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Ángel Fernández Fernández nació en León en el año 1963 y éste es su tercer libro de poemas para adultos, a los que hay que añadir uno de cuentos y otro de versos para niños.
https://ileon.eldiario.es/cultura/038760/angel-fernandez-fernandez-los-poetas-andaluces-nacemos-en-el-norte
Algunos poemas de Ángel Fernández Fernández, de su libro La huerta de los manzanos, Visor, 2019:
LA HUERTA DE LOS MANZANOS
Solo tienes que entrar en la foto que tiembla entre tus manos
y seguiir a esa niña de trenzas en coro0na;
y avivarle el color y la sonrisa.
No es necesario que tengas todo el tiempo en cuenta
que es tu madre,
ni tu edad ni la suya.
Solo sortear el sepia
para llegar hasta la huerta de los manzanos.
Vigilar junto a ella y esperar
el momento oportuno:
Ya se alejan los cencerros de las vacas,
las esquilas de las ovejas.
Sois dos niños de cartón
y en vosotros se mezcla el hambre
y la aventura.
Pasáis por debajo de la cerca y de todos los miedos posibles.
Los frutos de los árboles se arrojan contentos a vuestros brazos.
Tu madre te sonríe entre mordisco y mordisco.
Repartís las manzanas.
Y buscáis la salida.
LOS CUENTOS DE MI ABUELA
Mi abuela le contaba a mi padre
cuentos sin papel.
De lobos que venían de las tierras del sur,
hambrientos y acechantes,
de madres misteriosas que eran luego
brujas o madrastras sanguinarias
(al final de la aventura,
cuando mi abuela apagaba la luz).
Los contaba mudando el rostro constantemente,
el tono de su voz.
Se ayudaba con ruidos de sillas y zapatos,
de rechinar de dientes,
d aspavientos que le hacían parecer
un hada centenaria.
Eran cuentos para no dormir,
para estar atentos, para entrenar a su hijo
en la guerra sin armas de la vida.
Puede que necesarios:
mi padre nunca me los contó.
EL ROBOT DE MAMÁ
Algunas veces un pequeño robot articulado
iba a buscar a mi padre a la cantina.
Mi madre le daba cuerda.
Y él, moviendo sus bracitos de latón,
sus piernas de hojalata,
subía dos kilómetros de vega
y recorría los miles de garitos
que calman la sed de los mineros.
Cuando lo localizaba, accionaba un botón azul
que ponía en marcha la voz de su gravadora:
- Que dice mamá que bajes…
que dice mamá que bajes…
(la cinta estaba rayada).
Y mi padre interrumpía la partida,
bebía otro trago de vino o de coñac,
guiñaba al robot y - a veces -
volvía con él a casa.
CÉSAR
El río se llenó de voces
y los peces quedaron infartados
sobre los lomos relucientes de las aguas.
Los cangrejos comenzaron a gritar
como mujeres parturientas,
arrancándose las pinzas
y las puntas de alfileres de sus ojos.
Porque no querían contemplar
el cuerpo hinchado del niño,
abrazado por los limos y las algas,
expuesto, con osadía, a los rayos del sol.
¡Qué frío de piedras y de caracolas!
¡Qué Vergüenza de Dios y sus recursos!
Todos son culpables.
Por eso saltan a tierra los renacuajos,
se hunden para siempre las flores y salgueras,
los pájaros, las hierbas
y las mariposas.
UNA MUJER EN LOS HAYEDOS
Hay una mujer en los hayedos. Semienterrada.
Coronada de luciérnagas y mariposas.
¿Viva?
Sus ojos son espejos y si te asomas
puedes contemplar un día de verano,
lleno de maestras amordazadas.
Hay una mujer en los hayedos,
justo al lado de la Fuente fría,
con cabellos de helechos tiernos
y un pecho que ondula la tela de su vestido.
Los pájaros anidan en sus manos
y entre sus dedos recuestan sus cabezas de plumas.
TODOS LOS DÍAS
Mi abuela y yo íbamos todos los días al cementerio.
A dar de comer geranio al fantasma.
Mi abuela, además, le limpiaba la tumba, le contaba:
de su mujer, de sus hijos, de su hermano, de la casa…
Le arrancaba las hierbas de la boca,
y besaba – al despedirse – su nombre de metal.
Yo también lo besaba.
Cerrábamos con un alambre la puerta de hierro del camposanto.
Para que no entrara el viento por la noche
con sus gritos de frío y de cuchillo
y despertara al fantasma.
LA NIÑA VA A SERVIR
España tiene frío
y le duele la vida y la garganta.
Los zapatos de plástico se pegan a los pies
si la niña no lleva calcetines.
Llueve carbón.
El castillete es solo un esqueleto de hierro,
un espantapájaros que a nadie atemoriza,
un minarete para el juego del viento y de las nubes.
La niña va a servir a casa de los ingenieros
y acelera el paso.
Porque ya son las seis de la mañana.
LOS OJOS DE LOS VENCEJOS
Se encendieron los ojos de los vencejos
y los pechos de raso de las golondrinas
para que la tormenta pudiera ver entre las sombras
e hiciera sus embalses y castillos.
A continuación salió un sol gigante y fresco,
un sol de cuento con enanos,
con mofletes de amapola y gran sonrisa.
Yo aproveché para ir al monte
y buscar la cena de los conejos:
faldas de diente de león, hojas de avellano,
hierbas olorosas y crujientes,
flores de té.
Y prolongué la tarde, porque aún
el tiempo, al escucharme, obedecía.
