (1982):
JABÓN
He aquí un judío verde
con los labios negros y delgados.
Lo robé del baño de hombres
del Amelia Earhart, y lo envolví en papel higiénico.
Calle arriba en Parfumes
hay judíos de Austria y de Hungría,
sin apenas recuerdos,
se tapan la nariz en medio de ese
paraíso suyo.
Hay una mujer afuera
que duda porque casi es Navidad.
"Creo que voy a ir a comprarme un judío", dice.
"Quiero decir una pastilla de jabón, una de un hermoso lila o lirio
para aliviarme las partes duras,
una Zest, una Fleur de Loo, una Wild Gardenia".
Y este es un judío azul.
Que es de ese color, quiero decir,
y se siente mejor enterrado en él, apresado
por todo ese cielo, la tierra de la muerte y la abundancia.
Si es un viejo baila,
o se sienta rígido,
mientras escucha las dulces palabras y admira las acciones viles
del primero de los godos y luego los ostrogodos.
Por dentro es una chica encantadora,
una danesa, que dio buen acomodo
y triste apoyo a jabones de todo tipo y género
durante la guerra y durante la ocupación.
Ella toca mi mano con ungüentos y pomadas.
Me pone uno bajo la nariz, envuelto en un pañuelo de papel,
uno que tensa las mejillas.
Compro un rumano negro para mi balda.
Lo utilizo para el cabello y la barba,
e incluso para los dientes cuando las cosas se ponen amargas y tristes.
Tenía un sueño, esta pastilla de jabón,
si mal no recuerdo,
quería vivir en Viena
y sentarse detrás de un seto los domingos por la tarde
a escuchar música y comerse un tierno schnitzel.
Eso era el delirio. Aparte de eso soñaba
con Norteamérica a veces, pero era algo cínico,
y un poco perezoso -conservador-, incluso en sueños,
y pagaría por ello, al final pagó por su falta de sueños.
Los alemanes lo mataron porque no soñaba
lo suficiente, porque no tenía visión.
Compro un cepillo para la espalda, un mango de plástico
simple con cerdas suaves. Compro un poco de polvo
para endulzarme el cuerpo. Compro una crema amarilla
para el rostro peludo. De vez en cuando me encuentro con
una pastilla de jabón en Broadway, en verdad un trozo,
sin mucha sustancia, a veces me encuentro con dos amigos
pegados de ese modo en que los trozos se pegan
y vuelvo un poco el rostro, lo vuelvo ara ocultar el horror,
el dolor, porque a veces el jabón es tan delgado
que la luz pasa a través de él, son los viejos flacos
y las viejas flacas a través de los cuales pasa la luz, son
los judíos que nacieron en 1865
o 1870, por ellos me estremezco, por ellos
lloro a veces, ellos son los que recuerdan
el siglo XVIII, ellos los que escuchaban
las voces celestiales, ellos los que fueron engañados y estafados.
Mi homólogo nació en 1925
en una ciudad de Polonia -no me gusta verlo nacer
en un pequeño pueblo a ochenta kilómetros de Kiev
y tener que luchar de forma tan salvaje solo para tener acceso
a los libros, no quiero verlo luchar
la mitad de su vida para ver un cuadro o para
sentarse en uno de los sillones de felpa a escuchar música-.
Lo sacaron a la fuerza de su casa en 1940
y volvió a ser de cierta utilidad en 1941,
aunque pudo haber luchado un poco, apilado
unos cuantos ladrillos o vertido un poco de sucia gasolina
sobre un camión alemán. Su color era el rosa
y se mantuvo a flote por mí durante días y días; adoro
la forma en que olfateaba el aire, adoro su aspecto,
cómo sus ojos se iluminaban, cómo sus mejillas eran casi rosa
cuando era feliz. Adoro la forma en que soñaba, cómo casi
desaparecía cuando estaba sumido en sus pensamientos. Para él
escribo este poema, para mi hermano pequeño, si
puedo llamarlo así; tal vez es el fantasma
que vive en ese lugar que yo he olvidado, ese amado mío
que murió en mi lugar -¡oh, fantasma, perdóname!-.
Tal vez se quedó para que yo pudiera salir, el mayor
que se quedó para que yo pudiera vivir -¡oh vivir por siempre!
