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William Ospina (Herveo, Tolima, 2 de marzo de 1954) es un poeta, ensayista y novelista colombiano. Ganó el premio Rómulo Gallegos con su novela El país de la canela, que forma parte de una trilogía sobre la conquista de la parte norte de Sudamérica.
Biografía:
Nació en Herveo, Tolima, el 2 de marzo de 1954 y pasó su infancia recorriendo el sur colombiano huyendo de la violencia. Su padre, Luis Ospina, enfermero de oficio y músico de vocación cultivó en su hijo una profunda relación con la cultura colombiana. Según Ospina, "en mi casa no había libros, pero en cambio tuvimos todas las canciones".
Pasó su adolescencia en Cali donde ingresó a la Universidad Santiago de Cali a estudiar derecho y ciencias políticas, pero abandonó la carrera para dedicarse a la literatura. Vivió en Europa de 1979 a 1981. Fue redactor de la edición dominical del diario La Prensa de Bogotá (1988 a 1989). Escribió varios ensayos sobre Lord Byron, Edgar Allan Poe, León Tolstói, Charles Dickens, Emily Dickinson, Las mil y una noches, Alfonso Reyes, Estanislao Zuleta, literatura árabe y William Shakespeare.
En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura. En 1999 recibió el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín.2 En 2005 el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad del Tolima. En 2008 recibió Doctorado Honoris causa de la Universidad de Santiago de Cali. Fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos 2009 por "El país de la canela".
(Sacado de https://es.wikipedia.org/wiki/William_Ospina )
*
Algunos poema de William Ospina, de su obra Hilo de arena, 1984:
EL DÍA SE DESPIDE
Con ese azul nocturno
que llena todo el cielo,
con esa bruma de azafrán y de oro
sobre las irreales colinas del oeste,
el día se despide.
Nadie escapa al ocaso vehemente
que condena a belleza lo sórdido y lo triste;
yo mismo he detenido mi fatiga
en esta esquina donde
como ríos parecen despeñarse las calles.
La luz azul de un auto blanco,
su lúgubre sirena,
dicen que alguien se muere por estas calles vivas
y se apagan las letras menudas de los diarios
y una patrulla se hunde por los barrios violentos.
El día se despide.
Nadie sufre bastante
para apagar este zafiro inmenso.
Serenos, como ancianos que no temen la muerte,
vemos el mundo virgen que sobre eras de furia
dulcemente se apaga,
y una vez más el miedo se resigna a la sombra.
Por la acera, a mi lado,
el alterno sonido de un bastón inseguro,
y un hombre ciego
habla con negros párpados de este ocaso imposible
que centellea y que declina.
Conmovidos sentimos que en el cielo sin dioses
triunfará la tiniebla.
Más oscuro el azul. La luz más roja y última.
Ya la primera estrella.
EL EFEBO DE MARATÓN
De bronce es esta música que hurtó su ritmo al tiempo
y surgió, leve, al alba, de una frente amorosa.
De bronce, y sobre ella resbalaron los siglos,
titilando en miradas, en abrazos, fugándose.
De bronce es este cuerpo que exaltó en Dios al hombre
y que nos rinde al sueño de una fiesta lejana,
donde fue hermoso alzarse por los aires dorados
y en voz y en puro esfuerzo ser Arcano y Palabra.
De bronce es este efebo más durable que un reino,
más bello que un relámpago sobre vastas batallas
y acaso un día, a solas, dirá, invisible al cielo,
que antiguas manos de hombre lo forjaron, amando.
De bronce, acaso, un día, sobre el sueño disperso,
mientras gire el planeta deshabitado, en sombras,
dirá a los astros firmes su desnudez sagrada
que duró más que el hombre su más hermosa imagen.
PALABRAS
Aunque conozcas todas las palabras
las verás volver vírgenes
y algo nunca soñado dirá el azar con ellas.
Un sentido más dulce o más atroz, un día
tendrán en tus oídos estas voces.
Escucharás que nombran imprevistos jardines,
los nichos sucesivos de alguna gruta espléndida,
los nuevos y distintos hábitos de tu cuerpo.
Aún cabe en las palabras algo que no sabremos
previamente.
Los ecos y los símbolos de la hora inconcebible
en que la tierra nos reclame.
Las últimas acciones, los pensamientos últimos,
la irrupción de los ángeles.
