REPUBLICA DOMINICANA
RENÉ DEL RISCO BERMÚDEZ
(1937 - 1972)
CUENTOS
Del otro lado del día
(cont.)
Abajo las playas espumantes, los cocoteros verdes, el sol, los pequeños islotes... regresar al país en donde le esperarán a uno brazos tendidos dulcemente, todo lo vivido esperando a uno, sin cambiar, este pequeño susto inexplicable, esta "muchachada" por dentro, estas lágrimas que no se atreven a salir porque uno no se las explica, porque es difícil justificarlas en este momento, uno trae, un deseo de hablar y de dormir, de dejó atrás cosas que no comprende bien, cosas de otro país, como una infancia dejada atrás muchas veces, olores diferentes que uno trae, un deseo de hablar y de dormir, de dormir hablando dunniento... La avenida es amplia y suave, piso un pedal y no lo siento, pero es casi volar, hago sonar la bocina y oigo el lejano rumor del motor, un ruido regular, pálido, ese olor a nafta en la mañana, ese aroma de llama azul, un olor como a metal ...
El mar por esa ventana es una visión Inacabable y es una voz poderosamente dulce, como la voz de muchas Madres juntas... y la avenida que quiere zigzaguear, que se me sale de los ojos, ese edificio blanco, ese muro, ese espacio entre los árboles, ese espacio grande, ese chillido en el cemento, ese ruido que se raja en la mañana, ese reflejo del cielo, la copa del árbol, el golpe de hierro y de vidrios que se riegan, todo esto que se deshace, que tiembla, que se viene abajo, que se rompe, que se acaba...! Quién diablos me estará llamando en esta hora ...! ¿Quién es? ¡esa niña, esa mujer que llora...! Quién, quién, quién ...
II
Ese pudo haber sido el final. En principio creí que así había sido, o por lo menos lo sería después de cierto tiempo... Después he tenido que ir admitiendo que no es ni será de ese modo, que será siempre el principio, el comienzo de algo que probablemente no tendrá nunca un final, cuando menos ningún final explicable, lógico. Es ir desenredando una larga cinta, como la cola interminable de una chichigua que se ha enredado en muchos troncos, en muchos alambres, por encima de mu- chas casas, de techos y de patios ... Nunca aparecerá la chichigua, pero uno nunca se resigna y sigue desenredando la cola sin saber que ya será tarde porque esa chichigua no es más que una visión inútil, irrecuperable...
Me decían que en la cueva habían habitado los indios y por eso la maestra nos llevaba de excursión allí; entonces el muchacho más grande iba adelante con una linterna, el haz de luz se posaba en los muros de tierra, sobre la superficie limosa, se desprendía, iba a dar hacia el fondo redondo y misterioso, era una tarea silenciosa, los pies apenas pisaban en el polvo, el mismo polvo donde la planta de aquellos hombres se marcó siglos atrás, todo es lo mismo, pisamos sobre las pisadas de otros que van buscando a su vez otras pisadas que les han precedido y esas otras pisadas no se sabe de dónde vienen como tampoco saben estos otros a dónde van las suyas... La luz recorría el amplio salón subterráneo y ahí empezaban a verse los símbolos extraños, los muñecos absurdos con orejas estrelladas, signos que bajo la humedad permanecían mudos e indescifrables, enterrados, una mano entonces frotaba la pared de tierra, apartaba el limo verde, nadie decía nada, seguíamos, algún animal muy rápido huía entonces en la oscuridad entre apagados ruidos, como entre los pies de alguien y nos quedábamos azorados, paralizados, silenciosos... Le temíamos a todo lo que pudiera significar vida presente en aquella oscura cueva a dónde íbamos guiados por una extraña actitud morbosa a registrar lo que restó de la vida de otros seres pasados hace siglos por la tierra, era lo mismo que andar en los viejos armarios, en las abandonadas carteras llenas de encajes y collares rotos, en las cajas de cartón amarradas con tiras de tela, como registrar las gavetas de la abuela muerta, o ir al piso alto de la casa en donde estaban aquellos viejos muebles rotos, los paquetes de cartas, de fotos amarillentas, de cuadros apagados, era la misma sensación maliciosa que nos hacía gozar de aquella especie de violación a las cosas que alguien apreció una vez, de las cosas que fueron secretas, importantes para alguien que ya no puede defenderlas, que ya no- puede rescatarlas más, porque el ahogado no podría recuperar la orilla por sí mismo, no podría recobrar esa fuerza, ese instinto que le haría acercarse a las rocas y buscar un hueco de claridad, de aire, porque eso sería regresar cuando ya se tiene la certeza de que no será posible, ni útil, ningún regreso... La cabeza vuelve a la costa pero sólo a golpear allí, a reventar, a disolverse en la sal, en la podrida humedad sombría ...
Ahora mirábamos la alta bóveda de donde se desprendían filosas lanzas pulidas, acuosas, donde revoloteaban perdidos los murciélagos, gritando, con un grito como rasgado... Los pies se hundían en un polvo fofo, y uno se echaba con cuidado hacia atrás, con el temor de hundirse de repente en aquella borra inconsistente... El polvo penetraba por la nariz con un olor de años intocados, de siglos pasados por cabellos muertos, por uñas petrificadas, por pupilas borrosas, por labios despedazados, ateridos, chupados secamente...y se aguzaba el oído, el sonido del agua en las sombrías galerías se endurecía, se hacía material, agudo, penetraba hiriendo los sentidos, y una gota caída fríamente era como un ojo, como una pupila, grande, viscosa, chorreante, informe, cayendo desprendidamente, aplastante, sobre la nuca, sobre la mano, en la espalda. El sueño era una pesadilla, ahí estaba esa linterna de luz redonda sobre las paredes, los símbolos de cabeza redondas, el grito de los murciélagos, la borra inconsistente bajo los pies, ese viento seco con sabor de siglos enterrados sin luz. La maestra insistía en llevarnos de excursión a esa cueva en donde habita-ron los indios, y siempre era igual el salir otra vez a la luz con una imposible sensación de ser otra persona rescatada en uno mismo, emergente de una improbable ausencia que uno no trató de explicarse nunca.
Por eso era la pesadilla en la noche, y la linterna que recorría el techo y las paredes llenos de murciélagos y signos absurdos, mudos, estáticos... Eso nos revelaba cada vez más todo lo inútil de nuestra excursión, y por eso nos fuimos negando a las decisiones de la maestra que insistía en llevarnos a aquella búsqueda sin soluciones, sin ninguna otra salida.
(cont.)
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