¡siempre!-. Tal vez es un ser de otro
mundo, el brazo izquierdo de ágata, el ojo izquierdo de cristal,
y ha venido de nuevo por enésima vez,
esta vez a Polonia, a Varsovia, a Bialystok,
para ver cómo es el infierno. Creo que es eso,
que ha vuelto para vivir en nuestro infierno, si pudiera
incluso pincharse el brazo de ágata o incluso llorar
con el ojo de cristal -oh poder llorar con tu ojo de cristal,
querido ser indefenso, querido ser desamparado-. Escribo esto
en Iowa y Pensilvania y Nueva York,
justo a tiempo para la Navidad de 1982,
el aroma del jabón Irish Spring, el hedor del Ivory.
EL BAILE
En todas estas tiendas podridas, entre todo este mobiliario roto
y corbatas arrugadas y trofeos de béisbol y cafeteras
no he visto jamás una Philco de posguerra
con dial automático
ni escuchado el "Bolero" de Ravel como lo hice
en 1945 en aquella salita de estar
en Beechwood Boulevard, ni bailado como lo hice
entonces, todos mis cuchillos destellando, todo mi pelo flotando,
mi madre roja de risa, mi padre ahuecando
la mano izquierda bajo la axila, bailando la danza
de la vieja Ucrania, el sonido de su piel medio tambor,
medio pedo, el mundo al fin un prado,
nosotros tres girando y cantando, nosotros tres
gritando y cayendo, como si nos estuviéramos muriendo,
como si no pudiéramos parar -en 1945-
en Pittsburgh, bello y sucio Pittsburgh, hogar
de los crueles Mellon, a 8.000 kilómetros de distancia
del otro baile -en Polonia y Alemania-,
oh Dios de misericordia, oh salvaje Dios.
RUMANÍA, RUMANÍA
Estoy de pie como un cuervo de campo frente
a la sinagoga rumana en la calle Rivington,
cantando canciones sobre Moldavia y Bucovina.
Soy un violín andante, chirrío
un poco en las notas altas, vibro un poco
en las bajas, pulso triste mis cuerdas de tripa.
La música es lo único que me salva. De lo contrario
estaría siempre rondando calaveras, de lo contrario
estaría arrancando plumas rojas de mi cuello ensangrentado.
Solo es música, de lo contrario estaría pálido
de ira o cediendo al odio
o de vuelta a la lógica o a la religión
-el concierto de Brahms, colinas y valles dorados,
el poderoso Kreutzer, rubíes sobre rubíes,
un poco de Bartók, un poco del viejo Bach-
pero más por los blancos y finos manteles bajo los árboles
que por Goga y sus cristianos,
y más por las rojas enaguas y el vino helado y el ajo
que por la estación de tren y las metralletas,
y más por la pequeña curva de la calle Orchad
y la vida de dulzura y más por los piadosos españoles
y los piadosos chinos en fila para sus plegarias matutinas,
y mucho, mucho más por las chaquetas de cuero en los percheros
y el humo silencioso
y las fastuosas escaleras de incendio,
y mucho, mucho más por los pañuelos de seda en las ventanas
y los coches en las calles
y las sucias estrellas invisibles;
Yehudi Menuhin
que pasea entre abetos,
Jascha Heifez
que se inclina sobre las mesas,
el gran Stern en persona
que arrastra su corazón de un alma destrozada a otra.
CANCIÓN
No hay nada más dulce en este mundanal jardín
que unas flores esparcidas donde caen,
soldados tendidos de un barranco a otro,
amantes bajo una ventana ensangrentada.
Miro arriba a través de las ramas
y sueño con el destino.
Mi viejo enemigo, el cielo azul, está sobre mí.
Mi viejo enemigo, el halcón,
avanza lentamente a través de la cadena de nubes blancas.
Un día voy a despertar de madrugada
para filosofar sobre mi condición
mientras me preparo.
Me pondré mi camisa de invierno
mientras pienso en el largo y amargo día que me espera.
Tardé horas en decidir
si me dispongo a vivir o a morir,
qué coche preparar,
qué bosques dejar atrás,
qué animal aplastar bajo las ruedas,
qué puente cruzar en mi camino.
Me encanta verme
revolcado por los suelos.
Amo que me traspasen el corazón,
medio hombre, medio flor,
mientras extiendo mi mano, vuelvo las palmas hacia fuera,
una de las muchas flores de color rosa y blanco,
una de tantas sobre el cruel césped.
Gerald Stern (Pittsburgh, 22 de febrero de 1925-Nueva York, 27 de octubre de 2022)1 fue un poeta, ensayista y profesor estadounidense.
Biografía
Stern se graduó por la Universidad de Pittsburgh y la Universidad de Columbia y estudió en la Universidad de París como postgraduado.
Fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía de Estados Unidos de 1998 por su poemario This Time: New and Selected Poems y finalista en 1991 del Premio Pulitzer de Poesía por Leaving Another Kingdom: Selected Poems. En 2000, la gobernadora de New Jersey Christine Todd Whitman eligió a Stern como primer poeta laureado del estado.
Autor de veinte libros de poesía y de cuatro ensayos, Stern impartió clases de literatura y de escritura creativa en la Universidad del Temple, la Universidad de Indiana de Pensilvania, el Colegio Universitario Raritan Valley y en el Iowa Writers' Workshop. Desde 2009, Stern ostenta el puesto de poeta residente y es miembro de facultad del programa de grado para el Máster en Bellas Artes en poesía de la Universidad Drew.
(Sacado de [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] )
*
Algunos poemas de Gerald Stern:
De Regocijos (1973);
EL MORDISCO
No empecé a tomarme en serio como poeta
hasta que el pelo blanco empezó a asomarme en la barbilla.
Antes todo era diversión y afecto;
ahora, como una liebre, una liebre, una liebre
veo a la tortuga alzar su horrenda pata
sobre el último escalón por subir antes de
volver a casa, henchida de ventaja.
......De pronto, todo parece venir de arriba, de la mente,
......la belleza de la carretera ha desaparecido
......y mi vida es apenas una alegoría.
De la Vida afortunada (1977):
96 VANDAM
Voy a llevar mi cama a Nueva York esta noche
con sus sábanas colgando y con sus mantas raídas;
la voy a empujar a través de tres avenidas oscuras
o voy a lo largo de la costa bajo 600.000 pálidas estrellas.
La quiero conmigo para no tener que pedir
demasiados favores a mis pobres amigos en apuros.
Quiero estar lo más cerca posible de mi almohada
no sea que me visiten un sueño o una fantasía.
Quiero quedarme dormido en mi propia escalera de incendios
y despertar aturdido y hambriento
con el sonido de la trituradora de la la basura abajo en la calle
y el aroma a café hirviendo que llega desde la ventana de arriba.
LA FUERZA DE LOS ARCES
Si quieres vivir en el campo tienes que entender la fuerza de los arces.
Tienes que verlos hundir sus dientes en las raíces de las viejas acacias.
Tienes que verlos ahogan a los sicomoros hasta dejarlos sin aliento.
Tienes que verlos llevar su gruesa cabellera hasta el sótano.
Y cuando cortes tu fabulosa vara verde para pescar
tienes que estar listo para verla brotar entre tus manos;
tienes que clavarla en la tierra como un trozo de sauce;
tienes que plantar tu mesa bajo sus hojas y empezar a comer.
De La brasa roja (1981):
RECUERDO A GALILEO
Recuerdo a Galileo describir la mente
como un trozo de papel que el viento arrastra,
y me encantó la imagen de este pegándose a un árbol
o saltando al asiento trasero de un coche,
y durante años he visto papeles volar a través de mis ciudades;
pero ayer vi que la mente era una ardilla atrapada al cruzar
la Ruta 80 entre las ruedas de un camión gigante,
bailando de un lado a otro como una delgada hoja,
o un hilo asustado, apenas dos segundos de vida
sobre el hormigón blanco antes de escapar,
la vida acortada por todo aquel terror, su cabeza
que tiembla, los dientes amarillos pulverizados.
Fue la velocidad de la ardilla y su cercanía al suelo,
su enorme resolución y la agilidad de su danza
lo que me enseñó la diferencia entre ella y el papel.
El papel será útil en teoría, cuando haya tiempo
de sentarse en una silla de metal a estudiar sombras;
pero para esta vida yo necesito una ardilla,
sus patas acabadas en garras extendidas, su alma trémula,
el viento cálido que corre por su pelo,
el fuerte ruido que la hace temblar de la cabeza a la cola.
Oh mente filosófica, oh mente de papel, necesito una ardilla
que con su salvaje carrera consiga cruzar la autopista,
que suba a toda prisa la verde ladera desgobernada.
SIN VIENTO
Hoy estoy sentado afuera de Duth Castle
en la Ruta 30 cerca del Bird in Hand y el Blue Ball,
veo a los amish chasquear sus tirantes ante las gafas de sol.
Sueño con mi traje negro otra vez
y con la tienda en Paradise donde seré vestido para toda la vida.
Una niña pequeña y yo nos reconocemos
de una vida anterior juntos en Córdoba.
Lloramos sobre los bolsos de plástico, los canutillos de manzana y las alegres armónicas
y caemos sobre la cálida moqueta
recordando el bosque de mármol
de la Mezquita
y las paredes color de leche
de la judería.