AHORA
Hace un instante apenas, por la ciudad hondísima,
oí pasar una noche de mi infancia en los campos,
un vuelo de caballos, de iluminadas granjas
y altos bosques de pájaros. Es como un pulso súbito
el recuerdo, una ola de sangre que no olvida
asciende de la bruma con ladridos de perros,
con salvajes ancianos que ven la luna alzándose
sobre la pleamar negra de las montañas.
Golpea al corazón ese puño secreto,
un viento que se burla de los años reanuda
su silbo en las agujas del pinar y derriba
de los negros ramajes las esferas maduras.
Tan lejos, de repente, vuelve ese viento antiguo
que desciende hacia el río, por los anchos cañones
del Tolima, curvando las cañas, despertando
voces sobresaltadas en los cuartos vecinos.
Tal vez no es más la infancia que un país ilusorio,
una raíz que hundimos en las previas penumbras
para sortear la vaga irrealidad del mundo,
pero su acre ventisca llega como un milagro,
hace crujir los muros de casas que no existen
y enciende sobre el páramo las increíbles voces
de los ángeles. Vivas y huyendo por los montes
veo las llamas indemnes. Veo el árbol temible
donde la enferma quiso que excavaran su tumba.
Oigo lejos gemir los camiones nocturnos
que cruzan rumbo a Caldas. Oigo las torpes bestias
que devoran el apio, que enferman los sembrados.
Y mi noche se llena de obliteradas noches,
se confunden en ella los pueblos de los riscos,
los entrevistos trenes, las iglesias monstruosas
y el sable de las fábulas vuela en fragmentos de oro
cuando truenan los cielos y los rifles. La noche
vasta de la ciudad asila esos espectros,
las bifurcadas noches que atesoran sus hombres,
ayeres que ya están en la sangre y, de pronto,
despiertan para hundirnos en el canto o el crimen.
Algunos poemas de William Ospina, de su obra La luna del dragón, 1991:
POLVO
Esto que ves fue coronas fenicias,
fue un ánfora de Creta, fue entre gritos
la empuñadura de un cuchillo persa,
fue el griego que murió por el cuchillo,
fue una columna en un jardín, la oscura
madreselva abrazada a la columna,
fue la alondra y la voz que la maldijo,
fue mantos, búfalos, arados, rosas,
el papiro y sus tintas,
la dureza, el metal, la exacta forma
que laboriosos siglos disgregaron.
Arquitecto de escombros, lento, el tiempo
puso insolente herrumbre en las coronas,
vertió aridez en los trozos del ánfora,
gastó con blancas aguas los peñascos,
diezmó y diezmó la lima hasta la escoria,
tejió orificios en los viejos mantos
y devoró las fauces.
Quién sabe ya qué cosas fue este polvo.
Fuerte es el Dios. Cuando se inclina y besa,
vuela en arena el labio de la Esfinge.
ÁRBOL
A Fernando Herrera
No parece tan vivo ese ser silencioso
que mora en la colina,
pero sabe crecer, permanecer, surtiendo
delgadas, verdes láminas, que en el viento agonizan.
No parece capaz de asimilar lo externo,
de convertirlo en parte de sí mismo,
pero la sangre de la oscura tierra
fluye por este cuerpo sin corazón, sin finas
redecillas de nervios, sin cuerdas para el canto.
En él, un agua oscura
se convierte en vigor, en dureza, en impulso,
los verdes brazos beben el aire en que se agitan
y hacia la luz se vuelven ávidos los follajes.
No posee un idioma,
pero en él se complacen las locuaces criaturas:
el claro viento que habla cosas largas y antiguas,
la cigarra estridente,
las aves que reiteran sus pequeños dialectos.
Y en él construyen casas, dialogan al crepúsculo;
algo como una noble amistad acontece
entre el árbol sin ojos y esas criaturas frágiles
que temen a los hombres.
No ve girar en torno su ebria y ociosa sombra.
Ahí está, en la colina,
entre nubes de insectos que susurran,
siempre fiel a sí mismo, sin preguntas,
sin proyectar al cielo verdes ídolos,
divinamente libre de esperanza y memoria.
Esferas donde es dulce la sangre de la tierra
caen a sus pies, deshechas,
y a veces este huésped de los campos parece
pensar, pensar las nubes que no duran, la firme
luz de tantas estrellas que en esta luz se olvidan.
Un día exhala, lento, candelas de colores,
su vida poderosa quiere multiplicarse,
y esas formas ardientes, de un modo misterioso
alegran al que pasa.
