Todos se habían quedado ciegos, sordos y mudos, con las croquetas en las
manos. Y miraban impasibles.
Desamparada, divertida, Dorothy le dio el vino: astutamente, apenas
dos dedos en el vaso. Inexpresivos, preparados, todos esperaban la
tempestad.
Pero la agasajada no explotó con la miseria del vino que Dorothy le
había dado, que no se movió en el vaso. Su mirada estaba fija, silenciosa.
Como si nada hubiera pasado.
Todos miraron corteses, sonriendo ciegamente, abstractos como si un
perro hubiese hecho pis en la sala. Con estoicismo, recomenzaron las
bocas y las risas. La nuera de Olaria, que había tenido su primer momento
de unión con los demás cuando la tragedia victoriosamente parecía
próxima a desencadenarse, tuvo que retornar solitaria a su severidad, sin
contar siquiera con el apoyo de los tres hijos que ahora se mezclaban
traidoramente con los otros. Desde su silla monacal, ella analizaba
críticamente esos vestidos sin ningún modelo determinado, sin un pliegue,
qué manía tenían de usar vestido negro con collar de perlas, eso no era de
moda ni cosa que se le pareciera, no pasaba de maniobra de tacañería.
Examinaba distante los sándwiches que casi no tenían mantequilla. Ella no
se había servido nada, ¡nada! Solamente había comido una sola cosa de
cada plato, para probar.
Por así decir, la fiesta había terminado.
Todos se quedaron sentados, benevolentes. Algunos con la atención
vuelta hacia dentro de sí, a la espera de algo que decir. Otros vacíos y
expectantes, con una sonrisa amable, el estómago lleno de aquellas
porquerías que no alimentaban pero quitaban el hambre. Los chicos,
incontrolables ya, gritaban llenos de vigor. Algunos tenían la cara
mugrienta; otros, los más pequeños, estaban mojados; la tarde había caído
rápidamente. ¿Y Cordelia? Cordelia miraba ausente, con una sonrisa
atontada, soportando sola su secreto. ¿Qué tenía ella?, preguntó alguien
con curiosidad negligente, señalándola de lejos con la cabeza, pero nadie
respondió. Encendieron el resto de las luces para precipitar la tranquilidad
de la noche, los chicos comenzaban a pelearse. Pero las luces eran más
pálidas que la tensión pálida de la tarde. Y el crepúsculo de Copacabana,
sin ceder, mientras tanto se ensanchaba cada vez más y penetraba por las
ventanas como un peso.
—Tengo que irme —dijo perturbada una de las nueras, levantándose y
sacudiéndose las migas de la falda. Varios se levantaron sonriendo.
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