La volveré a ver dentro de 800 años
cuando lo tenga todo más claro.
Le concedo todo ese tiempo
teniendo en cuenta mi torpe memoria,
la suciedad del agua potable y el lento deterioro.
Le concedo al menos ese tiempo,
antes de acostarnos de nuevo sobre las lilas diminutas
y los paraísos de papel de la siguiente era.
De Poemas del paraíso (1982):
JABÓN
He aquí un judío verde
con los labios negros y delgados.
Lo robé del baño de hombres
del Amelia Earhart, y lo envolví en papel higiénico.
Calle arriba en Parfumes
hay judíos de Austria y de Hungría,
sin apenas recuerdos,
se tapan la nariz en medio de ese
paraíso suyo.
Hay una mujer afuera
que duda porque casi es Navidad.
"Creo que voy a ir a comprarme un judío", dice.
"Quiero decir una pastilla de jabón, una de un hermoso lila o lirio
para aliviarme las partes duras,
una Zest, una Fleur de Loo, una Wild Gardenia".
Y este es un judío azul.
Que es de ese color, quiero decir,
y se siente mejor enterrado en él, apresado
por todo ese cielo, la tierra de la muerte y la abundancia.
Si es un viejo baila,
o se sienta rígido,
mientras escucha las dulces palabras y admira las acciones viles
del primero de los godos y luego los ostrogodos.
Por dentro es una chica encantadora,
una danesa, que dio buen acomodo
y triste apoyo a jabones de todo tipo y género
durante la guerra y durante la ocupación.
Ella toca mi mano con ungüentos y pomadas.
Me pone uno bajo la nariz, envuelto en un pañuelo de papel,
uno que tensa las mejillas.
Compro un rumano negro para mi balda.
Lo utilizo para el cabello y la barba,
e incluso para los dientes cuando las cosas se ponen amargas y tristes.
Tenía un sueño, esta pastilla de jabón,
si mal no recuerdo,
quería vivir en Viena
y sentarse detrás de un seto los domingos por la tarde
a escuchar música y comerse un tierno schnitzel.
Eso era el delirio. Aparte de eso soñaba
con Norteamérica a veces, pero era algo cínico,
y un poco perezoso -conservador-, incluso en sueños,
y pagaría por ello, al final pagó por su falta de sueños.
Los alemanes lo mataron porque no soñaba
lo suficiente, porque no tenía visión.
Compro un cepillo para la espalda, un mango de plástico
simple con cerdas suaves. Compro un poco de polvo
para endulzarme el cuerpo. Compro una crema amarilla
para el rostro peludo. De vez en cuando me encuentro con
una pastilla de jabón en Broadway, en verdad un trozo,
sin mucha sustancia, a veces me encuentro con dos amigos
pegados de ese modo en que los trozos se pegan
y vuelvo un poco el rostro, lo vuelvo ara ocultar el horror,
el dolor, porque a veces el jabón es tan delgado
que la luz pasa a través de él, son los viejos flacos
y las viejas flacas a través de los cuales pasa la luz, son
los judíos que nacieron en 1865
o 1870, por ellos me estremezco, por ellos
lloro a veces, ellos son los que recuerdan
el siglo XVIII, ellos los que escuchaban
las voces celestiales, ellos los que fueron engañados y estafados.
Mi homólogo nació en 1925
en una ciudad de Polonia -no me gusta verlo nacer
en un pequeño pueblo a ochenta kilómetros de Kiev
y tener que luchar de forma tan salvaje solo para tener acceso
a los libros, no quiero verlo luchar
la mitad de su vida para ver un cuadro o para
sentarse en uno de los sillones de felpa a escuchar música-.
Lo sacaron a la fuerza de su casa en 1940
y volvió a ser de cierta utilidad en 1941,
aunque pudo haber luchado un poco, apilado
unos cuantos ladrillos o vertido un poco de sucia gasolina
sobre un camión alemán. Su color era el rosa
y se mantuvo a flote por mí durante días y días; adoro
la forma en que olfateaba el aire, adoro su aspecto,
cómo sus ojos se iluminaban, cómo sus mejillas eran casi rosa
cuando era feliz. Adoro la forma en que soñaba, cómo casi
desaparecía cuando estaba sumido en sus pensamientos. Para él
escribo este poema, para mi hermano pequeño, si
puedo llamarlo así; tal vez es el fantasma
que vive en ese lugar que yo he olvidado, ese amado mío
que murió en mi lugar -¡oh, fantasma, perdóname!-.