Está firme en la tierra que lo sueña. No envidia
al potro que a su lado galopa resoplando,
pero en mi mente, a veces, emprende su camino,
con muchos pies recorre silenciosas distancias
y a su paso las vacas y los cuervos comprenden
que ese árbol va en busca de su Dios, y asombrados
van tras él, discutiendo, bulliciosos, los pájaros.
HOY
¿Recuerdas esa tarde en el Pireo? Ardía
en la iglesia ortodoxa la extraña ceremonia.
Atenas se agrandaba con la muerte del día,
Orión iba girando sobre la plaza Omonia.
Vivas como el amor nos urgían las calles,
para hablar era el mundo un estrecho recinto,
ante las blancas casas las naves en los valles
y allá lejos los besos de una noche en Corinto.
Qué viva estaba Grecia, como el amor. Los buses,
los barbados patriarcas, las duplicadas cruces,
rojo vino de Samos, semáforos y olivas.
Y hoy que evoco esos fuegos, Atenas, las colinas,
el amor demorándonos en las blancas esquinas,
ya solo aquellas ruinas parecen estar vivas.
EL HUESPED
Mientras la tarde rueda con fuego hacia el Oeste
busco la imagen cierta que cruzó como un sueño
frente a mí en el urgente mediodía sin sombras.
Por declives del alma ya no es más que un recuerdo.
Ese que hace unas horas era un joven sereno
absolviendo una calle de tumulto y de estruendo,
ahora es un tejido de misteriosos símbolos,
una forma secreta que repaso y reinvento.
Yo sé que en la memoria nada es nuevo ni antiguo:
puedo soñarlo al lado de los centauros griegos,
está en mí con la rosa que vio el romano en Persia,
existe como existen mis sirenas, mis muertos,
pero no tiene nombre, ni pasado, ni origen,
lo hallé sólo un instante y detuve mis pasos
para verlo existir y pasar y perderse.
Oh, momentáneo amigo, don del azar, fragmento
de vida incomprensible que amé y perdí, qué normas,
¿qué secreto designio te impuso a mi destino,
me permitió al mirarte, fugaz como una nube,
saber que ya eras parte de mi vida en la tierra,
que pasaría las horas girando en torno tuyo,
creyendo hallar en ti lo que entregué a los vientos,
condensar en tu pérdida, pérdidas incontables?
Y sé que hay una zona de temblor en el alma
donde ya son lo mismo añoranzas y anhelos,
donde evadido al tiempo y actual como una música
lo mucho que he perdido ya es lo mucho que espero.
En ti estaba esa noche de hielo: la mansarda
donde un gato miraba las felinas estrellas,
y otra de hierba y ansia bajo un sauce invisible
y ese rostro inmediato que me asedia en la ausencia.
Y en ti estaban las claras esperanzas que brillan
como hermosos fantasmas en distancias de vértigo.
Aunque no puede estar tu substancia en los versos,
solo para guardar ese instante perplejo,
para que no me pierda
la certeza de haber orillado un misterio
por una calle ajena,
para que no se pierda la huella de ese instante,
acaso inútilmente
persigo esta memoria de un don incalculable
me resigno al poema
y pido al Dios que quiso dar zozobra a mi día
que estas pobres palabras puedan ser su elegía.
MUSEO
De los mantos emergen los castigados brazos.
Todos están heridos y todos están vivos...
Mármoles de Corinto, destrozados y altivos,
parecen un ejército que volviera en pedazos
de una guerra sublime que fatigó su empeño.
Ávida mano hermosa, soñadora cabeza,
no pudo tanta guerra contra tanta belleza
y hoy son como fragmentos que nos quedan de un sueño.
No habrá rencor ni fuerza que del todo los mate,
con firmeza infinita libraron su combate
contra un caudal ejército silencioso y paciente
que insiste. Siento el soplo de sus furiosos potros...
No triunfó en estos cuerpos el tiempo, que a nosotros
habrá de disolvernos irremediablemente.
DEL REGRESO IMPOSIBLE
Años de soledad, años de prisa.
La pirámide, el ala y el desgaste.
Después de aquellos años regresaste,
iguales la belleza y la sonrisa.
Algo sentí, no se por qué, desierto,
y era por eso, al fin, que había llorado.
Algo en tu corazón había cambiado,
imperceptible casi, pero cierto.
Algo dejaba aquella dicha trunca:
tu amor, el que se fue, no volvió nunca,
por él tiembla la boca que te besa.
Alguien llegó, con cosas del pasado,
alguien que habla de ayer ha regresado,
pero aquel que se fue jamás regresa.