Ángel Fernández Fernández (De La huerta de los manzanos, Visor, 2019
Ángel Fernández Fernández nació en León en el año 1963 y éste es su tercer libro de poemas para adultos, a los que hay que añadir uno de cuentos y otro de versos para niños.
https://ileon.eldiario.es/cultura/038760/angel-fernandez-fernandez-los-poetas-andaluces-nacemos-en-el-norte
Algunos poemas de Ángel Fernández Fernández, de su libro La huerta de los manzanos, Visor, 2019:
LA HUERTA DE LOS MANZANOS
Solo tienes que entrar en la foto que tiembla entre tus manos
y seguiir a esa niña de trenzas en coro0na;
y avivarle el color y la sonrisa.
No es necesario que tengas todo el tiempo en cuenta
que es tu madre,
ni tu edad ni la suya.
Solo sortear el sepia
para llegar hasta la huerta de los manzanos.
Vigilar junto a ella y esperar
el momento oportuno:
Ya se alejan los cencerros de las vacas,
las esquilas de las ovejas.
Sois dos niños de cartón
y en vosotros se mezcla el hambre
y la aventura.
Pasáis por debajo de la cerca y de todos los miedos posibles.
Los frutos de los árboles se arrojan contentos a vuestros brazos.
Tu madre te sonríe entre mordisco y mordisco.
Repartís las manzanas.
Y buscáis la salida.
LOS CUENTOS DE MI ABUELA
Mi abuela le contaba a mi padre
cuentos sin papel.
De lobos que venían de las tierras del sur,
hambrientos y acechantes,
de madres misteriosas que eran luego
brujas o madrastras sanguinarias
(al final de la aventura,
cuando mi abuela apagaba la luz).
Los contaba mudando el rostro constantemente,
el tono de su voz.
Se ayudaba con ruidos de sillas y zapatos,
de rechinar de dientes,
d aspavientos que le hacían parecer
un hada centenaria.
Eran cuentos para no dormir,
para estar atentos, para entrenar a su hijo
en la guerra sin armas de la vida.
Puede que necesarios:
mi padre nunca me los contó.
EL ROBOT DE MAMÁ
Algunas veces un pequeño robot articulado
iba a buscar a mi padre a la cantina.
Mi madre le daba cuerda.
Y él, moviendo sus bracitos de latón,
sus piernas de hojalata,
subía dos kilómetros de vega
y recorría los miles de garitos
que calman la sed de los mineros.
Cuando lo localizaba, accionaba un botón azul
que ponía en marcha la voz de su gravadora:
- Que dice mamá que bajes…
que dice mamá que bajes…
(la cinta estaba rayada).
Y mi padre interrumpía la partida,
bebía otro trago de vino o de coñac,
guiñaba al robot y - a veces -
volvía con él a casa.
CÉSAR
El río se llenó de voces
y los peces quedaron infartados
sobre los lomos relucientes de las aguas.
Los cangrejos comenzaron a gritar
como mujeres parturientas,
arrancándose las pinzas
y las puntas de alfileres de sus ojos.
Porque no querían contemplar
el cuerpo hinchado del niño,
abrazado por los limos y las algas,
expuesto, con osadía, a los rayos del sol.
¡Qué frío de piedras y de caracolas!
¡Qué Vergüenza de Dios y sus recursos!
Todos son culpables.
Por eso saltan a tierra los renacuajos,
se hunden para siempre las flores y salgueras,
los pájaros, las hierbas
y las mariposas.
UNA MUJER EN LOS HAYEDOS
Hay una mujer en los hayedos. Semienterrada.
Coronada de luciérnagas y mariposas.
¿Viva?
Sus ojos son espejos y si te asomas
puedes contemplar un día de verano,
lleno de maestras amordazadas.
Hay una mujer en los hayedos,
justo al lado de la Fuente fría,
con cabellos de helechos tiernos
y un pecho que ondula la tela de su vestido.
Los pájaros anidan en sus manos
y entre sus dedos recuestan sus cabezas de plumas.
TODOS LOS DÍAS
Mi abuela y yo íbamos todos los días al cementerio.
A dar de comer geranio al fantasma.
Mi abuela, además, le limpiaba la tumba, le contaba:
de su mujer, de sus hijos, de su hermano, de la casa…
Le arrancaba las hierbas de la boca,
y besaba – al despedirse – su nombre de metal.
Yo también lo besaba.
Cerrábamos con un alambre la puerta de hierro del camposanto.
Para que no entrara el viento por la noche
con sus gritos de frío y de cuchillo
y despertara al fantasma.
LA NIÑA VA A SERVIR
España tiene frío
y le duele la vida y la garganta.
Los zapatos de plástico se pegan a los pies
si la niña no lleva calcetines.
Llueve carbón.
El castillete es solo un esqueleto de hierro,
un espantapájaros que a nadie atemoriza,
un minarete para el juego del viento y de las nubes.
La niña va a servir a casa de los ingenieros
y acelera el paso.
Porque ya son las seis de la mañana.
LOS OJOS DE LOS VENCEJOS
Se encendieron los ojos de los vencejos
y los pechos de raso de las golondrinas
para que la tormenta pudiera ver entre las sombras
e hiciera sus embalses y castillos.
A continuación salió un sol gigante y fresco,
un sol de cuento con enanos,
con mofletes de amapola y gran sonrisa.
Yo aproveché para ir al monte
y buscar la cena de los conejos:
faldas de diente de león, hojas de avellano,
hierbas olorosas y crujientes,
flores de té.
Y prolongué la tarde, porque aún
el tiempo, al escucharme, obedecía.
Ángel Fernández Fernández (De La huerta de los manzanos, Visor, 2019
Última edición por Pedro Casas Serra el Sáb 25 Jun 2022, 03:22, editado 1 vez
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