Tal vez se quedó para que yo pudiera salir, el mayor
que se quedó para que yo pudiera vivir -¡oh vivir por siempre!
¡siempre!-. Tal vez es un ser de otro
mundo, el brazo izquierdo de ágata, el ojo izquierdo de cristal,
y ha venido de nuevo por enésima vez,
esta vez a Polonia, a Varsovia, a Bialystok,
para ver cómo es el infierno. Creo que es eso,
que ha vuelto para vivir en nuestro infierno, si pudiera
incluso pincharse el brazo de ágata o incluso llorar
con el ojo de cristal -oh poder llorar con tu ojo de cristal,
querido ser indefenso, querido ser desamparado-. Escribo esto
en Iowa y Pensilvania y Nueva York,
justo a tiempo para la Navidad de 1982,
el aroma del jabón Irish Spring, el hedor del Ivory.
EL BAILE
En todas estas tiendas podridas, entre todo este mobiliario roto
y corbatas arrugadas y trofeos de béisbol y cafeteras
no he visto jamás una Philco de posguerra
con dial automático
ni escuchado el "Bolero" de Ravel como lo hice
en 1945 en aquella salita de estar
en Beechwood Boulevard, ni bailado como lo hice
entonces, todos mis cuchillos destellando, todo mi pelo flotando,
mi madre roja de risa, mi padre ahuecando
la mano izquierda bajo la axila, bailando la danza
de la vieja Ucrania, el sonido de su piel medio tambor,
medio pedo, el mundo al fin un prado,
nosotros tres girando y cantando, nosotros tres
gritando y cayendo, como si nos estuviéramos muriendo,
como si no pudiéramos parar -en 1945-
en Pittsburgh, bello y sucio Pittsburgh, hogar
de los crueles Mellon, a 8.000 kilómetros de distancia
del otro baile -en Polonia y Alemania-,
oh Dios de misericordia, oh salvaje Dios.
RUMANÍA, RUMANÍA
Estoy de pie como un cuervo de campo frente
a la sinagoga rumana en la calle Rivington,
cantando canciones sobre Moldavia y Bucovina.
Soy un violín andante, chirrío
un poco en las notas altas, vibro un poco
en las bajas, pulso triste mis cuerdas de tripa.
La música es lo único que me salva. De lo contrario
estaría siempre rondando calaveras, de lo contrario
estaría arrancando plumas rojas de mi cuello ensangrentado.
Solo es música, de lo contrario estaría pálido
de ira o cediendo al odio
o de vuelta a la lógica o a la religión
-el concierto de Brahms, colinas y valles dorados,
el poderoso Kreutzer, rubíes sobre rubíes,
un poco de Bartók, un poco del viejo Bach-
pero más por los blancos y finos manteles bajo los árboles
que por Goga y sus cristianos,
y más por las rojas enaguas y el vino helado y el ajo
que por la estación de tren y las metralletas,
y más por la pequeña curva de la calle Orchad
y la vida de dulzura y más por los piadosos españoles
y los piadosos chinos en fila para sus plegarias matutinas,
y mucho, mucho más por las chaquetas de cuero en los percheros
y el humo silencioso
y las fastuosas escaleras de incendio,
y mucho, mucho más por los pañuelos de seda en las ventanas
y los coches en las calles
y las sucias estrellas invisibles;
Yehudi Menuhin
que pasea entre abetos,
Jascha Heifez
que se inclina sobre las mesas,
el gran Stern en persona
que arrastra su corazón de un alma destrozada a otra.
CANCIÓN
No hay nada más dulce en este mundanal jardín
que unas flores esparcidas donde caen,
soldados tendidos de un barranco a otro,
amantes bajo una ventana ensangrentada.
Miro arriba a través de las ramas
y sueño con el destino.
Mi viejo enemigo, el cielo azul, está sobre mí.
Mi viejo enemigo, el halcón,
avanza lentamente a través de la cadena de nubes blancas.
Un día voy a despertar de madrugada
para filosofar sobre mi condición
mientras me preparo.
Me pondré mi camisa de invierno
mientras pienso en el largo y amargo día que me espera.
Tardé horas en decidir
si me dispongo a vivir o a morir,
qué coche preparar,
qué bosques dejar atrás,
qué animal aplastar bajo las ruedas,
qué puente cruzar en mi camino.
Me encanta verme
revolcado por los suelos.
Amo que me traspasen el corazón,
medio hombre, medio flor,
mientras extiendo mi mano, vuelvo las palmas hacia fuera,
una de las muchas flores de color rosa y blanco,
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