William Ospina (Herveo, Tolima, 2 de marzo de 1954) es un poeta, ensayista y novelista colombiano. Ganó el premio Rómulo Gallegos con su novela El país de la canela, que forma parte de una trilogía sobre la conquista de la parte norte de Sudamérica.
Biografía:
Nació en Herveo, Tolima, el 2 de marzo de 1954 y pasó su infancia recorriendo el sur colombiano huyendo de la violencia. Su padre, Luis Ospina, enfermero de oficio y músico de vocación cultivó en su hijo una profunda relación con la cultura colombiana. Según Ospina, "en mi casa no había libros, pero en cambio tuvimos todas las canciones".
Pasó su adolescencia en Cali donde ingresó a la Universidad Santiago de Cali a estudiar derecho y ciencias políticas, pero abandonó la carrera para dedicarse a la literatura. Vivió en Europa de 1979 a 1981. Fue redactor de la edición dominical del diario La Prensa de Bogotá (1988 a 1989). Escribió varios ensayos sobre Lord Byron, Edgar Allan Poe, León Tolstói, Charles Dickens, Emily Dickinson, Las mil y una noches, Alfonso Reyes, Estanislao Zuleta, literatura árabe y William Shakespeare.
En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura. En 1999 recibió el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín.2 En 2005 el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad del Tolima. En 2008 recibió Doctorado Honoris causa de la Universidad de Santiago de Cali. Fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos 2009 por "El país de la canela".
(Sacado de https://es.wikipedia.org/wiki/William_Ospina )
*
Algunos poema de William Ospina, de su obra Hilo de arena, 1984:
EL DÍA SE DESPIDE
Con ese azul nocturno
que llena todo el cielo,
con esa bruma de azafrán y de oro
sobre las irreales colinas del oeste,
el día se despide.
Nadie escapa al ocaso vehemente
que condena a belleza lo sórdido y lo triste;
yo mismo he detenido mi fatiga
en esta esquina donde
como ríos parecen despeñarse las calles.
La luz azul de un auto blanco,
su lúgubre sirena,
dicen que alguien se muere por estas calles vivas
y se apagan las letras menudas de los diarios
y una patrulla se hunde por los barrios violentos.
El día se despide.
Nadie sufre bastante
para apagar este zafiro inmenso.
Serenos, como ancianos que no temen la muerte,
vemos el mundo virgen que sobre eras de furia
dulcemente se apaga,
y una vez más el miedo se resigna a la sombra.
Por la acera, a mi lado,
el alterno sonido de un bastón inseguro,
y un hombre ciego
habla con negros párpados de este ocaso imposible
que centellea y que declina.
Conmovidos sentimos que en el cielo sin dioses
triunfará la tiniebla.
Más oscuro el azul. La luz más roja y última.
Ya la primera estrella.
EL EFEBO DE MARATÓN
De bronce es esta música que hurtó su ritmo al tiempo
y surgió, leve, al alba, de una frente amorosa.
De bronce, y sobre ella resbalaron los siglos,
titilando en miradas, en abrazos, fugándose.
De bronce es este cuerpo que exaltó en Dios al hombre
y que nos rinde al sueño de una fiesta lejana,
donde fue hermoso alzarse por los aires dorados
y en voz y en puro esfuerzo ser Arcano y Palabra.
De bronce es este efebo más durable que un reino,
más bello que un relámpago sobre vastas batallas
y acaso un día, a solas, dirá, invisible al cielo,
que antiguas manos de hombre lo forjaron, amando.
De bronce, acaso, un día, sobre el sueño disperso,
mientras gire el planeta deshabitado, en sombras,
dirá a los astros firmes su desnudez sagrada
que duró más que el hombre su más hermosa imagen.
PALABRAS
Aunque conozcas todas las palabras
las verás volver vírgenes
y algo nunca soñado dirá el azar con ellas.
Un sentido más dulce o más atroz, un día
tendrán en tus oídos estas voces.
Escucharás que nombran imprevistos jardines,
los nichos sucesivos de alguna gruta espléndida,
los nuevos y distintos hábitos de tu cuerpo.
Aún cabe en las palabras algo que no sabremos
previamente.
Los ecos y los símbolos de la hora inconcebible
en que la tierra nos reclame.
Las últimas acciones, los pensamientos últimos,
la irrupción de los ángeles.
AHORA
Hace un instante apenas, por la ciudad hondísima,
oí pasar una noche de mi infancia en los campos,
un vuelo de caballos, de iluminadas granjas
y altos bosques de pájaros. Es como un pulso súbito
el recuerdo, una ola de sangre que no olvida
asciende de la bruma con ladridos de perros,
con salvajes ancianos que ven la luna alzándose
sobre la pleamar negra de las montañas.
Golpea al corazón ese puño secreto,
un viento que se burla de los años reanuda
su silbo en las agujas del pinar y derriba
de los negros ramajes las esferas maduras.
Tan lejos, de repente, vuelve ese viento antiguo
que desciende hacia el río, por los anchos cañones
del Tolima, curvando las cañas, despertando
voces sobresaltadas en los cuartos vecinos.
Tal vez no es más la infancia que un país ilusorio,
una raíz que hundimos en las previas penumbras
para sortear la vaga irrealidad del mundo,
pero su acre ventisca llega como un milagro,
hace crujir los muros de casas que no existen
y enciende sobre el páramo las increíbles voces
de los ángeles. Vivas y huyendo por los montes
veo las llamas indemnes. Veo el árbol temible
donde la enferma quiso que excavaran su tumba.
Oigo lejos gemir los camiones nocturnos
que cruzan rumbo a Caldas. Oigo las torpes bestias
que devoran el apio, que enferman los sembrados.
Y mi noche se llena de obliteradas noches,
se confunden en ella los pueblos de los riscos,
los entrevistos trenes, las iglesias monstruosas
y el sable de las fábulas vuela en fragmentos de oro
cuando truenan los cielos y los rifles. La noche
vasta de la ciudad asila esos espectros,
las bifurcadas noches que atesoran sus hombres,
ayeres que ya están en la sangre y, de pronto,
despiertan para hundirnos en el canto o el crimen.
Algunos poemas de William Ospina, de su obra La luna del dragón, 1991:
POLVO
Esto que ves fue coronas fenicias,
fue un ánfora de Creta, fue entre gritos
la empuñadura de un cuchillo persa,
fue el griego que murió por el cuchillo,
fue una columna en un jardín, la oscura
madreselva abrazada a la columna,
fue la alondra y la voz que la maldijo,
fue mantos, búfalos, arados, rosas,
el papiro y sus tintas,
la dureza, el metal, la exacta forma
que laboriosos siglos disgregaron.
Arquitecto de escombros, lento, el tiempo
puso insolente herrumbre en las coronas,
vertió aridez en los trozos del ánfora,
gastó con blancas aguas los peñascos,
diezmó y diezmó la lima hasta la escoria,
tejió orificios en los viejos mantos
y devoró las fauces.
Quién sabe ya qué cosas fue este polvo.
Fuerte es el Dios. Cuando se inclina y besa,
vuela en arena el labio de la Esfinge.
ÁRBOL
A Fernando Herrera
No parece tan vivo ese ser silencioso
que mora en la colina,
pero sabe crecer, permanecer, surtiendo
delgadas, verdes láminas, que en el viento agonizan.
No parece capaz de asimilar lo externo,
de convertirlo en parte de sí mismo,
pero la sangre de la oscura tierra
fluye por este cuerpo sin corazón, sin finas
redecillas de nervios, sin cuerdas para el canto.
En él, un agua oscura
se convierte en vigor, en dureza, en impulso,
los verdes brazos beben el aire en que se agitan
y hacia la luz se vuelven ávidos los follajes.
No posee un idioma,
pero en él se complacen las locuaces criaturas:
el claro viento que habla cosas largas y antiguas,
la cigarra estridente,
las aves que reiteran sus pequeños dialectos.
Y en él construyen casas, dialogan al crepúsculo;
algo como una noble amistad acontece
entre el árbol sin ojos y esas criaturas frágiles
que temen a los hombres.
No ve girar en torno su ebria y ociosa sombra.
Ahí está, en la colina,
entre nubes de insectos que susurran,
siempre fiel a sí mismo, sin preguntas,
sin proyectar al cielo verdes ídolos,
divinamente libre de esperanza y memoria.
Esferas donde es dulce la sangre de la tierra
caen a sus pies, deshechas,
y a veces este huésped de los campos parece
pensar, pensar las nubes que no duran, la firme
luz de tantas estrellas que en esta luz se olvidan.
Un día exhala, lento, candelas de colores,
su vida poderosa quiere multiplicarse,
y esas formas ardientes, de un modo misterioso
alegran al que pasa.
Está firme en la tierra que lo sueña. No envidia
al potro que a su lado galopa resoplando,
pero en mi mente, a veces, emprende su camino,
con muchos pies recorre silenciosas distancias
y a su paso las vacas y los cuervos comprenden
que ese árbol va en busca de su Dios, y asombrados
van tras él, discutiendo, bulliciosos, los pájaros.
HOY
¿Recuerdas esa tarde en el Pireo? Ardía
en la iglesia ortodoxa la extraña ceremonia.
Atenas se agrandaba con la muerte del día,
Orión iba girando sobre la plaza Omonia.
Vivas como el amor nos urgían las calles,
para hablar era el mundo un estrecho recinto,
ante las blancas casas las naves en los valles
y allá lejos los besos de una noche en Corinto.
Qué viva estaba Grecia, como el amor. Los buses,
los barbados patriarcas, las duplicadas cruces,
rojo vino de Samos, semáforos y olivas.
Y hoy que evoco esos fuegos, Atenas, las colinas,
el amor demorándonos en las blancas esquinas,
ya solo aquellas ruinas parecen estar vivas.
EL HUESPED
Mientras la tarde rueda con fuego hacia el Oeste
busco la imagen cierta que cruzó como un sueño
frente a mí en el urgente mediodía sin sombras.
Por declives del alma ya no es más que un recuerdo.
Ese que hace unas horas era un joven sereno
absolviendo una calle de tumulto y de estruendo,
ahora es un tejido de misteriosos símbolos,
una forma secreta que repaso y reinvento.
Yo sé que en la memoria nada es nuevo ni antiguo:
puedo soñarlo al lado de los centauros griegos,
está en mí con la rosa que vio el romano en Persia,
existe como existen mis sirenas, mis muertos,
pero no tiene nombre, ni pasado, ni origen,
lo hallé sólo un instante y detuve mis pasos
para verlo existir y pasar y perderse.
Oh, momentáneo amigo, don del azar, fragmento
de vida incomprensible que amé y perdí, qué normas,
¿qué secreto designio te impuso a mi destino,
me permitió al mirarte, fugaz como una nube,
saber que ya eras parte de mi vida en la tierra,
que pasaría las horas girando en torno tuyo,
creyendo hallar en ti lo que entregué a los vientos,
condensar en tu pérdida, pérdidas incontables?
Y sé que hay una zona de temblor en el alma
donde ya son lo mismo añoranzas y anhelos,
donde evadido al tiempo y actual como una música
lo mucho que he perdido ya es lo mucho que espero.
En ti estaba esa noche de hielo: la mansarda
donde un gato miraba las felinas estrellas,
y otra de hierba y ansia bajo un sauce invisible
y ese rostro inmediato que me asedia en la ausencia.
Y en ti estaban las claras esperanzas que brillan
como hermosos fantasmas en distancias de vértigo.
Aunque no puede estar tu substancia en los versos,
solo para guardar ese instante perplejo,
para que no me pierda
la certeza de haber orillado un misterio
por una calle ajena,
para que no se pierda la huella de ese instante,
acaso inútilmente
persigo esta memoria de un don incalculable
me resigno al poema
y pido al Dios que quiso dar zozobra a mi día
que estas pobres palabras puedan ser su elegía.
MUSEO
De los mantos emergen los castigados brazos.
Todos están heridos y todos están vivos...
Mármoles de Corinto, destrozados y altivos,
parecen un ejército que volviera en pedazos
de una guerra sublime que fatigó su empeño.
Ávida mano hermosa, soñadora cabeza,
no pudo tanta guerra contra tanta belleza
y hoy son como fragmentos que nos quedan de un sueño.
No habrá rencor ni fuerza que del todo los mate,
con firmeza infinita libraron su combate
contra un caudal ejército silencioso y paciente
que insiste. Siento el soplo de sus furiosos potros...
No triunfó en estos cuerpos el tiempo, que a nosotros
habrá de disolvernos irremediablemente.
DEL REGRESO IMPOSIBLE
Años de soledad, años de prisa.
La pirámide, el ala y el desgaste.
Después de aquellos años regresaste,
iguales la belleza y la sonrisa.
Algo sentí, no se por qué, desierto,
y era por eso, al fin, que había llorado.
Algo en tu corazón había cambiado,
imperceptible casi, pero cierto.
Algo dejaba aquella dicha trunca:
tu amor, el que se fue, no volvió nunca,
por él tiembla la boca que te besa.
Alguien llegó, con cosas del pasado,
alguien que habla de ayer ha regresado,
pero aquel que se fue jamás regresa.
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